Capítulo diecinueve

Capítulo diecinueve

Durante los tres días siguientes, nos consumió la incertidumbre. ¿Se quedarían allí los recién llegados? Era una pregunta alucinante, pues en nuestro coto no había cercas de ninguna clase que impidieran a los castores deambular a su antojo. Serían nuestros mientras permanecieran dentro de los límites de nuestro coto; si los traspasaban, no tendríamos ninguna posibilidad de recobrarlos y pasarían a ser propiedad de los tramperos que explotaban los cotos vecinos.

A primera hora de la mañana del cuarto día de su liberación, me acerqué a la acequia para llenar dos cubos. Durante todo el verano, el agua de la acequia había permanecido a un nivel bastante constante. Ésta tenía anchura y profundidad suficientes para recibir todo el caudal de agua que entraba en el pantano y desde principios de primavera hasta bien entrado el otoño solíamos mantenerla llena, dado que se encontraba a pocos pasos de la puerta de la cabaña y así no teníamos que ir hasta el arroyo para llenar los cubos.

Los cubos se me cayeron de la mano cuando llegué a la acequia, y me quedé inmóvil, mirándola boquiabierto. Por la noche estaba llena y ahora no había en ella ni gota de agua. Tardé mis buenos diez segundos en comprender por qué se había secado la acequia. Corrí a la cabaña y anuncié, muy excitado:

—Han taponado la acequia. Vamos a subir al pantano para asegurarnos.

Lillian, Veasy y yo seguimos la acequia hasta la presa. Su embocadura había sido cerrada con ramas, hierbas y barro.

—¡Mirad allí! —exclamó Veasy de pronto—. ¡Un castor!

A quince metros de la presa, nadaba un castor, remolcando con los dientes una rama de sauce de casi dos metros.

Me mojé un dedo y lo levanté sobre mi cabeza.

—El viento sopla a favor nuestro —dije—. Escondámonos en la acequia y no podrá vernos.

Y así lo hicimos.

A pleno sol, la vista del castor es tan mala como bueno es su olfato. Si sopla el viento a su favor, puede oler a un coyote a doscientos pasos y a una persona a distancias aún mayores. Pero si el viento sopla en dirección contraria y la persona permanece completamente inmóvil, el castor continuará sentado atusándose el pelo o masticando la corteza de un álamo sin enterarse de que a menos de cuatro metros está un desconocido.

Nos encontrábamos a unos cinco metros de la entrada de la acequia cuando llegó el castor con su rama, se encaramó a la presa, cogió la rama con las manos y, acompañándose con una serie de sordos gruñidos, la encajó firmemente en la boca de la acequia, con el tronco a favor de la corriente. Minutos más tarde, yo trataría de sacar de allí la rama de sauce; pero estaba tan bien sujeta que había de costarme un gran esfuerzo conseguirlo. Quizás esto explique por qué las presas de los castores resisten con tanta eficacia la presión del agua.

El castor hizo otros dos viajes, colocando en cada uno un nuevo tronco. Luego arrastró un manojo de hierbas con el que remató la obra. De pronto, cambió el viento y el castor nos olió. Inmediatamente, se oyó un fuerte chasquido al chocar la cola con la superficie del agua. La oscura forma del animal se hundió en el estanque para reaparecer a unos cuantos metros de la acequia. Durante unos momentos, nadó frenéticamente de un lado para otro, moviendo el bigote. Luego volvió a golpear el agua con la cola, buceó graciosamente y se alejó aguas arriba dibujando una estela en la superficie.

—Por lo menos, uno de ellos sigue ahí —dije, aliviado.

Y un par de días más tarde estábamos seguros de que había dos. Del agua empezaba a surgir una estructura redonda hecha de troncos. Estaban construyendo la vivienda. Cada día, al salir el sol, uno de nosotros se escondía entre la maleza de la orilla y se ponía a observar pacientemente la vivienda. Por fin Veasy consiguió ver a los dos castores trabajando simultáneamente. De manera que por lo menos una de las parejas se había decidido a instalarse allí. Habíamos de tardar aún dos semanas en saber qué había sido de la otra.

