CRÍA DE GANADO
1
Se habían conocido en Hampshire, en una clase sobre cría de ganado. Era una universidad nueva, y allí se potenciaba el pensamiento libre y todo se cuestionaba. En primavera, cuando hacía buen tiempo salían a protestar, los puños en alto. En invierno se apretujaban en coches e iban por la autopista para combatir la corrupción allí donde se encontrara: Washington D.C.; Groton; Harrisburg. Se manifestaban en contra de las grandes corporaciones, en contra del apartheid, en contra de las toxinas que afectaban al medio ambiente; en contra de la negligencia; en contra de la acumulación de riquezas. Leían a Emma Goldman, a Kropotkin. Sabían cómo quedarse rígidos e inmóviles cuando los agarraban los policías. Soportaban el frío, tiritando y comiendo el chile con carne que les ofrecían unos desconocidos, que lo llevaban en vasos de plástico. Organizaban cadenas humanas, brazo con brazo, y cantaban: «¡No nos moverán!». La anarquía, como concepto, resultaba embriagadora. Y a través del discurso de la anarquía ella había descubierto su verdadero yo: feminista, humanista, agraria, romántica, se iba despojando del vestido que con tanto esmero le habían forjado sus padres y descubría lo que brillaba debajo. Lejos quedaban ya las farsas éticas que promovía la escuela religiosa. Lejos quedaban también las tácticas de amedrentamiento que acusaban a su cuerpo de enemigo biológico, las estrategias rutinarias de degradación que la llevaban casi a buscar desesperadamente una pareja, alguien capaz de amar incluso a alguien como ella.
Esa era la verdadera Justine: terrenal, tenía las tetas grandes, no se depilaba las piernas y olía bien. Era muy blanca de piel, y sus ojos eran oscuros, sombríos, y llevaba el pelo recogido en una trenza larga y gruesa. Tenía una especie de belleza poco frecuente, pictórica, que parecía anticuada. Y además no era mujer de apetitos frágiles. Se le hacía la boca agua con los sabores fuertes, nabos y cebollas recién recogidos, aún terrosos, rábanos dulces, remolachas con sus hojas, que le manchaban las puntas de los dedos, panes aún tibios como la carne, que ella preparaba con sus propias manos.
Su marido, Bram, que era un diminutivo de Abraham, tenía cierta pureza masculina, con sus camisas anchas de franela que olían a oveja y su pelo negro, desaliñado, y sus ojos castaños, y los libros que se le caían de los bolsillos (Rilke, Hamsun, Chéjov). ¿Dónde estaríamos sin Chéjov?, le dijo él en una ocasión. Hacían el amor en la pequeña habitación que él tenía en el campus, y después ella se sentaba en la vieja silla marrón que él había encontrado en la calle, y bebían bourbon y comían mandarinas, y escuchaban All Things Considered, el programa de noticias de la radio pública. Por la mañana, acortaban por el huerto de los manzanos para ir a Atkins, donde comían donuts y tomaban café y leían el periódico. Eran unos amigos que se habían hecho amantes. No, eran unos amantes que se habían hecho amigos. Se casaron el verano siguiente, después de graduarse, en una granja de flores de Amherst. La fiesta la organizaron en el Lord Jeffrey Inn, bajo una carpa, y fueron de luna de miel a la Provenza. Ella no olvidaría nunca todos aquellos girasoles, campos y campos de girasoles, ni aquel cine pequeño en el que vieron Lolita doblada al francés.
Al principio, Bram quería ser filósofo. Después quiso ser novelista. Ahora era un granjero que quería ser novelista. La tierra la había heredado de un tío lejano que la usaba para ir de caza varias veces al año. Los dos venían de familias con dinero, pero actuaban como si tuvieran poco (la reforma de la vieja granja todavía sin terminar, los suelos rayados, las habitaciones mal climatizadas y poco decoradas que contenían una o dos antigüedades de gran valor, el Range Rover cuadrado y verde aparcado en la explanada de tierra). Bram era hijo único. Su padre era un director de orquesta famoso que se había casado con varias mujeres histriónicas, ninguna de ellas particularmente aficionada a la música. Se veían una vez al año en Tanglewood, y la esposa que tuviera en ese momento siempre preparaba unos pícnics de lo más sofisticados que transportaba en cestas. La madre de Bram, una pintora nada conocida, había muerto cuando él era un niño, y una vez, en un ejercicio de vulnerabilidad muy raro en él, le había contado a Justine que nunca lo había superado. La madre de Justine era dueña de una tienda de antigüedades en Savannah. Se había cansado de ejercer la psicología, y su padre era cirujano ortopédico; ella tenía dos hermanas prodigiosas, gemelas, que vivían en Maine, que hacían todo de tres en tres: estudiaban tres carreras, tenían tres casas, tres trabajos, tres hijos. Bram y Justine no eran padres.
