Capítulo catorce
Capítulo catorce
Moleese era jorobado; no nació jorobado, sino que, según contaban los indios, se partió la espina dorsal al caer de un caballo. La naturaleza, no el arte del cirujano, recompuso a su modo los huesos rotos y Moleese pudo volver a montar. Pero la naturaleza no supo ocultar las huellas de su trabajo: la joroba seguiría allí hasta que Moleese emprendiera su última cacería. Además de su joroba, Moleese tenía otra particularidad: fue mi primer jornalero. Pues, a pesar de su deformidad, fue Moleese quien me ayudó a contener las tumultuosas aguas que se precipitaron por el cauce del Meldrum aquella primavera de 1935.
Al comenzar la primavera de aquel año, se cernía sobre la zona del río Fraser la amenaza de una gran inundación. A mil metros de altura, la nieve alcanzaba un metro de espesor. A dos mil, más de dos metros, y, más arriba, mucho más. Según la forma en que se produjera el deshielo se abatiría sobre el valle una verdadera catástrofe. En tiempo normal, la nieve de las alturas medias había sido ya tragada por el río por lo menos tres semanas antes de que empezara a fundirse la de los picos más altos. Pero si la primavera era tardía y el deshielo se producía simultáneamente en todos los niveles, el río Fraser se salía de su cauce y, rompiendo los diques volvía a inundar las tierras de labor que el hombre le había escamoteado con tanto esfuerzo.
Y no era el espesor de la nieve la única amenaza. Los prolongados fríos de diciembre y enero crearon otra amenaza: el hielo. A menos que la corriente sea muy caudalosa, cuando la temperatura baja a cincuenta bajo cero, el hielo obstruye momentáneamente el cauce del río o arroyo. Entonces se acumula el agua y forma un glaciar en miniatura. Finalmente se impone la ley de la gravedad, el agua consigue abrirse paso a través del hielo y vuelve a circular, pero no tarda en ser obstruida de nuevo. Cuando llega la primavera, existen multitud de pequeños glaciares, que esperan que el sol y el viento los derritan. Y cuando esto ocurre, sus hielos engrosan el caudal del río en el momento de su mayor crecida, cuando menos falta hace el agua en las acequias.
Pero en la primavera de 1935 la provincia se libró de grandes inundaciones. A primeros de mayo, las nieves de los montes de altura media habían emprendido ya el camino del Océano Pacífico. Los torrentes de las altas cumbres no empezaron a fluir hasta primeros de junio, y el río Fraser pudo digerirlos fácilmente. Los diques que protegían los campos no se vieron en ningún momento seriamente amenazados y los campesinos, muy satisfechos, se ocuparon de sus tierras, mientras la impetuosa corriente discurría por su cauce, sin causar daños. Hacía más de medio siglo que las tierras hurtadas al río no habían sido inundadas. Entretanto, los diques se habían robustecido y a su amparo se cultivaban millares de hectáreas de heno, cereales, hortalizas y otros productos. Nunca más rompería el Fraser aquellos diques. Por lo menos, eso creían todos.
Para nosotros, esta superabundancia de agua era un regalo del cielo. La nieve, que tantas esperanzas hiciera naufragar en la época de la caza de pieles, nos brindaba ahora una oportunidad ideal para proseguir con la reconstrucción de presas. Tal vez pasaran muchos inviernos antes de que volvieran a darse circunstancias tan favorables a nuestros proyectos.
A comienzos de mayo, todos los pequeños afluentes del Meldrum iban llenos a rebosar. Ya no teníamos que preocuparnos por los rancheros ni sus acequias. El cauce del arroyo llevaba más agua de la que podrían necesitar todos los cultivos de los márgenes del río. Bajaba rápidamente, arrastrando mucha tierra. Saltaba impetuosamente las viejas presas de los castores y manaba de forma incontenible por las bocas abiertas en los lagos por la mano del hombre, acuciada por el vivo deseo de llegar lo antes posible a su cita con el río.
