Capítulo segundo

Capítulo segundo

Fue a través del áspero mostrador de madera de un almacén de la frontera donde vi por primera vez a la muchacha que compartiría mi vida en los bosques. Entró en el almacén llevando de la mano a una india increíblemente vieja.

Sería esta india, ciega y analfabeta, pero que conocía los bosques como ningún blanco, quien me enseñaría cómo era el arroyo Meldrum antes de que los blancos lo descubrieran y me animaría a instalarme con Lillian en aquellas tierras, para devolverlas a sus castores.

Por aquel entonces yo trabajaba para un inglés llamado Becher que había cruzado el Océano quince años antes de nacer yo, con la intención de hacer fortuna dando baratijas a los indios a cambio de costosas pieles. Era un hombre de un metro ochenta y tenía más de sesenta años cuando yo empecé a trabajar para él. Pero, a pesar de la carga de años que llevaba sobre sus anchos hombros, poca carne sobraba en aquel cuerpo de poderosa musculatura. Un cuidado bigote ocultaba su labio superior. Lo primero que pensé al verle fue que acababa de quitarse el uniforme de la Guardia Real.

Becher era el propietario de un importante parador y almacén en Riske Creek, consistente en una serie de edificaciones de troncos, de las más diversas formas y tamaños, situadas a ambos lados de la única carretera que existía en la vasta meseta de Chilcotin. El arroyo Riske cruzaba impetuosamente por lo más hondo de la floresta, a unos cincuenta metros al norte del almacén y vertía también sus aguas en el río Fraser.

Formaba parte de mis obligaciones cuidar de las caballerizas y atender a la clientela cuando el inglés tenía otras cosas que hacer. En aquel mostrador de ásperos tablones hice mi aprendizaje en el comercio de las pieles. Durante las últimas semanas del otoño y todo el invierno, los indios de la reserva cercana nos traían pieles de coyote que cambiaban por harina, té, tabaco, telas de algodón y otros productos. De vez en cuando, de un saco de yute salía un puñado de pieles de rata almizclera, pero raramente nos traían más de una docena. Quedaban muy pocos de estos animales en los arroyos y lagos cuando yo entré en el negocio de pieles.

Muy de tarde en tarde, aparecía en el mostrador la oscura y lustrosa piel de algún visón. «¿Cuánto dar por ésta?», preguntaba su moreno propietario. Y lo que mi jefe me ordenaba pagar por las pieles de visón era siempre en especie, nunca en efectivo. Y era lógico, pues si los indios hubiesen cobrado en dinero, se lo habrían gastado inmediatamente en artículos de consumo. El dinero no les servía para nada, a menos que pudieran gastárselo inmediatamente.

Hacía sólo dos años que había salido de Inglaterra cuando empecé a trabajar para el comerciante. La madura y sesuda edad de diecinueve años tiene también sus ventajas, y una de ellas es que puede uno cambiar de costumbres con asombrosa facilidad. Yo me habitué a los despoblados parajes de la Columbia Británica como el girasol se habitúa al sol. Los prados y los arroyos de Inglaterra atrajeron siempre mi atención mucho más poderosamente que las aburridas lecciones de Álgebra y Latín que un aburrido profesor trataba de grabar en mi recalcitrante cabeza en la escuela secundaria de Northampton. A los catorce años era ya propietario de una escopeta de caza de las que se cargan por el cañón, con cuyo alocado funcionamiento estaba plenamente familiarizado. Aquel armatoste era capaz de tumbar de espaldas a este humilde tirador antes que al conejo que tuviera delante.

Pero no me importaba. La caza de liebres y conejos, y de vez en cuando algún que otro gallo silvestre, pronto se convirtió en mi verdadera escuela, la única que me gustaba, la única que podía enseñarme algo.

Si mi padre hubiera podido salirse con la suya, habría hecho de mí un abogado. En realidad, en 1919 me hizo entrar en una importante notaría de Northampton en la que durante doce meses perdí el tiempo e hice perder a mi padre dinero y a los dos socios de la firma toda la paciencia, mientras dedicaba una parte de mi talento a testamentos, hipotecas y casos de divorcio y bastardía. Pero incluso cuando, sentado en la Audiencia de Borough, escuchaba el informe del abogado del demandante en el que, con toda elocuencia, éste trataba de demostrar sin lugar a dudas que su cliente era el padre de un niño nacido fuera de matrimonio, mi cabeza no dejaba de discurrir planes para escapar al campo, aunque sólo fuera a dar una vuelta.

