Capítulo doce
Capítulo doce
En el otoño de 1934, nada hacía prever que se avecinaba una catástrofe. El otoño fue muy benigno y hasta mediados de octubre no empezaron a llegar grandes bandadas de patos silvestres procedentes del Norte. Y los patos entendían el tiempo y rara vez se equivocaban.
A la primera nevada de noviembre, hicimos una incursión en la guarida de un oso y desahuciamos al inquilino. Después yo maté un becerro de alce de unos dos años, cuyos cuartos colgamos del abeto de detrás de la cabaña. La temporada de las ratas estaba en su apogeo, y esperábamos cobrar una buena cantidad de piezas cuando su pelo estuviera blanco y sedoso. Las diferentes tónicas de los ciclos que tanto influyen en la vida de los animales salvajes fue objeto de detenido estudio por parte nuestra. Desempeñaban un papel muy importante en nuestro bienestar económico; por lo tanto, era indispensable que supiéramos algo de ellas. Si la abundancia de ratas almizcleras, aves acuáticas y plantas hacía multiplicarse a los visones, los ratones eran el alimento de las comadrejas. Ninguna especie debe multiplicarse más de lo que permita la cantidad de alimento de que dispone. Siempre debe quedar cierto margen. Una familia sólo podrá aumentar mientras exista la seguridad de que no ha de faltarle comida. Más allá no ha de pasar.
Unos cálculos bastante ajustados que hice durante el verano de 1934 me indicaron que invirtiendo un puñado de dólares en la compra de unas cuantas trampas más, podríamos obtener comadrejas por valor de doscientos dólares cuando su pelo se pusiera sedoso. De manera que compré las trampas y a mediados de noviembre salí a ponerlas. Habían dado comienzo los trabajos de invierno.
No temíamos el invierno, a pesar de la nieve, del viento y de las crudas temperaturas que habíamos de soportar. A veces, el mercurio marcaba cincuenta grados bajo cero, cuando el viento del Ártico azotaba la región. Pero en invierno no había moscas que nos martirizaran y casi cada día estaba amenizado por la expectación. Aunque en la trampa de un visón podíamos encontrar a una simple ardilla o a un ratón, también podía caer en ella una marta pequeña y oscura que nos reportaría ciento cincuenta dólares. O la trampa preparada para un coyote podía brindarnos, con suerte, un zorro plateado, cuya piel valía diez veces más que la del coyote.
Si, muy de tarde en tarde, nos pesaba la soledad, era sólo un momento. Y es que no teníamos tiempo de sentirnos solos. Lillian, además de los quehaceres de la casa, tenía también trabajo en el exterior. Junto al arroyo, tenía su propia línea de trampas, de un kilómetro y medio de largo, que recorría todos los días, cuando el tiempo lo permitía, llevando a Veasy pegado a los talones, sobre unos esquíes hechos en casa. Raro era el día en que no encontraba una o dos comadrejas en las trampas. Y, desde luego, siempre cabía la esperanza de que en la próxima trampa encontraría un visón.
Veasy empezaba a sondear en los misterios del alfabeto. Sabía que P-E-R-R-O era perro y G-A-T-O era gato. Sabía también otras cosas, aunque cómo llegó a saberlas es para mí un enigma. En una ocasión, mientras buscaba en la nieve huellas de coyotes, encontré el rastro de un zorro. Después de seguirlas durante unos tres kilómetros, alcancé al animal, lo maté de un disparo de mi «22» y lo até a la silla. Cuando volví a la cabaña, encontré a Veasy esquiando a poca distancia. Al verme, salió disparado a la máxima velocidad que le permitían esquíes, piernas y viento, gritando:
—¡Papá ha cazado un zorro!
Y nunca había visto un zorro. Pero como, evidentemente, no se trataba de un coyote, él dedujo que tenía que ser un zorro. O tal vez lo supo espontáneamente, sin deducirlo, como el coyote recién destetado sabe que la caza del puerco espín es un deporte reservado para los coyotes viejos y experimentados, y que para el adolescente resulta un bocado muy espinoso.