Recorrimos todos los pantanos que se encontraban en el curso inferior del arroyo sin descubrir ningún rastro de los castores. Luego recorrimos la cabecera del arroyo con el mismo resultado. A continuación dimos la vuelta completa al lago Meldrum y allí encontramos una pista: tres álamos recientemente derribados por castores. Pero apenas les faltaba corteza y conservaban todas sus ramas. Aquellas orillas habían sido exploradas por castores, los cuales, no encontrándolas de su agrado, siguieron explorando.

Por el oeste, entraba en el lago un pequeño riachuelo, tan insignificante que no parecía digno de ser recorrido. Pero lo seguimos, llevando a los caballos por entre los árboles de la orilla oeste, a todo lo largo de un sendero de ciervos que cruzaba el riachuelo a un kilómetro de distancia del lago. Cuando llegamos al cruce, vimos que no había en el arroyo ni una gota de agua, lo cual nos sorprendió bastante, pues hacía nueve años que no lo veíamos tan seco.

Desmontamos y, a pie, seguimos el cauce del arroyo. Un poco más arriba, el arroyo atravesaba, serpenteando, un pequeño prado rodeado de álamos. Cuando llegamos al prado, descubrimos el enigma del arroyo seco. El prado se encontraba ahora bajo el agua y la salida del arroyo había sido cerrada por una presa de metro y medio de alto por diez de largo.

Por el aspecto de los álamos, parecía haber pasado por allí una cuadrilla de leñadores locos. Muchos de los árboles habían quedado enganchados entre las ramas de otros, sin acabar de caer, otros habían ido a parar al agua y habían sido despojados de todas sus ramas. Pero la mayoría habían caído en tierra firme y allí estaban aún, como si los responsables de su tala se hubieran desentendido por completo de ellos.

No nos cabía la menor duda sobre la identidad de los leñadores. Por si no nos hubieran bastado las marcas de sus incisivos en los troncos, allí estaba su vivienda. Y ésta era demasiado grande para haber sido construida en tan poco tiempo por un solo castor. Debía de tratarse de una pareja, que habría remontado el riachuelo desde el lago Meldrum y, al llegar al prado, decidió instalarse en él. Así, pues, no sólo habían vuelto al arroyo Meldrum los castores, sino que pensaban quedarse allí.

Esta insensata destrucción de sus fuentes de suministro de alimentos, esta tala de árboles sin ton ni son constituía una incógnita que tardamos bastante tiempo en despejar. Cuando recorrimos la presa, comprobamos que en algunos lugares los álamos habían sido talados por docenas y ni siquiera uno de cada diez había sido aprovechado.

—¿A qué viene tanto desperdicio? —pregunté.

—Algún motivo habrá, no te quepa duda —dijo Lillian.

—En los bosques no sucede nada porque sí —gruñí—; pero a veces pasan cosas muy raras.

—… que somos demasiado estúpidos para comprender —terminó Lillian echándose a reír.

Veasy examinaba unas ramas desperdigadas alrededor de los tocones. Entonces intervino en la discusión apuntando:

—Quizá no les guste esta corteza. Quizá la encuentren amarga.

—En tal caso, ¿para qué derribar los árboles? —repliqué.

—Algún día lo sabremos —dijo él.

Y así ocurrió.

Cuando llegaron las heladas, las dos viviendas de los castores estaban bien cubiertas con una capa de barro de casi treinta centímetros de espesor. Bajo el agua habían almacenado comida suficiente para todo el invierno. Bastante tiempo después de que se helaran casi todos los pantanos, los castores consiguieron mantener abierta una vía de agua delante de la casa. Pero a principios de diciembre, cuando el mercurio marcó veinte grados bajo cero, las vías de agua se helaron. Ya no volveríamos a ver a nuestros castores hasta el mes de abril.

