Capítulo primero

Capítulo primero

La primera vez que vi Meldrum Creek parecía que el mundo entero estaba en llamas. Desde el lugar en que me encontraba, momentáneamente a salvo, en la cima de una colina, podía oír el fuego que, procedente del norte, se dirigía hacia el arroyo. Cuando llegó al prado situado al pie de la colina, las llamas se precipitaron con crepitante rugido sobre la hierba seca, y en menos de dos minutos el prado quedó convertido en una hoguera. Las llamas franquearon de un salto el cauce del arroyo y siguieron su carrera hacia los abetos de la otra orilla. En menos de cinco minutos, el prado quedó negro y humeante. Aunque las agujas de los abetos estaban aún ardiendo, a mí no me cabía la menor duda de que los árboles se morían. Y, de pronto, pensé: «El arroyo se muere; se mueren los árboles, toda la tierra se muere.»

Y, no obstante, aquélla era la tierra que pronto habitaríamos Lillian y yo. Allí, en aquellos parajes primitivos, carbonizados y yermos que iban a ser nuestro hogar durante casi treinta años, veríamos a nuestro hijo Veasy hacerse hombre. Allí supimos del asfixiante calor del verano y de la penetrante hostilidad del invierno. Nuestros únicos vecinos: alces, osos, lobos y otros animales salvajes de la tundra y los bosques, incluso llegaban a disputarnos el derecho a estar allí. Allí aprendimos a soportar a los mosquitos y a los tábanos, cuya persistente sed de sangre nos volvía locos, a nosotros y a nuestros caballos, de la misma forma que aceptamos cuanto de bueno nos ofrecía aquel mundo virgen.

Allí compartiríamos momentos de placidez, campamentos nocturnos en el bosque frondoso y alfombrado de musgo o junto a algún estanque tranquilo y centelleante cuya placidez hasta entonces habían turbado tan sólo alguna bandada de aves de paso o algún alce de mal genio. Resultaba muy agradable en verano, sí, pero en invierno, cuando el suelo del bosque invernaba bajo una capa de nieve de un metro de espesor, se necesitaba un temple espartano para soportar la vida en los bosques o junto a los lagos. El aliento se helaba casi al salir de los pulmones y el frío cortaba como un afilado cuchillo de desollar. Entonces, mientras el invierno atenazaba la floresta con su poderosa garra, Lillian pasaba muchos ratos acechando y esperando fuera de la cabaña, con la cabeza descubierta, a la luz de la luna, indiferente a la helada, inmóvil, esperando oír el suave rumor de pasos en la nieve helada o el crujido del hielo bajo los cascos de un caballo, mientras, en silencio, se preguntaba: «¿Por qué tardan tanto? ¿Qué es lo que les retiene en la nieve a estas horas de la noche?» Aquí, en esta tierra que ante mis propios ojos estaba convirtiéndose en una ruina negra y humeante, tendríamos que sufrir muchos —demasiados— momentos de abatimiento cuando todas nuestras esperanzas parecían vanas. Aquí saborearíamos, agradecidos, momentos de suprema felicidad cuando, por fin, algunas de estas esperanzas se vieron cumplidas.

Éste era el mismo arroyo Meldrum en el que, cuando la abuela india de Lillian era niña, venían a apagar su sed rebaños de alces y ciervos, los castores chapoteaban con la cola, las truchas saltaban para coger la mosca de mayo y, a millares, los patos silvestres se atracaban de algas. Pero ahora el agua estaba estancada y, en algunos trechos, el cauce del arroyo estaba seco. El fuego devastaba los bosques, los árboles estaban ya muertos y, en mi observatorio, al ver la agonía de todo aquello sólo se me ocurría pensar que la tierra se estaba muriendo y que no había nadie que pudiera salvarla.

