Capítulo sexto

Capítulo sexto

Hacía tanto calor que el sudor nos empapaba la piel aunque estuviéramos tendidos, sin movernos, a la sombra de los álamos, ocupados únicamente en nuestros pensamientos. No era ese bochorno pegajoso que suele preceder a la tormenta, sino un calor asfixiante y tenaz que resecaba la hiedra y los algarrobos, chupaba la savia de la hierba, dejándola amarillenta, y quemaba el arándano azul apenas aparecía en las matas. La pérdida del arándano fue para Lillian una verdadera tragedia. En junio, había florecido de forma muy prometedora y si, en julio, hubiera llovido un par de veces, las matas se habrían llenado de rollizas bolitas moradas. Pero no llovió en julio ni llovió en agosto. Día tras día, semana tras semana, se abatió sobre nosotros un sol implacable y esto significaba que aquel invierno no tendríamos mermelada, a no ser que la trajéramos, en conserva, del almacén.

Pero la pérdida del arándano fue sólo una de las varias calamidades que se abatieron sobre el arroyo Meldrum en aquel verano de 1931, en que la pradera se convirtió en desierto, la alfalfa se secó antes de florecer y hasta los pinos y abetos parecían no encontrar en el suelo humedad suficiente para refrescar sus agujas.

Desde la fuente hasta la desembocadura, el cauce del arroyo Meldrum estaba seco y agrietado como las sendas de los ciervos que llegaban hasta él y la mayor parte de los pequeños lagos que había en los alrededores. Y en el barro negruzco, que no tardó en endurecerse, se veían restos de multitud de patos silvestres, demasiado jóvenes para volar, demasiado torpes para caminar y demasiado incautos para buscar agua en otros lugares. No había para ellos la menor esperanza. Decididos a no desperdiciar ninguna oportunidad, los coyotes bajaban en manadas a cazar al arroyo, puesto que la caza era allí cosa fácil. Durante aquel verano de sequía, encontramos en el cauce del arroyo grandes cantidades de plumas.

No eran los patos los únicos animales que quedaban aprisionados en el barro. Secos el arroyo y los pequeños lagos, las reses recorrían las riberas, buscando agua, con la lengua fuera. Delante de las viejas presas de los castores quedaban unos charquitos de agua corrompida, en realidad más barro que agua, separados de tierra firme por varios metros de lodo.

Hostigados por la sed, los animales se metían en el barro, tratando de llegar hasta los charcos. La mayoría no lo conseguían y se quedaban hundidos hasta el vientre, sin poder avanzar ni retroceder. Y allí morían, tras una agonía de cuatro o cinco días. En otoño, cuando llegaba la época del recuento, los rancheros habían de lamentar grandes pérdidas y pensaban que muy pronto las reses tendrían que hacer el viaje hasta el río para poder beber.

Pero el arroyo Meldrum no era un caso aislado. Había otros arroyos en iguales condiciones, y en la pradera donde, durante el deshielo, el agua se depositaba en depresiones de poca profundidad, la situación era tan catastrófica para las reses que el Departamento de Ganadería hizo cercar los charcos para salvar a los animales de morir en el barro.

Pero las cercas eran una solución momentánea. Con el tiempo, los postes que sostenían las alambradas se pudrirían y tendrían que ser sustituidos. Además, ¿de qué les servía a los animales la pradera si no podían acercarse al agua?

La única solución definitiva consistía en almacenar mucha agua durante los años de abundancia, para poder disponer de ella en los años de escasez. Esto es lo que debía hacerse y quizá pudiera hacerse. Una idea empezó a bullir en mi cerebro, imprecisa al principio, pero más y más concreta a medida que la iba madurando. Hablé de ella con Lillian.

—Vamos a escribir al Departamento Hidrográfico.

—¿Sobre el arándano? —Echándose a reír, añadió—: Estaba pensando en el arándano.

—Menos mal que puedes pensar; pues por esas tierras hay poca gente capaz de ello. —Ella me miró arrugando la nariz, y yo proseguí—: Quiero escribirles a propósito del arroyo Meldrum y las presas de los castores.

Lillian se mostró escéptica.

—¿Qué saben de castores los del Hidrográfico?

—Tal vez nada. Pero tendrían que saber algo de presas.

—¿Por ejemplo?

—Pues…, cuantas más presas haya en un arroyo, más agua tendrá.

Lillian dio un elocuente respingo.

—Entonces, ¿por qué no construyen algunas en nuestro arroyo?