Estábamos a mediados de mayo. Habíamos dejado atrás otro invierno y ante nosotros teníamos un nuevo verano. Mediados de mayo y la huerta estaba ya bien removida y abonada a base de pescado. La tierra olía aún a pescado podrido mientras la trabajábamos, pero no importaba. Hay cosas que huelen peor que el pescado podrido. Y dentro de pocos días, el olor habría desaparecido y donde ahora todo era tierra oscura asomarían unas hojitas verdes.

Cuando la tierra estaba preparada, no costaba mucho plantar las semillas. Primero pasaba yo haciendo los hoyos con el azadón, luego Veasy, que echaba la semilla, y, por fin, Lillian, con la cabeza bajo un viejo sombrero de paja de anchas alas, que volvía a cubrir los hoyos con un rastrillo y aplastaba la tierra con el pie. A la hora de ir a preparar la cena terminamos de plantar la última hilera de semillas y yo solté el azadón.

—¡Bueno! Ve a preparar la cena y Veasy y yo cavaremos los canales para el riego. —Mientras la miraba alejarse hacia la cabaña, murmuré a Veasy—: ¡Qué estupenda mujer! No sé qué haríamos aquí sin tu madre.

—¿Crees que podríamos vivir aquí sin mamá? —preguntó Veasy.

Yo no contesté. Sin Lillian, nada de todo esto tendría sentido.

Miré a Veasy, pensativo. ¡Qué estirón había dado! Iba a cumplir trece años en julio. Tendría que regalarle un buen rifle. Sabía dónde conseguir uno, nuevo, por noventa dólares. Noventa dólares por un rifle. Más dinero del que teníamos cuando llegamos a los bosques. Habíamos andado un buen trecho. Y no es que Veasy no supiera manejar el viejo «22». El otoño anterior, había matado con él un hermoso ciervo. Encontré sus huellas en la nieve, a menos de un kilómetro de la cabaña. Por un momento, pensé en coger el «303» y salir yo mismo en su persecución. Pero al llegar a la cabaña cambié de parecer. Dije a Veasy que cogiera el «22» y una docena de cartuchos, siguiera las huellas del venado y procurara colocarse delante de él.

—Has de dispararle a un punto vital, pues el arma no tiene mucho calibre. No dispares a menos que puedas apuntar al corazón o a los pulmones.

A las dos horas, el chico estaba de regreso, con las ropas manchadas de sangre. Había seguido al ciervo hasta casi darle alcance. Entonces, dando un rodeo, se situó enfrente y, cuando lo tuvo a veinte metros, disparó. La bala le atravesó el corazón. Sí, ya iba siendo hora de que el chico tuviera una buena escopeta, y su próximo cumpleaños me brindaba la oportunidad de regalársela. Le compraría un «30-30». Con ella podría cazar todo lo que quisiera sólo con que apuntara bien.

¡Cómo se desarrollaba, tanto mental como físicamente! ¿Le parecía aquélla una vida demasiado solitaria? Nunca nos lo dijo. Pero a veces se quedaba con la mirada perdida en el espacio, como si estuviera pensando en algo que se encontrara más allá del horizonte. ¿En qué pensaría? Tal vez ya no quisiera volver a los bosques. Deseché estos pensamientos. No eran muy agradables.

Cuando Lillian anunció la cena, los canales de riego estaban perfectamente trazados a todo lo largo de las hileras de semillas. Desde que se fundió la nieve no había llovido, por lo que teníamos que empezar a regar inmediatamente.

Lo primero que hice a la mañana siguiente, mientras Lillian preparaba el desayuno, fue abrir la compuerta de la acequia. Después de desayunar y fregar los cacharros, los tres salimos al huerto a regar. A la mitad del trabajo nos pareció que nos quedábamos sin agua. Yo me rasqué la cabeza y dije, perplejo:

—¡Qué raro! ¿Dónde va a parar el agua?

