Capítulo quince
Capítulo quince
Una noche tuvimos visita, una visita que no llamó a la puerta como deben hacer las visitas bien educadas, sino que se fue a la ventana y se puso a espiarnos. No la oímos acercarse, no oímos sus pisadas sobre la nieve helada, cosa bien extraña dado que pesaba más de setecientos kilos. Y aquel rostro que se nos apareció en la noche podía ser el de un caballo, una mula, un camello o un combinado de los tres.
En todo diciembre y enero, rara era la noche en que no se helaban los cristales de las ventanas. Cuando echábamos el aliento al cristal, éste se humedecía e inmediatamente se congelaba. Pero los lunes por la noche la escarcha de las ventanas era más gruesa que de costumbre, casi treinta milímetros. Y con la uña se podía escribir, o dibujar un cuadro o hasta un mapamundi si se quería. Y es que el lunes era día de colada y el vapor se escapaba en grandes cantidades del barreño de madera en el que Lillian lavaba la ropa de la semana. Tan pronto el vapor entraba en contacto con la ventana, se convertía en hielo.
Según Lillian, era mucho más fácil construir presas que lavar la ropa, para lo cual había que golpear sábanas, camisas y otras prendas sobre la ondulada tabla de lavar.
—Me da dolor de espalda —se lamentaba.
—En el catálogo viene una máquina de lavar movida por un motor de gasolina —dije sin entrar en más pormenores—. Uno de estos días, cuando se anime el negocio de pieles, te la compraré. Así no tendrás más dolores de espalda el lunes por la noche. La máquina trabajará por ti.
—¡Vaya, una máquina de lavar! —exclamó Lillian con desdén. En aquellos momentos estaba zurciendo calcetines, tarea que había empezado hacía más de una hora y, a juzgar por la montaña que todavía tenía que repasar, tardaría bastante tiempo en terminar. Las raquetas y los esquíes trituraban los calcetines—. Hay otras muchas cosas que son más urgentes. De todos modos, tampoco sabría manejarla…
—Podrías aprender, ¿no?
Levantó la aguja, volvió a enhebrarla y respondió:
—Creo que prefiero lavar en el barreño. Me ayuda a conservar la línea.
Era lunes por la noche, y la capa de hielo que cubría los cristales era más gruesa que en otras noches de colada. Afuera, brillaba, redonda, la luna de enero en un cielo todo de estrellas. No necesitaba mirar el termómetro para saber si estábamos a cuarenta o a cincuenta bajo cero; lo único que tenía que hacer era asomarme a la puerta y respirar profundamente. Si la temperatura era de cincuenta bajo cero o más fría, no podía llenarme de aire los pulmones sin sufrir violentos accesos de tos. Durante el duro invierno de 1934-35, tuve una ligera afección pulmonar; poca cosa, pero no podía respirar aquel aire tan frío sin ponerme a toser. Y aquella noche, cuando, después de cenar, fui al establo para echar un poco de heno a los caballos, estuve tosiendo durante todo el camino, a la ida y a la vuelta.
Yo estaba sentado a la mesa, escribiendo mi Diario a la luz del quinqué. No es que el quinqué fuera malo; pero era tacaño con su luz y en aquellos momentos yo hubiera preferido tener una buena bombilla eléctrica en lugar de aquel quinqué de sobremesa.
La mesa estaba arrimada a la ventana y, encima de ella, además del papel y del susodicho quinqué, había una planta de interior que Lillian se esforzaba en conservar para que adornara durante el invierno nuestra casita del bosque. Lillian era muy aficionada a las plantas de interior, y yo le decía que, algún invierno, si ella perseveraba, alguna de las plantas acabaría por florecer en una estación del año en la que no lo haría ninguna planta que estuviera en sus cabales.
Pero los resultados de tantos desvelos no podían ser más desalentadores. Invariablemente, cuando parecía que los capullos estaban a punto de reventar, venía una noche de mucho frío y la planta se moría. Pero Lillian no se cansaba de probar.
