Capítulo veinticuatro
Capítulo veinticuatro
Soplaba viento del norte cuando, por primera vez, advertimos el fuego. Lillian fue la primera en olor el humo. Estaba trabajando en su jardín, preparando la tierra para sembrar unas flores. El sol estaba a punto de ocultarse, y Veasy y yo nos encontrábamos en el interior de la cabaña remendando una red que se había roto la última vez que pescamos. Ambos levantamos rápidamente la cabeza cuando Lillian entró corriendo, con la cara tiznada de barro.
—¡Huele a humo! —dijo con voz tensa.
Al oír la temida palabra —humo— salí apresuradamente a olfatear el aire. Los incendios forestales nos causaban terror. Lillian tenía razón. Había fuego en el bosque. Pero ¿dónde? Me bastó dirigir una rápida mirada al Norte. Un oscuro manto de humo se extendía sobre las copas de los árboles. El fuego era en el Norte, pero ¿a qué distancia? ¿Y por qué tan pronto? La primavera no había terminado aún. Ahora no había tormentas, de manera que no podíamos echarle la culpa al rayo. En junio o julio, podía suceder; pero no el catorce de mayo.
Traté de calmar los temores de Lillian y los míos diciendo:
—Dudo mucho que pueda extenderse. Los bosques no están aún lo bastante secos para que el incendio alcance grandes proporciones. Seguramente se extinguirá sin hacer mucho daño.
Hacia el oeste, raro era el verano en el que no ardía algún bosque. En aquella región, los indios de la reserva de Aniham cortan hierba para el ganado en una serie de prados de heno silvestre que se encuentran diseminados entre los bosques de pinos. Algunos dicen que los indios se han dedicado a incendiar bosques desde siempre; otros dicen que fueron los blancos quienes les enseñaron el sistema. De todos modos, es indiscutible que resulta mucho más fácil avistar y matar un alce o un ciervo en un bosque sin vida y desprovisto de matorrales que en un bosque verde. Además, en él pronto crecerán plantas deciduas, mientras las coníferas quedan, temporalmente, destruidas. Y los álamos y sauces son excelente comida para alces y ciervos.
Pero hasta ahora, no se ha conseguido todavía crear, mediante el fuego, pastos permanentes para la caza mayor. Al fin volverán a crecer las coníferas y será tal la densidad del bosque que, aunque quedaran en él alces y ciervos —lo cual es imposible—, no habría cazador que los descubriera. Y será imposible encontrarlos allí porque cuando vuelvan a crecer las coníferas no quedará espacio para las plantas que a ellos les gustan.
¡De manera que vuelve a arder la antorcha en los bosques! ¡Fuera los bosques de abetos y pinos! ¡Fuera los troncos que dificultan el paso! Entonces cualquier cazador, indio o blanco, podrá matar ciervos y antas sin apearse del caballo.
Desde que llegamos al arroyo, no ha habido año en el que no ardieran bosques. Pero el único antídoto contra el fuego, cuando se emplea como medio para conseguir alimento para la caza, es más fuego. No hay otro medio para evitar que se propaguen las coníferas.
Y las coníferas siempre vuelven a crecer mientras su pequeña semilla encuentre un poco de tierra donde germinar.
Si no hay tierra, no crecerá nada. Entonces el suelo se vuelve yermo, incapaz de ofrecer alimento a los animales de pata hendida. Esto es lo que está ocurriendo en incontables hectáreas de bosque hacia el oeste. La región ha sufrido tantos incendios que la tierra se ha consumido y no queda más que grava y roca.
Ahora, no crecen allí árboles de ninguna clase, ni deciduos ni coníferas; sólo algún álamo raquítico. Ahora podrían divisarse los alces y los ciervos desde más de un kilómetro de distancia; lo malo es que ya no queda ninguno. No hay cobijo, ni alimento ni agua para la caza. El fuego se lo ha llevado todo.