—No tienen tiempo, o no tienen ganas.

—Entonces, ¿por qué escribirles?

Lillian tenía ganas de polemizar.

—Porque lo haríamos nosotros —expliqué, recalcando las sílabas—, si nos daban su aprobación.

—Ya comprendo. —Permaneció callada e inmóvil durante unos momentos, con las manos cruzadas en el regazo—. Escribe inmediatamente —dijo, al cabo—, pero estoy segura de que es perder el tiempo.

Conque escribí una extensa carta al Departamento Forestal, Sección Hidrográfica, explicando mi punto de vista respecto a la situación del arroyo Meldrum y subrayando mi convencimiento de que la única solución definitiva al problema del agua dependía de la reparación de las presas de los castores diseminadas por el curso superior del arroyo y del saneamiento de los pantanos. Estábamos dispuestos a hacerlo nosotros mismos sin pedir a nadie ayuda financiera ni material. ¿Darían ellos su aprobación oficial? ¿Nos garantizarían la protección de las presas, una vez reconstruidas? Sería tontería empezar el trabajo si, antes de que las presas pudieran prestar servicio, los rancheros del valle achicaban el agua.

La carta fue cursada y contestada a su debido tiempo. «En nuestra opinión, el plan no beneficiaría en absoluto el caudal anual del arroyo Meldrum…» Ésta fue la respuesta, cortés, concisa, fría, con la descolorida fraseología del funcionario. Éstos fueron los ánimos que nos dio la Sección Hidrográfica. Pero aunque, de momento, nos desalentó, el desaliento no fue duradero. Existían otros medios en los que podía dársenos el espaldarazo que necesitábamos, y fue Lillian quien me hizo pensar en ellos.

—¿Por qué no expones la idea a Mr. Moon? —preguntó, cuando hubimos digerido y olvidado la opinión de la Hidrográfica.

—¿Charlie Moon? —Levanté las cejas—. Tienes razón, Charlie Moon. —Me puse en pie, me dirigí hacia la puerta y volví sobre mis pasos—: ¿Por qué no?

Charlie Moon era el mayor propietario del valle. Su rancho era uno de los seis o siete diseminados por la pradera de la región inferior del Chilcotin. Andaba ligeramente encorvado, como corresponde a un hombre que se acerca a los setenta, sobre todo cuando ha dedicado cincuenta de ellos a un trabajo duro pero honrado. Nacido en Inglaterra, Moon llegó al Chilcotin hacia finales del siglo XIX, y entró a trabajar en uno de los ranchos de aquel entonces con el salario de treinta dólares al mes y manutención. Partiendo de tan modestos comienzos, llegó a forjarse un pequeño imperio ganadero que, en 1931, comprendía unas tres mil cabezas de la raza «Hereford» y millares de hectáreas bien escrituradas y cercadas. Y esta proeza no fue en absoluto debida a la suerte, sino al trabajo, al sentido común y a una buena administración.

Moon tenía derecho de prioridad sobre las aguas del Meldrum, de manera que hasta que él estuviera servido los demás tenían que pasarse sin ellas. Y fue al ranchero Moon a quien pedimos el apoyo que el Departamento Hidrográfico no quería o no podía darnos.

Y con resultado bien distinto. «Nada de lo que hagan ahí arriba —nos contestó Moon— puede empeorar las cosas aquí abajo. Siempre he creído que el exterminio de los castores del arroyo Meldrum tiene la culpa del mal paso en el que nos encontramos todos. Por lo que a mí respecta, adelante con el plan y veamos qué pasa.»

Esta carta era todo lo que necesitábamos en aquellos momentos. Si el principal propietario del arroyo nos daba su beneplácito, ¿qué más podíamos pedir? Nada, excepto que el Todopoderoso nos deparase un invierno de muchas nieves o uno o dos veranos bien lluviosos. Tendríamos toda la nieve que necesitáramos antes de que transcurrieran muchos inviernos. Entretanto, había que vivir. Había que vivir de los bosques, que, si bien no ofrecían mucha variedad, eran generosos con lo que tenían. La improvisación se convirtió en la nota dominante de nuestra existencia. No se desperdiciaba nada que pudiera aprovecharse. La caza nos proporcionaría no sólo carne, sino también vestido. La piel del gamo cazado en el lago seguía colgada de la rama del árbol donde la puse, lejos del alcance de los coyotes. Estaba sucia y olía mal, ensangrentada y llena de gusanos; pero los gusanos no la estropearían. Quedó en ella muy poca carne cuando Lillian y yo dimos al gamo por desollado. No la suficiente para que los gusanos pudieran engordar.

