Capítulo veintitrés

Capítulo veintitrés

Durante el invierno, el tiempo era el amo y nosotros sus esclavos. Si él decretaba: «Hoy no sale nadie a recorrer las líneas de trampas. Todo el mundo, en casa», nadie salía a recorrer las trampas y todos nos quedábamos en casa. Y nos poníamos a leer o peinábamos las pieles de los visones o fabricábamos más tablas para alisar las pieles de ratas almizcleras, o, para hacer un poco de ejercicio, salíamos a leer el termómetro que, al salir el sol, marcaba treinta y dos bajo cero y ahora estaba ya a cuarenta y cinco. Hasta cuarenta, decíamos:

—Bueno, hoy aún se puede salir a echar un vistazo a las trampas, mientras no nos sentemos a descansar durante más de un minuto.

Pero de cuarenta para abajo, había que quedarse en la cabaña leyendo un libro, lustrando pieles o cepillando un pedazo de madera.

A partir del otoño de 1937, cuando el tiempo nos impedía salir, con sólo mover unos mandos podíamos trasladarnos instantáneamente a San Francisco, a Seattle o a un lugar de Nuevo Méjico del que nunca habíamos oído hablar. O, si queríamos salir del arroyo Meldrum, pero sin dejar el Canadá, sólo teníamos que hacer girar ligeramente un botón para caer de pie en algún lugar de la pradera, como Regina, Saskatchewan, o Calgary, Alberta, o en cualquier sitio en donde presumieran de esa cosa misteriosa llamada emisora de radio.

Nuestro receptor, un «Victor R. C. A.», nos costó cuatro pieles de visón y una de coyote. En el otoño de 1937, llevábamos ya tanto tiempo cazando para vivir que, en vez de decir: «Eso nos costará cuarenta y un dólares con cincuenta centavos», decíamos: «Eso vale cuatro coyotes y una comadreja», y los coyotes y las comadrejas estaban en el bosque, muy cerca de nuestra cabaña.

Y cuando el tiempo se volvía loco de repente y no nos dejaba ni asomarnos a la puerta, era un gran consuelo conectar la radio y poder escuchar la música que se transmitía desde lugares situados a miles de kilómetros. Y, por supuesto, pocos días antes de Navidad llegaron villancicos hasta nuestra cabaña. Una radio es algo muy corriente para las familias de la ciudad; mas para nosotros era durante meses enteros el único contacto con el mundo exterior.

Casi nunca tratábamos de desafiar al tiempo ni de pelearnos con él, pues sabíamos que llevaríamos la peor parte. Por el contrario, procurábamos amoldarnos a sus cambios de humor y, en lo posible, preverlos.

Aunque la luna de noviembre fue buena, y hubo poca nieve en las sendas de caza, estábamos seguros de que la de diciembre traería esas condiciones tan temidas por los tramperos y contra las que nada se puede hacer: días y días de fuertes nevadas, y, después, cuando en el cielo volvieran a brillar las estrellas y la luna, un frío atroz se abatiría sobre los bosques.

En estas circunstancias, los animales permanecen escondidos, pues todos tienen bastante entendimiento para preferir quedarse en casa, aun a costa de pasar hambre, a exponerse al crudo frío que reina en el exterior. Cuando la temperatura era inferior a cuarenta bajo cero, también nosotros permanecíamos en nuestra madriguera; pero si el mercurio rondaba los treinta y cinco salíamos a ocuparnos de nuestras trampas. Lillian tenía una línea, Veasy otra, y yo, otra.

Pues aquella corriente de aire polar que azotaba la región no podía durar siempre. Al fin tendría que retroceder, y la temperatura subiría. Cuando esto sucediera, los animales saldrían de sus guaridas, en busca de comida. Y entonces nuestras trampas deberían estar en perfectas condiciones de funcionamiento y provistas de cebo fresco.

El tiempo era el factor decisivo. Es casi seguro que la luna de diciembre trae nieves y, la de enero, un frío intensísimo y prolongado. En febrero, a medida que alarga el día, la temperatura resulta más benigna, una temperatura benigna que forma en la nieve una costra tan dura que ni las pezuñas de los alces llegan a perforarla.

