Capítulo diecisiete

Capítulo diecisiete

Si tu hogar es el bosque, te das perfecta cuenta de que el peligro está en todas partes, y lo adviertes con más precisión que los que avanzan por la vida molidos a codazos por sus semejantes. La muerte está en la copa del árbol que el viento mece. ¿Quién sabe cuándo puede derrumbarse aplastando al que se halle debajo? La muerte está en los nevados lagos, arroyos y ríos. Debajo de la nieve acechan traidores agujeros preparados para devorar instantáneamente a todo el que caiga en ellos. La muerte cabalga, expectante, en el viento del Ártico. El frío intenso mata el deseo de vivir y engendra en los que tienen que soportarlo una tentación casi irresistible de sentarse a descansar un momento. Y si sucumben a esta tentación… En lugar de descansar un momento pueden dormirse para siempre.

La muerte reveló momentáneamente su presencia a Lillian cuando el macho la embistió. Pero hubo otro momento en que también estuvo a escasos palmos de distancia.

Lillian había salido al bosque a coger arándano azul. Veasy, que tenía entonces siete años, iba pegado a sus talones. Terminaba agosto y las hojas de las enredaderas estaban ya oxidadas. El bosque estaba impregnado de esa quietud y serena inocencia que sólo tienen los bosques profundos. En la época del arándano, sola o con Veasy, Lillian se metía a menudo en lo más frondoso, donde las bolas eran más rollizas y lustrosas. A veces, yo iba con ellos, pero mis dedos eran torpes y lentos cuando se trataba de coger las bayas. Aquella tarde, había enganchado los caballos a la segadora y estaba segando hierba. Lillian y Veasy estaban solos en el bosque inmenso.

El arándano era una fruta que Lillian no podía considerar del todo suya. Otros habitantes del bosque reclamaban su ración. La gallina silvestre conducía a sus polluelos a los macizos de arándano. Mientras los dedos de Lillian iban, rápidos, de la mata al cubo, una docena de traviesas ardillas rojas comían a pocos centímetros de su mano. En la época del arándano, hasta el coyote se volvía vegetariano. Y había alguien más que reclamaba su derecho a las bayas, alguien que aplastaba las matas con su corpulencia y lanzaba un ronco desafío al que se atreviera a negarle ese derecho.

Incluso a la sombra de los abetos el calor era sofocante. El día anterior había llovido y el musgo desprendía un vaho caliente. Lillian gateaba de mata en mata. Llevaba una fina blusa de algodón y los odiosos pantalones.

—No se puede llevar vestido para ir a coger bayas —me dijo, después del almuerzo, mientras se los ponía, al verme arrugar la nariz.

A unos diez o doce metros de distancia, Veasy, sin gran entusiasmo, iba llenando su bote de hojalata. Pensaba, como yo, que coger bayas no era trabajo propio de hombres. Tenía los labios y las mejillas teñidos de rojo, pues, también como yo, de cada dos bayas que cogía, metía una en el bote y otra en la boca. Pero, al cabo, ni en el bote ni en la barriga cupieron ya más, por lo que, dando un suspiro de satisfacción, se tendió en el musgo y en pocos segundos se quedó dormido.

El sol fue ladeándose lentamente hacia el Oeste y, con igual lentitud fue llenándose de bayas el cubo de Lillian. Ansiosa de llenarlo hasta los topes y poder volver a la cabaña con tiempo para preparar la cena, se alejó de Veasy unos cincuenta metros. Alrededor todo estaba tranquilo y no se oía más ruido que el roce de las bayas al caer en el cubo y la charla de las ardillas.

Al extender la mano para atraer hacia sí una mata cuajada de bayas, notó que no estaba sola. Lentamente, volvió la cabeza y ahogó el grito que acudió a su garganta. Entre ella y el niño había un oso enorme.

Le pareció que la fiera no les había visto aún. Pero también ella advirtió una presencia extraña y se irguió sobre sus patas traseras, moviendo la cabeza de un lado para otro y husmeando el aire. Lillian volvió a sentir deseos de gritar. Pues ahora vio que el oso tenía el vientre pelado y las mamas rojas. Era una osa y por allí cerca debían de andar sus cachorros.

