Capítulo veintiséis

Capítulo veintiséis

Me vino brusca e inesperadamente, como las gotas de lluvia que caen de un cielo casi despejado o un ciervo que aparece detrás de unos matorrales. Fue el comienzo de una dura prueba para Lillian, una prueba como pocas mujeres habrán tenido que soportar. Lillian, sola, contra los bosques, y en las peores condiciones.

Era un martes de diciembre y yo iba pensando que dentro de dos semanas habría pasado otro año y nos encontraríamos al final de 1948. Me encontraba a unos seis kilómetros de la casa, siguiendo con las raquetas una línea de trampas que la noche anterior había quedado cubierta por veinticinco centímetros de nieve. Era una nieve mojada, de esa que se pega a las raquetas y hace que cada paso cueste un gran esfuerzo. Pero estaba acostumbrado. Caminar con raquetas ha costado y costará siempre cuando el piso está cubierto por una capa de nieve que, de haber sido la temperatura algo superior, habría sido lluvia.

El malestar empezó a mediodía. Media hora antes yo iba tan campante y con ganas de ver lo que me deparaban las trampas. Pero, de pronto, me sentí fatigado, las piernas empezaron a dolerme y me invadió un sudor frío. Hice fuego, aparté la nieve con una de las raquetas y me preparé un lecho de ramas. A pesar del calor del fuego, no dejaba de tiritar.

Saqué el almuerzo, contemplé los bocadillos con indiferencia y volví a guardarlos. No tenía apetito. El fuego ardía alegremente, pero no parecía dar el menor calor. Me acerqué a las llamas cuanto pude, pero seguía temblando. Y, con el tiempo, mi debilidad iba en aumento.

Empezó a nevar nuevamente. Oía soplar el viento del noroeste. Se acercaba una borrasca que, si bien podía no durar más que una hora, seguramente dejaría en el camino otros diez o doce centímetros de nieve.

Sentí el deseo de construirme un refugio con unas ramas y esperar a que pasara la tormenta arrimado a la lumbre. La prudencia, sin embargo, me aconsejó no hacer tal tontería, sino marcharme a casa mientras tuviera fuerza en las piernas y voluntad para llegar a ella.

—Si consigo llegar a casa, todo pasará pronto —murmuré para darme ánimos—. Me acostaré y mañana por la mañana estaré como nuevo.

Al comprender que estaba enfermo pensé en Veasy. Él se había instalado en la cabaña del arroyo para recorrer las trampas del este y el norte, mientras, desde casa, yo me ocupaba de las del sur y el oeste. Era una buena combinación, pues nos permitía cubrir la totalidad de nuestro coto durante la época en la que las pieles estaban en las mejores condiciones. En los últimos dos o tres años, Veasy había estado muchas veces solo en la cabaña sin que nosotros sintiéramos la menor inquietud. Era fuerte y tenía salud, y en todo el Chilcotin no había indio que conociera los bosques mejor que él. Los bosques nunca harían a Veasy el menor daño, de esto estábamos seguros. Pero ahora, al sentir que me flaqueaban las piernas, pensé: «Espero que al chico no le pase nada.»

A los pocos minutos de dejar el fuego, me alcanzó la tormenta. Mis huellas de la mañana pronto quedaron borradas y sólo logré mantenerme sobre el sendero por el sentido del tacto.

Nunca me había pasado cosa parecida. A cada minuto me sentía más y más débil y la tentación de encender otro fuego y sentarme a descansar era casi irresistible. Pero, no; no podía hacerlo. Tenía que seguir, pese a que apenas me quedaban fuerzas para levantar las raquetas.

Pasó la tormenta y el aire quedó en calma. A cada cien metros, tenía que pararme a descansar unos momentos. Pero descansaba de pie sobre las raquetas. Tenía miedo de quitármelas y sentarme. Si lo hacía, quizá no pudiera volver a ponérmelas. Tenía que seguir andando.