Pero en marzo nunca se sabe el tiempo que hará. Marzo es el mes más informal, variable y engañoso de todo el invierno; amable y cruel a la vez. Un día luce el sol y al siguiente ruge la tormenta. Cálido al caer la noche. Cinco grados bajo cero al acostarnos y treinta y cinco al levantamos. En marzo nunca se sabe.

Marzo es, de todos los meses del año, el que más temo. Pues es cuando hay que dar la batida a las ratas almizcleras, ya que es cuando su piel está más brillante.

En marzo, haga el tiempo que haga, Veasy y yo tenemos que salir a los helados lagos y pantanos, para poner las trampas, con dedos torpes e insensibles, entre la masa de plantas acuáticas que hay en el interior de las guaridas. Durante todos estos años he pasado momentos difíciles mientras recorría la línea en diciembre, enero y febrero; pero el día que permanecerá grabado en mi mente hasta que me muera fue un día del mes de marzo. A pesar de que la primavera y el graznido de los patos silvestres estaban, como quien dice, a la vuelta de la esquina.

Cuando Veasy y yo tendimos las trampas, la temperatura no era del todo mala. Salimos de casa al anochecer, con las raquetas colgadas del pomo del arzón y con un caballo de carga que transportaba un centenar de trampas. El lago al que nos dirigíamos se encontraba a unos nueve kilómetros en dirección al Oeste y no había ninguna senda que lo uniera a la cabaña. Cuando salíamos a campo abierto, los caballos se hundían en la nieve hasta el vientre y el avance resultaba lentísimo.

Yo suponía que el lago estaría cubierto por medio metro de nieve y que seguramente habría una bolsa de agua entre ésta y el hielo antiguo. Es en estas condiciones cuando las raquetas demuestran su utilidad. El hielo es muy traidor cuando está cubierto por la nieve, y si en ciertos puntos podría soportar el peso de un acorazado, en otros, donde las bolsas de aire hacen que el agua se mezcle con la nieve, puede ceder bajo el peso de un hombre, a menos que éste se desplace suavemente sobre unos esquíes o unas raquetas.

Eran casi las nueve y media cuando salimos del bosque y divisamos el lago. Até el caballo a un árbol y procedí a suavizar las correas de las raquetas. Luego saqué las trampas y las dispuse en montones de doce. A continuación me calcé las raquetas y contemplé el lago.

Los juncos de la orilla estaban casi por completo ocultos por la nieve, pero no importaba. Las negras puntas de nuestros palos de señalización eran aún visibles, por lo que nos sería fácil localizar las viviendas de las ratas. Sin ellos no hubiéramos podido encontrar ni la cuarta parte de las casas. A principios de noviembre, cuando el hielo era ya lo bastante resistente para soportar nuestro peso, clavamos los señalizadores en los tejados de las casas. Éstos consistían en finas varas de sauce cortadas en la misma orilla. Ahora sólo asomaba una puntita por encima de la capa de nieve, que cubría el lago, pero con eso bastaba para guiarnos.

Metí tres docenas de trampas en un saco que me cargué al hombro. Veasy hizo otro tanto, se desabrochó la parka y comentó:

—¿Crees que habremos puesto setenta y dos antes del mediodía?

—Se puede intentar —respondí—. Tú empieza por la orilla sur y yo empezaré por el norte. —Y cuando se alejaba ya le grité—: Después de poner la trampa, aísla bien la casa con nieve, si no…

Pero ya no me oía. Me encogí de hombros con indiferencia. Desde los trece años había estado Veasy poniendo trampas a las ratas. ¿Por qué preocuparme de recomendarle que aislara las casas? Además, Veasy detestaba que le dijéramos algo que ya sabía. «Es malgastar el aliento», gruñía.

Era esencial cubrir las casas de nieve, pues era tan poco lo que sabíamos de marzo… Aunque entonces estuviéramos tan sólo a diez bajo cero —o incluso a quince— al anochecer el más ligero cambio en la dirección del viento podía significar un descenso de temperatura del orden de veinte grados. Pero si, después de abrir las casas para poner las trampas, las aislábamos de nuevo con nieve, el agua de su interior se mantendría libre de hielo aunque el mercurio descendiera hasta treinta y cinco bajo cero, y las trampas estarían en buenas condiciones de funcionamiento.