Una mañana, a mediados de mayo del año 1920, mi padre me llamó a su despacho. La fabricación de calzado era la industria principal de Northampton, y mi padre era consejero delegado de una compañía que suministraba maquinaria para esta industria.

Me senté rígidamente en una butaca de cuero situada frente a su mesa, y esperé, inmóvil. Mi padre me contempló en silencio durante unos momentos.

—Tim Kingston y yo hablamos de ti el otro día —dijo con demasiada indiferencia. Parecía violento y contrariado. Yo seguí sin moverme. Williams y Kingston era la firma en la que yo actuaba de pasante—. Me dijo —continuó mi padre— que, en su opinión, estás perdiendo el tiempo y que es tontería que sigas estudiando leyes. Sencillamente, no te gusta la profesión.

Poco me faltó para gritar, exasperado: «¡Casos de bastardía!», pero me contuve. Mi padre se había gastado bastante dinero para hacer de mí un abogado, y él no tenía la culpa de que no me gustara la carrera.

—Desde luego, podría colocarte aquí —prosiguió mi padre sin gran entusiasmo en la voz—; pero no creo que esto te gustara mucho más.

Claro que no. Mis dos hermanos mayores trabajaban ya allí; pero a mí la fabricación de maquinaria no me atraía en absoluto.

Después de una pequeña pausa, mi padre musitó:

—Tu primo Harry Marriot está en el Canadá. Se fue en 1912, aprendió el negocio de la cría de ganado y ahora tiene un rancho.

De pronto, me sentí renacer a la vida. Inclinándome hacia delante con interés, pregunté, apoyando los codos sobre la mesa:

—Creo que Harry Marriot está en la Columbia Británica, ¿verdad?

Aunque era poco lo que sabía de la provincia occidental del Canadá, había leído con gran interés, en la escuela, el viaje de MacKenzie hasta la costa del Pacífico y el peligroso descenso de Simon Fraser por el río que hoy lleva su nombre.

Al advertir mi interés, mi padre asintió rápidamente.

—Está en lago Big Bar, Clinton, Columbia Británica. Allí encontrarías toda la caza que quisieras. Y pesca también. Abundan los ciervos por aquellos alrededores. Y los osos. Y el río que pasa junto a la casa está lleno de truchas. Además, claro está, aprenderías a llevar un rancho y quizá dentro de cuatro o cinco años… —Aquí se interrumpió, guiñó un ojo en actitud pensativa (mi padre siempre tuvo mucha vista para los negocios), volvió a abrirlo rápidamente y terminó diciendo—: Habría costado más de cuatro cuartos ponerte un bufete. Tal vez no costara mucho adquirir un rancho y unas cuantas cabezas de ganado, si la inversión estuviera garantizada.

Hacía de esto dos años, aunque a mí me parecía que hacía ya veintidós. Pasé un año con Harry Marriot, cuyo rancho estaba a unos cuarenta kilómetros de Clinton, pequeño poblado compuesto por unas cuantas granjas, un hotel y un establo, y encajado entre dos cordilleras, a unos cincuenta kilómetros al norte de Ashcroft, localidad situada en la línea ferroviaria de la «Canadian Pacific». Me quedé allí el tiempo suficiente para endurecerme las manos manejando un hacha de doble hoja, aprender el difícil arte de cargar a un caballo y sujetar la carga con un nudo marinero, descubrir las huellas de un gamo en las pantanosas orillas del arroyo Big Bar y darme cuenta de que el lago Big Bar no era sitio para mí y que no me interesaba la cría de ganado. No porque me repugnara el trabajo. Pero, sencillamente, criar ganado no me gustaba mucho más que estudiar leyes. Conque a fines de la primavera de 1921, ensillé el pintojo, cargué casi todos mis bienes en un mulo y me despedí de Harry Marriot. Me encaminé hacia el Norte, seguro de que en algún lugar de aquella agreste y vastísima provincia encontraría algo que me haría echar raíces. A unos ciento sesenta kilómetros al norte del lago Big Bar, al oeste del río Fraser, en el distrito de Chilcotin, lo encontré.

