Capítulo dieciséis
Capítulo dieciséis
Todo ocurrió por mi culpa. Un palmo más y Lillian habría muerto. Empezó mientras me encontraba cazando en un bosquecillo de abetos próximo a nuestra casa. Moría la luna de noviembre y seis centímetros de nieve cubrían los macizos del arándano. Soplaba un ligero viento del Norte precursor de nuevas nevadas.
Era la época en que tenía que trabajar de firme para llenar de carne la despensa para los meses de invierno. Encontré a mi ciervo, un macho de tres puntas, sentado en una zanja mirando lánguidamente la puesta del sol, como suelen hacer los ciervos en las tardes de noviembre. Lo maté de un disparo, lo arrastré fuera de la zanja, lo destripé y lo tendí de espaldas debajo de un abeto para que se enfriara. A la mañana siguiente volvería con un caballo y me lo llevaría a casa.
De pie junto al humeante cuerpo del ciervo, a treinta pasos del borde de la zanja, no advertí ningún movimiento debajo de mí, pero algo me dijo que, en el fondo de la zanja, había un animal; no sé cómo fue. Parecido presentimiento nos asaltó a Lillian y a mí una noche, cuando nos disponíamos a acampar en el bosque. Íbamos a instalar la tienda entre dos robustos y verdes abetos cuando una vocecilla empezó a susurrar: «No, entre esos árboles, no.» Fue así cómo ocurrió; íbamos a clavar la tienda y la voz nos dijo: «No, ahí no.» Enrollamos la tienda y la instalamos medio kilómetro más allá.
Al filo de la medianoche, el viento empezó a sacudir las copas de los árboles y en pocos segundos se desencadenó un pequeño huracán. Aquella noche murieron varios árboles alrededor de nuestro campamento. Al amanecer, me llegué al lugar donde habíamos pensado acampar al principio. Uno de los árboles a los que íbamos a sujetar el armazón de la tienda se había desplomado durante la noche. Si hubiéramos dormido allí, habríamos sido aplastados como un saltamontes al que pasa por encima la rueda de un carro.
Aquella misma voz me decía ahora: «Observa la zanja.» Por lo que deslicé un cartucho en el cañón de mi «303» y me quedé en cuclillas, junto al ciervo, con los ojos y los oídos trabajando a pleno rendimiento.
Un alce macho puede pesar hasta ochocientos kilos y lucir unos cuernos de más de metro y medio de envergadura. Parece imposible que un animal tan grande haga al andar por el bosque menos ruido que un gato montés cuando va de caza. Pero así es. En un bosque espeso antes se le ve que se le oye.
Y esto ocurrió aquella tarde. Por el borde de la zanja asomaron primero los cuernos, con una abertura de más de seis palmos, luego el morro, de afilada nariz, seguido del resto de la cabeza y del cuello.
Pasaron dos o tres segundos antes de que salieran de la zanja los cuernos, la cabeza y las cuatro patas, y aunque he visto muchas antas con cornamenta más aparatosa, nunca había visto ninguna tan corpulenta.
Con la cabeza levantada y husmeando el aire, el bicho se fue acercando. Esta actitud era también extraña, puesto que podía verme perfectamente, al lado del ciervo muerto. Según todas las reglas, hubiera tenido que dar media vuelta y meterse a toda prisa en la zanja. Pero siguió acercándose, se detuvo a unos veinte pasos y se me quedó mirando fijamente, sin miedo; al contrario, con una ferocidad como jamás había visto en los ojos de nadie.
Acaricié el gatillo del rifle, mientras contemplaba al animal con curiosidad y recelo. Una cosa era cierta: era la primera vez que lo veía. No era del país ni había probado nunca nuestra alfalfa.
Cuando un anta, hembra o macho, busca pelea —lo que suele ocurrir con frecuencia—, su expresión no es lo que se dice muy agradable. Aplasta las orejas, eriza las crines y enseña el blanco de los ojos. Por lo general, antes de embestir avisa sólo con un ligero gruñido. Y embiste como un rayo.