A las cuatro de la tarde, habíamos abierto ciento diez casas, puesto una trampa en el interior de cada una de ellas y las habíamos vuelto a cerrar con nieve. Sacudí la nieve de las raquetas, las colgué de un árbol, ajusté la cincha a mi caballo, y, después de lanzar a Veasy una mirada interrogativa, a la que él contestó moviendo afirmativamente la cabeza, montamos y nos dirigimos hacia casa.

Caía la noche cuando llegamos a la cabaña. Después de encerrar a los caballos, fui a ver lo que marcaba el termómetro. Había descendido diez grados desde aquella mañana. El viento había cambiado del Este al Norte. «Mañana menos de veinte bajo cero», pensé mientras me sacudía la nieve de las botas para que Lillian no me regañara por ensuciarle el linóleo.

Pero esto no me preocupaba. Si el día amanecía claro y sin nubes, podríamos abrir las casas, recoger las piezas que hubiesen caído durante la noche y volver a montar las trampas aunque la temperatura fuera de treinta bajo cero, siempre que no soplara viento del Norte. Con menos de treinta, nos quedaríamos en casa, seguros de que a las trampas no les ocurría nada malo.

A la mañana siguiente, treinta y cinco bajo cero. Respondí a la interrogadora mirada de Veasy diciendo que no con la cabeza.

—Será mejor que lo dejemos por hoy. Si mañana sigue todo igual, iremos a recoger las piezas; pero no volveremos a montar las trampas hasta que suba la temperatura.

Después de desayunar, Veasy sugirió de pronto:

—Podría ir hoy a recoger el correo y mañana ir a tu encuentro en el lago.

—No está mal pensado —concedí.

Hacía tres semanas que no recibíamos ni enviábamos ninguna carta.

Desde el mes de enero, Veasy, con sus esquíes, era nuestro enlace con la oficina de Correos. El surco de los esquíes era nuestro único medio de comunicación con el mundo exterior, hasta mediados de abril, cuando comenzara el deshielo. Pues las nevadas de enero fueron muy copiosas y a mediados de este mes abandonamos toda esperanza de mantener camino abierto para que pudiera circular el trineo.

Estas estrechas paralelas pasaban a menos de un kilómetro del lago en el que estábamos realizando las operaciones de captura de ratas almizcleras. Veasy podía ir hoy a Correos, dormir allí y reunirse conmigo en el lago por la mañana.

—Entonces, ¿seguro que estarás allí con los caballos? —me preguntó.

—Contra viento y marea.

Lo cual, en aquella estación del año, quería decir que iría. También él estará allí contra viento y marea. —Y, también— por mucho frío que hiciera.

Durante la noche, empezó a soplar viento del Norte. Me incorporé en la cama, escuchando su rugido entre las copas de los árboles. Por entre los troncos, se filtraba en la cabaña. Me levanté, eché más leña en la estufa, me acerqué a la ventana y escudriñé el exterior. La nieve azotaba el cristal con un ruido seco y penetrante. Me dirigí hacia la puerta y la abrí unos centímetros. Como si hubiese estado esperando precisamente esta oportunidad, el viento se coló por la rendija y cubrió el suelo de la cocina con una fina capa de nieve. Al sentir el frío en los pulmones, tosí y cerré violentamente la puerta.

Lillian estaba también medio despierta.

—Con este tiempo, Veasy no saldrá —dijo con voz soñolienta.

—Recuerda que le prometí estar allí contra viento y marea, y con un esfuerzo por animarla, añadí: —Quizá por la mañana haya pasado ya la tormenta.

Al amanecer, arreció el viento. Cuando salí para ir al establo, me pareció que me mordía la carne. El sendero que el día antes estaba suave y bien apisonado, quedaba oculto por los remolinos de nieve. Antes de llegar al establo, me salí de la senda y me hundí en la nieve hasta la cintura una docena de veces. Abrevé a los caballos, les eché de comer y contemplé con desagrado las sillas colgadas de la pared. Luego las descolgué y ensillé los caballos.

Por la fuerza de la costumbre, fui a mirar el termómetro después de desayunar; marcara lo que marcara, tenía que ir al encuentro de mi hijo.

—¿Temperatura? —me preguntó Lillian cuando volví a entrar en la cocina.