La muchacha llevaba una falda estampada en azul que no parecía haber sido comprada en un almacén ni sacada de ningún figurín. Me dije que estaría hecha en casa, pero era muy bonita, estaba impecablemente limpia y le sentaba como un guante. La blusa sí podía haber salido del figurín. Era de georgette y su blancura contrastaba con el negrísimo cabello de su propietaria. Observé que la muchacha cojeaba ligeramente al andar y pensé que los zapatos de cuero negro que calzaba le habrían ocasionado alguna rozadura. Pero no era ninguna rozadura lo que la hacía cojear. Su rostro, ligeramente ovalado y pecoso, era tan atractivo que ejerció en mis ojos el mismo efecto de un imán.

Después, con el mismo descaro, miré a la vieja india que entró con ella. Sin duda aquélla era la persona más anciana que viera en mi vida. Tenía la cara tan arrugada como una ciruela. Y casi tan oscura. Cubría su cabeza un pañuelo de seda negra por cuyo borde asomaban unas trenzas grises que le llegaban hasta la cintura. Llevaba un vestido de percal negro y, a pesar del calor —aquella mañana habíamos arrancado del calendario la hoja de junio—, un chal de lana sobre los hombros. En lugar de zapatos, calzaban sus pequeños pies de niña unos toscos mocasines.

Volví a mirar a la muchacha.

—¿Quién es? —pregunté con ruda curiosidad.

Ella estudió mi rostro unos instantes antes de contestar:

—Mi abuela.

—¡Su abuela! —exclamé. E, incapaz de contener las palabras que acudieron a mi lengua, añadí—: ¡Pero si es una india de pura sangre!

Aquellos ojos castaños de mirada penetrante no se apartaron de mi rostro.

—Sí —dijo serenamente—. Y, en parte, también yo soy india. Tengo un cuarto de raza —añadió con una leve sonrisa.

Volví a mirar atentamente el rostro de la vieja.

—Debe de ser viejísima.

—Lala tiene noventa y siete años —dijo la muchacha moviendo la cabeza afirmativamente.

—¿Lala? —Nombre extraño, pero musical.

—Es un nombre indio —me explicó ella rápidamente. Cogí un lápiz y un pedazo de papel e hice una sencilla operación aritmética. El resultado me dijo que Lala había nacido alrededor de 1830. Pocos blancos debía de haber entonces en el país, pues ahora no éramos muchos.

La juventud tiene un sistema muy directo para llegar al fondo de las cosas. Aquella muchacha tenía algo que no sólo excitaba mi curiosidad, sino que me hacía desear su amistad. Por tanto, pregunté:

—¿Dónde viven?

—En la colina, a unos dos kilómetros —dijo señalando hacia el Norte.

Me volví de nuevo a mirar a Lala. Todo aquello era muy extraño, pues la reserva india estaba a cinco kilómetros al sur del almacén.

Evidentemente, la nieta de la viejecita leía con facilidad mis pensamientos, pues, sin esperar a que yo le preguntara nada más, explicó:

—Un blanco se llevó a Lala cuando ella tenía quince años. Desde entonces, no ha vuelto con los suyos.

Yo poseía un caballo de silla que no hacía todo el ejercicio que necesitaba. La vieja me brindaba una oportunidad a la que yo me agarré sin vacilar.

—¿Podría ir alguna tarde a ver a Lala, cuando termine el trabajo?

—No creo que a Lala le molestase. Es demasiado vieja para molestarse por nada —contestó la muchacha sonriendo—. Incluso podría encontrarle simpático si de vez en cuando le llevara una bolsa de tabaco.

Y así fue como conocí a Lillian, la que, durante tantos años, ha estado a mi lado, en lo bueno y en lo malo, sin quejarse nunca. Y cuanto más la trataba, más pensaba en el arroyo que visité en la primavera de 1922. Deseaba volver, y no para verlo de nuevo, sino para quedarme allí. Además, quería que Lillian me acompañara, y estaba casi seguro de que ella no rehusaría. Fue Lala quien abordó la cuestión.