Aparte los pocos embalses reparados por nosotros no había nada que contuviera las aguas. Pero si no las aprovechaban ni los agricultores, ni el río, ni el océano, nosotros las aprovecharíamos. Hacía casi cinco años que esperábamos una oportunidad como ésta. Por fin podríamos inundar los pantanos hasta que rebosaran.
En los cinco años transcurridos desde nuestra llegada al arroyo, las cosas no nos habían ido del todo mal. La cabaña tenía suelo de madera. La segadora y el rastrillo ya eran nuestros. Habíamos sustituido los pedazos de tronco que al principio nos sirvieron de sillas por mobiliario más elegante. Y, además de estos signos externos de prosperidad, habíamos reunido en el Banco una suma que se aproximaba a los trescientos dólares. De manera que confortados por estos pensamientos y convencido de que «a hierro caliente, batir de repente», llegué a la conclusión de que había que actuar sin demora para no desaprovechar aquellas aguas. Así, pronto podríamos cazar grandes cantidades de ratas almizcleras. Respiré profundamente y tomé una decisión heroica. Iba a convertirme en patrono. Cuando se abre una frontera o se doman tierras salvajes la mujer desempeña a menudo un papel tan importante como el hombre. Si no hubiera tenido a Lillian a mi lado, compartiendo todo lo bueno y todo lo malo e infundiendo a aquella vida el calor que sólo la mujer puede dar, no me cabe la menor duda de que todos mis planes respecto al arroyo Meldrum se abrían desbaratado.
Pero llega un momento en que es necesario cambiar. Aunque Lillian me había ayudado a construir todas las presas levantadas hasta entonces, a la sazón podía ya contratar a un indio por dos dólares diarios y comida. Teníamos dinero suficiente para pagar este jornal durante seis semanas. Yo calculaba que dos hombres trabajando desde las siete de la mañana hasta las seis de la tarde, durante seis semanas, podrían acarrear una considerable cantidad de tierra y reparar varias presas.
Cuando hablé de ello con Lillian, puso el grito en el cielo:
—Seis semanas de jornal y manutención suponen un desembolso de ochenta dólares. Con todo ese dinero —paseó la mirada por la cabaña—, podríamos comprar algunos muebles o esa vajilla por la que hace tanto tiempo suspiro.
—¿Por qué la vajilla? —pregunté sonriendo—. Hace varios años que utilizamos platos y vasos de hierro esmaltado y no nos ha pasado nada.
—Hay cosas que no comprendes —dijo categóricamente.
—Sí comprendo —y en tono más serio añadí—: No me parece bien que tú sigas acarreando tierra cuando tenemos dinero para pagar a alguien que lo haga por ti. Y existe otro problema que vamos a tener que plantearnos muy pronto.
—¿Otro problema? —preguntó ella frunciendo el ceño—. ¿Qué problema?
—El de la educación de Veasy —respondí suavemente y esperé que estas palabras surtieran su efecto.
Veasy iba a cumplir seis años el 28 de julio. Ni Lillian ni yo soportábamos la idea de separarnos de él. Además, estábamos a muchos kilómetros del colegio más próximo. Nuestra vida en los bosques nos había unido tan estrechamente que los tres estábamos perfectamente compenetrados. Nos pasábamos meses enteros sin ver a otras personas. A los cinco años, Veasy sabía tender cepos a los conejos con la misma pericia que yo. Los bosques fueron también una escuela para él. Y poner un cepo exigía paciencia, concentración y esfuerzo, y fue por esto por lo que le enseñé a ponerlos. El trabajo aguzaba su inteligencia y le hacía pensar en algo de provecho. De este modo, el niño aprendía a servirse del cerebro.
Con frecuencia me acompañaba ya cuando yo salía de caza, y muchas veces veía al ciervo antes que yo.
—¡Mira, papá, un ciervo! —Y entonces lo descubría yo, quieto, con la cabeza apoyada en el suelo, en la postura que adoptan los venados algunas veces para pasar inadvertidos, mientras observan fijamente al cazador.