—Sólo treinta y cinco bajo cero —logré decir con una sonrisa, pues treinta y cinco bajo cero con viento del Norte es peor que cuarenta y cinco sin viento.

—No podréis sacar las trampas con este tiempo. No deberíais hacerlo aunque cada piel valiera veinticinco dólares. En realidad, las ratas se pagaban entonces a un dólar y medio la pieza. Últimamente, los precios habían subido.

—Contra viento y marea… —le repetí.

Y contra viento y marea iría Veasy también. No se puede faltar a una cita en los bosques.

Envolví en tres pedazos de lona los bocadillos que Lillian nos había preparado para el almuerzo y los até a mi silla. Estaba seguro de que, a pesar del envoltorio, el pan y la carne se congelarían antes de que los caballos hubieran recorrido un kilómetro. Después de enganchar el caballo de carga a la cola del animal que llevaba para Veasy, monté, malhumorado, y me adentré en la nieve.

El frío se me metió en los huesos antes de diez minutos.

Se filtraba a través de los mitones de piel de anta y de los guantes de lana que llevaba debajo. Me lamía las botas y se colaba en su interior no sé por dónde mordiéndome los pies. Ni siquiera la pelliza conseguía protegerme del todo. Las pestañas se me convirtieron en carámbanos y sentí en la mejilla izquierda un aguijonazo que me advirtió que debía quitarme los mitones un momento para ajustar la capucha de la parka.

Llegué a una franja de terreno despejado, a cuyo alrededor asomaban las copas de unos sauces. A poca distancia de la espesura, se dibujaron las siluetas de un alce hembra y de su cría. No se levantaron de su lecho en la nieve hasta tenerme casi encima. La madre se alejó unos treinta metros y se volvió a mirarme, malhumorada. Pasé tan cerca del pequeño que hubiera podido darle con una piedra.

Me encogí sobre la silla, poniéndome de espaldas al viento.

—En estos momentos —dije, sombrío, a los dos alces—, nosotros tres somos las criaturas de sangre caliente más heladas de todo el Canadá.

Cuando los perdí de vista, los alces seguían sin moverse. Por fin llegué al lago. Apenas podía distinguirlo, a causa de los torbellinos de nieve que cruzaban por allí.

—Ahí fuera será un infierno —murmuré mientras ataba los caballos a unos árboles—. Y si hemos de quitarnos los guantes para buscar las ratas…

Sólo el pensar en esta posibilidad acabó de ensombrecerme. Pues los guantes de goma que solíamos ponernos entonces nos protegerían lo mismo que si fueran de seda. Los guantes de lana, aun estando empapados, conservan cierto calor, mientras que los de goma son de una frialdad espantosa.

Miré ansiosamente hacia la orilla sur, por donde debía aparecer Veasy. A pesar de los torbellinos de nieve, si hubiera estado allí le habría visto. Durante un minuto, permanecí inmóvil, tratando de descubrirle. Pero Veasy no estaba allí. Tenía todo el lago para mí y aquél era el lugar más solitario de la tierra.

Las raquetas se hundían casi hasta el fondo de los treinta centímetros de nieve caídos últimamente. A cada paso tenía que golpearlas con el mango de la pala para hacer que se desprendiera la nieve. Tap-tap-tap, como un ciego caminando por la acera. Y así dio comienzo la ingrata tarea de recobrar las trampas.

Para cosechar ratas almizcleras en gran escala hay que hacer bastante más que poner trampas. En el otoño, antes de que la nieve borre de nuestra vista las guaridas de estos animales, es preciso marcarlas con unos bastones. Cuando comienza la batida, cada trampa debe estar señalada de algún modo. De lo contrario, si se produce una nevada copiosa, algunas de las trampas podrían perderse.

En la caza de ratas almizcleras, Veasy y yo empleamos un sistema de fichas, numeradas del uno al cien, según la cantidad de trampas que pongamos. Cortamos de las varas de señales un pedazo de treinta o cuarenta centímetros. El resto se utiliza para sujetar el aro de las trampas. Entonces se coloca una ficha en el otro pedazo de la vara y se clava en la nieve al lado de la guarida donde se ha colocado la trampa. De este modo, si la última trampa inspeccionada fue la número cuatro y a continuación encontramos la número seis, inmediatamente volvemos sobre nuestros pasos para buscar la número cinco. Si no lo hiciéramos así, no sabríamos que faltaban trampas hasta que llegase el momento de contarlas.