Se hizo de noche mucho antes de que llegara a casa. Sólo el instinto me hacía mantenerme en el camino. El instinto y una especie de terca determinación de no dejarme avasallar por los bosques. Ni siquiera reconocía por dónde pasaba.

En la oscuridad se dibujó el contorno de una casa. Me detuve, me restregué los ojos y la miré fijamente. Y aún tardé unos instantes en reconocer nuestro establo. Me quité las raquetas, las dejé apoyadas en los troncos y seguí andando. Ya no las necesitaba; estaba en casa. Por lo menos, estaría si conseguía reunir las fuerzas necesarias para llegar a ella.

Lillian estaría sentada detrás de la ventana escrutando la oscuridad. Lillian se sentía intranquila si cerraba la noche antes de que Veasy o yo volviéramos de los bosques. Podían ocurrir tantas cosas…

Me oyó llegar y abrió la puerta trasera. Inmediatamente comprendió que ocurría algo grave.

—Eric, ¿estás enfermo? ¿Qué te pasa? —gritó ansiosamente.

—No me encuentro muy bien. —Entré en la cocina tambaleándome, me dejé caer en una silla y murmuré—: No te preocupes. Mañana estaré perfectamente.

La cena estaba dispuesta; pero yo no tenía apetito. Me tomé una taza de té, me quité la ropa y creo recordar que Lillian me metió en la cama y me tapó con unas mantas. Yo seguía tiritando, a pesar de las dos bolsas de agua caliente que Lillian deslizó bajo las mantas. Pasarían tres semanas antes de que pudiera levantarme de la cama.

A la mañana siguiente, deliraba. La ropa estaba empapada en el sudor que brotó de mi cuerpo durante toda la noche. En un rincón de la alacena, guardábamos un botiquín que casi nunca utilizábamos. Contenía unas cuantas cápsulas de quinina, jarabe contra la tos y unos frascos de linimento. Eso era todo. Nunca dejamos que nos atormentara la idea de la enfermedad. Algún que otro resfriado o jaqueca era todo lo que Lillian había tenido que curar. Ahora, cuando entraba en escena una enfermedad grave, las cápsulas de quinina parecían el único remedio apropiado.

Lillian consiguió hacerme tragar algunas de ellas; pero, después de pasar toda la noche a la cabecera de la cama, tapándome con las mantas cada vez que yo me agitaba y empezaba a dar vueltas, comprendió que necesitaba algo más que cápsulas de quinina.

La noche dio paso al alba. Lillian, desde la ventana del dormitorio, vio cómo un sol frío lamía las copas de los árboles. No sabía qué hacer. De pronto, recordó que aquel día era miércoles.

Este pensamiento trajo cierto alivio a su torturado cerebro. Miércoles; aquella noche volvería Veasy y ya no estaría sola. Si era necesario, Veasy podría ir en el trineo al arroyo Riske y llamar por teléfono al lago Williams para avisar al médico, y volver con él al lago Meldrum. Había que coger forzosamente el trineo, pues no había jeep que pudiera cruzar el llano del lago de la isla en aquella época.

Las líneas de trampas de Veasy estaban dispuestas de manera que él pudiera pasar en casa la noche del miércoles y la del sábado. Así, pues, aquella noche volvería Veasy y, a la mañana siguiente, podría ir al arroyo Riske en busca de auxilio.

El pensar que Veasy estaría en casa por la noche fue un alivio para Lillian durante aquel largo día. Por la tarde, a eso de las cuatro, fue al establo a dar de comer a los caballos. De los bosques salieron una anta y su cría al oír el roce de la horquilla en el heno. A los pocos segundos, había allí media docena de antas. Lillian les echó también de comer y salió corriendo hacia la casa. Lillian nunca consiguió olvidar aquel momento en el que el Viejo Matón cayó muerto casi a sus pies. Desde entonces, no se sentía a gusto cuando tenía cerca alguna anta. Pero las antas no le hicieron el menor caso. Estaban muy entretenidas con la comida.

A las cinco, el quinqué estaba encendido, la leñera llena y los cubos de agua en su sitio y rebosando agua limpia. Yo estuve inconsciente durante todo el día, alternando los momentos de calma con los de inquietud.