Uno no vive y trabaja entre alces invierno tras invierno sin tropezarse de vez en cuando con algún sinvergüenza mal educado. Y yo me he encontrado con muchos de estos tipejos, pero nunca he tenido que utilizar el rifle para defenderme. Al darles de comer, he tenido que descargar algún que otro golpe con la horquilla en la nariz de algún insurrecto, pero la cosa nunca pasó a mayores.
Pero algo me advertía que el bicho que tenía delante no era de los que se arredran por un horquillazo una vez se deciden a embestir. Ahora, al recordar todo aquello, creo que tuve miedo del animal desde que le eché la vista encima, un miedo que yo nunca había conocido. Tal vez esto explique por qué me llevé el rifle a la cara y apunté a aquella cabezota. Si entonces hubiera disparado, Lillian se habría librado de un buen susto.
Y me hubiera visto obligado a disparar si no hubiera entrado en escena un tercero, pues aquel alce estaba deseando matar. El recién llegado, que, momentáneamente, me resolvió la papeleta, era un cervatillo de un año. El primer indicio que tuve de que había entrado en liza otro contendiente fue el que mi adversario apartara de mí sus ojos bruscamente, sorprendido y enfadado, y los clavara en un punto del bosque.
Bajé el rifle y seguí la dirección de su mirada. De momento, no vi nada más que bosque, pero a la segunda pasada distinguí la forma de un becerro de anta que se acercaba lentamente a la zanja. El infeliz no se metía con nadie. Aquí mordisqueaba unas hierbas y allá restregaba sus desmedrados cuernos en el tronco de un abeto.
El recién llegado fue acercándose lentamente. Por lo visto, no había advertido la presencia del otro. Yo hubiese querido gritar: «¡Lárgate, pedazo de idiota, o te arrepentirás!» Pero no hubiera servido de nada, por lo que conservé la boca cerrada y permanecí tenso y expectante con el rifle preparado.
El cervatillo respiraba bondad por todos sus poros y estaba claro como la luz que sólo quería seguir su camino en paz. De pronto oí gruñir al viejo. Para todo el que estuviera familiarizado con el lenguaje de los alces, aquel gruñido era una clarísima advertencia. Nuevamente sentí el deseo de disparar, pero no acabé de decidirme a apretar el gatillo y, antes de que pudiera darme cuenta de lo que ocurría, el viejo embistió, no a mí, sino al cervatillo.
Contrariamente a lo que se cree, los alces pelean más con las patas delanteras que con los cuernos. Los emplean, sí, y con fatales consecuencias durante la época de celo, pero el resto del año castigan al adversario con las patas delanteras.
El pobre cervatillo estaba en una situación apuradísima. Cuando se dio cuenta de lo que sucedía, tenía ya al viejo casi encima. Entonces, el cervatillo hizo algo muy extraño en un alce; dio media vuelta y emprendió un galope. Cuando va a su paso habitual, un trote ligero, el alce se mueve con garbo. Pero cuando galopa, es tan patoso como un participante en una carrera de sacos cuando éste queda derrotado.
El primer golpe fue tan rápido que ni siquiera lo vi. ¡Crack! Y fue un crack espeluznante y sonoro. ¡Crack! Esta vez sí que lo vi. Fue como el salto de una víbora. Y el pobre incauto se desplomó en la nieve.
Fue entonces cuando, sin poder contenerme, grité de indignación. La pata del viejo iba a descargar otro golpe; pero ante mi súbito clamor, retrocedió rígidamente. Así tuvo el cervatillo una oportunidad de escapar, oportunidad que aprovechó inmediatamente. Cojeando de mala manera —me pareció que tenía un anca dislocada—, se levantó y desapareció en la zanja.
El otro siguió mirándome con hostilidad durante unos momentos. Luego dio un resoplido, se rascó la oreja derecha con una pata trasera, se sacudió y se alejó lentamente.
—¡Chulo! ¡Matón! —le grité, para que supiera lo que pensaba de él.
«Matón» me pareció un apelativo tan bueno como cualquier otro y singularmente apropiado en una ocasión como aquélla.