Cuando vimos el humo por primera vez, el suelo del bosque estaba todavía bastante húmedo. Apenas habían transcurrido tres semanas desde que desaparecieron las últimas nieves, y el cielo había estado bastante encapotado. Estando húmedo el suelo, las llamas no pueden ir muy lejos. Por ello, alejamos de nuestra mente toda idea de peligro, seguros de que las llamas se extinguirían pronto. Pero hay llamas que no se extinguen fácilmente, en especial las que nacen en los bosques vírgenes. Permanecen ocultas y dormidas, consumiendo lentamente un tronco medio podrido, o, bajo tierra, alimentándose de las raíces de algún árbol muerto que se resiste a caer. A veces es un fuego que arde sin humo.
Mayo estaba a punto de terminar y el fuego que habíamos visto en el Norte, casi olvidado, cuando las nubes desaparecieron, permitiendo al sol caldear los bosques durante todo el día. Y del Oeste empezó a soplar un airecillo que, aunque fresco y agradable, levantaba nubes de polvo cuando rozaba el suelo desnudo de las sendas de caza.
Con el viento, volvió el humo. Al principio, apenas se notaba; pero muy pronto se formaron densas nubes que fueron levantándose hacia el cielo. Empecé a sentirme intranquilo. Desde que vinimos a vivir en los bosques, los incendios me inspiran pánico. Incluso cuando el fuego se producía a muchos kilómetros de distancia, en las regiones del Oeste, subía a la colina situada a menos de dos kilómetros de la cabaña y enfocaba mis prismáticos hacia el Oeste, tratando de averiguar en qué dirección avanzaban las llamas y preguntándome si un brusco cambio en la dirección del viento las empujaría hacia el arroyo Meldrum, es decir, hacia nuestro coto. Todos los tramperos temen al fuego, pues por donde pasan las llamas no queda alimento para los carnívoros de buena piel. Los incendios traen la muerte.
Ahora, al ver el horizonte oscurecido por el humo, propuse a Veasy:
—¿Por qué no ensillas un caballo y te llegas a la cumbre de la colina, para echar un vistazo?
Dos horas después, estaba de regreso, con expresión un tanto sombría.
—Está ardiendo toda la región del lago del Diablo. —Y, con un elocuente movimiento de cabeza, añadió—: El viento lo empuja hacia acá, hacia el arroyo Meldrum.
El lago del Diablo lindaba con la zona norte de nuestro coto. La región estaba sembrada de grandes peñas e infranqueables barrancos. Del lago partían, como dedos de una mano, unas franjas largas y estrechas de lodo que llegaban hasta el bosque. El lago en sí hedía como un sumidero de plantas en estado de descomposición y viscoso barro álcali. Fueron las condiciones de la región lo que inspiró el nombre del lago.
Entre el extremo sur del lago del Diablo y la zona norte de Meldrum hay, en línea recta, una distancia de doce kilómetros aproximadamente. Los bosques que los separan están surcados por sendas de alces y ciervos que no son lo bastante anchas para detener el fuego que empujaba el viento del oeste. Los árboles que caían servían de puente a las llamas.
Después de cenar, Veasy ensilló el caballo y volvió a subir a la colina. Era casi de noche cuando regresó. Al ponerse el sol, el viento amainó. Sin el impulso del viento y sin el calor del sol, el fuego se detendría durante la noche y no reanudaría la marcha hasta bien entrado el día siguiente.
—Lo primero que tendríamos que hacer mañana es ensillar los caballos y tomar por la orilla oeste del lago Meldrum hasta donde están colgadas las trampas. Si el fuego llega hasta aquellos abetos, las trampas quedarán inservibles.
Cuando llegamos al arroyo, sólo disponíamos de unas cuatro docenas de trampas de diferentes tamaños, algunas de las cuales estaban bastante atrofiadas. Ahora teníamos nada menos que seiscientas. Teníamos trampas del cero para las comadrejas, del uno para las ratas, del dos para los visones, zorros y martas y del tres y cuatro para linces, lobos y nutrias. Ultimamente había invertido en trampas mil dólares fatigosamente ganados, pues Veasy tenía ya sus propias líneas y necesitábamos más material.