Justine había montado su taller en el cuarto que antiguamente, en aquellas casas, se usaba para dar a luz y que estaba pegado a la cocina. Criaban ovejas y alpacas, y ella teñía las lanas y las hilaba ella misma en la vieja lechería de la granja. Con todas aquellas madejas, los suelos estaban siempre llenos de color, y recorrían toda la casa como ríos tintados. Su telar aguardaba junto a la ventana, incansable confidente. Dos días a la semana, daba clases de tejido y textiles en la universidad. Para ser mujer, Justine no era especialmente vanidosa y se jactaba de basarse más en lo cerebral en cuanto que opuesto a lo físico, así como de desdeñar la ornamentación de cualquier clase. Vestía con vaqueros anchos de hombre, camisas de franela y botas de trabajo, y sus tratamientos de belleza consistían en agua y jabón. Tenía las manos grandes y finas (manos de aristócrata, decía siempre su padre), pero ásperas, llenas de callos, y raramente ociosas. Cuando terminaba todo el trabajo de la granja y de la casa, tejía mantas y bufandas, que vendía en una tienda del pueblo frecuentada por los padres extravagantes de sus alumnos de Saginaw.
Justine se deleitaba con las bendiciones sencillas que la rodeaban: la mesa de la granja salpicada de migas de pan, granadas y bellotas. Aquellas imágenes eran como versos de poemas, pensaba ella, y ella admiraba a los poetas y a las personas como Bram, capaces de ver la belleza en las cosas corrientes. Para Justine, la felicidad era una buena sopa que hubiera hervido un día entero. El viento atravesando el campo y silbando al pasar por las mosquiteras de las ventanas. Unas gruesas madejas transformándose en sus manos. Le encantaba la cara de su marido, y su olor, y que el pelo se derramara sobre el cuello de su camisa como pintura negra, pero sobre todo le encantaba cómo se sentía cuando estaba entre sus brazos, cálida, fuerte, querida.
Además de las alpacas y las ovejas, criaban pollos y conejos, y tenían dos perros grandes, Rufus y Betty, y más arriba, en los montes, había coyotes y osos, y a veces pumas y lobos. Caminaba por su finca y se maravillaba ante su esplendor. Casi daba miedo, y cuando soplaba con fuerza por la noche, aquel viento podía hacer que se tambaleara su pequeña posición en el plan de las cosas. La casa misma era fría. A ella no le importaba, pero en invierno, la luz plana y austera no entregaba nada en absoluto. Los viejos tablones de madera de pino se notaban helados bajo los pies. Las ventanas temblaban en los marcos.
Allí habían llegado. Lo habían escogido ellos. Esa era su vida.
Había oído hablar de George Clare a través de los canales habituales de Saginaw. Su mujer y él eran los pobres desgraciados que habían comprado la granja de los Hale. Él, supuestamente, era algo así como una joven promesa de la historia del arte. El día de su entrevista, ella fingió no saber quién era cuando coincidieron en la cola de la cafetería.
En realidad soy nuevo, le dijo él. Se dieron la mano, a pesar de ir cargados con bandejas y libretas. Empiezo en otoño.
Clare era de esos hombres considerados guapos. Había algo ligeramente fuera de sitio, le faltaba algo, pero también podía ser que ella fuera una esnob. Él había escogido la ropa para la entrevista: pantalones color caqui, camisa Oxford blanca, una pajarita pretenciosa, roja (tal vez un complemento nuevo, definitorio) y un blazer de tweed de un tejido granulado. Tenía esa belleza bondadosa y aburrida del príncipe de Disney que, por algún estúpido azar, siempre acababa con la chica. Desafiando su imagen por lo demás conservadora, llevaba el pelo, castaño tostado, largo y algo desaliñado, y las gafas de montura metálica le daban un aire moderno a lo John Lennon que, no le pasaba por alto, era pura fantasía. En menos de dos minutos ya había compartido con ella los hitos de su pedigrí educativo, incluido un prestigioso premio académico que llevaba el nombre de un excéntrico millonario que coleccionaba paisajes de la Escuela del Río Hudson. ¿En serio?, dijo ella, ya aburrida. Llevaba toda la vida tropezándose con gente como él. Era de aquellas personas que salían indemnes de la adolescencia, sin marcas, sin cicatrices identificables, sin historia aparente.
