LA SOMBRA DE LA MUERTE

Ella le llama así, de pronto. Durante un rato hablan de la casa, de los avances que ha hecho limpiándola.

La operación de compraventa será dentro de dos días, le dice. Llegaremos a tiempo.

Eso es una buena noticia, Franny. De hecho, es un gran alivio.

He encontrado unas cartas de mamá, le dice.

¿Ah, sí? No sabía que hubiera cartas.

No son muy agradables. Dice cosas de ti.

Bueno, no me sorprende. Franny, ya sabes que tu madre tenía un problema de depresión.

Sí, eso me has dicho.

Él aspira hondo.

Oye, no entremos en eso.

Papá, quiero saber.

No hablemos de esto por teléfono.

No soportaba estar ahí.

Lo sé, admite él.

En Siberia, dice ella. Así lo llamaba.

Sí, supongo que lo era. Estar tan aislados era difícil. Difícil para los dos.

No era feliz, suelta ella. Era desgraciada contigo, papá.

Él no dice nada. Parece que no puede. Al final sí habla.

Intenté hacerla feliz, Franny. Lo intenté con todas mis fuerzas.

Bueno…

¿Qué? ¿No me crees? Lo intenté todo con esa mujer.

Nunca has hablado de ella. ¿Por qué?

No lo sé. Tenía miedo.

¿Miedo?

Pensaba que solo conseguiría que la echaras más de menos.

No es por eso, dice ella.

Bueno, en ese caso supongo que no tengo una respuesta para ti.

Mira, le dice ella. Quiero que sepas una cosa. Ya no voy a volver a llamarte.

¿Cómo dices?

No puedo perdonarte. No te perdono.

Franny, no…

¡No te perdono, papá! ¿Entiendes lo que te digo?

Él no es capaz de responder. No puede. Espera. Escucha. A lo lejos oye la habitación en la que está, el piar de los pájaros.

Lo siento. Ahora tengo que dejarte.

Franny.

Adiós, papá.

Él no cuelga y oye el pitido continuo de la línea. También se oyen otros sonidos: el chirrido de las ruedas del carrito de la correspondencia, que se acerca, los residentes en la sala principal, riéndose de algo que sale en la tele. Después, alguien llama a la puerta.

Entre, dice.

Es Rodney, el asistente que trae el correo.

Hola, señor Clare. Aquí hay algo para usted. Debe de ser importante.

¿Qué es?

Una carta certificada. Tiene que firmar aquí.

¿De quién es?

Pone que del fiscal del distrito de Albany.

Dame, dice, arrebatándole el sobre grande y pasando los dedos por los bordes. Casi no distingue el color marrón. Rodney le entrega el bolígrafo, y él firma el recibo, incapaz de controlar el temblor de la mano.

¿Está seguro de que no quiere que se lo lea?

Por el amor de Dios, Rodney. Que no soy un inútil, joder.

Está bien, señor Clare. Solo quería ayudar.

Pues no necesito ayuda. Gracias.

Espera a que el asistente abandone su habitación y se lleve su estridente carrito a otra parte, y solo entonces abre el sobre y saca la carta.

Solo distingue un borrón impreso. Saca de un cajón la lupa y la pasa sobre la carta, adivinando apenas fragmentos, retazos: … informarle… nuevas y contundentes pruebas… investigación nueva… asesinato de Catherine Clare.

Al final figura un saludo.

Atentamente,

Willis B. Howell, fiscal del distrito.

Willis, piensa él con una conmiseración sincera, conmovido al saber que después de todos esos años sigue estando en su mente.

 

Han anunciado lluvia gélida para el primero de noviembre, y viento fuerte. Llama a recepción para pedir un taxi, e informa a la chica de que va a visitar a su endocrinólogo.

Una hora después vienen a buscarlo.

Su taxi ya está aquí, señor Clare.

El nombre oficial es retinopatía diabética, pero para él es sencillamente que ve borroso. Leer se le hace muy difícil, y pronto se quedará ciego, como resultado de unos vasos sanguíneos anormales, que son como medusas que le nublan la visión. Pero no importa, piensa, tiene su bastón, su amigo fiel. A pesar del mal tiempo, lleva ropa fina debajo de la gabardina. Sus viejos zapatos náuticos. Del brazo de su enfermera, sale a un vestíbulo espacioso. Lleva ya casi un año allí, más tiempo del que cualquier persona sana podría soportar. Al principio su hija había ido a visitarlo, pero ahora tiene su propia vida. No necesita la carga de un viejo.

Le dolió que no le llamara para darle la noticia, haber tenido que enterarse de la boda de su hija por la noticia que salió en el Hartford Courant. Le parece de una ironía increíble, y no poco inquietante, que ahora su hija se llame Frances Hale. Pero la verdad es que Cole siempre le cayó bien. Se pasó casi toda una semana intentando pensar en qué podía enviarle. Algo bonito, algo práctico. Repasó los catálogos que dejaban en la sala principal, con fotos de electrodomésticos y toallas y vajillas con iniciales personalizadas, y cosas así. Pero todo le parecía mal. Y al final no le envió nada.