Las simples tareas cotidianas empezaban a hacer mella en su carácter. Ya no nos pedía a Lillian ni a mí que le hiciéramos las cosas si él sabía hacerlas. Lillian no tenía ya que llenar el cajón de la leña por la noche si yo no estaba en casa. Aunque sólo podía acarrear tres o cuatro leños a un tiempo, Veasy tomó a su cargo la tarea. Si, de pronto, dejaba de jugar junto al lago y a todo correr venía hacia la cabaña con la noticia de que había visto un alce o un lobo recorriendo la orilla, podíamos estar seguros de que el alce o el lobo se encontraba realmente allí. Veasy no mentía nunca, quizá porque nunca tuvo necesidad de disimular la verdad.
Casi sin ayuda, había aprendido a deletrear algunas palabras, y comprendía su significado. Aunque todavía no sabía escribir, yo estaba seguro de que le faltaba muy poco. Yo había pensado mucho en la forma de darle una buena educación, y decidí que, entre Lillian y yo, podríamos tratar de ocuparnos de su enseñanza.
En Inglaterra, yo había pasado de manos de una institutriz al parvulario y del parvulario a la escuela primaria. Entre otras cosas, estudié Latín, Química, Álgebra y Trigonometría, además de las asignaturas corrientes en los buenos centros de enseñanza. Pero dado que a menudo mi pensamiento estaba a varias leguas de distancia del libro, tan pronto dominaba un verbo o una ecuación olvidaba automáticamente el proceso por el cual había llegado a dominarlo.
Pero Lillian no tuvo nunca tan buenas oportunidades para aprender. A los once años, la mandaron a casa de unos parientes que vivían en el arroyo Soda, a sesenta kilómetros del arroyo Riske. Cada mañana, tenía que recorrer cinco kilómetros a pie para asistir, en compañía de otros nueve alumnos, a una escuela instalada en una cabaña de troncos.
A los catorce años, dejó los estudios, pero en los tres años que pasó en el arroyo Soda aprendió a leer correctamente, a escribir bastante bien y a sumar, restar, multiplicar y dividir. Y cada una de las lecciones que allí aprendió quedó grabada en su mente para siempre. De modo que con lo que yo había olvidado y lo que Lillian había aprendido podíamos ocuparnos perfectamente de la educación de Veasy, por lo que no era necesario mandarlo a la escuela y deshacer la unidad de nuestro hogar.
—Vamos a hacer inmediatamente una lista de los lápices libros y libretas que necesitaremos —dije a Lillian—, y a partir de hoy harás más bien cuidando de sus lecciones que ayudándome a construir presas. —Y, recordando la vajilla, le prometí—: En marzo habré cogido unas cuatrocientas ratas almizcleras. Sé que puedo hacerlo. Con lo que me paguen por las pieles te compraré la vajilla más elegante que haya en el catálogo.
Moleese no tenía la piel más oscura que otros indios del Chilcotin, ni tampoco más clara. Como ocurría con la mayoría de los indios, era muy difícil calcular su edad. Podía darse por satisfecho el blanco que no se equivocara en más de diez años.
Moleese y su squaw, Cecilia, solían subir al arroyo Meldrum en primavera para pescar. Aunque el hombre blanco ponga mala cara a los espinosos pececillos del lago, el verdadero indio del Chilcotin los considera un manjar delicioso, a pesar de las espinas, sobre todo en primavera, cuando antas y ciervos están duros y flacos.
Aquella primavera de 1935, Moleese y Cecilia subieron también al arroyo para pescar. Plantaron la tienda a un kilómetro de la cabaña, aguas arriba. Al oír los cascabeles de sus caballos supe que habían llegado. Aquella misma tarde les hice una visita.
La disposición del campamento me era tan familiar como el olor que lo impregnaba. La tienda, instalada debajo de un pino, era pequeña. Mediría unos tres metros y medio de largo por tres de ancho. La lona, que en otro tiempo fuera blanca, tenía un acentuado tono gris. Mostraba señales de innumerables remiendos, pero, en cierto modo, aún protegía de la lluvia. Delante de la tienda, chisporroteaba el inevitable fuego de campamento. Detrás, ardía otro fuego, casi todo humo, debajo de unas parrillas hechas con ramas de pino peladas. En las parrillas había docenas de pececillos, abiertos, con las carnes expuestas al humo. El olor a pescado ahumado llenaba el ambiente. Cecilia se encontraba también detrás de la tienda, ocupada en arrancar, metódica y estoicamente, el pelo de una piel de gamo. Por todas partes se veían pieles de gamo; todas ellas, excepto la que Cecilia tenía en las manos, procedían de bichos cazados mucho tiempo atrás.
