Capítulo cuarto

Capítulo cuarto

—¡Madera! —gritó Lillian.

Pero el testarudo árbol siguió en pie.

Hay que tener cuidado con la forma en que se talan los árboles. Si caen en terreno desigual, pueden partirse en dos, y entonces quedan inservibles. Y no podíamos prescindir de ninguno. O, si no se socavan como es debido, te caen hacia atrás y no puedes sacar la sierra. O, si son bien rectos, puedes serrarlos en redondo sin que se caigan.

Y esto era lo que estaba ocurriendo. El tronco estaba partido, pero el árbol seguía en pie. Lillian, a pocos palmos de distancia, jadeante, miraba con ojos entornados la copa del árbol, mientras se preguntaba por qué no caía. Veasy, bien alejado de la zona de peligro, miraba también al árbol entornando los ojos. Yo empujaba con ayuda de un palo de tres metros de largo, gruñendo y sudando, sin apartar los ojos del corte, deseando que se abriera para poder sacar la sierra.

El palo resbaló y poco me faltó para caer de bruces. Recobrando el equilibrio, apoyé el palo en el ángulo inferior de una rama y, después de respirar profundamente, empujé con todas mis fuerzas.

—¡Madera! —gritó Lillian otra vez.

Por fin, vi abrirse el corte, retiré la sierra y el árbol se desplomó en el sitio justo.

Lillian se sentó en el tronco y, pasándose por la frente una mano negra de brea, preguntó:

—¿Cuántos más nos hacen falta?

Yo me senté a su lado, después de dejar en el suelo la sierra de doble mango y de dos metros de largo.

—De acuerdo con mis cálculos, ése es el que hace cuarenta y cinco. —Me rasqué la cabeza y proseguí—: Contando doce para cada pared más dos para el caballete, con cincuenta debería haber bastantes. Y son hermosos los troncos. Derechos como husos, sanos, macizos y no merman en la punta, como los de muchas cabañas que he visto por ahí.

—Bueno, me alegraré cuando hayan caído todos —suspiró Lillian.

—Y yo —sonreí—. Tal vez entonces te quites ese viejo mono y vuelvas a ponerte una falda. Los monos son para los hombres, no para las mujeres, ¿no lo sabías?

—No me lo quitaré hasta que los troncos estén convertidos en paredes y tengan un tejado encima. Entonces, y sólo entonces, volveré a ponerme la falda. —Y, echándose a reír, añadió—: Debo de estar hecha una facha.

—Aparte la resina que tienes en la frente y los churretes que te han dejado en la cara los mosquitos que has logrado aplastar, no estás mal. En realidad, con resina o sin resina, con mosquitos o sin mosquitos, estás bien para mí.

—¡Resina…! —Lillian hizo una mueca—. No creas que me guste. El hacha y la sierra están todas pringosas. No puedes sentarte en un tronco a descansar sin llenarte de ella. —De pronto, se levantó de un salto, miró alrededor y gritó—: ¡Veasy! ¿Dónde se ha metido ese chico?

—No te preocupes. —Yo había estado vigilándole—. Está al otro lado de ese tronco. Ha seguido a una ardilla hasta su escondrijo y ahora está tratando de ensanchar el agujero para meterse en él. Esto le mantendrá ocupado durante un rato.

Si yo hubiera podido salirme con la mía, hubiera talado los árboles con el hacha, no con la pesada sierra doble. La sierra era una herramienta para ser manejada por dos hombres. Los que la construyeron jamás pensaron que a uno de sus extremos se asiría una mujer, y mucho menos una mujer de cincuenta kilos. Pero en lo que intervenía Lillian yo no siempre podía salirme con la mía.

No era material lo que nos faltaba para hacer la casa, pues en el bosque teníamos casi todo lo necesario. Sólo había que poner manos a la obra. Pensé que adelantaría más con el hacha que manejando la sierra yo solo. Pero Lillian dijo:

—Coge la sierra, y yo te ayudaré. Ganaremos tiempo serrando los dos.