Arrebujado en los pliegues del viejo y sabio cerebro de Lala, existía un verdadero almacén de conocimientos del país. La vieja recordaba cómo eran aquellas tierras antes de la llegada de los blancos. Aunque no sabía una palabra de biología tal como la explican los libros, las tareas cotidianas de una época en la que ella y los de su tribu dependían enteramente de los recursos naturales, la pusieron en contacto casi permanente con las complejas leyes de la naturaleza. Lala sabía de los siete años de abundancia y los siete años de escasez, y no porque lo hubiera leído en ninguna Biblia. La influencia recíproca de los ciclos, que tanta importancia ejerce en la vida de las comunidades que dependen de la Naturaleza, le resultaba tan familiar como el alfabeto a una niña de la civilización. Sus conocimientos de biología los aprendió en los bosques, la mejor escuela.

Me resultaba difícil conversar libremente con Lala para sonsacarla, pues ella sólo podía servirse de un lenguaje muy reducido para contestar al aluvión de preguntas de su curioso y exigente visitante. Sus palabras brotaban más que nunca en un prolífico y confuso revoltijo y su memoria trabajaba con más actividad cuando Lillian y yo la interrogábamos sentados junto a la hoguera. Aunque Lala vivía en su cabaña de troncos, a menudo pedía a Lillian que encendiera fuego al aire libre. Y se pasaba las horas sentada junto a la lumbre, fumando lentamente en su pipa y con sus apagados ojos fijos en las llamas. Hacía doce años que Lala estaba completamente ciega.

Junto a estos fuegos de campamento, Lala me contó muchas veces cómo era la vida en la región del arroyo antes de que un inglés llamado Meldrum entrara en escena y le pusiera el nombre que lleva hoy.

—Entonces haber alces. Muchos alces venir a beber en arroyo castores.

Sí, en otros tiempos hubo alces en la región. Grandes manadas. Yo había visto con mis propios ojos su cornamenta, carcomida por el tiempo, en los bosques donde estos animales solían ir a cambiarla. Nadie sabía lo que había sido de los alces de Chilcotin ni por qué habían desaparecido.

Pero Lala tenía una pista.

—Yo recordar un invierno. Yo muy niña. Nieve caer durante dos lunas sin parar. Sólo copas árboles quedar fuera. —E indicó la altura de la nieve levantando la mano sobre su cabeza—. Muchos indios morir de hambre aquel invierno. Pronto acabarse pescado seco y grano y nadie encontrar. Durante cinco lunas la nieve no fundir y cuando buen tiempo volver mitad de los indios muertos.

Yo calculé que este largo y feroz invierno debió de presentarse en 1835 ó 1836. Lo cierto es que cuando, un par de años después, los blancos empezaron a llegar a Chilcotin los alces ya no daban señales de vida.

Las palabras de Lala brotaban con más fluidez cuando hablaba del arroyo. Cuando ella era niña, era costumbre de la tribu que cada familia tuviera sus tierras de caza en las que tendía trampas para conseguir buenas pieles y cazaba a los venados que, procedentes de las alturas, bajaban al río Fraser para invernar. El curso superior del arroyo Meldrum era el coto de la familia de Lala y los muchos años transcurridos desde entonces hasta el día en que yo la conocí no habían conseguido empañar en lo más mínimo los recuerdos de la anciana.

Lala escarbaba en su fértil memoria para relatarnos la algarabía que armaban millares de patos silvestres al chapotear en el agua, y cómo, al ponerse el sol, levantaban el vuelo en bandadas que ocultaban el horizonte. El arroyo, más allá de las presas de los castores, hervía de truchas que en aquellas aguas hacían acopio de fuerzas para salvar las presas y pasar a zonas menos turbulentas. Lala respiraba hondo y hacía chasquear la lengua cuando describía el ruidoso chapoteo de la cola de un castor en la fresca quietud del atardecer, o accionaba con las manos al hablar de las madrigueras de ratas almizcleras que poblaban las orillas, o de los oscuros visones y nutrias que tomaban el sol sobre las guaridas de los castores.

Una noche, mientras sentado junto a su hoguera contemplaba su arrugado rostro, le dije:

—Ahora ya no vienen las truchas, Lala. Sólo peces pequeños. Ni los indios traen ya pieles de castor al almacén. Ella negó con la cabeza. Sus descarnadas manos buscaron mi brazo y clavó los dedos en mi carne.