A finales de noviembre recibimos el primer aviso de que el tiempo iba a cambiar. Mientras recorría una larga línea de trampas, constantemente me cruzaba con senderos muy transitados de ciervos que, en fila india, se dirigían a sus cuarteles de invierno del río Fraser. Evidentemente, de la noche a la mañana los animales habían decidido emigrar. «¿Por qué se irán tan pronto?», me preguntaba yo. Por regla general, los ciervos permanecían con nosotros hasta bien entrado enero.
Durante los tres días siguientes, siempre que salía a recorrer las trampas advertía movimiento de venados hacia el río. Pero al cuarto día sólo encontré escasas huellas. Ya habían pasado los principales rebaños y sólo quedaban los rezagados.
Todo lo que ocurre en los bosques suele tener una explicación. Aquella precipitada emigración de los ciervos, seis semanas antes de lo normal, anunciaba un cambio de tiempo, y un cambio para empeorarlo. Quizá pudieran husmearlo en el aire, o quizá se lo advirtiera su instinto de conservación, pero lo cierto es que lo sabían.
Cuarenta y ocho horas después del paso de la manada, empezó a soplar amenazador el viento del Norte. Unas nubes de color sebo ocultaron el sol y un silencio de mal agüero se extendió por los bosques. Ya no me saludaba, al pasar por debajo de los árboles, el parloteo de las ardillas rojas. Los gallos y ánades silvestres levantaron el vuelo, en busca de terreno más abrigado. Las antas que pastaban en los bosquecillos de alisos en lo alto de las colinas bajaron a los prados del valle. Y los conejos se quedaban a la puerta de la madriguera, preparados para desaparecer en las entrañas de la tierra cuando la tormenta pasara de las amenazas a los hechos.
El primero de diciembre se mezcló con el viento una nieve fina y dura. Una mañana, al salir de la cabaña, me saludó una ráfaga de viento cargada de nieve que me dejó casi sin respiración. Durante la noche, habían caído más de treinta centímetros de nieve. El camino que iba de la cabaña al establo se había borrado. El termómetro marcaba veintiséis grados bajo cero. Pero lo peor era el viento. Con tiempo sereno se puede recorrer una línea de trampas a una temperatura de hasta treinta bajo cero y sólo a costa de una ligera congelación de una mejilla o de la nariz, pero cuando sopla el viento polar, aunque la temperatura sea sólo de quince o veinte grados bajo cero, ningún trampero que esté en sus cabales sale de su cabaña.
Durante tres semanas siguió nevando intermitentemente. El espesor de la nieve llegó a ser de un metro. Nuestras esperanzas de atrapar comadrejas quedaron hundidas a gran profundidad. Hasta los coyotes nos abandonaron, para seguir a los ciervos al río. A corto plazo, aquel mes de diciembre fue catastrófico; pero, a la larga, aquellas nieves nos ayudaron a realizar nuestros planes definitivos.
Llegó la Nochebuena. Las nubes se dispersaron momentáneamente y la nieve dejó de restañar en los cristales. El viento del Yukon cortaba como un afilado cuchillo. Los abetos del arroyo crujían a medida que la escarcha se hundía en ellos. Desde lo alto de la colina se oía aullar a un zorro rojo, desesperado y hambriento.
Las antas jóvenes se levantaron de la nieve aquella mañana con las patas rígidas por la escarcha. Los paros caían de los árboles, con el cuerpecillo congelado dentro de su envoltura de plumas. Era Navidad, el cumpleaños de Nuestro Señor. Navidad, a cincuenta y tres grados bajo cero.
Sólo las antas y algún que otro lobo deambulaban entre la masa de nieve que aplastaba los bosques, pues las antas van diariamente a pastar, lo mismo con cincuenta bajo cero que con veinticinco sobre cero, a menos que el calor de su cuerpo se extinga para siempre.
Por primera vez desde que llegamos a los bosques tuvimos que renunciar a nuestra acostumbrada visita de Navidad al almacén del arroyo Riske. Yo esperaba poder sacar el trineo y acercarme al almacén para hacer unas compras y recoger el correo algunos días antes de Navidad, pero con una temperatura de cincuenta bajo cero no es prudente que hombres o animales salgan a los caminos.
Era evidente que Santa Claus no bajaría por nuestra chimenea aquella Navidad. Yo tenía que decírselo a Veasy, pero ¿cómo? Tuve una inspiración. La víspera, al anochecer, salí con él de la cabaña y me puse a escudriñar el cielo. El frío era tan intenso que el simple proceso de la respiración me hacía toser. A Veasy se le saltaron unas lágrimas que se helaron en sus mejillas.