Veasy estaba sumergido en el barreño, tomando su baño semanal. Yo había empujado la planta hacia la ventana para tener más sitio para mis papeles. Mojé la pluma en el tintero y me disponía a empezar un nuevo párrafo cuando algo atrajo mi mirada hacia la ventana. Me puse rígido y se me cayó la pluma de las manos. Estaba derritiéndose el hielo del cristal situado a pocos centímetros de la planta, cosa que no había ocurrido nunca, y mucho menos en lunes por la noche. Me incliné hacia delante, conteniendo el aliento. No cabía duda, el hielo se estaba derritiendo. En uno de los cristales apenas quedaba ya el menor rastro de él. Aplastada contra el cristal se veía una narizota enorme. De pronto empezó a lamerlo una gruesa lengua color de rosa. Miré fijamente aquella nariz durante unos segundos y me recosté en la silla.
—Si nos rompe el cristal, tendrá la culpa tu bonita planta —gruñí.
Lillian dejó caer la aguja. A Veasy se le escapó el jabón de las manos. Ambos estaban con los ojos fijos en la ventana.
—¡Es una anta! —exclamó Veasy.
—Y ha derretido el hielo con el aliento —añadió Lillian.
—Será mejor que pongas la plantita en otro sitio —sugerí—. De lo contrario, ese bicho romperá el cristal y echará a correr hacia el bosque con la planta entre los dientes, con tiesto y todo.
—Si se atreve, tendrá compañía —replicó Lillian—. No consentiré que ninguna anta toque mi planta.
—¿Y de dónde vienen las antas? —inquirió Veasy.
De manera que, para alejar la tentación, retiré la planta de la ventana, luego me lié un cigarrillo, me recosté en la silla y me dispuse a contar a Veasy cómo llegaron las antas a Chilcotin.
Hacia fines del verano de 1916, un indio de la reserva del arroyo Riske que se encontraba cazando ciervos a unos cuantos kilómetros al norte del almacén, se encontró bruscamente con un animal que le era totalmente desconocido. El enorme corpachón del bicho era casi tan negro como el carbón, con mechones grises en las patas traseras. Era bastante más alto que un pony, y su peso debía de ser, aproximadamente, el mismo que el de un caballo. Pero fue la imponente cornamenta y la extraña cabezota de aquel animal lo que dejó asombrado al indio.
Tal vez fuera su instinto lo que advirtió al cazador que la carne de aquella bestia era comestible, por lo que metió unos cuantos cartuchos en el cañón de su carabina «30-30» y apretó el gatillo lo más aprisa que pudo. Al cuarto disparo, el animal dio media vuelta sobre sí mismo y al quinto cayó muerto en la hierba.
El indio le cortó la lengua y el morro, los ató a la silla de su caballo y volvió a la reserva a galope tendido. Una vez allí, refirió a sus compañeros de tribu, con guturales gruñidos, todo lo que había ocurrido. Ellos contuvieron el aliento y abrieron unos ojos como platos al ver el tamaño de la lengua y el morro.
Entonces, una docena de hombres de la tribu ensillaron sus caballos, volvieron al lugar del hecho y cargaron con la carne, el pellejo y la cabeza de la pieza, así como trozos de la tripa, que es manjar selecto para el paladar de todo buen indio del Chilcotin. Y, con su botín, volvieron a la reserva.
Cuando el cortejo estuvo a la vista, todos los hijos y las hijas de la tribu, jóvenes y viejos, salieron de sus cabañas de troncos y rodearon a los caballos como una bandada de aves de rapiña se cierne sobre la carroña. Descargaron los ensangrentados restos del anta y, afilando sus cuchillos de caza en las suelas de los mocasines, se partieron grandes pedazos de carne que comieron cruda, mientras se miraban unos a otros interrogativamente. Jamás ninguno de ellos había visto ni oído hablar de un ciervo tan grande y raro.
Al poco rato, un viejecito tuerto que mascaba tabaco dio unas palmadas y gritó:
—Preguntad a Tenasstye el Viejo. Hacedle palpar los cuernos y oler la piel. Quizás él sepa decirnos qué clase de ciervo es este animal que ha venido a vivir en nuestros bosques.