Éste fue su testarudo razonamiento.

—Claro que ganaríamos tiempo. Pero serrar troncos no es trabajo para una mujer.

—¿Por qué?

—Pues, porque darle a la sierra no le hará ningún bien a tu espalda.

Ella dijo sencillamente:

—Quiero tener un techo sobre mi cabeza, y cuanto antes, mejor.

De manera que, juntos, derribamos los árboles y serramos los troncos a la medida requerida. Y, después de sacarlos del bosque, ayudados por los caballos, los despojamos de la corteza.

Veasy —nombre de familia por parte mía— se mostró firmemente decidido a ayudarnos a pelar los troncos. Conque le pusimos en la mano un cuchillo de carnicero que no cortaba ni la manteca y le animamos a empezar. El pequeño rascó y peló con gran vigor y entusiasmo durante un par de minutos, luego se cansó y, dirigiéndose a un hormiguero, empezó a molestar a sus ocupantes con un palito.

Trabajábamos ajenos a todo lo que no fuera construir la cabaña cuanto antes. El sol era nuestro único reloj. Empezábamos la tarea apenas amanecía y no dejábamos las herramientas hasta después de ponerse el sol. Jadeantes y sudorosos, levantábamos los pesados troncos verdes procurando que cada uno encajara perfectamente en su lugar.

La primera cabaña era, quizás, una vivienda bastante tosca, comparada con algunas casas modernas, pero después del humo, el polvo y las continuas acometidas de los mosquitos que tuvimos que soportar en la tienda de campaña, la encontramos bastante cómoda. Seis días después de iniciada la tala, estaban ya en pie cuatro flamantes paredes. Ahora había que techar. Hecho esto, cargué de lodo el carro y esparcí una capa de veinte centímetros encima de los tablones del tejado. Esto nos procuraría calor en invierno y fresco en verano. Mientras Lillian cortaba y pelaba varillas de pino, yo las clavaba entre los troncos. Entre los dos, serramos huecos para dos ventanas y una puerta, las montamos, tapamos con barro las grietas y nos pusimos a contemplar con orgullo nuestra obra. Habían transcurrido diez días desde aquella primera noche de los mosquitos, y ya teníamos casa. Medía seis metros de ancho por ocho de largo y, aunque el suelo era tierra apisonada, cuando cerrábamos la puerta y las ventanas, estábamos al abrigo de los insectos. Por mucho que, afuera, rugiera la tormenta, en el interior de aquellas cuatro macizas paredes estaríamos protegidos.

—Algún día —prometí—, cuando haya un poco más de dinero en caja, traeré unos tablones del arroyo Riske para el pavimento.

Pero ese día estaba aún bastante lejos.

Instalados en la cabaña, otra tarea se nos imponía y nos impedía descansar. Teníamos que levantar una especie de valla que contuviera a los caballos. Desde el primer día fueron un problema. Se habían criado en las abiertas praderas del Sur y no se sentían a gusto en estos bosques llenos de mosquitos, moscas y tábanos, voraces carniceros estos últimos que en cada picotazo arrancaban sus buenos sesenta gramos de carne.

Desde su primera escapada, habían tratado de evadirse en otras dos ocasiones. Cuando el segundo intento, los localicé a unos diez kilómetros al sur de la cabaña, aunque sin grandes dificultades, pues seguían la senda del arroyo Riske. Pero la tercera vez salieron de la región antes de que, al límite de mis fuerzas, lograra darles alcance.

Cuando amaneció aquel día no se oía ni el más remoto tintineo de cascabeles. Cada mañana, incluso antes de encender el fuego, salía de la cabaña y procuraba localizar a los animales por el sonido de los cascabeles. Pero aquella mañana no se oía más que el descarado parloteo de las ardillas y el grito de algún águila acuática que volaba en círculos sobre el lago Meldrum vigilando, con su telescópica pupila, los movimientos de los pececillos.