Lillian se acercó a la acequia y exclamó:

—Apenas queda agua.

—Pues, ¿qué ha sido de ella?

Veinte minutos antes había bastante agua.

—Los castores nos la han cerrado.

Y Lillian se echó a reír.

—¡Atiza! No pueden hacernos eso a nosotros. Necesitamos agua para regar o nos quedaremos sin cosecha.

Pero los castores estaban tan decididos a impedir que el agua se escapara por la acequia como nosotros a hacerla bajar.

El castor no sabe nada de riegos. Su objetivo primordial es impedir que por algún lugar de su presa se escape el agua. Si ésta rebosa por un igual en toda la presa, no se preocupa demasiado. Pero si el escape se localiza en un punto éste debe ser taponado inmediatamente.

En cuanto los dos castores del pantano advirtieron que perdían agua por un extremo de la presa, procedieron a tapar el desagüe.

Al fin, el problema quedó resuelto mediante un acuerdo satisfactorio por ambas partes. Aprovechándonos desvergonzadamente de que el castor es, eminentemente, noctámbulo y sólo trabaja por la noche o a primera hora de la mañana y duerme durante el día, regábamos desde que salía el sol hasta que se ponía. Pero en cuanto anochecía, los castores nos quitaban el agua. Y si nosotros la dábamos demasiado temprano, cuando todavía estaban activos, la cortaban inmediatamente.

Como, por las noches, quedaba taponada la acequia, el nivel del embalse subió y el agua empezó a rebosar por encima de la presa en mayor cantidad. Pronto se hizo evidente que los castores no estaban dispuestos a aguantarlo. No existe castor que tolere una situación semejante cuando sólo se precisa un poco de laboriosidad para remediarla. Los dos castores, trabajando, quizá, sin interrupción durante toda la noche levantaron la altura de la presa.

Y ello ocasionó un peligro.

La presa difería de todas las demás en que no pusimos ramas, como refuerzo, en lo que era, propiamente dicho, el cauce del arroyo. En una extensión de diez metros excedía en unos treinta centímetros la del resto de la presa. Lo que nos indujo a prescindir de las ramas fue la idea de que si esta zona sobresalía del resto, el agua nunca podría rebosar por allí y practicar un canal. Por supuesto, el resto de la presa estaba firmemente reforzado con ramas y el agua podía salir sin causar ningún daño.

Pero a medida que los castores fueron subiendo el resto de la presa, el agua subió también hasta el punto de que la pared de tierra sobresalía tan sólo una franja de ocho centímetros.

Entonces se produjo el desastre. A principios de septiembre, un torrencial aguacero de más de tres horas de duración hizo crecer el arroyo peligrosamente. En la presa de riego entraba mucha más agua de la que podía salir a menos que hallara un punto débil por el que abrirse paso. Y este punto débil fue la pared de tierra.

En una noche, el agua cubrió la pared por completo y fue llevándosela hasta abrir un canal en el que se precipitaron los riachuelos que alimentaban el arroyo. La brecha fue ensanchándose hasta el punto de que cuando me puse las botas de goma y remonté el torrente para averiguar lo que podía hacerse, a fin de salvar lo que aún quedaba de la pared, tuve que luchar para no ser arrastrado por el agua.

Con la ayuda de Lillian y Veasy, colocamos unas peñas en la brecha, con la esperanza de que sirvieran de fundamento a una nueva pared de tierra. Pero la impetuosa corriente se llevó las piedras como si fueran pedazos de papel, mientras nosotros, sin saber qué hacer, veíamos cómo se desintegraba la pared y nos hacíamos a la idea de que el embalse pronto quedaría vacío. Pero no contábamos con los castores.

De las proximidades de la casa llegó hasta nosotros un violento chapoteo. La superficie del agua se rizó y una forma oscura se acercó nadando a la presa. El castor llegó hasta unos dos metros de la pared, nadó después en paralelo a la presa y dando media vuelta flotó casi hasta meterse por el canal.