Vi por vez primera el arroyo a fines de la primavera de 1922. Vi su curso superior, no su desembocadura en el río Fraser, situada a unas trescientas millas, a vuelo de pájaro al norte de Vancouver, Columbia Británica, región que no visité hasta el otoño de 1926.

Montaba yo un caballo pintojo, de seis años, manso e inocente por fuera, pero traidor como el hielo de un lago por dentro. Aunque en estos momentos trotara perezosamente por el sendero, con las orejas dobladas hacia atrás y los ojos entornados, de repente podía convertirse en un furioso torbellino sólo con que una gallina silvestre levantara el vuelo ante él o un ciervo saliera huyendo de su lecho entre los matorrales que bordeaban la senda. El pintojo me había dado ya un par de sustos tirándome al suelo. Yo calculaba que en aquel momento me encontraba por lo menos a treinta millas de otro ser humano, y si él y yo nos separábamos violentamente, lo más seguro era que no volviera a verle el pelo en muchos días. De modo que, mientras con la izquierda sujetaba fuertemente las riendas, no apartaba la derecha del arzón, dispuesto a agarrarme a él y no soltarlo.

Habiendo vivido ya más de un año en el remoto distrito de Chilcotin, situado en el interior de la Columbia Británica, y captado muchas de las costumbres de esta agreste región, estaba seguro, mal que me pesara, de que eran las cerillas del hombre y no un acto de Dios la causa de la mayoría de los fuegos que libremente se propagaban por el país. En estas tierras era cosa corriente que el que quisiera cortar heno silvestre en algún prado virgen saliera a caballo en uno de esos días soleados de finales de primavera y echara cerillas encendidas entre la hierba seca del año anterior para acabar con ella al objeto de que cuando, llegado el verano, el heno estuviera dispuesto para la siega, no entorpeciera el funcionamiento de la máquina segadora. Tal vez el área que se pretendía limpiar por este procedimiento no excediera de una veintena de acres, y para lograrlo se ocasionaba el incendio de centenares de acres de bosque.

Pero esto no tenía importancia. En un país en el que los bosques de pinos y abetos abarcaban millas y millas de extensión, de manera que nadie sabía a ciencia cierta donde terminaban, la madera era un recurso natural sin valor económico, excepto para la construcción de cercas o cabañas o para la calefacción.

Creo que se me ocurrió la idea al vadear el curso superior del arroyo y seguirlo después aguas abajo. Pensé en ello como el que desea tener casa propia piensa al ver un solar vacío en alguna calle: «Ahí me gustaría hacerme una casa.» Casi inconscientemente pensé: «Quisiera volver algún día a este arroyo y quedarme a vivir aquí.» Al cabo de pocos años, cuando este vago pensamiento se hizo concreta realidad, durante muchas noches de insomnio me preguntaría si no era aquélla una idea descabellada y si realmente valía la pena. Pero entonces estaban conmigo Lillian y Veasy, y ellos dos fueron el ancla que me hizo permanecer en el arroyo tanto en los días malos como en los buenos.

Al otro lado del arroyo había un pequeño prado bordeado de sauces. Más allá, otra vez los abetos interminables. Al borde del prado, apeé del caballo a mi metro noventa de estatura, sujeté al animal por un remo con el lazo y, después de sacarle el bocado y las bridas, le dejé pacer en la altísima hierba. Hacía poco rato que en aquel prado habían dormido ciervos. Varias veces me había cruzado con huellas recientes en aquellos alrededores y había sorprendido también a un enorme oso negro ocupado en arañar un tronco en busca de suculentos gorgojos. Tan abstraído estaba en su trabajo que no me oyó mientras me acercaba. Cuando, al fin, el oso advirtió mi presencia, detuve el caballo y me quedé quieto, mirándolo fijamente, mientras él, con desgarbado galope, se dirigió hacia unos matorrales en los que rápidamente se escondió. En aquellos momentos no sentía gran interés por el oso. Días vendrían en los que un buen oso negro, bien grande y rollizo, sería de vital importancia. Y es que las huellas de los ciervos eran algo muy digno de ser tenido en cuenta. Allí no le faltaría carne al que supiera cazarla.