Muchas de las trampas que estaban colgadas de los abetos eran del número cuatro y me habían costado a cuarenta dólares la docena. Había también otras más pequeñas. En los cotos grandes, las trampas rara vez vuelven a llevarse a la cabaña después de ser utilizadas, sino que se reúnen en manojos y se cuelgan de los árboles, donde permanecen hasta la temporada siguiente.
—¿Cuántas trampas tenemos allí? —preguntó Veasy.
Cogí una manoseada carpeta que guardaba en mi mesa y hojeé su contenido hasta encontrar la página en la que se encontraba el paradero de todas nuestras trampas. Cuando se tienen las trampas diseminadas por el coto en manojos, aquí una docena y allá otra, es fácil olvidar dónde están exactamente, si no se lleva un riguroso control por escrito de todas ellas.
—Tenemos cuatro docenas y media, entre dos árboles.
Por la mañana, el lago de la casa estaba cubierto por una capa de humo bajo. Durante la noche, el humo había descendido y ahora se aferraba a todas las hendiduras del terreno. También los caballos temen el fuego. Aquella mañana, los nuestros estaban tan nerviosos y huidizos como un cachorro de alce. Hasta la yegua de Lillian, de ordinario tan apacible, echó a correr al vernos. Galopaban dando vueltas y vueltas al pastizal, manteniéndose bien alejados de los corrales. Pero, al fin, Veasy consiguió empujar a la yegua hacia un ángulo de la cerca y ponerle el cabestro. Y cuando nos llevamos a la yegua al corral, los demás nos siguieron.
Pero eran ya casi las once cuando montamos. Hacía cinco o seis horas que había salido el sol y volvía a soplar el viento del oeste. El humo se había levantado y cubría las cumbres como un paraguas.
Lillian estaba en el establo mientras ensillábamos los caballos.
—Tened cuidado —dijo con expresión preocupada, como si las palabras brotaran de sus labios contra su voluntad.
Si hay algo en el mundo que atemorice a Lillian es el fuego. Ella sabe lo veloces que corren las llamas en los bosques de abetos. Sabe que el fuego corre más que el hombre. Ha visto a los conejos morir abrasados en las sendas. Ha visto cojear a los gallos y a los patos silvestres, sin una pluma en las alas. Ha visto a los puercoespines acurrucados en las copas de los árboles mientras las llamas crepitaban a pocos palmos por debajo de ellos. Y sabe que más de una cabaña se ha convertido en cenizas cuando el fuego ha arrasado el claro en el que se levantaba.
—Tendremos cuidado —prometí—. Pero no hay por qué preocuparse. Sólo por las trampas. Volveremos antes de dos horas. —Y, para infundirle confianza, añadí—: El fuego no puede llegar hasta aquí. Los embalses de los castores le obligarán a detenerse.
Ésta era nuestra única esperanza. No obstante, no podía estar seguro del todo.
Los caballos tuvieron que cruzar a nado por el lugar en el que el arroyo sale del lago Meldrum. A unos doscientos metros aguas abajo del lago, los castores habían construido una presa que había hecho aumentar el nivel del lago.
A un lado estaba el embalse, al otro el lago y la cabaña quedaba a la espalda. «Gracias a Dios, tenemos castores», pensé.
Al salir del agua, pusimos los caballos al trote. Si el fuego llegaba al otro lado del lago Meldrum antes que nosotros, nuestras trampas estaban perdidas.
—Me pregunto quién tendrá la culpa —dijo Veasy de pronto, como hablando consigo mismo.
—Algún imbécil —repuse yo—. Alguien que habrá querido prender fuego a cuatro o cinco hectáreas de hierba. Blancos, seguramente; indios, no.
Pues por donde había empezado el incendio no había indios.
—¿Por qué no hace algo el Departamento Forestal? —Veasy tenía ganar de discutir—. ¿Por qué no cogen a unos cuantos de esos locos que se dedican a tirar cerillas encendidas a los campos y los encierran?