Moleese me sonrió ampliamente y, doblando su deforme espalda, se instaló junto al fuego, sobre una piel de gamo. Las dos sillas de montar que, al parecer, habían sido arrojadas sin ningún miramiento debajo de un árbol, tenían mantas de piel de gamo, lo mismo que las sillas de carga. Estaba seguro de que si me asomaba a mirar al interior de la tienda, vería una piel de gamo extendida, a guisa de sábana, sobre el lecho de ramas. Y habría también una piel de gamo en el polvoriento suelo de la tienda, en la que se servía la comida cuando llovía o hacía demasiado frío para comer fuera. «Si les quitan los gamos, ¿qué les queda?», pensé.
Después de saludar a Moleese con un lacónico «Hola», me puse también en cuclillas junto a la lumbre, contemplando fijamente las llamas. Resulta fatal mostrar prisa cuando se habla con un indio.
Al cabo de una pausa de más de dos minutos, pregunté:
—¿Vosotros pescar mucho?
—Mucho mucho. —Moleese se golpeó suavemente el vientre—. Pescado muy bueno, el condenado.
—¿Cuándo haber comido bastante pescado? —pregunté entonces.
Moleese se hurgó en los dientes.
—Dos, tres días. Entonces nosotros no querer pescado en mucho tiempo.
Llegó el momento de ir al grano.
—¿Tú querer trabajar durante cinco o seis semanas? —lo dije en tono indiferente, como si no me importara que dijera que sí o que no.
De su rostro se borró la sonrisa. A sus ojos asomó una mirada dura y suspicaz.
—¿Qué clase de trabajo?
—Trabajo de pala. Tú ser muy bueno con la pala. Todo lo que tener que hacer es llenar carretilla de tierra.
—Cochino trabajo —gruñó Moleese—. Este trabajo darme dolor de espalda.
No le creí. En 1927, Moleese cavó una zanja para Becher, de doscientos metros de largo y uno ochenta de profundidad, y en muy poco tiempo. Yo no me rompí la espina dorsal a los cuatro años, pero dudo mucho que hubiera podido hacer ese trabajo en menos tiempo.
Después de quince minutos de silencio total, Moleese preguntó con cautela:
—¿Cuánto pagar?
Convencido de que no cerraríamos el trato sin regatear, ofrecí:
—Un dólar y medio al día y comida.
Moleese arrugó el entrecejo.
—Dos dólares con cincuenta ser mejor.
—No para mí. Un dólar y setenta y cinco centavos.
Él movió la cabeza.
—Dos dólares con veinticinco centavos ser mejor.
—Sólo tener que llenar carretilla de tierra con una pala. Trabajo fácil. Un dólar con noventa centavos.
Pero no era suficiente.
—Dos dólares ser mejor.
—De acuerdo, tú ganar. Yo darte a ti dos dólares cada día. —Aunque esto era precisamente lo que pensaba pagarle, me fingí contrariado para que pareciera que la habilidad del indio había hecho claudicar al blanco. Y Moleese mostró su satisfacción obsequiándome con una amplia sonrisa.
—¿Cuándo empezar trabajo? —me preguntó.
