Capítulo quinto

Capítulo quinto

—No huelen muy bien, ¿verdad? —dijo Lillian, refiriéndose a los pantanos, cuyo hedor traía el viento hasta el campamento.

—Apestan —dije yo, mucho más crudamente, arrugando la nariz.

Todo el cauce del arroyo, por lo menos lo que habíamos visto hasta el momento, hedía. Plantas acuáticas en diversos estados de descomposición y putrefactos cadáveres de reses que quedaron aprisionadas en el lodo al tratar de alcanzar charcas de sucias aguas, hacían el aire irrespirable. Aunque era todavía pronto, algunas reses se volvían de la pradera hacia los pastos de invierno y, por el camino, se alimentaban de las hiedras y algarrobas que tanto abundaban en los bosques.

Y este lamentable estado de cosas persistiría, a menos que hasta la última hectárea de fétido pantano fuera de nuevo inundada por aguas claras y limpias.

—¿Cómo diablos vamos a sanear todos estos pantanos y llenar de nuevo los lagos?

Yo había adquirido la costumbre de pedir consejo a Lillian y muchas veces me lo daba. Pero se limitó a decir:

—No lo sé.

Hacía veinte minutos que, aguja en mano, Lillian remendaba unos zapatos de Veasy. El niño metía continuamente los pies en los charcos, y los zapatos, que no estaban para esos trotes, se descosían. Terminada la compostura, Lillian guardó la aguja y el dedal en el costurero y, contemplando desaprobadoramente el maltrecho calzado, comentó:

—Voy a tener que probar de curtir la piel del gamo y hacerle unos mocasines a Veasy.

Nuevamente, Lillian había dejado la falda por el mono, o pantalón, como decía ella; aunque, para mí, un mono es siempre un mono. El «pantalón», pues, no le sentaba muy bien. Como es natural, estaba más femenina con falda; pero, al fin, tuve que transigir, pues la falda no resulta muy cómoda para montar a caballo. De manera que cuando salíamos de excursión no me oponía a que Lillian luciera el mono —o «pantalón»— si ella lo deseaba.

Hacía cinco días que deambulábamos como gitanos, con el propósito de averiguar con qué bienes contábamos en nuestro coto. Las sendas marcadas por la caza eran nuestro único camino; los caballos, nuestro único medio de transporte, y la tienda, nuestro único techo. Cada senda era como un desafío, pues no teníamos ni la más remota idea de dónde venía ni adonde iba. De manera que dábamos media vuelta y la seguíamos, y solíamos salir a algún prado o a algún estanque. Cuando acababa el día, atábamos los caballos y plantábamos la tienda. O, si al llegar al final de una de las sendas, el sol nos decía que sólo eran las dos o las tres, entonces archivábamos el prado o lago en la memoria y, como sabuesos, nos dedicábamos a buscar nuevas sendas que explorar. No eran sendas lo que allí faltaba.

En los cuatro últimos días habíamos explorado una gran extensión de terreno que pocos blancos habrían pisado. Pero nada de lo que veíamos resultaba muy prometedor.

—En ningún caso ganaremos el dinero a espuertas —comenté.

Encontramos las ruinas de unas cuarenta presas de castores, sin castores. Había varios centenares —acaso millares— de hectáreas de tierra pantanosa y maloliente que, si bien presentaban alguna que otra huella de rata almizclera, carecían del agua necesaria para que estos animalitos se reprodujeran en cantidades que nos permitieran cazarlos. Había, además, un extenso surtido de lagos (en los que en otros tiempos hubo también castores) que necesitaban desesperadamente que sus aguas subieran de nivel. Esto, amén de los interminables bosques, era todo lo que teníamos para labrar nuestra fortuna. Si existen comienzos más modestos, no deseo parte en ellos.

Si recobraran sus aguas los lagos y los pantanos, pronto volverían a ellos las ratas almizcleras y otros animales de buena piel. Aunque ambos nos aferrábamos al convencimiento de que algún día devolveríamos al arroyo Meldrum sus castores, ninguno de los dos teníamos ni la más remota idea de cómo lo conseguiríamos. No existen ferias en las que puedan comprarse castores vivos, como se compran vacas o caballos. No sabíamos que hubiera ni un solo castor en todo el Chilcotin, y pocos debían quedar en toda la Columbia Británica. Pero, por el momento, dejamos a un lado el tema de los castores y nos concentramos en el problema de cómo llenar, por lo menos, uno o dos de los pantanos a través de los cuales tan modestamente discurría el arroyo Meldrum. Pues para que crezcan y se multipliquen los animales lo primero es procurarles adecuado alojamiento. Puestos en un ambiente propicio y tratados de acuerdo con los más elementales principios de conservación pueden dejarse al cuidado de la naturaleza.

En 1931, una piel de rata almizclera oscilaba entre los ochenta centavos y el dólar. En los pantanos se criarían a centenares; sólo faltaba agua. Si no la conseguíamos, los ejemplares que restaban no tenían, económicamente, ningún valor, para nosotros ni para nadie.