—Ya nada venir —dijo mirándome con sus ojos sin luz. Y, aflojando la presión de su mano, preguntó—: ¿Tú saber por qué?

Medité unos momentos y aventuré:

—¿Por los castores?

—¡Aiya, los castores! —Le llené la pipa con tabaco de la bolsa que le había traído del almacén, se la di y arrimé una brasa a la cazoleta. Ella inhaló profundamente, retuvo el humo en la boca y lo expulsó lentamente—. Antes de venir hombre blanco, indios sólo matar castor cuando necesitar carne o pelo para manta. Y entonces, el arroyo siempre lleno de castores. Pero cuando llegar hombre blanco y dar indio tabaco, azúcar, malas bebidas cada vez que indio coger castor de arroyo, entonces indio volverse loco y matar castores y castores. —De nuevo su mano se aferró a mi brazo y me preguntó airadamente—: ¿Por qué hombre blanco no decir indio dejar algún castor para que al otro año venir pequeños? ¿Por qué hombre blanco no decir indio: Si matar todos castores, no quedar agua; y sin agua, no haber truchas, no haber pieles, no haber hierba, no haber nada?

Después de unos momentos de reflexión, preguntó:

—¿Por qué no volver a llevar tú castores al arroyo? Tú buen cazador. Quizá si castores volver, truchas volver también. Y patos. Y las orillas llenarse de ratas almizcleras, visones y nutrias. ¡Aiya! ¿Por qué no ir arroyo con Lily y vivir allí y volver a llevar castores?

Éste fue el consejo de la vieja india que no sabía leer, que fue testigo de la llegada de los primeros blancos a aquellas tierras, que, a los quince años, compartió las mantas con uno de ellos, que murió doce meses después de cumplir cien años sin haber perdido ni una muela ni haber sufrido en ellas el menor dolor. Cuando, al fin, la llamó la muerte, Lala no reconoció el gesto. Ni el menor espasmo de dolor azotó su cansado y arrugado cuerpo. Murió como un roble viejo que hubiera estado demasiados años en el bosque. Un minuto antes de morir, recostada en su jergón de paja, fumaba tranquilamente en su pipa. Cuando el tabaco dejó de arder y la pipa se enfrió, la dejó cuidadosamente en la silla que había junto a su cama y suspiró:

—Lala estar cansada. Ahora dormir.

Y se murió.

La enterramos en la cima de una loma a poca distancia de la cabaña de troncos en la que pasara los últimos años de su vida. Una niña se salió de las filas de impasibles indios que rodeaban la tumba en el momento en que el tosco ataúd era bajado a la fosa, y, acercándose, dijo sencillamente:

—Lala ya no estar más.

Yo leí la oración fúnebre en el libro de rezos que vino conmigo desde Inglaterra.

—«Tierra a la tierra, ceniza a las cenizas, polvo al polvo…»

Ni una princesa real hubiera podido pedir más.

En la época en que murió Lala había muy pocos cotos registrados en el distrito de Chilcotin. Hasta entonces, la caza se practicaba en régimen de completa anarquía. La palabra «conservación» no figuraba en el léxico del comercio de pieles. Que la riqueza hidrográfica del país decrecía lenta pero inexorablemente saltaba a la vista, pero a nadie se le ocurrió asociar esta calamidad con la desaparición de los castores. Sólo a Lala y a algún que otro individuo de su raza, y nadie pensó en pedir consejo a los indios, y menos los agentes del Gobierno encargados de administrar las aguas de la provincia. Y, desde luego, nadie hubiera hecho caso de los indios, salvo Lillian y yo.

Juntos, sopesamos los pros y los contras de la arriesgada aventura. Para mí era como un desafío, la posibilidad de vivir como siempre deseé. Yo había cazado con trampas en alguna que otra ocasión, pero sólo los coyotes que por la noche bajaban del bosque a merodear por los alrededores del almacén. Aunque en el almacén sólo ganaba cuarenta dólares al mes, más manutención, en un plazo de dos o tres años podría ahorrar lo suficiente para comprar lo más indispensable del equipo. No faltaban obstáculos, pero ¿qué significan los obstáculos cuando uno es joven? De modo que decidimos marcharnos juntos a las fuentes del arroyo y que fuera lo que Dios quisiera.