Moleese valía hasta el último centavo del jornal. Era parco en palabras, como la mayoría de los indios primitivos, por lo que podía dedicar a cargar la carretilla todas las energías que otro hubiera consumido en charla insustancial. El trabajo avanzaba de forma rápida y segura. A unos diez kilómetros de la cabaña, aguas abajo, estaban situados dos de los mayores pantanos del arroyo, uno de cien hectáreas de superficie y el otro de poco menos. En dos semanas, cerrarnos las dos presas, y, en el primer pantano, el agua no tardó en empapar el lodo y empezar a subir. ¡Qué distintas eran ahora las condiciones del arroyo de las que existían cuando Lillian y yo dimos nuestros vacilantes primeros pasos en la reparación de las presas! El arroyo estaba entonces tan anémico que parecía imposible que algún día recobrara su antiguo vigor, a no ser que ocurriera un milagro. Tal vez aquel invierno de las grandes nevadas fue un milagro. De todos modos, ahora teníamos agua, mucha agua, y no permitiríamos que se perdiera en el río ni una sola gota. Las recién terminadas presas de los dos pantanos grandes cortaron la huida del agua, obligándola a depositar su precioso botín de tierras aluviales en el fondo de los pantanos que, así enriquecidos, ofrecerían abundante alimento a todas las especies de animales que acudieran a ellos, permitiéndoles con ello multiplicarse sin tasa. De este modo, con la ayuda del jorobado Moleese, aprovechamos totalmente las aguas procedentes del deshielo de 1935.
Entretanto, de lunes a viernes y durante cinco horas al día, la cabaña se convertía en colegio. Los lápices, libros y libretas vinieron desde el arroyo Riske a lomos de una caballería. A las nueve y media en punto, Veasy se sentaba a la mesa y se aplicaba a la tarea que le ponía Lillian. A las doce y media en punto, se levantaba de la mesa y salía corriendo a estirar las piernas y ensanchar los pulmones. A la una, se reanudaba la clase, hasta las tres y media, hora en que Lillian gritaba:
—Terminó el estudio por hoy.
Una mañana, alrededor de las diez, poco después de que empezara la «clase», entré en la cabaña a tomar una taza de café. Veasy levantó la cabeza para mirarme y, sin pronunciar palabra, volvió a clavar los ojos en el libro. Di a Lillian unas palmadas en la espalda y le dije en broma:
—Equivocaste la carrera. Hubieras tenido que ser maestra de escuela.
Echándose a reír, me contestó rápidamente:
—Podría enseñarte a ti algunas cosillas. —Y hablaba en serio.
Exceptuando la parcela que habíamos limpiado para plantar el huerto, aquellas dos hectáreas de terreno llano que rodeaban la cabaña eran una selva de álamos y sauces. Arroyo arriba, a unos cien metros del llano, se encontraba el prado de castores que hasta entonces nos había procurado pasto de invierno para los caballos. La presa medía unos ciento cincuenta metros de largo y, como la mayoría, tenía forma de herradura. Ambos extremos acababan en una pared de tierra bastante escarpada, de la que yo pensaba extraer fácilmente carretadas de tierra y grava.
Aunque, de momento, no teníamos ni la más remota idea sobre cómo y cuándo podríamos devolver al arroyo una o dos parejas de castores, ni por un momento perdimos el convencimiento de que algún día volverían, y que nosotros lo veríamos. Yo había hecho ya indagaciones sobre la posibilidad de adquirir castores vivos, pero sin resultado positivo. Tan implacablemente se habían barrido de castores las aguas de la Columbia Británica que en 1920 el Departamento de Caza prohibió el empleo de trampas contra estos roedores en casi toda la provincia. En estas circunstancias, ¿qué esperanzas podíamos tener de conseguir una pareja para iniciar la repoblación del arroyo Meldrum? Aunque, de momento, la pregunta quedaba sin respuesta, estábamos seguros que, de un modo u otro, conseguiríamos los castores. Además, creíamos de todo corazón que el prado del que ahora sacábamos el heno algún día volvería a estar habitado por los castores.
Pensando, por un lado, en aquella enmarañada selva y, por otro, en los futuros inquilinos del prado, decidí que los álamos y sauces tenían que desaparecer y que el duro suelo del llano debía ser abierto por el arado y sembrado de heno. Pero todo el tiempo que invirtiera en limpiar y arar el llano sería tiempo perdido si no disponía de agua para el riego.