Las seis, y Veasy sin volver. Hacía ya más de una hora que la oscuridad era completa. Lillian tenía otro motivo de intranquilidad: ¿por qué no volvía Veasy? A cada momento, salía a la puerta a escuchar. Veasy tenía que volver a caballo. ¿Por qué no se oía crujir la nieve bajo sus cascos? Además, Veasy casi siempre llegaba silbando. ¿Por qué no se oía su silbido aquella noche, en la que con tanta ansiedad lo esperaba Lillian? ¿Qué era lo que impedía a Veasy volver a casa? Podían haberle ocurrido muchas cosas; pero Lillian no quería pensar en ellas. Veasy tenía que volver. No podía pasarle nada.

Se oyó el zumbido del motor de un avión. Lillian no tardó en distinguir las luces. El aparato, seguramente de la «Canadian Pacific», con pasaje para Vancouver, pasó por encima de la casa. A la sazón, Lillian se había acostumbrado ya a los aviones. Éstos solían seguir el curso del río Fraser. Cuando se inauguró la línea, cada vez que pasaba un avión, Lillian se arreglaba el pelo, se secaba las manos en el delantal y salía a mirar, como si el piloto o los pasajeros pudiesen ver si estaba bien peinada o tenía las manos perfectamente limpias. Pero cuando pasó la novedad, aunque oyera algún avión, ella seguía con su trabajo y no le hacía el menor caso.

Pero aquella noche, al oírlo, salió corriendo y contempló aquellas luces que parpadeaban, mientras pensaba: «Ahí va gente como yo. Si consiguiera hacerles alguna señal… Si ellos supieran que Veasy no ha vuelto a casa…» Luego, comprendiendo la insensatez de aquellos pensamientos, golpeó la nieve con el pie, apretó los dientes y trató de sorberse las lágrimas.

Las luces del avión desaparecieron y el zumbido del motor fue apagándose. Y Lillian volvió a quedarse sola, paseando por la nieve, insensible al frío y repitiendo en voz alta:

—Veasy, ¿por qué no vienes?

Las siete…, las ocho…, las nueve… Con qué lentitud se arrastraban las horas. Lillian cogió un libro y lo dejó casi inmediatamente. Luego trató de hacer punto; mas pronto soltó las agujas. Aquella noche no podía distraerse con nada absolutamente.

Varias veces se asomó a la puerta al parecerle escuchar las pisadas de un caballo. Pero sólo eran las antas. Se habían comido el heno y ahora andaban entre los sauces, a escasa distancia de la casa.

Poco después de las diez, volvió a oír pisadas en la nieve. Esta vez seguro que no eran de anta. Las antas no hacían tanto ruido, ni siquiera cuando trotaban. Lillian salió a la puerta, dio unos cuantos pasos en la nieve y dijo:

—Veasy, ¿estás ahí por fin?

El caballo fue tomando forma y color a medida que se acercaba. Lillian reconoció al ruano de Veasy. Durante un segundo, sintió que la invadía una oleada de alegría. Luego, le flaquearon las piernas y soltó un grito. El caballo no llevaba silla, ni brida ni jinete; sólo el cabestro y el ronzal atado al cuello.

«Si te ocurre algo mientras estás fuera de casa, quítale silla y riendas al caballo y déjalo suelto. Él volverá a casa y nosotros sabremos que estás en apuros.»

Lillian había oído estas palabras más de cien veces. Eran las instrucciones que yo daba a Veasy cuando tal vez aún no hubiera debido cabalgar solo por los bosques. Y cuando se hizo mayor y empezó a recorrer las líneas más largas, aquellas instrucciones se convirtieron en una orden.

«Deja suelto al caballo y él volverá a casa.»

Y ahora Veasy lo había hecho, y el caballo estaba en casa y Lillian sabía que algo había ocurrido a Veasy.