Solicité al Departamento de Caza de Columbia Británica plenos derechos de caza con cepo en un sector de ciento cincuenta mil acres de bosque que comprendían todo el curso del arroyo Meldrum, desde sus fuentes hasta menos de una milla de su desembocadura. No estaba mal. A cambio de estos privilegios, debía satisfacer al Departamento de Caza la exorbitante suma de diez dólares al año, más un impuesto sobre cada pieza cobrada. Me comprometía también a «conservar y perpetuar todas las especies de animales de pelo existentes en el sector». Pero ¡ay!, Lillian y yo no tardaríamos en descubrir qué pocas pieles que conservar quedaban allí.

Por un momento, pensé en pedir ayuda a Inglaterra. Mi padre me dio a entender que él aportaría el dinero necesario para comprar un pequeño rancho. ¡Un rancho! Pero, si se sabía administrar, un rancho producía dividendos, mientras que los proyectos que yo abrigaba eran tan disparatados e inseguros como el rastro de una comadreja. Mi padre fue siempre hombre muy cauto con su dinero. Si invertía un ochavo en empresa tan descabellada y poco remuneradora, sería de muy mala gana. Rechacé la idea de pedir ayuda financiera a Inglaterra con la misma rapidez con que se me había ocurrido.

En septiembre de 1928, Lillian y yo contrajimos matrimonio ante un clérigo anglicano que recorría la región. El pastor era un hombrecillo bajito y rechoncho y tan alegre y satisfecho de la vida como un puerco espín que tomara el sol en la copa de un árbol. Había una cálida sonrisa en su rostro terso y redondo al empezar la ceremonia, y cuando la ceremonia terminó, la sonrisa seguía allí. La boda tuvo lugar en la espaciosa sala del almacén y se desarrolló sin más incidente que el provocado por el perro de caza de Becher, que, desde fuera, llamaba a su amo con lastimeros aullidos. Becher y su esposa, vestidos con sus galas domingueras, estuvieron presentes en la ceremonia.

Lillian dedicó especial cuidado a su toilette. Su vestido de novia era de fino encaje, y una faja azul pálido lo ceñía a la cintura. El velo era de tul blanco. Oí que la señora Becher susurraba a su marido:

—¡Qué linda y qué angelical!

Joe, el cocinero chino, recurrió a todo su arte culinario para preparar un banquete digno de tan fausto acontecimiento.

Y dijo a su paisano Wong, el peón:

—Elic —quería decir «Eric»—, Elic cogel mujel ahola. Mujel patlón decil: Joe, que sea un glan festín pala todos. Hubo pollo frío, ensalada, patatas y maíz recién cogido y un enorme salmón rosado que, aunque atrapado ilegalmente en el arroyo Chilcotin cuando tan tranquilo se dirigía río arriba para desovar, no por ello dejó de estar riquísimo. Hubo también pastel de frambuesas y calabaza helada y, por fin, un enorme pastel de boda que, después del pollo, el salmón y los postres, apenas pudimos probar. Becher desenterró de no sé dónde dos botellas de jerez, y cuando se terminaron los brindis de rigor, el pastor estaba tan contento como dos puercoespines tomando el sol en la copa de un árbol.

En 1906 —Lillian tenía entonces dos años— su hermana mayor ató un almohadón a lomos de un apacible pony, sentó en él a la niña, puso sus rollizas manos en el cabestro y gritó alegremente: «¡Arre!» El animal —en sus tiempos había llevado al campamento más de un venado sobre los lomos— echó a andar con paso lento y cordial, y cuando la hermana de Lillian le propinó un buen trallazo en las ancas, inició un desganado trote. Todo podía haber acabado bien si en aquel preciso instante no hubieran aparecido en la cima de una colina cercana dos indios con los caballos al galope. Al ver a los jinetes, el pony de Lillian enderezó las orejas y se detuvo en seco tirando al suelo a la pequeña amazona. Si el impacto de sus blandas carnes en la dura tierra provocó en la niña una pronunciada cojera, nadie le dio importancia. De todos modos, el médico más próximo tenía la consulta en Ashcroft, a más de doscientos kilómetros del lugar, viaje en el que una carreta invertiría doce días, entre ida y vuelta.