Transcurrieron seis semanas sin que el «viejo matón» diera nuevas señales de vida, seis semanas durante las cuales fue subiendo la nieve y los alces venían cada día en mayor número a comer al arroyo.
Poco después de Año Nuevo, mientras estaba poniendo una trampa para visón en una de las presas, oí que se agitaban los sauces del arroyo. Me quedé inmóvil, con una rodilla apoyada en la nieve y los ojos fijos en los arbustos. De entre ellos salió un alce que se detuvo a unos cuarenta pasos del lugar en que yo me encontraba.
Iba a concentrarme de nuevo en la trampa del visón, cuando el animal volvió lentamente la cabeza y miró hacia la presa de los castores. Entonces lo reconocí: era el Viejo Matón, pero era un Matón bastante distinto del que había lisiado al becerro junto a la zanja. Se le habían caído ambos cuernos, por lo que su aspecto era muy otro.
Como el viento soplaba de su lado, no había advertido mi presencia. Además, los alces ven muy mal durante las horas de luz intensa, por lo que, si permanecía quieto, lo más probable sería que no reparase en mí.
Una presa de castores cubierta de nieve mojada ofrece muy poca estabilidad, por lo que yo había dejado las raquetas en el extremo opuesto, a más de cien metros. Cuando reconocí al recién llegado me maldije interiormente, pues, junto a las raquetas, había dejado el rifle. Empecé a discurrir sobre la forma de llegar hasta el arma sin atraer la atención del animal, pero llegué a la conclusión de que tal cosa era imposible. Y, sin rifle, si el alce se daba cuenta de mi presencia y demostraba la misma beligerancia que en nuestro primer encuentro, estaba perdido. No sé cómo, dominé el impulso de echar a correr en busca de la escopeta y me encogí cuanto pude sobre mí mismo, para pasar inadvertido. Desde luego, no buscaba pelea, y confiaba que él tampoco. Después de unos quince minutos de vacilación —durante los cuales el frío me dejó el cuerpo insensible—, husmeó la nieve, dio un resoplido y volvió a meterse entre los sauces.
A partir de aquel momento, el alce se convirtió en una amenaza constante para la paz del arroyo Meldrum. Como un día probara la alfalfa que echábamos a los demás, no perdía de vista el establo y cuando su fino oído percibía el roce de la horquilla en la alfalfa acudía al trote ligero. Cuando el Viejo Matón rondaba por los alrededores, no había alce que pudiera acercarse al establo. Tenía una fuerza bárbara y la empleaba de forma tan brutal que podía dar a cualquier alce una ventaja de veinticinco metros, alcanzarlo antes de que recorriera otros cincuenta y molerlo a coces. Aquel invierno hubo en los alrededores del lago Meldrum más de un alce lisiado.
Esta especie de toro aplastaba las orejas en cuanto me veía acercarme, y más de una vez tuve que saltar sobre uno de los caballos, al pelo, para ir desde el establo a la casa por estar el camino obstruido por su poco grata presencia. Pues, por extraño que parezca, todo el arrogante desdén que desplegaba ante sus congéneres y ante los hombres se trocaba en la más abyecta cobardía cuando se encontraba frente a un caballo.
—El caballo es su talón de Aquiles —dije a Lillian.
—Me alegra saber que tiene talón de Aquiles —respondió ella secamente.
Lillian sentía poca simpatía hacia el Viejo Matón por la forma en que maltrataba a los otros alces.
Cada vez que lo veía, sentía crecer en mí la tentación de obtener una fotografía suya desde cerca, como las que tenía de tantos de sus congéneres. Pero era una tentación difícil de satisfacer, ya que planteaba el problema de cómo manejar al mismo tiempo la cámara y el rifle. Pues tratar de conseguir el documento sin llevar el rifle en la mano, a modo de seguro de vida, sería una temeridad. Por muy rápido que yo fuera, siempre tardaría dos o tres segundos en dejar la cámara, coger el rifle, soltar el seguro y apuntar. Un toro como aquél, de tan acentuados instintos asesinos, podía recorrer en dos o tres segundos una distancia muy considerable. Y yo no me hacía ninguna ilusión; si el bicho embestía, sólo le detendrían la pólvora y el plomo.