En los cachorros estaba el peligro. Por lo general, los osos huyen de las personas; pero no las osas con cachorros.

A poca distancia de donde dormía Veasy se movieron unas matas y se dibujó una forma negra, peluda y redonda. Inmediatamente, la siguió otra forma parecida. Lillian se tambaleó ligeramente sobre las rodillas y sintió que el corazón le latía violentamente al ver a los dos cachorros.

Éstos se acercaron a Veasy sin advertir su presencia, luego se tendieron de espaldas, agarraron las ramas con las patas y empezaron a comer arándano.

Al ver a los pequeños, la madre volvió a ponerse sobre sus cuatro patas y, mirándolos fijamente, volvió sobre sus pasos. Súbitamente, de su garganta salió un sordo gruñido y se le erizó el pelo de los hombros. Había olido a Veasy, o a Lillian, o tal vez a ambos.

Lillian hubiera querido gritar para despertar a Veasy, como si con ello hubiera podido protegerle del horrible peligro que le amenazaba. Pero volvió a dominarse y sus labios empezaron a moverse en silenciosa oración. Si Veasy se despertaba y empezaba a restregarse los ojos y a mirar alrededor, sus movimientos llamarían la atención de la osa, que, ansiosa de proteger a sus cachorros, atacaría.

Al darse cuenta de esto, Lillian comprendió lo que debía hacer. Tenía que atraer la atención de la osa sin despertar a Veasy. Despacio, poniendo en sus movimientos la fuerza de sus músculos y toda su voluntad, Lillian se puso en pie. Al advertirlo, la osa se volvió bruscamente. Sin dejar de mirar al animal y tratando desesperadamente de moverse con lentitud, Lillian empezó a retroceder. La osa volvía a estar de pie sobre sus patas traseras, las fauces abiertas y cubiertas de amarillenta espuma. Lillian siguió retrocediendo, lentamente, centímetro a centímetro, sin apartar los ojos de la fiera. Entonces la vieron los cachorros, que dejaron el arándano y, con el olfato, buscaron a su madre. Al verla, fueron hacia ella dando suaves gruñidos de placer. La osa volvió a ponerse a cuatro patas, se le alisó el pelo y su ira se esfumó. Saludó a los dos cachorros con una afectuosa tosecilla y los acarició con la lengua. Después, sin mirar ni a Lillian ni a Veasy, los tres osos dieron media vuelta y desaparecieron en el bosque.

Pese a la angustia que debió de sufrir Lillian durante su breve encuentro con la osa, al día siguiente volvió con Veasy al mismo lugar, y siguió visitándolo hasta que tuvo casi un centenar de tarros de arándano guardados en la despensa, para el invierno. Y no me habló del incidente hasta que el último de los tarros estuvo bien tapado.

—¿Por qué no me lo contaste aquel día? —exploté cuando ella terminó su relato.

—¿De qué habría servido?

—Hubiera podido acompañaros al día siguiente y quizás hasta disparar contra la osa.

—¿Contra una osa y sus crías? —Arqueó las cejas—. ¿Y qué habría sido de los cachorros sin la madre? Hubieras tenido que matarlos también.

Lo más fantástico de Lillian es que, incluso ante semejante peligro, todavía se preocupaba por la suerte de una osa y de sus crías.

—Debiste decírmelo —refunfuñé.

Veasy estaba haciendo sus deberes de aritmética; pero en aquel momento dejó el lápiz, se recostó en la silla y se puso a escuchar la discusión.

—Sigue trabajando, Veasy —le ordenó Lillian ásperamente. Luego, doblando cuidadosamente un paño de cocina que no necesitaba ser doblado, lo dejó en su sitio, se atusó el pelo y dijo, muy peripuesta—: Tú tampoco me contaste lo de Veasy y los lobos.

Veasy volvió a soltar el lápiz; pero esta vez Lillian no pareció advertirlo.