Pero resultó que tenían algunas cosas en común. Entre ellas, el tenis. George no tardó en revelar que había pertenecido al equipo de Williamstown. Bram no era elegante en su juego, pero sí tenía potencia y constancia. Los dos hombres jugaban a dobles todos los sábados, mientras Catherine y ella, junto con las mujeres de los otros, veían los partidos sentadas en tumbonas, o se estiraban en los prados que se extendían detrás de las canchas. Los niños correteaban descalzos. La pequeña de los Clare, Franny, se sentaba en la hierba y se ponía a deshojar margaritas, y después deslizaba los pétalos entre los dedos como si fueran copos de nieve. Alguna vez, un hombre soltaba una palabrota para escándalo de su mujer. George, concretamente, era conocido por su mal carácter en la pista. En una ocasión se sulfuró tanto cuando Bram falló un punto cantado, que arrojó la raqueta contra él, y tuvieron que darle unos cuantos puntos en una ceja. A ella le había parecido revelador que su compañero de juego no se hubiera ni molestado en disculparse. En cualquier caso, aquel era un pueblo pequeño, y había que aceptar a la gente tal como era. A veces, después de un partido, se iban todos juntos a tomar una copa al lúgubre bar del club, conocido por sus espeluznantes Bloody Marys, en los que los rábanos rallados flotaban como pintura desconchada sobre la superficie. Mientras estudiaba la ensayada pantomima de amor de los Clare, tenía destellos de revelaciones: ellos no eran gente de campo. No sabían vivir con toda aquella extensión de tierra. La gente decía que la granja que habían comprado estaba maldita. La tragedia de los Hale era uno de los temas favoritos durante las cenas de amigos en las que la gente bebía más de la cuenta y se permitía hacer comentarios desagradables sobre vecinos y accidentes mortales raros. A los chicos se los veía por el pueblo con su tío. Justine los vio una vez en Hack’s, haciendo carreras con los carritos, dando la nota, peleándose, pero la gente sentía compasión por ellos y no les decía nada. Un día, semanas después de la muerte de sus padres, pilló al hermano menor (Cole, se llamaba) robando unos filetes envasados, que se metía por dentro de la chaqueta. El chico dio por sentado que ella avisaría a alguien, y se quedó ahí mirándola, a la vez malcarado y vulnerable, y a ella le pareció que podía ponerse a llorar de un momento a otro. Al verle aquellos ojos deseabas que no le pillaran, y hasta que no lo vio salir por la puerta sin que le pasara nada, no respiró tranquila.
Muchos vecinos del pueblo asistieron al funeral que se celebró en la iglesia de Saint James, a la que Bram y ella también acudieron a presentar sus respetos. Los chicos estaban sentados en la primera fila, junto a su tío y a la novia de este. A Justine le llamaron la atención las caras de aquellos jóvenes, las unas derivaciones de las otras, las tres con los ojos más azules que había visto en su vida, y fue entonces cuando, en lo más profundo de sí misma, sintió el deseo de ser madre. Bram y ella regresaron a casa aquella noche e hicieron el amor como conejos, y no tomaron precauciones, y ella lloró en sus brazos por aquellos muchachos, y por el hijo que esperaba que hubieran concebido. Pero aquel arrebato de anhelo maternal no le duró mucho y, para alivio suyo, a la semana siguiente le vino la regla.
No tenía por qué dar clases. Suponía que lo hacía como una especie de voluntariado, de servicio a la comunidad, y para romper las ideas preconcebidas que la gente tenía sobre el tejer, que a menudo se consideraba un hobby caro, no una forma de arte. En todos los años que llevaba en Saginaw siempre se había sentido excluida por los intelectuales de Bellas Artes, los pintores y los escultores, que la relegaban al estatus de artesana, y que solo se mostraban interesados en su trabajo cuando querían comprar alguna bufanda en Navidad. Para Bram y para ella, el dinero no era ningún problema. Los dos estaban acostumbrados a tenerlo, y a tener mucho. Aun así, cuando se comparaba con los demás, le parecía que podría vivir fácilmente sin tenerlo. Era una persona creativa, y Bram y ella se habían comprometido a vivir de la tierra en la medida de lo posible. Ella gastaba alegremente, pero no de manera frívola, siempre con la idea de llevar una buena vida, con sentido. Pero también era selectiva, y a menudo se desplazaba más lejos para conseguir un producto determinado (carnes orgánicas, por ejemplo, que le compraban a un granjero de la localidad de Malta, en el condado de Saratoga, o vino, que adquirían directamente de un viticultor de Armenia). Aunque le encantaba encargarse de su ganado y mantener la granja, se trataba de un trabajo bastante exigente, y le gustaba disponer de aquellos ratos que pasaba sola en el coche, de aquella media hora de trayecto hasta Saginaw, resiguiendo el curso del río. Y le encantaba su aula espaciosa, llena de telares, y sus poquitos alumnos, que trabajaban con dedos ágiles e inexpertos, en silencio, tan entregados como arpistas.