Hacía algún tiempo que Lillian contemplaba la piel, pensativa. Al fin, me dijo:

—Veasy necesita calzado.

Seguro de que había algo más, no contesté. Me limité a estudiar su rostro. Y ella no tardó en añadir:

—Voy a probar de curtir la piel del gamo. —Al oír a Lillian, cualquiera hubiera dicho que curtir la piel de un gamo era cosa sencilla—. Y haré un par de mocasines a Veasy. —Esto también parecía fácil.

Escépticamente, pregunté:

—¿Has curtido alguna piel de gamo? —Seguro de que me diría que no.

—No, pero he visto hacerlo a Lala.

—Ah, sí, Lala.

Y la forma en que lo dije hizo brillar sus ojos con obstinación y acentuó la línea de su mandíbula.

Entornando los ojos musité:

—Lala tendía trampas a los gallos silvestres, y los cogía. Y escarbando con un palo sacaba de la tierra raíces de girasol y las asaba en el rescoldo como nosotros asaríamos patatas. —Levanté una ceja—. ¿Crees que podrías cazar con una trampa un gallo silvestre?

—Si no tuviera más remedio, lo haría —dijo ella airadamente.

Pedí una tregua:

—Claro que sí; pero por aquí no hay muchos gallos silvestres. Y los que hay puedo cazarlos con mi escopeta.

—Lala no tenía escopeta; sólo trampas.

Después de dispararme esta andanada, Lillian dulcificó su expresión y sonrió. Decidido a mantener las cosas por buen camino, dije entonces:

—Mañana empezaremos a curtir la piel, como las curtía Lala. Pero vas a tener que decirme cómo se hace, porque yo no estaba presente cuando Lala curtía pieles de gamo.

Después de todo, no fue tan difícil. Primeramente sumergimos la piel en un barreño de agua tibia y la dejamos en remojo durante tres días. Después la echamos sobre un tronco de álamo y con un cuchillo hecho con la hoja de una vieja guadaña rascamos el pelo, la carne y toda la suciedad, hasta dejarla casi blanca como la nieve. A continuación la metimos en agua jabonosa. Al cabo de dos días, la sacamos y escurrimos. Ahora ya podíamos engrasarla. Lala empleaba siempre grasa de oso, pero nosotros no disponíamos de grasa de oso en aquellos momentos, por lo que tuvimos que usar preciosa manteca.

Después de una nueva inmersión en agua jabonosa para quitar la grasa, la piel podía ya ser estirada. La atamos a un ancho tronco y nos pasamos todo un día alisándola con una piedra achaflanada atada a un palo. La piel quedó suave y flexible como el terciopelo y dispuesta para la última operación, el ahumado. Para conseguir la cantidad y calidad de humo requerida cavé un pequeño hoyo en el suelo, encendí fuego en él y lo cubrí con piñas. Encima del hoyo, levantamos una estructura con la misma forma que una cabaña india, atamos la piel alrededor y la tapamos con las mantas de los caballos. Al cabo de varias horas, la piel había adquirido un tono entre tostado y dorado y estaba lista para convertirse en guantes, mocasines o en una chaqueta.

Lillian invirtió un par de días en hacer los mocasines para Veasy. Pero desde la primera puntada se vio que iban a resultar un éxito.

—La próxima vez me toca a mí —dije—. ¿Cuándo me los vas a hacer?

Lillian midió cuidadosamente lo que quedaba de la piel del gamo.

—Me gustaría hacerle también unas manoplas. No habrá bastante para otros mocasines.

—Mataré otro gamo.

Ella negó con la cabeza.

—Todavía nos queda mucha carne salada. No necesitamos todavía ningún otro gamo. Espera que necesitemos la carne. Entonces lo matas y te haré tus mocasines.

Fue el sutil cerebro de Lillian el que encontró aplicación para los peces del lago. Estábamos los tres sentados en la orilla contemplando sus evoluciones en el agua. Había infinidad de ellos.

—Tenemos que cultivar hortalizas.

—¿Hortalizas? —Escarbé en el suelo con la punta de la bota—. ¿Aquí? ¿Y sin fertilizante? Puede que crezca heno; pero hortalizas, nunca.

—Y también voy a tener un jardín —prosiguió ella, sin hacerme caso—. Todo hogar debe tener un jardín.

Yo me eché a reír.