De modo que llevaron la piel y los cuernos de la bestia a la cabaña donde Tenasstye el Viejo, que estaba ciego desde hacía más de quince años, se pasaba el tiempo arrancándose pelos de la barba con unas pinzas fabricadas en casa. Los arrojaron a sus pies y retrocedieron respetuosamente, aguardando el veredicto del anciano.
Primero, el viejo cazador pasó sus huesudos dedos por todas las púas de la cornamenta, luego acarició el pelo y olió la carne. Durante cinco minutos permaneció con los apagados ojos fijos en un punto del vacío, murmurando entre dientes palabras ininteligibles. Al cabo, se puso a hablar en voz alta.
—Yo he matado muchos ciervos grandes como los que el hombre blanco llama alces. Pero hace mucho mucho tiempo, antes de que el blanco llegara a estas tierras. Éste —añadió, golpeando los cuernos— no es de esa clase.
Aquí el venerable cazador hizo una pausa de varios segundos, como si su breve discurso le hubiera dejado sin energía y sin ganas de continuar. Pero, después de unos momentos de reposo, recobró el aliento y prosiguió:
—Entonces había en esta tierra muchos más ciervos. Antes de que mis ojos quedaran mamaluse (muertos), yo maté más ciervos que hojas tiene el árbol en primavera.
Nuevamente enmudeció mientras sus manos palpaban la piel del animal. Luego, con acento cansado y moviendo la cabeza, informó a su atento auditorio:
—Pero nunca había visto un ciervo tan grande.
Y si Tenasstye el Viejo (al que se calculaban ciento seis años cuando murió), que podía recordar los tiempos en que los únicos vestidos que los indios conocían estaban confeccionados con pieles de animales salvajes y en que los rostros pálidos eran en el Chilcotin algo tan raro como un puerco espín albino, si Tenasstye no sabía identificar aquel ciervo, ¿qué otro cazador podría hacerlo?
Pero fue Becher, el inglés del almacén, quien resolvió el enigma. A principios de siglo, Becher era agente de la Compañía de la Bahía de Hudson, que traficaba con los indios de La Paz, en el nordeste de la Columbia Británica. Por aquel entonces, las antas empezaron a emigrar a las regiones septentrionales de la provincia. Becher había concertado con los indios de La Paz la compra de su carne y pieles, por lo que cuando los indios de la reserva del arroyo Riske le llevaron al almacén los cuernos y la piel del anta, para averiguar si tenían valor comercial, él les dio un dólar de té por la piel, sesenta centavos de tabaco de mascar por los cuernos y, como regalo, el verdadero nombre del animal.
Pasaron casi cuatro años hasta que se cazó otra anta en el Chilcotin, y cuando yo llegué a esta tierra pocos indios y casi ningún blanco se habían tropezado con huellas de anta y mucho menos con ejemplares de carne y hueso.
En el otoño de 1925, encontrándome de caza cerca de las fuentes del arroyo Riske, también yo me di casi de manos a boca con un animal desconocido para mí. El instinto me dijo que la carne de aquel bicho era comestible y, además, que solamente había veinticinco metros de distancia entre el cañón de mi escopeta y la cruz de un estupendo ejemplar de alce macho, trofeo muy apetecible para cualquier cazador. De manera que me eché la escopeta a la cara, apunté al vigoroso pescuezo del animal y apreté el gatillo. Y me llevé la mayor sorpresa de mi vida al verlo rodar bien muerto.
Cuando invadimos la cabecera del arroyo Meldrum no eran alces lo que faltaba por aquellos parajes, y la caza de uno de estos bichos no requería muchas horas, fuera cual fuera la estación del año. Sus sendas cruzaban todos los bosques y todos los prados, y los depósitos de sal estaban completamente machacados por las pisadas de las incontables antas que iban a lamerlos.
En el invierno, todas las antas que durante el resto del año pacían en las alturas, bajaban al valle a alimentarse de los álamos y sauces del arroyo. Rara era la mañana o la tarde en la que no contábamos por lo menos seis u ocho antas rondando la cabaña y peleándose para decidir cuál tenía mayor derecho a determinado sauce. Y cuantas más antas, más molestias.