No quería que George le cayera bien, pero le caía bien. Comían juntos en la cantina. Al principio se encontraban por casualidad, más o menos, y Justine se alegraba mucho de verlo. No es que lo encontrara especialmente interesante ni atractivo, pero él, de alguna manera, parecía reclamar aquellas atenciones, que le hicieran caso, como si, a cierto nivel, su ego estuviera sufriendo. Ahí sentados en una mesa pequeña, con sus bandejas y sus bocadillos calientes y su sopa de tomate, ella se descubría muy autocrítica y cohibida, dolorosamente consciente de que la cintura de la falda le apretaba demasiado, de que las caderas se le marcaban demasiado y deformaban la pana. Incluso las muecas de su rostro eran exageradas, demostraban un exceso de entusiasmo o de preocupación. Al poco tiempo, sus almuerzos compartidos se convirtieron en fijos, todos los martes y los jueves después de las clases de la mañana, en una mesa de la esquina del fondo, con vistas al jardín de esculturas salpicado de piezas modernas, raras, una de las cuales era una mano de piedra del tamaño de un buzón. George vestía con su uniforme de profesor universitario: camisas impecables, siempre blancas, el blazer granulado, los pantalones de color caqui y la pajarita. Justine se preguntaba, intrigada, cuánto tiempo dedicaría su mujer a planchar aquellas camisas con tanto primor, teniendo en cuenta que a ella planchar le parecía una pérdida de tiempo absoluta. ¿Qué tenían de malo las arrugas?
Catherine parecía agradable, adjetivo desafortunado pero adecuado en su caso. Era un espécimen frágil del sexo femenino, demasiado flaca incluso para su propia salud, creía Justine, y algo reservada, por más que George le explicaba, disculpándola, que era simplemente tímida. Catherine era bonita a su manera, pálida y delgada, un aspecto que perseguían muchas de las mujeres del club, las veraneantes. Ella había llegado a la conclusión de que se trataba de una manifestación de la moda, pero reconocía que podía ser muy crítica con las mujeres. A decir verdad, la mayoría de las mujeres no le resultaban demasiado interesantes. O, por expresarlo de manera más diplomática, no compartían los mismos intereses. La mayoría de las mujeres de su edad se ocupaban de criar a sus hijos. Era, simplemente, otro marco mental. Ella había aprendido a decirle a la gente, incluidos sus padres, que Bram y ella lo estaban intentando, aunque ella no estaba para nada segura de querer tener un hijo, y era evidente que Bram no la presionaba. Aquella especie de decisión personal no estaba nada de moda, pero Chosen era un lugar en el que uno podía escapar de los cimientos sociales que apuntalaban las expectativas convencionales. Ellos se relacionaban sobre todo con otros marginales e inconformistas. Muchas de las mujeres que conocía eran mayores, veteranas de matrimonios rotos, poetas, feministas, lesbianas. Asistía a las reuniones mensuales de un grupo de mujeres, y todas ellas exhibían alguna particularidad curtida, agresiva, que suscitaba la admiración de Justine, y con su ayuda había avanzado mucho en el descubrimiento de sus propias fortalezas personales.
Decidió que el azul era un buen color para Catherine. Se sentó al telar y empezó a tejer. Era un buen azul ultramar, del tono denso de esos ojos de las plumas de pavo real, y el grosor de aquella lana le hizo pensar en las ovejas que la habían producido. Abrigaba, acogía, pensó. Eso era precisamente lo que una mujer como Catherine necesitaba, porque un pueblo como ese podía no ser fácil para alguien como ella. Ella no era como esas mujeres ajadas, sacrificadas, que se veían por allí, que mostraban con orgullo las arrugas de la cara como si fueran los anillos de los troncos de los árboles. Mujeres de campo, ajenas a las frivolidades, al estilo, a las modas. Formaban parte del paisaje tanto como las vacas que pastaban, y se mostraban tan indiferentes como ellas. Catherine, en cambio, era de rasgos finos, delicada, y tenía los ojos del color de las campanas. A pesar de lo poco que parecía valorarse a sí misma, su belleza no pasaba desapercibida.