Volví a entrar en la cabaña, encendí el fuego, puse la cafetera en la lumbre y dije a Lillian, que empezaba a restregarse los ojos:

—Han vuelto a encontrar la senda; pero no pueden estar muy lejos. Salgo inmediatamente y tal vez vuelva con ellos antes de que hierva el café.

Seguí la senda en dirección al sur, primero a paso rápido y después a marcha atlética. Llevaba tres bridas atadas a la cintura y los ojos fijos en el suelo, buscando huellas de cascos. A cinco kilómetros de la cabaña, tuve que convencerme, con gran intranquilidad, de que esta vez no seguían la senda, sino que habían huido en otra dirección. Pero ¿en cuál?

Una ardilla listada me miró, en actitud pensativa, con las mejillas apoyadas en las manos, desde una roca situada a menos de un metro del lugar donde yo me encontraba, pero no dijo nada.

Volví a toda prisa a la cabaña. Cuando llegué, Lillian se asomó a la puerta, interrogándome con la mirada. Negué con la cabeza.

—Se han ido. —Y, sombríamente, añadí—: Nos hemos quedado sin caballos.

Lillian veía las cosas con más optimismo.

—Han de estar cerca de aquí. De lo contrario, habrías visto sus huellas en la senda. —Salió y se puso a escuchar—. Quizás estén a poca distancia, quietos. Si escuchamos con atención tal vez les oigamos.

De modo que escuché con atención, y Lillian escuchó con atención y, al advertir que estaba ocurriendo algo importante, Veasy salió de la cabaña, desnudo, pues Lillian aún no le había levantado, y también se puso a escuchar con atención. Pero los cascabeles no se oían.

Disimulando mi inquietud, dije con tono indiferente:

—Los caballos no pueden volar. Forzosamente tienen que haber dejado huellas. —El aroma del café me recordó que tenía hambre—. Prepáranos copiosas raciones de pastelillos, cosa de dos docenas. Y seis lonchas de tocino. Tengo tanta hambre que me comería una rata hervida.

Terminado el desayuno, volví a ceñirme los cabestros a la cintura y me adentré en el bosque para describir un círculo de un kilómetro de radio en torno a la cabaña. Cuando, por fin, encontré las huellas, había dado casi la vuelta completa. Me pareció que eran de mucho antes del amanecer. Los animales viajaban uno tras otro, como suelen hacer cuando se dirigen a algún lugar lejano. Tuve que aflojar el paso, para no perder las huellas, y me pegué a ellas como una lapa. Si las perdía tendría que buscar durante más de una hora hasta volver a encontrarlas.

Se dirigían hacia el Este, por entre un espeso bosque de pinos, y el pensamiento de que, si continuaban en esta dirección, el río Fraser les cerraría el paso, no me servía de consuelo. Para quien tuviera alas, el río estaba a una distancia de sesenta kilómetros, y, para quien no las tuviera, a noventa, por lo menos.

Delante de mí apareció un bosquecillo de álamos con un estanque en el centro. Me detuve a escuchar, con la esperanza de que los caballos se hubieran parado a beber y estuvieran pastando por los alrededores. Pero no había ningún caballo en muchos kilómetros a la redonda o, por lo menos, no se le oía. Sólo el temblor de las hojas de los álamos, cuyo murmullo parecía decirme:

«Estáis sin caballos, tú, la mujer y el niño que dejaste solos en la cabaña. Los caballos fueron más listos que vosotros. No quieren nada con estas tierras.»

Los caballos pasaron a cincuenta pasos del agua, pero no se acercaron a beber. Esto confirmaba mis sospechas de que se habían escapado durante la noche, y habían pasado por allí antes del amanecer, y llevaban el vientre lleno, y no tenían sed, y sólo el Todopoderoso sabía dónde se encontraban en aquel momento, y no me lo decía.