En los bosques y pantanos, toda especie se conserva y multiplica alimentándose de otra. Si volvían a llenarse los pantanos del arroyo Meldrum, las semillas y tubérculos que estaban aún enterrados en su cauce servirían de alimento a las ratas almizcleras, aves acuáticas y peces. A cazarlos vendrían el visón, la nutria y otros carniceros de buena piel. Si la humilde rata almizclera sólo valía ochenta centavos, el visón valía de quince a veinte dólares. Sólo había que crear ambiente propicio para unos para que acudieran los otros. Pero ponerlo en práctica no era cosa sencilla.

La solución se nos aparecía con diáfana claridad. Las presas de los castores: ésta era la solución. A la salida de todos los pantanos, grandes y pequeños, había una presa de castores. En muchos de los lagos encontramos aún sus viviendas. Aunque hacía medio siglo que los castores del arroyo habían desaparecido, sus presas y guaridas atestiguaban que en otros tiempos vivieron allí unos roedores de unos veinticinco kilos de peso en su pleno desarrollo, cuyo ingenio y laboriosidad habían hecho cambiar no sólo el curso del arroyo, sino el de sus afluentes.

Había que reparar las presas y sanear aquel marjal. Cerrar la puerta y domar el arroyo como en otro tiempo lo domaron los castores. Hacer retroceder el agua hasta los pantanos. No permitir que se la tragara el río. Pero no éramos nosotros los únicos que trataban de ganarse la vida en el arroyo. La gente del valle necesitaba el agua tanto como nosotros. Y tenían mayores derechos a disponer de la poca que quedaba.

Los primeros que cerraron el agua del arroyo eran chinos. Hacia mediados del siglo XIX, una cincuentena de chinos, armados de picos y palas, desviaron las aguas hacia unos terrenos pedregosos situados encima del río Fraser, a unos nueve kilómetros de la desembocadura del arroyo, en los que habían descubierto oro, para cuyo lavado necesitaban un buen caudal de agua. Y fueron a buscar el agua al arroyo del Norte, que todavía no tenía nombre.

Durante seis o siete años, los chinos desviaron todo el caudal del arroyo hacia su campamento. Y el agua fluía por la acequia arrastrando consigo la tierra y dejando en los hoyos el precioso metal amarillo. Y los chinos lo sacaban con espátulas de madera, lo metían en saquitos de piel de gamo y lo enterraban, para que ningún ladrón, ya fuera blanco o indio, pudiera robárselo. Y aún hoy hay gente que dice que algunos de aquellos saquitos siguen enterrados, pues muchos de aquellos mineros chinos murieron de la viruela y con ellos murió el secreto del oro enterrado.

Al fin se agotó el oro en aquellas tierras y los chinos que se libraron de la viruela se marcharon a otros parajes. Pero, años después, los blancos descubrieron el arroyo y las fértiles tierras del valle que se abría a ambos lados de su desembocadura. Las tierras acarreadas por el agua eran muy ricas y propias para el cultivo de frutas y hortalizas, lo mismo que heno y cereales, si se surcaban con el arado.

Varios kilómetros arroyo arriba, la tierra formaba una vasta meseta con miles de hectáreas de buena hierba. La tierra sería del que la tomara y, durante todo el año, el copioso caudal del arroyo llenaría las acequias de la huerta y el campo. Nuevamente, el Meldrum fue privado de sus aguas y, alrededor de 1860, se creó en la región una importante industria ganadera que todavía se conserva floreciente.

En una región que durante cuatro meses de invierno queda cubierta por una capa de más de un metro de nieve es, para la cría del ganado, tan importante disponer de grandes provisiones de heno como de buenos pastos de primavera, verano y otoño. La capacidad de los pastos en ningún caso será mayor que la de los almacenes de heno que han de alimentar al ganado en invierno, cuando no puede salir a pastar.

La tierra del valle era fértil y podía alimentar durante el invierno a tantos caballos y vacas como cupieran en los pastos de verano. Pero el arroyo Meldrum se encuentra en la región más «seca» de la Columbia Británica, en la que el agua de riego es tan necesaria para las cosechas como la misma tierra. En 1860 no faltaba agua en el arroyo. Y no faltaba porque desde tiempo inmemorial generaciones y generaciones de castores habían trabajado para asegurarla. Aunque el caudal empezó a disminuir cuando desapareció el último castor, los granjeros del valle tardaron algunos años en advertirlo. Cuando el arroyo enfermó a ojos vistas y durante el verano apenas había agua suficiente para regar media hectárea donde antes se regaban tres, nadie supo diagnosticar la naturaleza del mal y mucho menos ponerle remedio.

La raíz de la enfermedad estaba en el descenso del nivel de los lagos y pantanos de las tierras altas. De ellos salía el agua del arroyo que iba a verterse en el río. Todo arroyo que nace en un glaciar es alimentado, durante los meses de verano, por los hielos eternos, pero si los hielos desaparecieran, desaparecería también el arroyo.