Tendrá mucho dinero cuando él falte, supone. Podrá comprarse todo lo que quiera. La idea lo consuela un poco. Los dos habían intentado intimar. Lo intentaron con todas sus fuerzas. Últimamente él había fallado en ese aspecto. Había fallado estrepitosamente.

El taxi lo espera en la rotonda. Lisa, su enfermera favorita, lo ayuda a montarse. Es una chica guapa, que va a casarse con uno de los médicos, un gerontólogo, y él piensa en su hija, una cirujana, metida en ese mundo… y siente tanto orgullo que casi no lo puede soportar.

Buenos días, le dice al taxista al subirse en el asiento trasero.

El coche huele a piña y a una especie de gomina para el pelo. Ahora todos los taxistas son jamaicanos.

¿Al Medical Arts?, dice con un acento muy marcado.

George se saca del bolsillo el dinero que ha reservado y que lleva sujeto con una goma elástica, y lo deja caer sobre el asiento delantero.

El hombre lo recoge.

¿Qué es esto?

Cambio de planes, le dice, y le da otra dirección. Bueno, si no está muy ocupado. Es un viaje un poco largo.

No, no, yo lo llevo. Ningún problema.

El conductor baja por Farmington Avenue y se incorpora a la autopista en dirección sur. A George no le importa el trayecto de cuarenta y cinco minutos hasta la costa. Las localidades que van quedando atrás le resultan conocidas: Middletown, Killingworth, Clinton. Son los pueblos de su juventud, piensa, solemne, con todo su patético dramatismo. Avanzan paralelos al mar, y él baja la ventanilla y deja que el aire frío entre en el coche.

Llegan al puerto deportivo de Westbrook, al Singing Bridge. Ahora que la temporada hace mucho que ha terminado, el lugar se ve desolado. Le pide al taxista que aparque frente a los amarres. El barco de DeBeers lo espera. Su viejo amigo.

¿Qué hace ahí, hombre?, le pregunta el taxista al ver que la oficina está vacía, que en el aparcamiento no hay ni un alma. No debería estar ahí con este mal tiempo.

Estoy bien.

¿Quiere que le espere?

No. Ya he quedado, dice. Voy a encontrarme con alguien, un tipo que se llama Swedenborg.

El taxista niega con la cabeza.

Está loco, señor. Pero bueno, vaya con cuidado.

Él espera a que el taxi se aleje.

Ayudándose del bastón, se acerca despacio hasta su amarre, que está al final del embarcadero. Ha mantenido ese barco desde hace muchos años, ha pagado para que se lo guardaran en invierno y lo sacaran en primavera. De hecho, les ha pedido que lo guarden la semana que viene, pero ahora ya no hará falta.

Hace mucho tiempo, le dice al velero mientras sube con cuidado. No pierde tiempo con sentimentalismos, y enseguida se ocupa de los aparejos, que arma valiéndose casi exclusivamente del tacto. Es algo que sería capaz de hacer incluso dormido. Pone en marcha el motor y sale al canal. Conserva apenas la visión suficiente para distinguir formas, las balizas de luz turbia que jalonan la costa. En esa época del año no hay nadie por allí. La marea está alta, el viento frío sopla con fuerza. Las nubes son densas, bajas, y anuncian lluvia. Ya huele en el aire el torrente de agua que descenderá del cielo. El viento agita el mar en todas direcciones, como una mujer ansiosa.

Sigue a motor hasta que, ya en mar abierto, lo apaga e iza las velas. Ahora el viento ruge en sus oídos. Es un viento salvaje, cambiante. Le transmite unas ganas locas de gritar. Sabe que debería arrizar la vela mayor, pero no le ve demasiado sentido.

Navega a vela. Le cuesta mucho sujetar la caña del timón, y ya empiezan a salirle ampollas en la palma de la mano.

Al cabo de un rato la oscuridad es total. En el mar vacío, está solo. Para este tipo de cosas no es necesario hacer planes, piensa. Ni mapas, ni brújulas. Ni siquiera le hace falta ver. Abre la botella del whisky bueno que reservaba para la ocasión y da un buen trago. Bebe y bebe, quiere perderse de sí mismo, quiere perderse del todo.

Se levanta y extiende mucho los brazos, como si esperara a Dios. El mar se levanta bajo el casco, lo hace levitar un brevísimo instante. La proa desciende como una ballena y choca contra la superficie ondulada. Se le cae el bastón, y se tambalea un poco intentando recuperarlo, pero la botavara le golpea la cabeza y cae. Lo que siente es amor. Un amor que es como una inundación tibia.

Empieza a llover. Gotas frías, gruesas, sobre su rostro.

Ya no tardará, piensa. Espera que al menos sea brutal. Y entonces acabará, de alguna manera. Acabará.