Me metí por entre los álamos y di una vuelta completa alrededor del lago, con los ojos fijos en sus alcalinas orillas. No había huellas de caballos, pero había huellas de animal patihendido. Al principio, creí que una media docena de ciervos habrían estado bebiendo en el lago, y menos de una hora antes. Pero no, las huellas eran de uno solo, y de unos tres o cuatro años. Tal vez anduviera siempre por aquellos bosques y fuera, mañana y tarde, a beber al estanque. Fruncí el ceño, preguntándome si algún día sabría volver a aquel lugar. Bueno, por lo menos lo intentaría. Así, pues, tras archivar en mi mente las huellas del ciervo para futura referencia, me metí nuevamente en el bosque en pos de mis caballos.

A un kilómetro y medio del lago, en dirección al este, las huellas torcían hacia el sudoeste y, un kilómetro más allá, hacia el sur. Ahora estaba seguro de que los animales habían decidido volver a la pradera y que, si no lograba pronto darles alcance, lo conseguirían.

En los bosques de abetos, en los que la hierba estaba tierna, podía ir a paso ligero y avanzar hasta cinco kilómetros en una hora. Los tallos tronchados me señalaban el camino. Pero en los bosquecillos de álamos o en los pinares de suelo arenoso, me resultaba difícil distinguir las huellas. Y entonces tenía que aflojar el paso para no perder la pista.

¿A qué distancia me encontraba de la cabaña? Era difícil responder a esto, pero el sol estaba ya en su ocaso, por lo que deduje que a unos veinte kilómetros. ¿Y Lillian y Veasy? Desde luego, Veasy era demasiado joven para preocuparse por unos caballos huidos o por si su padre se perdía en los bosques. Pero Lillian era una muchacha que sabía lo engañosos que pueden resultar los interminables bosques. Sabía que cuando se pone el sol y la noche cambia el aspecto de las cosas es fácil desorientarse y empezar a dar vueltas, y acabar por no distinguir el norte del sur ni el este del oeste, y ni siquiera preocuparse por ello. El que se pierde en los bosques y empieza a describir círculos puede pasar, en un momento, de un estado de absoluta normalidad, al pánico más espantoso. Y, presa de una especie de locura, uno empieza a correr, tropieza, cae al suelo, se levanta y sigue corriendo, indiferente a la dirección, hasta que, física y moralmente agotado, pierde las fuerzas y hasta la voluntad de dar un solo paso más.

Lillian lo sabía, y a la puesta del sol saldría a la puerta de la cabaña y, muy quieta, se pondría a escuchar, deseosa de percibir el tintineo de los cascabeles de los caballos o el rumor de mis pasos al partir una rama o tropezar con un tronco. Y la preocupación se reflejaría en su rostro durante muchos días.

Trepé a una loma pedregosa y, al empezar a bajar, me detuve bruscamente. A unos cincuenta pasos, entre unos abetos, había distinguido una forma oscura. Uno de los caballos de carga tenía el pelo de un castaño casi negro, y aquello que se veía entre los árboles tenía casi el mismo color y hasta la misma alzada que nuestros caballos.

—¡Ahí están! —exclamé en voz baja, aliviado.

Pero no era un caballo. Era una vieja anta. Se quedó parada durante unos diez segundos, luego aplastó las orejas, dio media vuelta y se alejó rápidamente. Únicamente el batir de sus pezuñas contra los troncos caídos me indicaba la dirección que había tomado.

El sol estaba a punto de ocultarse cuando, al fin, oí un lejano tintineo de cascabeles. Me detuve, para asegurarme de que no me engañaba, que no se trataba del grito de alguna ardilla voladora. El agudo ladrido de las ardillas voladoras suena, a veces, como una campanilla lejana.

Convencido de que se trataba de los caballos, eché a correr. Se habían quedado pastando en un pequeño prado. Al oír mis pasos levantaron la cabeza, pero rápidamente volvieron a agacharla cuando vieron quién era el visitante. Uno de ellos había roto las trabas y ése era sin duda el cabecilla, el que se había llevado a los demás. Desaté todas las trabas y las reuní en el cuello de uno de los caballos. Luego cogí a tres de ellos y los até, en fila, a la cola del que yo iba a montar. Luego subí a él, a pelo, eché un vistazo a lo que quedaba del sol, que en realidad no era más que un reflejo, y emprendí el regreso en dirección al noroeste, confiando que en esta dirección encontraría el arroyo.