—Vamos a cultivar rosas, orquídeas, gladiolos y todo lo que quieras. Mira, aparte de la cuestión de altitud (estamos a unos mil doscientos metros, y por las noches hiela durante casi todos los meses del año), este suelo es tan pobre que dudo mucho que consigas cultivar ni una patata y, si lo consiguieras, no sería mayor que una canica.

Ella golpeó el suelo con el pie.

—Cultivaremos patatas, y buenas. Y zanahorias y acelgas, y guisantes y coles. ¿No comprendes que lo único que se necesita es fertilizante?

—¡Fertilizante! —repetí—. En primer lugar, estamos lejos de todo comercio de fertilizantes. En seguido lugar, nuestros medios no nos permitirán comprarlos, aunque los tuviéramos cerca. A partir de la primavera que viene, tendremos algo de estiércol de los caballos, pero…

—No habría bastante —interrumpió ella. Y señalando al lago añadió—: Ahí está el fertilizante que necesitamos, y del mejor.

—¿En el lago? —Todo aquello me parecía un disparate. Pero Lillian asintió con la cabeza.

—Los peces.

—¡Los peces! —Ya no era ningún disparate—. Nunca se me habría ocurrido. Tal vez tengas razón.

Ella quedó unos instantes en silencio, como si saboreara su triunfo. Y después continuó:

—En primavera, cuando abandonen el lago, y empiecen a remontar el arroyo para desovar, podremos pescarlos a montones. Y entonces tendremos fertilizante para cultivar hortalizas.

Nunca pensé en aquellos peces como posible abono para la tierra. Lillian había frito ya unos cuantos; pero su experimento culinario fue un rotundo fracaso. No es que tuvieran mal sabor; pero estaban tan llenos de espinas que mientras uno las sacaba tenía tiempo de morir de hambre.

A la primavera siguiente, Lillian confeccionó una red de cordel. Cuando los peces empezaron a subir por el arroyo, estrechamos el cauce con piedras y, mientras Lillian sostenía la red en el hueco, Veasy y yo nos fuimos un trecho aguas arriba y desde allí empezamos a remover el agua con palos mientras corríamos hacia Lillian gritando, saltando y resbalando sobre las piedras, pero también empujando grandes cantidades de peces hacia la red. Cuando tuvimos un buen montón retorciéndose en la orilla, los metimos en sacos que nos cargamos a la espalda y los transportamos a la parcela que de antemano habíamos limpiado de maleza. La cubrimos con el producto de nuestra pesca y después la aramos. Aunque durante tres semanas después de la siembra aquel pedazo de tierra despidió un hedor insoportable, cuando dejó de oler mal, empezaron a brotar las hojas y, mediado el verano, teníamos ya un huerto que habría provocado la admiración y envidia de cualquier agricultor profesional.

Lala nunca mencionó los peces. Quizá porque en sus tiempos no los había. Pero entonces había truchas. Los indios, decía Lala, tendían sus redes a todo lo ancho del lago Meldrum y, a la mañana siguiente, las sacaban llenas de rollizas y sonrosadas truchas. Cuando, más tarde, recorrimos las orillas del lago, en busca de huellas de visón, encontramos restos de las estacas utilizadas cuando los castores estaban en su apogeo, cuando todos los lagos se mantenían a un nivel constante y una rápida corriente de agua fresca rebosaba de las presas durante todo el verano conservando el arroyo bien oxigenado, desde las fuentes hasta la desembocadura.

Cuando desaparecieron los castores y bajó el nivel de sus pantanos, el arroyo perdió caudal y durante el verano su cauce estaba casi seco. Entre sus riberas no discurría ya el agua fresca y clara, y, sin agua limpia, las truchas tuvieron que desaparecer. Y, cuando desaparecieron las truchas, empezaron a multiplicarse esos pececillos que tanto abundaban ahora.

Una noche, sentado en un tronco a la puerta de la cabaña, dando vueltas a estas cosas, comenté distraídamente:

—¿Crees que llegará un día en el que podamos bajar al arroyo, hundir un anzuelo en el agua y sacar una buena ración de trucha?

Lillian estaba cepillándose el pelo. Hasta que no hubo concluido este trabajo ritual a su entera satisfacción, no contestó.

—Sí, si los castores vuelven.

Percibí algo en su voz que me hizo volver rápidamente la cabeza y preguntar:

—¿Crees realmente que habrá de nuevo castores en estas aguas?

Muy seria, afirmó:

—Naturalmente que lo creo. ¿Tú no?