La cuestión de cómo obtener la tan deseada fotografía quedó en el aire durante varios días, hasta una tarde en que vi al animal rumiando al borde de un pequeño prado a menos de un kilómetro de la casa. Entonces decidí zanjar la cuestión de una vez para siempre y no pensar más en ella. Si Lillian me ayudaba un poco, podría conseguir la foto.
Abordé el tema con indiferencia.
—Me parece que esta tarde podríamos sacar una foto del Viejo Matón.
Lillian sabía lo que yo quería decir con «sacar una foto»: era colocarse a tres o cuatro metros del alce.
—¿Podríamos? —dijo, arrugando la nariz.
—Si tú quisieras manejar la cámara, mientras yo te cubro con el rifle… —balbucí.
Tal vez esperara que ella diría: «No conseguirás que me acerque ni a cuarenta pasos de esa fiera», y entonces quizás hubiera archivado la idea. Pero, por el contrario, empezó a calzarse las botas, muy decidida, como si la empresa fuera cosa fácil.
Mientras se embutía en varios jerseys y en unos recios pantalones forrados de piel —fuera estábamos a veinte bajo cero—, yo saqué sus raquetas del armario y suavicé las correas. Luego revisé la cámara fotográfica. Quedaban cuatro negativos. Con uno sería suficiente. Descolgué el rifle y lo acaricié unos momentos, pasando la mano por su rayada culata. Aquella vieja escopeta fue mi compañera inseparable desde 1923. Ella nos procuró carne. Maté con ella más coyotes y más lobos de los que podía recordar. Y osos, negros y castaños. Había arrostrado conmigo las lluvias torrenciales del verano y las heladas y las nieves del invierno. El viejo rifle «303» compartió con nosotros todos los momentos de nuestra vida en los bosques. Era casi como de la familia.
—¿Lista? —pregunté. Y, en un aparte, añadí—: Pareces un esquimal con todos esos jerseys —cumplido al que ella hizo oídos sordos.
Estaba decidida a salir, y cuanto antes mejor. Contemplé, pensativo, los cartuchos que tenía en la mano y pensé que ojalá no tuviera que usarlos. Luego los metí en la cámara del rifle y me puse las raquetas.
Seguimos un camino de nieve apisonada hasta unos cien metros del prado. El alce seguía allí, en campo abierto, a unos quince metros de la espesura. Cuando nos oyó acercarnos se volvió a mirarnos con indiferencia. La travesía del prado resultaba difícil, pues la nieve estaba virgen y tenía un espesor de más de un metro. Se agarraba a nuestras raquetas y a cada paso levantábamos casi un kilo y medio.
—¿Crees que podrás? —pregunté con un deje de ansiedad en la voz.
—Voy bien —fue su serena respuesta.
Fuimos acercándonos al animal, hasta situarnos a treinta pasos. Yo iba delante, abriendo camino. El alce parecía una montaña. Y nos miraba con descaro. Me detuve y metí un cartucho en la recámara y me saqué el mitón de piel de alce. Entre el gatillo y mi dedo no había más que el fino guante de lana. Estudié al alce con la mirada. Estaba a veinte pasos de nosotros y seguía sin dar señales de animosidad. Pensé: «Tal vez, después de todo, no resulte tan difícil.»
En este momento, Lillian tuvo que pasar delante, pues entre la cámara y el animal tenía que estar el campo despejado. Me hice a un lado y la dejé pasar.
Volvimos a avanzar penosamente. No nos separaban del alce más que quince pasos. Me detuve y pregunté:
—¿Cómo se le ve por el objetivo?
—Podría disparar ahora —respondió Lillian aún con voz firme—; pero cinco pasos más cerca saldría mejor. ¡Cinco pasos! Entonces quedaría a diez metros de un bicho tan peligroso como una carga de dinamita. Casi inconscientemente, solté el seguro. Era tontería exponerse…
—Desabróchate las hebillas de las raquetas —le dije. Con las hebillas desabrochadas podía seguir avanzando y, en caso de emergencia podría desprenderse de las raquetas y escabullirse. Siguió mi consejo y luego se volvió a mirarme como diciendo: «Y ahora, ¿qué?»