Era noche cerrada cuando llegué a la cabaña. Veasy estaba acostado desde hacía más de tres horas, pero Lillian aguardaba fuera, a varios metros de la puerta, y cuando, casi a su lado, me tiré del caballo, la oí murmurar:

—Gracias a Dios has vuelto.

—No estarías preocupada, ¿verdad? —bromeé abrazándola y dándole un beso. Pues si hay momento en que estas expansiones entre marido y mujer están justificadas, ése era uno de ellos.

—Un poco —confesó.

—No había motivos para preocuparse. Simplemente, estuve familiarizándome con los bosques. Y hasta encontré un lago. —Y, en tono más serio, añadí—: Contra viento y marea, mañana empezaremos la cerca.

Pronto encontramos un buen pastizal. A doscientos metros de la cabaña, aguas abajo, el arroyo se metía en un lago de unas cien hectáreas. La consabida presa de castores deteriorada se levantaba al extremo opuesto del lago y por sus grietas se escapaba el arroyo que, cien metros más abajo, desembocaba en otro lago. Este lago, llamado Meldrum, se extiende de norte a sur y a poco menos de un kilómetro del punto por el que penetra en él el arroyo, se abre bruscamente hacia el este. Si poníamos una cerca desde el lago de la cabaña hasta esta abertura del Meldrum abarcaríamos una extensión de setenta y cinco hectáreas de buenos pastos. Una vez más, lo único que teníamos que hacer era alargar el brazo y servirnos, sin pararnos a pensar en derechos de propiedad. Hace ya veintisiete años que la cerca está en pie y, en verano, pastan aún dentro de ella nuestros caballos.

Una vez construida la cerca, nos fue posible quitar las trabas a los animales y dejarlos sueltos. Y por las noches pudimos dormir sin pesadillas sobre cuál sería su paradero a la mañana siguiente.

Si se come tocino una vez al día, en el desayuno, por ejemplo, y acompañado de un par de huevos fritos, resulta un manjar bastante apetitoso. Pero si te aparece en el plato tres veces al día, ya sea frito, hervido o asado, pronto le pierdes al cerdo todo el respeto. Y hacía más de dos semanas que Lillian no disponía de otra carne. Ni siquiera una triste gallina silvestre, ni un conejo. El trabajo había acaparado todo nuestro tiempo y no pudimos salir de caza. Pero ahora ya teníamos casa y los caballos pasto. Y yo ya estaba harto de tocino, y Lillian estaba harta de tocino y hasta Veasy apartaba el plato.

Decidido a remediar la situación, dije a Lillian:

—¿No te comerías un buen asado de carne de verdad?

Lillian lanzó una mirada a un pedazo de tocino que descansaba en una alacena, arrugó la nariz y dijo:

—Cualquier cosa, menos tocino.

—¿Qué te parecería un venado?

—Claro que me gustaría oler un buen filete friéndose en una sartén bien calentita. Podríamos comernos fresco un cuarto y salar el resto. Claro que falta el venado.

—Yo sé dónde encontrar huellas.

—No puedo freír huellas —dijo Lillian sin inmutarse.

—Quizá no consiga volver a encontrar el estanque. Pero voy a intentarlo. —Y, después de explicarle lo que había visto, añadí—: Esta tarde saldré en uno de los caballos y, si consigo dar con el lugar, me pondré al acecho entre los álamos y quizá consigamos comer carne de ciervo.

—¿Podría acompañarte?

Yo simulé dudarlo, aunque lo estaba deseando.

—Creo que sí. Pero tendrías que estarte muy quieta.

—Puedo estar tan quieta como tú —dijo con un mohín—; y más que tú, que no puedes quedarte sentado ni un momento sin empezar a mover las manos y los pies.

—Cuando estoy cazando es distinto. —Y, mirando al otro miembro de la familia, pregunté—: ¿Qué hacemos con Veasy?

—Algún día había de empezar a aprender —dijo, con su habitual sentido práctico.