—¿Y qué puede hacer el Departamento Forestal? —A menudo había pensado en ello y siempre acabé encogiéndome de hombros—. ¿Cuántas veces hemos visto tú o yo que alguien empezara uno de estos incendios? Nunca. Y siempre estamos en los bosques. Si los que se ganan la vida en estas tierras no tienen talento bastante para conservar los bosques verdes, no creo que ningún Departamento Forestal pueda hacer gran cosa.
El humo era cada vez más denso. Estábamos a la mitad de la orilla del lago. Habíamos dejado atrás los bosquecillos de pinos y nos disponíamos a penetrar en los de abetos gigantes. Los caballos estaban cubiertos de sudor y había que obligarles a avanzar golpeándoles los ijares. No sentían el menor deseo de dirigirse hacia el humo.
Podíamos oír el chisporroteo de las llamas y algún que otro crujido de los árboles que morían en pocos segundos. La hierba que crecía a la derecha del sendero de caza que seguían nuestros caballos estaba ardiendo, y el fuego corría a lo largo del sendero, buscando un tronco atravesado que le sirviera de puente.
El extremo del lago hacia el que nos dirigíamos estaba casi a la vista. Íbamos por la orilla sorteando llameantes abetos y procurando mantener a los caballos entre los álamos y sauces que crecían junto al agua. A la derecha, una extensión de unos cien metros era un amasijo de troncos derribados por el viento o por anteriores incendios. Los troncos estaban casi rodeados por unos abetos gigantes que a ojos vistas perdían su verdor para convertirse en escuálidos palos.
Súbitamente, entre los troncos que cubrían el suelo, se dibujó una forma. Era tan absoluta su inmovilidad que a punto estuve de creer que aquello que a mí se me antojaba un anta no era tal. Pero, sí, era una anta, una vieja hembra de pelo cano.
¿Por qué estaba tan inquieta? ¿Por qué seguía allí, rodeada de abetos en llamas?
De pronto comprendí por qué estaba allí el animal.
—¡Voto a Judas! —exclamé—. Tiene a sus crías entre los troncos.
Veasy saltó rápidamente de la silla, ató el caballo a un árbol y murmuró:
—Tenemos que sacarlos de ahí.
Mi rifle «Ros 303» iba en la funda de la silla. Pensativo, acaricié el cañón del arma.
—¿Cómo? Es una anta muy vieja y habrá tenido muchos cachorros. Si queremos ponerles la mano encima a los pequeños, tendremos que matarla. Más vale que se pierdan dos vidas que tres. La madre vivirá; pero los cachorros están ya perdidos.
Sabía lo que Veasy estaba pensando. Él hubiera querido meterse entre los troncos, subir a los recién nacidos a la grupa del caballo y dejarlos en el agua donde estarían a salvo de las llamas. Pero no contaba con la madre. Ella nunca consentiría que tocáramos a los pequeños. Si lo intentábamos, nos embestiría. Y no podíamos matarla a ella para salvar a los becerros. Sin su madre, estaban irremisiblemente perdidos.
—¡Voto a Judas! —volví a exclamar.
Y, sin dejar de vigilar a la anta madre, llevé al caballo hacia los troncos.
Los recién nacidos —tendrían un día, a lo sumo—, zancudos y torpes, yacían uno al lado del otro junto a un tronco, con el cuello apoyado en el suelo.
—¡Aiya! —grité con todas mis fuerzas—. ¡Fuera!
Los mellizos levantaron la cabeza, se pusieron lentamente en pie, dieron unos pasos vacilantes hacia su madre y cayeron en un montón.
Uno de los abetos incendiados empezó a tambalearse. La copa del árbol fue inclinándose lentamente hacia los troncos. Parecía vacilar, como si no se resignara a caer. Ya no le quedaban agujas, y sus ramas escupían lívidas llamas. De pronto, tuvo un escalofrío e, incapaz de seguir viviendo, cayó al suelo y murió.
El tronco cayó a menos de dos metros de los cachorros. Pero ellos no se movieron. Siguieron con la cabeza apoyada en el suelo, contemplando el árbol con ojos húmedos.