Desde que llegamos al arroyo Meldrum hemos capturado varios miles de ratas almizcleras; pero aquel inolvidable día del mes de marzo, la nieve acumulada en la orilla formaba montones de hasta dos metros de alto y el viento los hacía crecer continuamente. El mismo viento se había llevado algunas de las fichas. Sin estas señales, resultaba imposible dar con las trampas. «Podemos darnos por satisfechos si, de las ciento diez, logramos recuperar ochenta», pensé. Por encima del rugido del viento, me pareció oír silbar a alguien. Miré hacia el sur y distinguí a alguien que salía del bosque. Contra viento y marea, Veasy había acudido a la cita. De pronto, me pareció que aquellos parajes resultaban ya menos tristes.

Las fichas 14 y 15 habían desaparecido, lo mismo que la 7 y la 10. Pese a que hundí repetidas veces en la nieve el mango de la pala, esperando encontrar la masa blanda de la casa, todo lo que encontré fue la dura superficie del hielo. En la número 17, tuve que quitarme el mitón de la mano derecha y subirme la manga y meter el brazo en el agua. Al resorte de las trampas iba unido un metro de cadena para que, al quedar prendidas, las ratas se hundieran inmediatamente y se ahogaran. Al auténtico hombre de los bosques no le gusta pensar que los animales que caen en sus trampas tienen una muerte lenta, por lo que procura impedirlo como sea.

Pero a veces la rata y la trampa quedaban enredadas entre los juncos, debajo del hielo, y entonces teníamos que subirnos las mangas y meter el brazo desnudo en el agua. Tardé un par de minutos en desenredar la trampa, y durante el breve instante en que quedaron expuestos al aire el brazo y la mano, creí que se me paralizaban.

El saco pesaba una enormidad. Había perdido la cuenta de los animales que había sacado, pero calculaba que unos treinta. Y una robusta rata almizclera pesa un kilo o kilo y medio. Maldije entre dientes las engorrosas raquetas. Sentí la tentación de quitármelas. Pero cuando pusimos las trampas vimos muchos agujeros traidores, agujeros que cubría sobradamente el marco de las raquetas. Sería una idiotez y una temeridad prescindir ahora de ellas. Y es que los agujeros estaban tapados por la nieve.

Vi a Veasy cruzar el lago a unos cuatrocientos metros, levantando pesadamente los esquíes a cada paso. Antes de llegar al bosque donde estaban los caballos, se tambaleó peligrosamente por lo menos una docena de veces, bajo el peso de las ratas y el correo que llevaba a la espalda.

Al ver a Veasy dirigirse hacia el bosque, recordé que yo también tenía hambre. «Le daré quince minutos para que encienda el fuego y también yo saldré del hielo», pensé.

Faltaban las fichas números 33 y 35, pero no hice el menor esfuerzo por encontrar las guaridas. Habría sido perder el tiempo. Cada vez que levantaba de la nieve una raqueta me flaqueaban las piernas y una dolorosa fatiga me mordía los músculos. El cuerpo me pedía a gritos un descanso, por lo que, después de clavar la pala en la nieve, me eché al hombro el saco que contenía las ratas y me encaminé hacia el lugar donde se encontraba Veasy.

Éste estaba arrodillado ante un árbol, tratando de encender el fuego. Vi brillar una cerilla que se apagó inmediatamente.

—¿Qué tal va eso? —pregunté, por decir algo, mientras vaciaba el saco.

Él miró las ratas con indiferencia, encendió otra cerilla, gruñó levemente cuando también ésta se le apagó, y dijo brevemente:

—Tirando. Pero no puedo encender el fuego.

Le miré las manos. Las tenía rojas e hinchadas a causa del contacto con el agua y el aire.

—¿Te costó mucho trabajo encontrar las trampas? —pregunté, sabiendo de antemano la respuesta.

—Regular. —Otra cerilla que se apagó instantáneamente—. Cuando termine, calculo que faltarán diez o doce. —Me arrojó la caja de cerillas—. Toma, prueba tú. Tengo las manos muy torpes.