Meldrum no tiene glaciares; pero en otros tiempos tuvo sus castores y, mientras ellos estuvieron allí, el arroyo gozó de buena salud. Y no enfermó hasta que desapareció la última colonia de castores.

En su prisa por atrapar los pocos castores que quedaban, indios y blancos horadaban las presas y ponían en ellas sus trampas, sabedores de que hasta el más avisado castor entraría en la brecha al anochecer para impedir que se escapara el precioso líquido contenido en el embalse. No hay animal más vulnerable a la trampa de acero que el castor. El castor no puede ocultar su presencia, pues su mismo trabajo le delata. La tarea principal de un castor es la conservación del agua, tarea que no puede realizar sin dejar claras huellas. En troncos y raíces quedan las marcas de sus incisivos. En los últimos años del siglo XIX había en el arroyo mucha gente al acecho de estas marcas.

El exterminio de los castores del arroyo Meldrum fue cosa sencilla y definitiva. Grandes tribus de indios vivían en reservas que distaban del arroyo menos de una jornada. Acuciados por la codicia de los traficantes blancos, los indios registraban el arroyo de arriba abajo en busca de troncos recién cortados que delataran la presencia de un castor.

Y no eran los indios las únicas aves de rapiña que participaban de los restos del banquete. Tampoco los blancos perdonaban a ningún animal cuya piel pudiera convertirse rápidamente en dinero o provisiones. Pero pronto dejaron de venir al arroyo indios y blancos en busca de pieles. Los castores habían dejado de existir.

Además de numerosos embalses, había en el curso superior del arroyo Meldrum varios lagos naturales que, cuando estaban llenos, contribuían no poco a la conservación del flujo. Después de la muerte de los castores y el consiguiente deterioro de las presas, el caudal del arroyo decreció de tal modo que a la sazón existía una alarmante escasez de agua para riegos. Los rancheros del valle volvieron la mirada hacia los lagos naturales. Y, sin pensarlo dos veces, empezaron a abrir canales y a reducir el volumen de estos lagos. Esto fue como robar a Juan para pagar a Pedro.

Pero ahora los pantanos de los castores estaban secos. No existía ya aquella coladura de agua, lenta pero segura, a través de las presas, que mantenía el nivel de los lagos en la época en que es mayor la evaporación. Y era precisamente en estos momentos cuando más falta hacía el agua en las acequias. Se recurrió a los lagos, pero fue tan fuerte la demanda que las precipitaciones anuales no bastaban, ni con mucho, para saldar los «anticipos» tomados durante el verano anterior. La situación de los rancheros era cada vez peor.

En el otoño de 1926, cuando visité el valle por primera vez, el caudal del arroyo era tan escaso que de los seis o siete ranchos que necesitaban regar los campos si querían disponer de forraje para alimentar a los animales en invierno, sólo uno, el que ostentaba derecho de primacía, tenía agua, y sólo para una cosecha de alfalfa; no había ni que pensar en recoger dos.

Funcionarios de la Sección Hidrográfica del Departamento Forestal del Gobierno se trasladaron a la región para comprobar el estado de cosas, sondearon los lagos, tomaron notas, movieron la cabeza y se marcharon; pero siguieron exigiendo tributos a los rancheros por el empleo de unas aguas que no existían. Desde luego, no faltaban lugares propicios para la construcción de embalses. Lo que faltaba era que alguien cerrase dos o tres de las presas construidas por los castores. Pero los ganaderos estaban tan absortos en sus trifulcas por unas aguas inexistentes que, por lo visto, no tenían tiempo para buscar el medio de procurárselas.

Así estaban las cosas en el Meldrum aquel día de finales de junio en que explorábamos sus pantanos para ver qué podían ofrecernos, mientras, poco a poco, nos invadía la duda de que aquellos parajes pudieran albergar algún día siquiera una pequeña parte de la caza que vivía en ellos cuando Lala era niña.

—Tendremos que empezar por reparar las presas —dijo Lillian— y convertir los pantanos en lagos.

—¿Y cómo piensas hacerlo, sin contar con la aprobación del Departamento Hidrográfico o de los mismos rancheros? —repuse yo.

Lillian no contestó. Sabía tan bien como yo que no podíamos tocar el arroyo cuando no había en él agua suficiente para cubrir las necesidades de los rancheros del valle. Hacerlo sería exponerse a graves conflictos.

Después de pasar cinco días a caballo, bordeando pantanos y siguiendo las sendas de los venados a través de los bosques, sin encontrar más huellas que las de ciervos y coyotes (éstas aparecían por todas partes), resumí la situación diciendo:

—No hay esperanza.

Lillian estaba contemplando las llamas de la hoguera. Rápidamente levantó los ojos hacia mí y dijo con suavidad:

—Eric, no quiero que vuelvas a decir eso. En estos bosques nos faltan muchas cosas. Pero lo que siempre tendremos en abundancia es, precisamente, esperanza.