Al ver al castor tuve una idea.

—Corre a la cabaña y trae un hacha —dije a Veasy. Y cuando volvió con el hacha, expliqué—: Voy a derribar unos cuantos abetos y a cortarles las ramas que después iremos echando al agua, a poca distancia de la brecha. Quizá…

—Estás loco —interrumpió Lillian—. Es imposible que dos castores tapen ese agujero. La corriente es demasiado fuerte.

—Pero pueden intentarlo, ¿no? —repliqué—. Una cosa es segura: nosotros no podremos hacer nada hasta que el pantano se vacíe por completo.

De manera que apilamos las ramas sobre la presa, a unos metros de la brecha, y volvimos a la cabaña a esperar acontecimientos.

Al anochecer el agua seguía escapándose por el canal, que medía ya cinco metros de ancho por uno de profundidad Sólo una pesada «Bulldozer» podría cortar el escape. Por lo menos, eso creíamos nosotros.

A la mañana siguiente, me asomé a la puerta y me puse a escuchar. La víspera, el rugido del agua era tan fuerte que teníamos que hablar a gritos para entendernos; pero ahora todo estaba en silencio. Hasta el murmullo del arroyo aguas abajo de la presa se había apagado. Silenciosamente, seguí el cauce de la acequia hasta su embocadura y me encaramé a la presa. Miré hacia el lugar donde la víspera dejamos las ramas. No quedaba ni una. Y lo que ayer era un canal por el que se escapaba un verdadero torrente era ahora una pared oscura y reluciente, hecha de ramas, guijarros de todos los tamaños, algunos tan grandes como un balón de fútbol, y recubierta de barro. Así una sola pareja de castores, en una sola noche, había conseguido tapar una brecha que el hombre, sólo con ayuda de grandes máquinas, habría logrado reducir.

La patrulla nocturna apareció media hora después de la puesta del sol, tan puntual como el mismo sol. Pero nunca salía a patrullar más que un castor, a veces el macho, a veces su compañera —ahora ya los distinguíamos, aunque casi nunca los veíamos juntos—. Escondidos en la acequia, si el viento soplaba a favor nuestro, podíamos ver al castor subir a la superficie, después de salir de la casa por una puerta situada bajo el agua, y nadar lentamente hacia la presa. Pero nunca acababa de llegar hasta ella, por lo menos cuando nosotros estábamos allí, sino que se mantenía a unos tres metros nadando paralelamente a ella hasta llegar a uno de sus extremos. Entonces, el único miembro del equipo de conservación daba media vuelta y nadaba hasta el otro extremo. Si no había novedad en la presa, la patrulla se alejaba y a los pocos momentos oíamos el roce de unos dientes en la corteza de un álamo, entre los sauces de la otra orilla.

Las sensibles guardas que tiene el castor entre el pelo son el instrumento que le sirve para localizar cualquier escape de agua. No necesita caminar por encima de la presa fiándose del oído y de la vista para detectar la zona que amenaza ruina. La más ligera corriente es registrada por la piel del castor al hacer la ronda y, de existir el menor escape, inmediatamente se pone a repararlo.

El comedor de los castores se encontraba entre unos sauces cubiertos por medio metro de agua, a dos pasos del borde del pantano. Yo construí una barrera natural en la orilla a base de ramas de sauces colocadas contra el tronco de un álamo que no acabó de caer cuando quisieron derribarlo los castores. Luego clavé en el suelo dos estacas y les até una barra, construyendo así un banco-observatorio.

Cuando el viento soplaba hacia nosotros, al anochecer nos sentábamos en el banco y, ahogando el deseo de encender un cigarrillo, esperábamos con paciencia y expectación. Por supuesto, los castores no se acercarían a comer si percibían olor a humo de tabaco o si el viento soplaba a su favor. Muy de tarde en tarde, alguno de ellos salía mientras había aún luz en el cielo; pero, por lo general, la oscuridad era casi completa cuando en la superficie del agua se dibujaba una estela que nos advertía que debíamos guardar silencio y tener cuidado hasta con la respiración.