Aunque, con el tiempo, la cojera fue disminuyendo, no llegó a desaparecer del todo. El galope había afectado la espina dorsal y la cadera derecha. Cuando poco después de casarnos, la examinaron los especialistas era ya demasiado tarde para reparar el daño causado tantos años antes. Lillian seguiría cojeando hasta el fin de sus días.

Fue este pequeño defecto de su espina dorsal lo que desbarató nuestros planes de trasladarnos a las fuentes del arroyo en la primavera de 1930, retrasándolos otro año. De acuerdo con nuestros cálculos, si yo seguía trabajando en el arroyo Riske hasta abril de 1930, ahorrando cuanto pudiéramos, entonces tendríamos suficiente dinero para comprar todo lo necesario, por lo menos para empezar. Pero seis semanas después de la boda se anunció un acontecimiento que iba a llevarse un buen pellizco de mis ahorros. Lillian estaba encinta.

Después de digerir la emocionante noticia, dije muy decidido:

—Vas a tener que ir a un hospital donde haya un buen médico.

—Eso costaría demasiado dinero —replicó ella rápidamente—. Después de todo, en este país muchas mujeres dan a luz en casa y…

—Pero tú no —interrumpí yo. Y, sin lograr dar con las palabras adecuadas, proseguí—: Compréndelo, con esa espalda no te resultará tan fácil como a las indias.

Poco tiempo después, mandé a Lillian a Quesnel, un pueblecito situado a orillas del Fraser, a ciento cincuenta kilómetros al norte de Riske, que presumía no sólo de médico, sino de un hospital bastante moderno. Después de examinarla, el médico fue tajante. Lillian debería trasladarse a Quesnel por lo menos un mes antes de que naciera el niño. Por culpa de los defectos de la espina dorsal y la cadera, el parto sería muy difícil. Tal vez tuvieran que hacerle una cesárea.

Pero, gracias a Dios y a la habilidad del médico, el 27 de julio de 1929, Veasy Eric Collier vino al mundo por medios naturales. Pero en el otoño siguiente, conocí personalmente al doctor en el arroyo Riske, donde había venido para cazar patos silvestres. Después de preguntarme por Lillian y el niño, me dijo, muy serio:

—Joven, tuvo usted mucha suerte. No fue un parto fácil, ni mucho menos. Creo que deberían conformarse con uno.

Traer a Veasy al mundo nos costó ciento cincuenta dólares, pero aunque su llegada retrasó un año nuestros planes, creo que salimos ganando.

Dos de junio de 1931. En esta fecha se cumplían once años del día en que Inglaterra se convirtió en un recuerdo. El sol, que llevaba ya cuatro horas en el cielo, nos contemplaba cínicamente. Las golondrinas entraban y salían de los aleros del establo, construyéndose nuevos nidos o reparando los del año anterior. Sendero abajo, un pequeño rebaño de ovejas dormitaba a la sombra de un álamo solitario. Los corderitos, de patas rígidas, rebullían entre sus lomos, todavía sin esquilar. En el establo, al lado de las pocilgas, una vaca lamía a su ternero recién nacido para librarlo de la membrana.

Delante del almacén estaba la carreta, cargada hasta los topes de provisiones, herramientas y otros efectos que tanto tiempo nos costara reunir. Becher, sentado en el porche, acariciaba las orejas de su perro de caza.

—Ven a verme cuando necesites trabajo —me dijo cordialmente.

—Donde vamos no me faltará trabajo —repliqué.

Él asintió con la cabeza.

—¿Y qué me dices de la paga?

A esto ya no pude contestar.

Enganché el tronco, metí a Veasy Eric en el carro, ayudé a Lillian a subir al pescante, me senté a su lado, grité: «¡Arre!» y fustigué a los caballos. Los animales arquearon el pescuezo, los arneses se pusieron tirantes y, con un gruñido de protesta, las ruedas del carro empezaron a girar. Durante un kilómetro y medio, avanzamos por la carretera general de Chilcotin. Después dirigí a los caballos hacia el Norte, hacia los bosques, siguiendo una senda casi borrada por la hierba. Lillian y yo nos volvimos a contemplar, por última vez en muchos meses, el almacén y las casas del valle. Después, pusimos de nuevo cara al Norte.