Con ayuda de un triángulo bastante tosco y una plomada determiné el posible emplazamiento de una acequia que trajera el agua del embalse al campo de heno. Con objeto de que el agua alcanzara en el prado una altura suficiente para que se decantara libremente en la acequia, era necesario aumentar la altura de la presa en más de un metro. No recuerdo con exactitud cuántos abetos despojamos de sus ramas ni cuántos centenares de carretadas de tierra y grava necesitamos; pero, al fin, la obra fue terminada, con ayuda no sólo de Moleese, sino incluso de Lillian y Veasy, que, al salir de la clase, empuñaban también el hacha y la pala.
Luego hubo que cavar la acequia, lo que nos llevó casi una semana. Cuando la terminamos, el embalse se había ya llenado y pudimos comprobar la exactitud de nuestra labor de deslinde. Los cálculos estaban bien hechos; el agua discurría mansamente por la acequia y aunque había un poco de filtración entre la grava, al final de la acequia llegaba una cantidad suficiente para asegurar que, mientras el embalse tuviera agua, nuestra cosecha de heno no se perdería por falta de riego.
Limpiar el llano fue lo más pesado, pues hubo que talar todos los álamos y sauces a bastante altura, desmenuzarlos y amontonarlos para poder quemarlos. Después, con ayuda de los caballos, levantamos los tocones. A continuación, todas las manos disponibles se aplicaron a la tarea de arrancar las raíces. Hecho esto, el suelo no quedó muy duro y pudimos ararlo sin grandes dificultades. Cuando el último surco estuvo abierto, enganché los caballos al carro, fui al arroyo Riske y conseguí que el dueño del almacén me prestara un juego de rastrillos. A últimos de junio estaba todo listo. Sólo faltaba pagar a Moleese.
Hay que tener cuidado cuando se trata de un indio tan primitivo como independiente. No se le puede alargar un cheque o un fajo de billetes, como se hace con los blancos, y decirle: «Ya no te necesito.» Por lo menos, no se puede hacer si uno desea conservar su aprecio. Entre Lillian y yo, preparamos la despedida con varios días de anticipación. La última noche, invitaríamos a Moleese y Cecilia a cenar y, si aceptaban, les trataríamos a cuerpo de rey. Moleese llevaba unos pantalones limpios y sin remiendos y una camisa de seda negra bastante descolorida, con una cabeza de caballo bordada en rosa sobre la cartera de un bolsillo. Desde luego, este adorno había salido de las rollizas manos, y el cabello, planchado sobre la frente. Esto era algo extraordinario. Por regla general, estaba tan enmarañado como el nido de una urraca. Cecilia vestía una blusa blanca como la nieve y una falda de cretona floreada. Sus negras trenzas, que le llegaban hasta el cinturón, estaban por lo menos parcialmente recogidas bajo el enorme pañuelo amarillo. Cecilia debía de tener algunos años más que Moleese. Esto se veía por las arruguitas de su cara. La cara de Cecilia me recordaba un trozo de tierra gastada y polvorienta que hubiera perdido toda esperanza de dar un fruto hermoso.
Lillian abrió dos latas de faisán que tenía en conserva desde el otoño anterior e hizo con su contenido un riquísimo estofado, que acompañó con pequeños pasteles de carne. De postre, pastel de arándano. El arándano lo guardábamos también desde el verano anterior.
Mientras Lillian y Cecilia fregaban los platos, Moleese y yo encendimos sendos cigarros, procedentes de un paquete de cinco que el dueño del almacén me regalara en mi cumpleaños, a mediados de mayo. Luego pasé dos aburridas horas enseñando a Moleese a escribir su nombre con uno de los lápices de Veasy. Aprendió con sorprendente rapidez, y al terminar la lección sabía ya firmar de un modo bastante legible. Luego, con un simple: «Gracias, Moleese», le pagué.
Cuando salimos a despedir a los indios, aún había luz en el cielo. Moleese titubeó unos momentos y frunció el ceño como si le costara trabajo expresar con palabras lo que estaba pensando. De pronto, sonrió de oreja a oreja.
—Tú buen hombre, condenado hombre blanco —fue su despedida.
Viniendo de un indio, era todo un cumplido.