—¿Por qué no me lo contaste? —insistió.

—¿Lobos? —Y, mirando a Veasy con suspicacia, pregunté—: ¿Le dijiste a tu madre lo de los lobos?

Veasy me miró sin pestañear.

—Tú no me prohibiste decírselo.

Me volví hacia Lillian. Una leve sonrisa temblaba en las comisuras de sus labios.

—Oigamos, pues, lo que tú no me dijiste.

Su tono era ya burlón.

Me encogí de hombros.

—¿De qué hubiera servido contártelo? Si lo hubiera hecho, cada vez que Veasy hubiese bajado al lago a mirar sus trampas, tú habrías temido que le persiguieran los lobos.

Lillian me tenía ya acorralado. Entonces replicó:

—Por eso no te conté lo de los osos. Si lo hubiese hecho, cada vez que hubiéramos salido a coger arándano, habrías temido que nos atacaran los osos.

Tal vez Veasy no hubiera debido ir solo a poner trampas. Ocurrió el invierno anterior, en enero. Veasy no había cumplido aún los siete años; le faltaban seis meses. No obstante, sabía ya poner trampas, aunque todavía no pudiera tensar los resortes con la mano. Para ello, limpiaba de nieve un tronco o una piedra y los tensaba empujando con el pie. Y no retiraba el pie hasta que había puesto el disparador en la cazoleta y la trampa estaba dispuesta para pillar cosas, incluso los dedos de Veasy si él se descuidaba. Cosa que, sin duda alguna, había ocurrido ya alguna vez; pero él jamás nos lo confesó.

Estuvo porfiando para que le dejara poner trampas hasta que, contra mi voluntad, consentí en ello. Lillian dijo que no, que era demasiado pequeño para salir solo a la nieve. «¿Lo es realmente?», pensé yo. Y volviendo la mirada hacia un nebuloso pasado, traté de recordar cuántos años tenía cuando cacé mi primer estornino con una escopeta del «22». Siete u ocho. Y no tenía a mi lado a nadie que me enseñara a manejar el arma, excepto, quizás, algún hermano mayor. Veasy, en cambio, nos había visto poner trampas para visones desde que pudo sostenerse en unos esquíes.

—¿Lo es realmente? —repetí—. Serían sólo unas cuantas trampas cerca de la casa, donde pudiéramos oírle si ocurría algo. Así tendría algo que hacer al terminar la clase, y los sábados y domingos. Es pequeño, sí, pero no demasiado para poner un par de trampas y, quizá, coger algún visón.

—Es demasiado pequeño —insistió Lillian.

—He ido esquiando al lago grande muchas veces —terció Veasy. Se refería al lago Meldrum, que estaba a un kilómetro de la cabaña. Y al advertir que yo vacilaba, aunque su madre se opusiera, me preguntó—: ¿No podría poner dos o tres trampas en el lago de la casa? Con mis esquíes voy muy aprisa, más que vosotros con las raquetas.

Esto era cierto. No dije nada. Me limité a mirar a Lillian, esperando que fuera ella quien decidiera.

—Es verdad que va muy lejos con sus esquíes. Demasiado. Ayer subió por el arroyo y estuvo fuera más de una hora. Cuando volvió, le pregunté dónde había ido y me dijo que subió por la colina de detrás de la cabaña hasta la guarida del primer oso que cazamos. Esto está a más de dos kilómetros. —Y, con un pequeño suspiro de resignación, añadió—: Quizá sea mejor que salga al lago a poner un par de trampas. Por lo menos, sabré dónde está.

De manera que le di media docena de trampas y fui con él al lago a ponerlas. Primero, con el pie derecho tensó los muelles. Hasta aquí, estaba bien. Luego, sirviéndose de unos bastoncillos, hizo los cubbies. Tampoco había nada que criticar. A continuación, cogió un pedazo de rata almizclera del talego que llevaba colgado y lo puso en el cubby.