A las cinco salimos de la cabaña. Yo montaba el castaño y Lillian uno de los caballos de tiro. Detrás de ella, abrazado a su cintura, iba Veasy, con los pies sujetos a las correas de la silla. De vez en cuando, descargaba un puntapié en el vientre del caballo y gritaba: «¡Arre!»

—¡Ssssh! Vas a asustar a la caza —le reprendía Lillian.

No había llovido y las huellas de los caballos que yo siguiera cinco días antes no se habían borrado, por lo que, sin ninguna dificultad, encontré el estanque. Até los caballos a unos árboles situados a más de cien metros del agua y, después de colocar siete cartuchos en la cámara del rifle, avancé cautelosamente hacia el estanque. Lillian, llevando a Veasy firmemente cogido de la mano, me seguía con igual cautela.

En el estanque no había más ser viviente que un ánade macho. Tal vez la hembra estuviera por allí cerca, incubando. Me senté detrás de unos matorrales y Lillian me imitó. El ave nadó hacia la orilla opuesta, abrió las alas y, describiendo semicírculos, fue acercándose a nosotros. Llegó casi hasta nuestra orilla, tan cerca del lugar donde nos hallábamos que Veasy trató de desasirse de la férrea mano de su madre para ir a cogerlo.

—¡Quieto…! —susurró Lillian.

En el bosque empezó a tamborilear un gallo silvestre. La estación estaba muy avanzada, pues casi todas las hembras incubaban ya. Seguramente, aquel pobrecillo había estado golpeando el mismo tronco, mañana y tarde, desde que se fundió la nieve, esperando que pasara por allí alguna pollita que le aceptara por pareja.

—Estate quieto.

Lillian estaba pasando grandes apuros para que Veasy no se moviera, pues al niño no le hacía ninguna gracia permanecer sentadito detrás de un sauce mirando cómo se ponía el sol. Era mucho más divertido demoler un hormiguero o perseguir a un pato.

Llevábamos allí más de una hora cuando, al fin, llegó la pieza. Lillian la oyó acercarse segundos antes de que yo la viera. De pronto, se irguió y susurró:

—Ha crujido una rama.

Sin moverme apenas, cogí el rifle y puse un cartucho en la recámara.

—¿Por dónde?

Ella señaló la orilla opuesta.

—Por ahí.

El gamo salió de entre los álamos y, con pasitos cortos, se metió en el agua. Me eché el rifle a la cara; pero no apreté el gatillo. No dispararía mientras el animal estuviera con agua hasta la rodilla. Después de apagada la sed, permaneció inmóvil, con la mirada perdida en el vacío, pensando en esas cosas en que suelen pensar los gamos cuando han bebido. Era una lástima tener que matarlo. Pero quizás aquella misma noche acabara con él algún lobo o algún coyote. Y nosotros necesitábamos su carne desesperadamente.

La bala le entró por la base del cráneo en el momento en que el animal daba media vuelta para volver al bosque. Lillian me ayudó a abrirlo en canal para sacarle las vísceras. Después metimos el hígado, los riñones y el corazón en un saco de harina, cargamos la carcasa en mi caballo y volvimos a la cabaña.

Cuando el gamo estuvo desollado y partido en cuartos y éstos colgados en el bosque, detrás de la cabina, para que se enfriaran, era ya la hora de acostar a Veasy. Después de encender el quinqué, Lillian lo desnudó, lo metió en la cama y lo arropó. A los pocos segundos, el niño dormía ya. Tal vez soñara con bosques llenos de gamos o gallos silvestres que tamborilearan en los troncos.

Lillian hizo café, y los dos nos sentamos a la mesa para saborearlo.

—Mañana salaré tres cuartos del gamo. —Me miró, pensativa, y añadió—: ¿Y después?

—Las trampas —respondí rápidamente—. Pasado mañana cargaremos un equipo de campaña en uno de los caballos de carga y nos iremos a dar una vuelta para averiguar las riquezas que encierran esas setenta mil hectáreas de bosques y pantanos.