Se quedó unos instantes al lado del caballo, sin poder pensar con ilación. Alrededor, todo estaba en silencio. Las antas se habían retirado de los sauces. Seguramente se habían acostado en la nieve. El aire cortaba la cara. El termómetro debía de marcar cerca de los veinte bajo cero.

De pronto, a lo lejos, el trémulo y lastimero aullido de un coyote taladró el silencio. Después, de nuevo el silencio. Sólo se oía la acompasada respiración del caballo.

Un aluvión de preguntas invadió el cerebro de Lillian. ¿De dónde venía el caballo? ¿Cuánto tiempo hacía que lo habían soltado? ¿Por qué? Una vez suelto, el caballo no vagaría por los bosques, sino que se encaminaría hacia el lago Meldrum a buen trote, para reunirse con los otros caballos que tan bien conocía. Lillian le pasó la mano por el lomo. No había en el pelo sudor helado; y lo habría habido si Veasy lo hubiera desensillado en los bosques. Ello parecía indicar que el animal había salido de un establo hacía poco rato.

—Está en la cabaña —murmuró Lillian—. No puede montar; pero ha podido soltar el caballo para avisarnos. Tardaría aún ocho o nueve horas en amanecer, y Lillian no podía soportar la idea de esperar a que se hiciera de día. Tenía que ir a la cabaña inmediatamente. Esta decisión le produjo el efecto de un estimulante.

Volvió a entrar en casa, llenó de leña la estufa y cerró el tiro. Luego, escribió unas líneas en un papel y lo dejó encima de una silla, al lado de mi cama, por si volvía en mí antes de que ella regresara. Se puso ropa de abrigo, se encasquetó una parka, bajó la llama del quinqué, lo dejó encima de la mesa de la cocina, encendió la linterna de mano y se llevó el caballo de Veasy.

La pareja de tiro, Gipsy y Ben, compartían el establo doble de nuestra cuadra. Lillian descolgó los arneses, los puso a los animales y enganchó el trineo. Luego se encaramó al pescante, hizo restallar el látigo y los animales emprendieron un trote ligero.

El camino de la cabaña bordeaba los embalses de castores durante casi todo el trayecto. La linterna que Lillian llevaba a su lado iluminaba las marcas de los árboles que señalaban el camino. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, descubrió huellas recientes en la nieve. Eran las del caballo de Veasy. Esto la convenció de que lo encontraría en la cabaña.

Los caballos aflojaron el paso. Ella los golpeó con el látigo y volvieron a ponerse al trote. De nuevo sonó el látigo y los animales se pusieron a galopar. En circunstancias normales, Lillian no hubiera podido conducir los caballos de aquel modo. La capa de nieve era muy profunda y el camino estaba lleno de altibajos. Los caballos sudaban y sus flancos se dilataban y contraían. Pero cerrando los ojos a todo lo que no fuera la necesidad de llegar a la cabaña lo antes posible, Lillian procuró no dejarse dominar por un sentimiento de compasión hacia los animales, y los golpeó con el látigo repetidamente, exigiéndoles hasta el último gramo de energía.

Cuando Lillian llegó a la cabaña, caían finos copos de nieve. Saltó del pescante, ató los caballos a un tronco y entró corriendo. En la cabaña había una temperatura glacial. En uno de los catres estaba tendido Veasy, vestido. Tenía la cara encendida por la fiebre y los ojos semicerrados.

Lillian le sacudió por un hombro y le dijo suavemente, acercando su cara a la de él:

—Veasy, soy mamá; he venido a buscarte.

Al oír su voz, él abrió los ojos y miró fijamente la linterna. Tratando desesperadamente de mantener serena la voz, Lillian preguntó:

—¿Podrás andar hasta la puerta? Afuera está el trineo con Ben y Gipsy.

—¿La puerta? —murmuró él—. ¿Trineo? —Entonces su mirada se cruzó con la de ella y sonrió levemente—. ¡Uf, mamá, estoy malo!