—Más atrás —le dije—. Cualquier visón o comadreja podría llevarse el cebo sin tocar la palanca. —Y cuando, con ayuda de un bastón bastante largo, hubo empujado la carne hasta colocarla correctamente, le dije—: Adelante, y todo lo que cojas es tuyo.

Pese a que había visto con frecuencia huellas de lobos en la nieve que cubría los helados lagos, rara vez veía alguno. En verano se les veía a menudo. En invierno, casi nunca. En invierno se volvían huraños y taimados. Cazaban durante la noche y al amanecer se escondían en el bosque para dormir o limpiarse la piel al abrigo de algún árbol frondoso. Cuando, por las tardes, Veasy iba a inspeccionar sus trampas, Lillian le decía:

—Ten cuidado con los lobos —como las madres de la ciudad dicen a sus hijos: «No cruces la calle cuando el disco esté rojo.»

Lillian pensaba muchas veces en los lobos y en los osos; pero no le quitaban el sueño. Ni a mí tampoco. En los bosques no faltaban motivos de preocupación; pero hay que saber alejarlos. De lo contrario, vale más irse a vivir a otro lugar.

Yo había ido al lago Meldrum a echar un vistazo a la trampa que tres días antes le había tendido a un lince. El lince merodeaba por un bosquecillo a la caza de conejos, por lo que yo puse la trampa junto a un sendero bastante transitado y, como cebo, dejé unos puñados de plumas. Por si el animal había quedado cogido en la trampa, me llevé el rifle del «22» para rematarlo. Si queda cogido por una pata, el lince tarda mucho en morir, demasiado; pero no hay manera de evitarlo. Lo único que resulta eficaz para la caza del lince es el cepo de pata. A pesar de todo, a pocos tramperos profesionales les gusta pensar que en una de sus trampas está sufriendo un animal, por lo que, para evitarlo, tienen que visitarlas con frecuencia.

Pero el lince no se había acercado por allí. Y, como ya era tarde y el sol de enero se había puesto, me encaminé hacia la cabaña para hacer mis tareas nocturnas.

Distinguí a Veasy en la orilla opuesta del lago de la cabaña. También él volvía a casa después de hacer la ronda de sus trampas. Incluso a aquella distancia, vi que había cogido un visón, que ahora se balanceaba en su mano derecha, rozando la nieve con el hocico. Era un visón de gran tamaño.

Me puse en cuclillas, descansando en las raquetas, al borde del hielo, y pensé: «Vaya, te has ganado veinte dólares. ¿Y qué va a hacer con todo ese dinero un personaje como tú?»

Veasy venía por el centro del lago. Se encontraba a unos ochocientos metros, deslizándose con suavidad y rapidez con los esquíes que yo le había hecho de flexible madera de abeto. La cabeza y la cara, cubiertas casi enteramente por el gorro forrado de suave piel de rata almizclera y los pies y las piernas embutidos en unos mocasines de piel de gamo forrados también de piel de rata almizclera: así vestía Veasy. El gamo que suministró la piel fue cazado en un cerro situado a kilómetro y medio de la cabaña. Las ratas almizcleras, en los pantanos de los castores. El hilo procedía del almacén. La aguja de Lillian había hecho el resto.

Al llegar al centro del lago, Veasy se desvió hacia la orilla occidental y se metió entre los árboles para examinar otra de sus trampas. Al cabo de un par de minutos, volvió a salir y a deslizarse por el hielo. Pero ahora había también alguien más.

Del bosque habían salido cinco lobos. Silenciosa y repentinamente. Hacía un segundo, yo habría jurado que no había un lobo en varios kilómetros a la redonda. Pero ahora estaban allí, a menos de setecientos metros de donde yo me encontraba.

Al llegar al lindero del bosque, se detuvieron un momento, la cabeza en alto, las orejas erguidas, y olfateando el aire. Luego, en fila india, se pusieron a seguir a Veasy a menos de doscientos metros de distancia. Dos de ellos eran negros, otros dos grises, y el quinto, casi tan blanco como la nieve que pisaba. Todos pesarían más de los cincuenta kilos. Cualquiera de ellos podría herir gravemente a un alce de setecientos kilos si el animal huía al verlos.