—Muy frías, querrás decir.

Froté una cerilla en el rascador, haciendo pantalla con las manos.

Pero se apagó antes de que la llama prendiera en las virutas. Otras doce hicieron lo mismo, hasta que, por fin, conseguí hacer fuego que alimenté cuidadosamente con pequeñas ramitas, temeroso de que se me apagara antes de dar calor.

—Bonita manera de ganarse la vida, ¿no crees? —dije, abriendo los paquetes del almuerzo y acercando los bocadillos al fuego para que se fuera derritiendo el hielo que los cubría.

La frase hizo sonreír levemente a Veasy.

—Dentro de un par de días no nos acordaremos.

—Yo nunca olvidaré este día —dije, negando con la cabeza.

Los tres caballos tenían los cuartos traseros vueltos contra el viento, los ijares cubiertos de nieve y la cabeza colgando. La borrasca no respetaba a las personas ni a los animales.

Engullimos rápidamente el almuerzo, echamos más leña al fuego y nos acercamos a las llamas cuanto pudimos. Tuvimos que hacer un gran esfuerzo, tanto físico como mental, para apartarnos de la lumbre. Pero todavía teníamos que rescatar otras muchas trampas, y cuanto más tiempo siguiéramos arrimados al fuego, más pereza nos daría volver al hielo. De modo que, después de echar bastante madera para encontrar lumbre al regresar, reanudamos la ingrata tarea.

Al caer la tarde, después de recobrar todas las trampas que me fue posible, no sentía ya las piernas. Hacía seis horas que, a cada paso, levantaba más de un kilo de nieve con las raquetas. De pronto, pensé: «No las arrastro ni medio metro más.» Me senté en la nieve, solté las hebillas y tiré los incómodos artefactos. Avanzaba lentamente sobre la nieve, con las trampas, las ratas y las raquetas colgadas del hombro cuando, de repente, la nieve cedió y me encontré con el agua hasta el pecho.

Veinte metros más allá distinguí el contorno de una vivienda de castores, bastante grande. Acababa de pisar la delgada capa de hielo que cubría la despensa de los castores. Y fue la despensa lo que me salvó de desaparecer por completo bajo el agua; aunque las ramas de álamo y sauce almacenadas a la entrada de la guarida ofrecían a mis pies un apoyo bastante precario, siempre era un apoyo. Después de arrojar las trampas, las ratas, las raquetas y demás impedimenta, agité los brazos frenéticamente como un ciervo peleando con los alces en un estanque. El hielo siguió cediendo durante otros cinco metros. Finalmente, cuando alcancé el extremo de la despensa de los castores, el hielo se endureció y pude salir del agua. ¡Ahora ya no me cabía la menor duda: era el ser más mojado, aterido y desdichado de todo el mundo!

Veasy me vio caer y llegó a la casa de los castores cuando yo estaba ya fuera del agua. Me apoyé en él para calzarme las raquetas, que até fuertemente.

—¿Te importaría cargar con todo esto? —pregunté, seguro de que a mí me sería completamente imposible hacerlo. Volvimos juntos al bosquecillo y avivamos el fuego.

Me puse casi encima de las llamas, tambaleándome ligeramente, mientras me registraba los bolsillos en busca de papel de fumar y tabaco. Al fin los encontré; pero estaba más mojado que la piel de un pez. Y Veasy no fumaba.

—¡Perra vida! —exclamé con un castañeteo de dientes. De mis polainas de piel subía una nube de vapor; la parte trasera estaba cubierta por una capa de hielo. Yo iba dando vueltas lentamente como un pedazo de carne de buey que estuviera en el asador.

Veasy estaba separando las ratas de las trampas al tiempo que iba contando mentalmente unas y otras.

—Sesenta y ocho ratas y setenta y cinco trampas.

De manera que quedaban treinta y cinco trampas y un número desconocido de ratas ocultas bajo la nieve. Y allí seguirían hasta que el hielo empezara a deshacerse y entonces irían a parar al fondo del lago.

Durante la media hora siguiente estuve girando lentamente ante el fuego, tratando de que se me secara la ropa. Y cuando Veasy hubo cargado toda la impedimenta en los caballos y hecho el último nudo en el lazo, me aparté del fuego y, con envarados movimientos, monté a caballo.