El árbol seguía ardiendo y despedía un calor asfixiante. Hasta mí llegó el olor a carne chamuscada.
—¡Voto a Judas!
Saqué la escopeta y metí un cartucho en la recámara.
—Es mejor así, hijo —dije a Veasy.
Me puse de pie sobre los estribos, levanté el arma y apunté a uno de los cachorros. Apreté el gatillo una vez y luego otra. Entre el fragor del incendio, los disparos apenas se oyeron. Los dos cachorros se agitaron levemente y luego quedaron inmóviles, mientras sendos chorros de sangre les manaban de la frente.
Pero el retraso nos costó las trampas. Cuando llegamos a los árboles en las que estaban colgadas, éstos eran ya pasto de las llamas. Imposible acercarse a ellos. Las trampas estaban al rojo, habían perdido el temple y no volverían a servir.
Detrás de nosotros, se oían los golpes sordos que daban los abetos al caer en el sendero. A estas horas, el fuego lo habría cruzado ya por más de una docena de puentes y estaría devorando cuanto encontrara en su marcha hacia el agua. La orilla norte estaba sólo a doscientos metros, pero yo no distinguía nada de su contorno; lo único que veía era una cortina de fuego.
Até las bridas al arzón y, con toda calma, dije a Veasy:
—Estamos cercados.
Pues, aunque la orilla oeste estaba libre de fuego, los bosques que ardían en la punta norte nos cerraban el paso. Y no podíamos volver por donde habíamos venido, pues el fuego se había extendido a ambos lados del sendero y avanzaba rápidamente hacia el agua. Teníamos fuego al norte, al sur y al este. Al oeste, sólo agua; y, en algunos puntos, su profundidad alcanzaba los quince metros.
Entorné los ojos y miré hacia la orilla opuesta. Una pareja de somorgujos evolucionaba en el centro del lago. Por lo menos, ellos estaban a salvo. Y también los peces. Miré las orejas de mi caballo y di unas palmadas en el cuello del animal. Sólo teníamos una salida: cruzar el lago a nado.
—Apriétale la cincha a tu caballo —dije a Veasy mientras yo hacía otro tanto.
Él se me quedó mirando unos instantes.
—¿Piensas obligar a los caballos a cruzar el lago a nado?
—Prefiero morir ahogado que asado —contesté.
Durante el invierno, a menudo cruzaba el lago a caballo, pues se ganaba tiempo; pero entonces había debajo del caballo un metro de hielo. Ahora, no. Ahora sólo había una pareja de somorgujos armando gran alboroto.
—¿Preparado? —pregunté a Veasy, volviendo a montar.
—Cuando tú quieras —fue su comedida respuesta.
Conduje el caballo al agua. El animal dio un resoplido y trató de coger el bocado entre los dientes para poder dar media vuelta.
—¡Adelante! —grité descargándole un latigazo en las ancas.
De mala gana, él se metió en el agua, palpando cuidadosamente con las patas el fondo que no podía distinguir.
Me colgué el rifle al hombro, saqué los pies de los estribos y doblé las rodillas hasta que mis muslos estuvieron casi paralelos con el asiento de la silla. Con la mano derecha, me agarré a las crines, mientras sostenía fuertemente las riendas con la izquierda. De pronto, el caballo empezó a avanzar sin sacudidas, suavemente, con la cabeza erguida, la nariz dilatada y la cola flotando. Era tal la suavidad de sus movimientos, que me parecía cabalgar en una nube. Nos encontrábamos en aguas profundas.
El caballo era buen nadador, cuando no tenía más remedio. A nuestro lado, el agua se deslizaba mansamente. El animal iba con los ojos fijos en la orilla opuesta. Mi rostro le rozaba casi las crines. Yo llevaba las rodillas en la barbilla, mientras, con las pantorrillas, oprimía el cuero. Tenía que mantener el equilibrio, a toda costa. Si me decantaba hacia uno u otro lado, podía tirar de espaldas al caballo.
—Veasy, lo único que podemos hacer es depositar nuestra confianza en Dios y en los caballos. —Pues no podíamos confiar en nada más.