Fui a levantarme, pero, moviendo la cabeza negativamente, volví a agacharme. Instintivamente, cogí el rifle, pero de inmediato lo solté. Veasy estaba aún a quinientos metros. Los lobos, aún más lejos. El rifle era tan inútil como una cerbatana.

La distancia entre el niño y los lobos iba acortándose. Ahora sólo los separaban cien pasos. Se movían suavemente, sin hacer ruido, como sombras. La nieve ahogaba sus pisadas.

Sentí deseos de llenarme de aire los pulmones y soltarlo con un grito desesperado y estentóreo: «¡Veasy, vuelve la cabeza, lobos!» Pero no grité. Veasy se pondría nervioso y perdería el control. Quizá le entrase pánico y echara a correr. Y entonces los lobos sabrían que les tenía miedo y, si actuaban de acuerdo con su instinto, echarían a correr tras él y le atacarían como atacaban a los alces y a los ciervos. Y yo no podía hacer nada más que mirar.

De pronto, Veasy se detuvo, volvió la cabeza, vio los lobos y permaneció inmóvil. Y, para mí, que lo observaba sin poder hacer nada, hasta el tiempo pareció detenerse. Moví los labios formando silenciosas palabras:

—No dejes que el pánico te domine. No eches a correr. Sigue andando tranquilamente. ¿Recuerdas lo que te dije acerca de los lobos y los alces? En toda la Columbia Británica no existe lobo que se atreva a atacar a un alce si él le hace frente. Pero si trata de escapar, el lobo lo destrozará antes de que haya recorrido dos kilómetros. No tengas miedo, hijo, sigue andando como si tuvieras todo el lago para ti solo.

Las rollizas piernecitas volvieron a moverse, impulsando los esquíes sobre la nieve. El cuerpo del visón volvía a oscilar, colgado de una enguantada y pequeña mano. Las alas del casquete de piel le golpeaban las mejillas, como las orejas de un perro de caza. Así fue acercándose, tranquilamente, sin volver la cabeza ni una sola vez, para ver qué ocurría a su espalda.

Y detrás de él, aún en fila india, tal vez a setenta y cinco pasos, cinco robustos lobos, cualquiera de los cuales podía partir la pierna de un hombre de una sola dentellada. Me desaté los cordones de la parka y eché hacia atrás las protecciones de piel que me cubrían las orejas. Estaba sudando.

—Sigue acercándote, hijo, tranquilo… Muy bien. No te dejes intimidar. Despacio… No irás a tener miedo de unos infelices lobos, ¿verdad? Despacio, despacio, despacio…

Al fin, Veasy llegó a mi lado, jadeando ligeramente y con los ojos brillantes. A unos doscientos pasos de nosotros, los lobos se detuvieron y se agruparon. Mis ojos se clavaron en el rifle, pero, casi en seguida, se apartaron de él. Estaban demasiado lejos. Pero si se acercaban… Entonces uno de los lobos negros dio unos pasos hacia un lado, se sentó sobre las patas traseras, levantó el hocico hacia el cielo y lanzó un aullido. Fue un aullido triste, desafinado y estremecedor. Después, colocándose nuevamente en fila india, los cinco lobos salieron del lago y desaparecieron entre los árboles.

—¿Has tenido miedo, hijo?

Fue una pregunta bastante tonta, pero lógica.

Él movió afirmativamente la cabeza.

—Un poco —respondió.

—¡Bah, no hay que asustarse de los lobos! Los lobos nunca te atacarían. Sentían curiosidad, eso es todo. —Fingí examinar el visón—. ¡Vaya, qué visón más estupendo! Vale sus buenos veinticinco dólares.

Pero no dije nada a Lillian. Pensé que tal vez no le gustara pensar que cinco lobos habían estado persiguiendo a su hijo. Las mujeres son tan especiales… Había cosas que nos contábamos y cosas que no, tales como encuentros con osos en los macizos de arándano, lobos en los lagos y menudencias de este tenor.