Apoyándose en Lillian, Veasy consiguió levantarse y llegar hasta la puerta. Después de descansar unos instantes apoyado en el quicio, avanzó unos pasos y se dejó caer en la caja del trineo. Lillian volvió a la cabaña, cogió una brazada de mantas y le arropó bien con ellas. Luego subió al pescante, golpeó a los caballos con el látigo y emprendió el viaje más largo de su vida.

Cuando los caballos rompieron a trotar, ella se tambaleó en el pescante y casi se le escaparon las riendas de la mano. Las sujetó fuertemente con la mano derecha y con la izquierda se asió al asiento, para no caer. Durante la noche anterior no había dormido y durante el día no descansó ni un momento. A la ida, poco faltó para que los caballos cogieran el bocado entre los dientes al bajar por una pendiente bastante pronunciada. Lillian necesitó todos sus cincuenta kilos para dominar a los caballos e impedir que se desbocaran y estrellaran el trineo contra un árbol. Ahora experimentó una aguda y terrible reacción. Se sentía cansada, débil y mareada. Apretó las riendas y el pescante. Apretó fuertemente los labios. Haciendo un esfuerzo, abrió los ojos. «No puedes ponerte enferma —se dijo—. No puedes.» Detuvo los caballos y se acurrucó en el pescante, mientras repetía mentalmente: «No puedes ponerte enferma.» El frío empezó a penetrar en su cuerpo; pero ella no se movió de allí hasta que empezó a pasarle el mareo. Entonces, soltó el pescante e hizo galopar a los caballos.

Calculaba que habían transcurrido unas dos horas desde que saliera de casa. Ahora que Veasy estaba con ella en el trineo —débil y enfermo, sí, pero con ella— se sentía preocupada por mí, solo e inconsciente en casa.

Si seguía el camino, estaría de regreso antes de una hora. Pero si se arriesgaba a atravesar algunos de los embalses, podría llegar antes. En invierno, en cuanto calculábamos que el hielo era ya lo bastante resistente, ganábamos tiempo atravesando lagos y pantanos; pero si no estábamos muy seguros, procurábamos no salimos del camino.

A principios del invierno de 1947, antes de que el hielo pudiera alcanzar gran espesor, cayeron sobre él copiosas nevadas que le impidieron adquirir consistencia. Debajo de la nieve se formaron bolsas de aire que quedaron perfectamente disimuladas. Con el tiempo, éstas se llenarían de agua que, a su vez, se convertiría en hielo. Entonces se podría viajar sin temor por los lagos y pantanos. Pero mientras el agua inundara las bolsas de aire, el hielo sería traidor; en determinados puntos, resistente como el cemento, y en otros, frágil como el cristal. Pero ahora cada minuto era de vital importancia. De manera que Lillian volvió la espalda al camino y se aventuró a cruzar el hielo.

Debajo de la nieve había diez centímetros de agua. Cuando los caballos se percataron de que pisaban hielo, retrocedieron; pero Lillian les obligó a seguir, por lo que, resoplando, volvieron a avanzar.

Cruzaron un pantano sin incidentes y Lillian decidió seguir arriesgándose para ganar tiempo.

Cruzaron otros dos pantanos y llegaban ya a la mitad del tercero cuando se oyó un alarmante crujido, el hielo cedió y los caballos se encontraron chapoteando en un agua negra, buscando dónde apoyar los remos, y cuanto más se esforzaban por salir más se hundían.

Eran alrededor de la una, y la oscuridad, casi completa, salvo por el tenue resplandor de la linterna. Los patines del trineo descansaban todavía en el hielo; pero Lillian comprendió que sería inútil tratar de conseguir que el trineo volviera a avanzar. Tenía que dedicar todos sus esfuerzos a salvar a los caballos. Pues, sin caballos, tendrían que volver a pie. Y Veasy no tenía fuerzas para dar ni cuarenta pasos.

Lillian apretó los dientes. Tenía que sacar de allí a los caballos. Era preciso. En el trineo había un hacha. La cogió y saltó al hielo. Al acercarse a los asustados caballos, sintió crujir el hielo bajo sus pies. Se puso a hablar a los animales con suavidad mientras partía con el hacha los arreos. Luego desató las riendas y soltó las bridas. Trató de desatar las tiraderas y, al no lograrlo, optó por cortarlas también con el hacha.