Yo moví negativamente la cabeza y musité:
—No creo que haya nadie capaz de viajar con este tiempo. —Y, después de una pausa, añadí—: Ni siquiera Santa Claus.
Veasy reflexionó sobre ello unos momentos y dijo:
—Se moriría de frío, ¿verdad?
—Y sus renos también.
—¿Y ya no habría más Navidades?
—Pues… —respondí con cautela—, habría otras Navidades, pero Santa Claus no volvería.
—Ojalá se quede en su casa.
Ésta fue la reacción de Veasy ante la triste noticia.
Entre Navidad y Año Nuevo cayeron cuarenta centímetros de nieve. Las alacenas de la despensa estaban vacías. Sólo teníamos carne y verduras. Y aunque resultara monótono comer carne de alce o ciervo tres veces al día y, de vez en cuando, pato, para variar, por lo menos conservábamos los huesos cubiertos.
Hacía más de dos meses que no habíamos visto a otro ser humano ni recibido correo. Eramos Robinsones perdidos en un mar de nieve. Pero esto no tenía importancia; era molesto pero no muy grave. Pero había algo que no dejaba de atormentarnos: ¿Qué ocurriría si uno de nosotros caía gravemente enfermo? Aunque la nuestra era una vida muy saludable que raras veces turbaba ni siquiera el menor enfriamiento, yo me sentía intranquilo al pensar en los tramperos que, privados de toda asistencia médica en sus alejadas cabañas, habían enfermado y muerto, y no habían sido hallados hasta la primavera o incluso más tarde.
Cuanto más cavilábamos sobre ello, más urgente nos parecía a Lillian y a mí abrir con el trineo un camino hasta el arroyo Riske. Pero esto se dice pronto, pues aparte de las sendas de los alces, que de nada servirían a los caballos, el camino de Meldrum a Riske no había sido hollado desde que empezó a nevar.
Lillian abordó así el tema:
—Es necesario que abramos camino hasta el arroyo Riske —dijo sin más preámbulos, mientras desayunábamos.
—No creas que no lo he pensado. Tendré que invertir cuatro días en el viaje, entre ida y vuelta, si lo hago con raquetas…
—¡Raquetas! —exclamó ella—. ¿De qué me serviría una senda de raquetas si tú te rompías una pierna o Veasy cogía una pulmonía? Eric, hay que hacerlo con los caballos y el trineo. —Y en vista de que yo no respondía, añadió—: Nos llevaremos lo necesario para acampar y cargaremos heno para los caballos en el trineo.
—¿Nos? —Negué con la cabeza—. Tanto si se hace el viaje con raquetas como con el trineo, será mejor que vaya solo.
—Veasy y yo también iremos —dijo ella con voz firme—. ¿Te figuras que me quedaría aquí, sin saber si has conseguido llegar o no? ¡Pues claro que iremos todos! No será la primera vez que dormimos al raso ni tampoco la última.
—¿Con más de un metro y medio de nieve y a treinta o cuarenta bajo cero?
—Sí, con metro y medio de nieve y a cincuenta bajo cero si es preciso.
Su voz tenía una dureza insólita y su rostro reflejaba férrea obstinación, mientras me miraba sin pestañear. Era ésta una faceta de su carácter que nunca me había mostrado. Por regla general, empleaba medios más diplomáticos y persuasivos. Comprendí que en este caso mis deseos nada podrían contra aquella voluntad de granito.
—De acuerdo —suspiré—. Iremos todos.
Estando la senda limpia de nieve, invertíamos de ocho a diez horas en el viaje hasta el arroyo Riske, con los caballos y el carro. Con unos veinte centímetros de nieve, yendo en el trineo, tardábamos menos aún. Pero con semejante espesor de nieve, era problemático incluso que pudiéramos llegar. Pero si dejábamos que los caballos anduvieran a su paso y acampábamos cuando ya no pudieran arrastrarnos más, quizá lo consiguiéramos. Había riesgo, desde luego, pero después de dos meses de incomunicación, nos pareció que valía la pena correr el riesgo. Y lo corrimos.