Al principio, desconfiaban de nosotros. Y no les faltaba razón. Desde que empezó a explotarse el comercio de pieles, los animales salvajes del continente de Norteamérica están llevando la peor parte en su batalla con una humanidad que no sólo les usurpa y destruye la casa, sino que se empeña en perturbar su modo de vida.
Pero la familiaridad engendra el desprecio. Al darse cuenta de que no tenían nada que temer de nosotros, estos parroquianos se volvieron tan sociables como nuestros propios caballos, y cuando me tropezaba con uno de ellos en el sendero de nieve apisonada que iba de la cabaña al establo, me veía obligado a cederle el paso y a salir del sendero hundiéndome en la nieve. Era mucho más fácil y prudente dar un rodeo que tratar de sacar al anta del camino.
La idea de dar de comer a las antas partió de Lillian, cuya cabeza estaba siempre llena de proyectos.
Una mañana atrozmente fría en que las antas estaban más pesadas que nunca y se paseaban por nuestros dominios como Pedro por su casa, dijo Lillian mientras desayunábamos:
—Si, de vez en cuando, pudiéramos echarles un poco de heno…
—¡Heno! —exploté—. ¡Echarles heno a las antas!
—¿Por qué no? Colgamos comida para los pájaros, ¿no?
Por la forma en que lo dijo parecía que alimentar a las antas no sería más difícil que alimentar a los pájaros.
En aquel momento, mi mirada tropezó con un anta de cuello flaco y prominentes costillas, que llevaba a un becerrillo aún más escuálido que ella pegado a los talones.
—Esa dama tiene cara de hambre —observé, pensativo—. Pero ¿de dónde sacamos el heno? Apenas tenemos suficiente para nuestros caballos.
Lillian había pensado ya en esto.
—Sólo tendríamos que limpiar un poco más de terreno. Y plantar alfalfa en lugar de trébol. Tengo la impresión de que a las antas les gustaría la alfalfa.
—¡Alfalfa! —mascullé entre dientes.
Como si no tuviéramos bastante trabajo con la repoblación del arroyo, ahora Lillian, plácidamente, salía con la idea de tomar sobre nuestros hombros la alimentación de una manada de antas.
Por supuesto, Lillian se salió con la suya. Cuando una idea germinaba en su cerebro, pronto había que poner manos a la obra. Limpiamos media hectárea más, arrancamos las raíces de la tierra y sembramos alfalfa. Una vez las raíces prendieron firmemente, esta nueva parcela arrancada al bosque empezó a producir alfalfa a razón de seis toneladas por hectárea.
Y las antas se habituaron a la alfalfa como los cerdos al trigo. Desde que recogimos la primera cosecha, hemos alimentado en la cabaña centenares de antas. El cervatillo que un invierno venía con su madre, volvía al siguiente si la enfermedad, los cazadores u otra calamidad natural no lo habían liquidado. Y, algunas veces, volvía aún al otro año, ya con cervatillo propio. Han pasado muchos inviernos desde que Lillian tuvo la idea de dar de comer a las antas, y en todo este tiempo hemos visto nacer y morir a muchos de estos animales que, en diciembre y enero, se acercaban a nuestra cabaña solicitando un bocado de alfalfa.
Cuando uno ve a cualquier animal salvaje casi al alcance de la mano, lo primero que piensa es en sacarle una fotografía. En mi mesa de trabajo tengo almacenadas, en confuso tropel, centenares de instantáneas de las antas que hemos conocido durante todos estos años. Fotos de machos de imponente cornamenta, de machos sin cornamenta, de hembras con retoño y de hembras sin retoño. Y entre todas estas fotos está la del macho más corpulento que he visto en mi vida. Y no es una foto bonita desde ningún punto de vista. El animal tiene las orejas pegadas al cuello y las crines erizadas. Y hay en sus ojos un odio salvaje mientras, en impetuosa embestida, salta sobre una capa de nieve virgen de un metro de espesor. Y el objeto de ese odio y blanco de la embestida es Lillian, que, inerme, se encuentra a escasos palmos de distancia.