Cuando el caballo hubo comido seguí el curso del arroyo aguas arriba cosa de media milla. El arroyo salía de un pequeño lago de una media milla de ancho por tres de largo, y salía calladito, como avergonzado de que se le viera allí. Y es que el nivel del agua era tan bajo que por la embocadura del arroyo no entraba más que un hilillo escuchimizado. El sol de mediodía parecía una bola de un rojo de sangre que descansara en la densa humareda del incendio. Al notar en la lengua el acre sabor del humo comprendí que pronto tendría que volver grupas. Las llamas estaban cerca.

La curiosidad me llevó a explorar río abajo. El agua discurría mansamente entre la grava y las peñas, como si hubiera perdido ya toda esperanza o ambición de llegar a parte alguna. A una distancia de una milla del vado, el arroyo llegaba a un viejo prado de castores, donde las aguas se estancaban llegando apenas a cubrir el cenagoso lecho del arroyo. El caballo penetró en el prado. La hierba, mate y seca, crujía como el papel.

La ruinosa presa de los castores se levantaba al fondo del prado y, al otro lado de lo que quedaba de la presa, las aguas seguían su curso por entre unos robustos abetos. Poca vida quedaba al arroyo al escapar por una brecha de la presa. El agua no hacía sino gotear sobre los guijarros antes de penetrar en un pequeño estanque. Aquel arroyo estaba enfermo. Esto se veía más claro que la nariz de mi cara.

Fue entonces cuando realmente oí acercarse el fuego. La prudencia me aconsejó salir del prado y subir al cerro, desde el que podría observar la marcha del incendio y, llegado el momento, escapar rápidamente. Cosa que tuve que hacer al cabo de pocos minutos.

Arriba, en el pinar, a causa de la falta de matorrales, las llamas no podían generar suficiente calor para llegar a la cúspide de los árboles. No fue hasta que llegaron al prado y encontraron hierba seca cuando hicieron espantosa demostración de sus ansias de destrucción.

Entonces yo no sabía cuántos años necesita la Naturaleza para producir un robusto pino de quince o veinte metros de altura y treinta centímetros de diámetro en la base; pero al otro lado del prado había muchos árboles así, cada uno de los cuales hubiera podido dar sus buenos ciento cincuenta pies de tablones. Sus resinosas ramas caían hasta el suelo, y crecían tan cerca unos de otros que cualquier ciervo o alce que quisiera disfrutar de su fresca sombra encontraría sin duda dificultad para avanzar.

Cuando el fuego llegó a los abetos los envolvió de arriba abajo. Las chispas hendían, veloces, la nube de humo y, arrastradas por el viento, iban a caer a una distancia de más de cien metros. Y donde caía una chispa pronto había una hoguera.

Me incliné sobre la silla agarrándome con ambas manos al arzón y, entornando los ojos, traté de ver a través del humo lo que quedaba de la presa de los castores. Y el hueco de aquel muro, por el que se escapaba el agua, me recordó el hueco que queda en una valla cuando falta la puerta.

Momentos antes, el prado tenía un intenso color verde; ahora estaba negro, y el suelo quedaba a merced de los caprichos de los elementos. Me quedé inmóvil en la silla, con los ojos fijos en la presa. Si se hubiera dejado con vida siquiera a una pareja de los castores de aquel prado, la puerta hubiera estado cerrada. Y delante de la presa y a todo lo largo y lo ancho del prado habría habido agua, en lugar de hierbas inflamables. El fuego hubiera quedado cortado en la orilla y los abetos del otro lado del prado se habrían salvado. Pero la presa no tenía puerta, porque los castores habían desaparecido hacía mucho tiempo y, desaparecidos los castores, había desaparecido también toda esperanza para aquella tierra.