—¿Crees que podrás llegar a casa? —me preguntó Veasy por pura fórmula.

—¿Crees que voy a quedarme toda la noche en este maldito bosque? —repuse, sarcásticamente. Y, con una leve sonrisa, añadí—: Desde luego que podré llegar a casa. ¡En marcha!

Plod, plod, plod. No se puede llevar a los caballos al, galope, ni al trote, cuando la nieve les llega hasta el pecho. Y en la infame senda que conducía a la cabaña tenían que pisar en las huellas que habían dejado anteriormente. Si no lo conseguían, tropezaban y caían de bruces. Plod, plod. De vez en cuando, oía a Veasy maldecir entre dientes a su caballo, que tropezaba con cierta frecuencia. También yo maldecía al mío, cuando me lo permitía el castañeteo de mis dientes. Pero los caballos no tenían culpa; sólo podían viajar a aquel paso, un paso bastante rudo por cierto.

Los dos alces seguían en el prado. Cuando aparecieron nuestros caballos, ellos echaron a correr. El cachorro dobló los remos al tropezar con un montón de nieve, se levantó trabajosamente, dio unos cuantos pasos más y volvió a caer. Estaba débil y muy delgado; aquel invierno no fue muy bueno con los animales del bosque, sobre todo con los pequeños. El cachorro seguía echado cuando me volví a mirarlo por última vez. «Me pregunto si el infeliz vivirá para ver los álamos en primavera», me dije. Y después: «Me pregunto si viviré yo para ver mi casa.»

Los cuatro últimos kilómetros fueron para mí una verdadera pesadilla. Mecánicamente, golpeaba los flancos del caballo con unos pies que había dejado de sentir hacía rato. Las bridas estaban atadas al pomo de la silla. El caballo marchaba solo. Yo iba con los brazos cruzados sobre el arzón y con la cara rozaba las crines del animal.

Había perdido el sentido de la dirección y ni siquiera veía el caballo de carga que caminaba a pocos metros delante de mí.

De vez en cuando, Veasy preguntaba:

—¿Vas bien?

Y esto me indicaba que todavía estaba en el mundo de los vivos.

Un tenue cuadrilátero de luz surgió en la oscuridad. Me incorporé a medias en la silla y traté de fijar los ojos en él. Al poco rato, pude oler el humo que salía por nuestras chimeneas; pero la luz parecía encontrarse todavía muy lejos. Por fin, llegamos a la cabaña y encontramos a Lillian en la puerta que nos saludó con un vehemente:

—¡Gracias a Dios que habéis vuelto! —Luego, cuando me dejé caer del caballo, preguntó con ansiedad—: Eric, ¿qué te pasa?

Tratando de coordinar mis ideas, le dije en tono solemne:

—Aparte de que estoy congelado y medio ahogado, no me pasa nada. —Me levanté de la nieve y me apoyé en Lillian—: ¡Bailemos! —sugerí.

Veasy dejó las pieles en la puerta y se llevó los caballos al establo. A veinticinco metros se encontraba el pequeño cobertizo en el que desollábamos a los animales en invierno. La estufa estaba llena de leña. Sólo había que arrimar una cerilla. Pero aquellos veinticinco metros se me antojaban veinticinco leguas.

De manera que metí el saco, a rastras, en la cocina y tiré las ratas en el encerado suelo. En otros momentos, esto hubiera provocado un aluvión de protestas de Lillian. Pero aquella noche no dijo nada. «Buena chica. Sabe cuándo tiene que regañar y cuándo no», pensé.

Me dejé caer en una silla junto a la estufa y empecé a quitarme las botas. Estaban completamente heladas. A continuación, les tocó el turno a los calcetines de lana. Tenía los pies congelados. Bueno, casi.

A medida que el calor de la estufa me penetraba en el cuerpo, iban acudiendo a mi cerebro pensamientos más coherentes. Me quité la empapada ropa interior y me puse las prendas que Lillian me había preparado. Me quedé mirando las ratas almizcleras como un estúpido.

—Valen su peso en oro —dije, de pronto.

—¿Qué estás refunfuñando? —preguntó Lillian desde su reducto de pucheros y cacerolas.

Pero yo estaba demasiado cansado para entrar en explicaciones.