Los caballos ya estaban libres del trineo. Lillian descargó un latigazo en el lomo de Ben y, resoplando ruidosamente, el animal logró apoyar las patas delanteras en el hielo. Lillian le dejó descansar un momento; pero en cuanto el animal empezó a resbalar hacia atrás, Lillian volvió a utilizar el látigo. Ben tomó impulso y consiguió salir del agua. Quedó unos instantes tendido en el hielo y, lentamente, se puso en pie.

Pero con Gipsy fue todo más difícil. La yegua era mucho más vieja que el potro, y los primeros esfuerzos la dejaron sin aliento. Estaba inmóvil en el agua, con la cabeza apoyada en el hielo y los ojos cerrados, sin fuerza o sin ánimos para sacar las manos del agua.

Ben estaba tiritando, con el cuerpo cubierto de escarcha. Lillian cogió el ronzal del potro, gateó hasta el borde del boquete y lo ató al pescuezo de Gipsy. Luego sujetó el otro extremo a la cola de Ben y gritó con todas sus fuerzas:

¡Ben! —Al tiempo que lo golpeaba con el látigo.

Cuando el caballo se precipitó hacia delante, Lillian descargó un latigazo en el lomo de Gipsy. Las patas del animal se apoyaron en el hielo y, antes de que pudiera resbalar hacia atrás, Lillian azuzó nuevamente a Ben. Y Gipsy se encontró fuera del agua.

Lillian arrojó los arneses al trineo. Sabía que cuando el agua se helara podríamos desincrustar el trineo a hachazos. No sé cómo consiguió montar a Veasy en Ben y lo tapó con varias mantas. El muchacho se agarró fuertemente a las crines del animal. Luego, Lillian se encaramó sobre Gipsy y, cogiendo a Ben del ronzal, se encaminó hacia la casa.

Durante cuatro días y cuatro noches, Lillian no hizo más que ir de mi cabecera a la de Veasy, completamente agotada, pero sin conseguir cerrar los ojos. Si en algún momento daba una cabezada, la inquietud y el desasosiego la desvelaban instantáneamente. Por fin cedió la fiebre —motivada quizá por un virus de pulmonía—, y tanto Veasy como yo empezamos a mejorar. Pero hasta que Lillian no estuvo segura de que todo iba bien no se decidió a acostarse. Cuando lo hizo, durmió dieciséis horas de un tirón.

Terminaba la primera semana de enero. Habían transcurrido casi tres semanas desde que Lillian hiciera su inolvidable visita a la cabaña. Los caballos estaban atados a unos sauces al borde del hielo. Ya no había agua. Veasy y yo tardamos más de una hora en sacar el trineo partiendo el hielo a hachazos; pero al fin lo conseguimos.

—Trae los caballos, hijo. —Y, tras enganchar la cadena a la espiga central, murmuré—: ¡Arre!

Y los animales se llevaron el trineo.

Contemplé unos momentos el agujero que había quedado en el hielo. Lentamente, me volví hacia Lillian y le dije:

—Estaba pensando en Cal Wycott.

Wycott era un mestizo que trabajaba para Charlie Moon. Tres inviernos atrás, cuando cruzaba a caballo el lago Meldrum —dos días antes cayó una fuerte nevada—, el hielo se abrió y él y su caballo cayeron al agua.

Horas después, Wycott llegaba a nuestra casa, a pie, con las ropas cubiertas por una capa de hielo. Pasó más de una hora tratando de salvar al infortunado caballo, pero sin conseguirlo. El pobre animal murió entre el hielo.

Sacudí la cabeza y miré a Lillian, maravillado.

—Me gustaría saber cómo conseguiste sacarlos.

—¿Recuerdas lo que te dije hace mucho mucho tiempo, cuando recorríamos el coto para saber lo que podía ofrecernos? —Y, echándose a reír, añadió—: Uno puede hacer cualquier cosa, si se lo propone.