Yo no apartaba los ojos del alce. Estaba mirándonos con amistosa curiosidad. Bueno, quizá no resultara tan difícil.
—De acuerdo —asentí con la cabeza—. Otros cinco pasos, pero ni un centímetro más.
Pero estaba escrito que no daríamos esos cinco pasos. Apenas habían salido de mis labios estas palabras cuando oí gruñir al viejo. Bajó las orejas, ahuecó las crines y mostró el blanco de los ojos inyectados en sangre.
El corazón empezó a latirme furiosamente. A mis pulmones les faltó aire.
—¡De prisa, dispara! —dije refiriéndome a la cámara.
Entonces, el bicho embistió. De los labios de Lillian se escapó un grito, un grito que no pudo ahogar.
—¡Dispara! ¡Por el amor de Dios, dispara tú! —exclamó, refiriéndose al rifle.
A pesar de que, inmediatamente, dirigí el cañón del arma a la cabeza del animal, éste se encontraba ya casi encima de ella. ¡Gracias a Dios! Mi corazón volvía a latir acompasadamente y mi respiración había recobrado su cadencia normal. No podía perder la serenidad. Tenía que obrar fríamente. Era preciso que le disparara al cerebro; esto era lo que me decía el mío propio. Sólo esto le impediría llegar hasta Lillian y destrozarla. Había que disparar al cerebro, sólo esto contaba.
En aquellos breves segundos de prueba hubieran podido cruzar mi mente muchos pensamientos. Hubiera deseado maldecirme, cosa que, por supuesto, hice después, por exponerla a este peligro. Hubiera podido pensar en un recorrido de ciento cincuenta kilómetros en trineo, en busca de un doctor. Hubiera podido pensar en lo muy solos que nos hallábamos. En realidad, sólo pensaba una cosa: «Hay que disparar al cerebro.»
Deliberadamente, retrasé el disparo, pues sabía que no tendría tiempo para volver a cargar. No sé cómo, conseguí esperar a que el animal estuviera a cuatro metros de Lillian. Entonces le apunté entre los ojos y disparé. Era preciso disparar al cerebro y, gracias a Dios, disparé al cerebro. Cuando su cuerpo tocó la nieve, ya estaba muerto.
Miré a Lillian avergonzado.
—Lo siento —tartamudeé.
Por el momento, no supe decir más. El miedo que ella había pasado se reflejaba todavía en su rostro tenso y pálido y en sus dilatadas pupilas. Pero era un miedo del que no tenía que avergonzarse. El ver al Viejo Matón rumiando, a distancia, era suficiente para que se le erizara a uno el cabello; verlo a cuatro o cinco metros, embistiendo, era una visión infernal.
Miré su cuerpo, que se agitaba en los últimos estertores. Entonces pensé en el infeliz alce de la zanja y en todos los demás a los que continuamente hacía objeto de sus atropellos. Pensé también en días venideros, en los que Lillian y Veasy podrían salir a poner sus trampas sin miedo a que les sorprendiera el Viejo Matón. Moví la cabeza afirmativamente. Sí, estaba contento de haberlo matado.
Pasaron varias semanas sin que volviéramos a hablar del viejo macho. Envié el carrete a revelar y las copias tardaron casi dos meses en llegar. Desde luego, nunca se me ocurrió pensar que Lillian hiciera la foto mientras el alce embestía; pero al examinar las copias vi que la había hecho. Allí estaba, con las orejas echadas hacia atrás, la crin erizada, levantando nieve con los cascos.
La pasé a Lillian.
—Mira —le dije en voz baja.
La cogió en sus manos y, casi inmediatamente, la dejó caer. Por el momento, a sus ojos volvió a asomar el miedo.
—No quiero verla —dijo tirándola al suelo.
No obstante, el miedo había desaparecido.