—Es lo que estoy haciendo.
No había temor en su voz; pero sus palabras sonaron muy cerca. Veasy debía de estar a menos de seis metros detrás de mí.
Estábamos casi a la mitad del lago, muy lejos aún de la otra orilla. Pero el caballo nadaba con soltura y su respiración era normal. Me habría gustado volver la cabeza para ver qué tal nadaba el caballo de Veasy; pero me contuve. Cualquier movimiento podía hacer perder el equilibrio al caballo.
—¡Mira, tenemos compañía!
La voz de Veasy sonó muy cerca. «Su caballo va a adelantar al mío», pensé.
Por el rabillo del ojo, distinguí una enorme cabezota coronada por unos cuernos que, si bien en aquellos momentos estaban todavía blandos y aterciopelados, al cabo de tres meses tendrían a buen seguro más de un metro de envergadura.
—Lo que faltaba: un anta —gruñí.
Este animal nadaba con la rapidez del que se encuentra en el agua tan a gusto como en tierra. Avanzaba dos metros por cada uno de mi caballo, y pasó muy cerca de nosotros. Pero no nos prestó la menor atención. Sus ojos estaban también fijos en la orilla. Hombres, caballos domésticos y anta de los bosques, huyendo de un enemigo común.
La anta habría recorrido ya un kilómetro de bosque cuando nuestros caballos alcanzaron la orilla.
—Has nadado como una verdadera anta —dije a mi montura, mientras le daba unas palmadas en el cuello y le aflojaba la cincha—. Nos has sacado de un buen atolladero.
Íbamos a sentarnos en un tronco, para esperar a que los caballos se secaran y recobraran aliento, cuando vimos a una gallina silvestre. El ave se acercó hasta menos de cinco metros de donde nosotros estábamos arrastrando un ala para hacernos creer que no podía volar y luego, bruscamente, dio media vuelta y se alejó.
—Debe de tener polluelos —dije.
De pronto, junto a mis pies, alguien empezó a piar. No obstante, tuve que registrar el suelo con la vista durante varios segundos antes de descubrir a los polluelos, que estaban llamando a la madre. Ella se había posado en un tronco y se atusaba las plumas.
—Nacieron ayer —dije cogiendo a uno de ellos y mirándolo atentamente—: ¡Y a qué tierra habéis venido a caer!
Al otro lado del lago, miles de hectáreas estaban ardiendo. Pinos, abetos de todas clases, álamos y sauces se convertían en humo. Polluelos, cachorros de anta, cervatillos, oseznos, martas de pelo suave, conejillos, desgarbados puercoespines, ardillas rojas y ardillas voladoras, azulejillos y petirrojos, coyotes y linces recién nacidos, todos se convertían en humo, al otro lado del lago.
A la mañana siguiente, desde la puerta de la cabaña podíamos ver y oír las llamas. Estaban a menos de un kilómetro de distancia. Habían bajado por la orilla oriental del lago con botas de siete leguas. Luego, bruscamente, se detuvieron. Y es que en el punto en el que el arroyo sale del lago su avance quedó cortado. Aunque hubieran destruido muchos de nuestros bosques, no podrían destruir nuestra casa.
Cuando llegamos al arroyo, en esta misma época del año, sólo un hilillo de agua salía del lago Meldrum. Entonces, el fuego habría cruzado el arroyo y llegado hasta nuestra cabaña. Ahora era distinto. Aguas abajo del lago Meldrum estaban las presas de los castores, con las compuertas bien cerradas. Al no poder seguir avanzando hacia el sur, el fuego siguió el margen del arroyo, en busca de un puente para cruzarlo y seguir avanzando por el otro lado.
Pero no había tal puente. Allí sólo había agua, el agua de los embalses de los castores, y el fuego no pudo cruzarla. Entonces llegaron las lluvias. A mediados de junio, el cielo se encapotó y cayó sobre los bosques una lluvia torrencial. La tierra volvió a empaparse como si acabara de producirse el deshielo. Así se extinguió el fuego. Y se salvó nuestra casa.