La estela iba ensanchándose y a los pocos momentos, silenciosamente, salía del agua un castor y se acercaba al comedor. Primero tenía que sacudirse el agua y después procedía a peinarse cuidadosamente, utilizando una pata trasera a modo de peine.

Ya estaba dispuesto para despachar lo que hubiera en la mesa, en la que nunca faltaba comida. Aunque en el agua flotaran gran cantidad de ramas de álamo y sauce ya despojadas de su corteza, en la mesa había siempre una, a veces de sauce, pero, por lo general, de álamo, en la que quedaba suficiente corteza para que cualquier castor pudiera tomar su aperitivo. El recién llegado cogía la rama firmemente con ambas manos y sus incisivos pronto la dejaban limpia de corteza. Una vez pelada, la rama era arrojada al agua y algunas veces se convertía después en parte de la presa.

Liquidada la primera rama, el castor se deslizaba en el agua y se perdía de vista. Pero no tardaba en volver. Pronto la estela delatora nos advertía que nos quedáramos quietos, y detrás de la estela venía el castor. Ahora traía entre los dientes medio metro de rama de álamo, que no sabíamos de dónde había sacado. No habíamos oído caer ningún árbol, por lo que seguramente la rama procedería de algún árbol ya derribado.

Ahora volvía a haber comida en la mesa, y durante los diez o quince minutos siguientes, el rítmico castañeteo de los dientes del castor nos indicaba que el animal estaba verdaderamente hambriento. Al fin, cuando se notaba satisfecho, dejaba lo que quedaba de la rama —siempre quedaba algo— y se metía en el agua.

Era ya tan oscuro que la estela estaba casi a nuestros pies cuando el otro castor salió del agua. Éste era más pequeño, seguramente se trataba de la hembra. También ella se sacudió el agua y se peinó. Después terminó de pelar la rama que le había dejado su compañero, se levantó de la mesa y volvió a los pocos minutos con otra rama. Y aunque era ya tan oscuro que apenas distinguíamos el contorno de su cuerpo, podíamos oír el roce de sus dientes en la madera. Luego desapareció. Y sólo el lejano graznido de un ánade soñoliento nos indicó que aún había vida en el lago.

Me levanté del banco y golpeé el suelo con los pies, para desentumecerme. Pero Lillian siguió sentada, mirando el comedor de los castores aunque ya no podía verlo. Aquella noche Veasy no estaba con nosotros. Se había quedado en casa leyendo, manteniendo la lumbre y un puchero de agua hirviendo. No sabíamos cuánto tiempo tendríamos que esperar a que salieran los castores. Había noches en las que ni siquiera salían. Y hasta en verano hacía fresco a aquella hora, en la que el sol se había marchado, las estrellas nos contemplaban y las lechuzas murmuraban entre los árboles. Al volver a la cabaña, agradecíamos una taza de café.

Esperé un momento a que Lillian se levantara y dije luego con cierta impaciencia.

—No tiene objeto seguir aquí.

Ella se levantó, estiró las piernas y musitó:

—Estaba pensando que…

Se interrumpió. Estaba tan oscuro que ni siquiera podía verle la cara.

—¿Qué pensabas?

—En los castores. Siempre dejan un poco de comida para el que venga después, ¿verdad?

—Siempre.

Empezamos a andar hacia la cabaña. Llegábamos ya cuando Lillian preguntó de pronto:

—¿Por qué no harán lo mismo las personas?

Fruncí el entrecejo y permanecí unos segundos con los ojos clavados en el suelo antes de responder:

—Supongo que los castores hacen instintivamente lo que la humanidad tiene que aprender a hacer algún día. Es paradójico que un animalito como el castor pueda seguir la norma divina y el hombre no. Y es que las personas, Lillian, somos distintas de los castores, y es una lástima.