2
A finales de mes llegó una ola de calor que provocó cortes de luz incluso en Chosen. En las noticias salía gente durmiendo en las escaleras de incendios, o en los porches, y las temperaturas alcanzaron los treinta y ocho grados. La piscina del club se convirtió en el refugio de los Clare.
En los escalones de la parte que menos cubría, Catherine y Franny participaban en una merienda cuando apareció Justine como una de aquellas viejas actrices de Hollywood, con un bañador de una pieza y un albornoz de rizo, y una toalla puesta sobre los hombros como una estola de marta cibelina.
He tenido la corazonada de que os encontraría aquí. Se sentó con ellas en el borde de la piscina y hundió los pies en el agua.
En lo alto de la colina, Bram y George jugaban a tenis, los dos solos, y gruñían, maldecían y sudaban como cerdos.
Tengo topos, le dijo Franny a Justine haciéndose la importante y señalándose el bañador.
Me encantan los topos, dijo Justine.
Vamos a sentarnos ahí, a la sombra, dijo Catherine al salir de la piscina. Se secó un poco y extendió las toallas en la hierba.
¡A que no me pillas!, la desafió Franny.
¡A que sí!, dijo Justine, que se levantó y empezó a perseguirla. El césped le rozaba los tobillos.
¡No me atrapas!
Sobre la piscina, despacio despacio, caían unas hojas grandes, amarillas. Se estaba bien allí, bajo los árboles, con el viento que soplaba.
¡Mira!, dijo Franny, y dio una voltereta.
Ahora ya puedes trabajar en un circo, dijo Catherine.
Ya me parecía a mí que eras una mona. Justine le alborotó el pelo con la mano, y Franny soltó unos grititos simiescos y se puso a dar saltos de un lado a otro. Volvió y se dejó caer sobre el regazo de Justine.
Bueno, bueno, hola, dijo Justine, contenta de haber sido la elegida.
Ahora estoy cansada.
Catherine le sonrió a su hija soñolienta y dijo: Le caes bien, Justine. ¿Te importa?
No, claro que no.
En menos de un minuto, Franny se había quedado dormida sobre su pecho generoso.
Es por el acolchado, dijo. Qué niña tan adorable.
Sobre todo en momentos como este.
Catherine se tendió sobre la hierba, se sujetó la cabeza con las dos manos, con la vista fija en el cielo. Oían el golpeteo de la pelota de tenis en la pista, la conversación amortiguada de sus maridos. Pensó que todos se estaban haciendo amigos. Aquello estaba bien.
Justine. Con su voz grave, de bebedora de café y su pelo abundante, castaño. Catherine no había conocido nunca a nadie como ella. Se paseaba por ahí con su bañador entero y con más vello en las piernas que muchos hombres. Catherine le envidiaba el orgullo espontáneo, se notaba que se gustaba. A ella, en cambio, una sucesión de mentores envarados le habían inculcado desde hacía mucho tiempo que quererse una misma era de engreídos. Catherine se mostraba siempre vigilante y crítica consigo misma, se fijaba, se preocupaba, metía barriga, e incluso recurría a medidas de castigo como matarse de hambre o vomitar. Recuperar la figura después del nacimiento de Franny había sido todo un empeño. Ya no se acordaba de la última vez que se había paseado desnuda delante de George. Prefería considerarse a sí misma una persona recatada, pero había llegado a la conclusión de que en su caso recato era sinónimo de inseguridad. Su belleza física era lo único con lo que contaba para mantener el interés de George. Le preocupaba no poder conservarla, y también le preocupaba que no fuera suficiente.
Bram y tú… ¿no queréis tener hijos?
Debes de pensar que somos horribles, ¿no?
No, pero serías una gran madre.
¿En serio? Miró a Catherine esperanzada, pero enseguida dijo: No sabría qué hacer con un bebé.
Es una de esas cosas que se saben, sin más.
Pero es que nunca me he sentido preparada.
¿Y ahora?
Justine bajó la mirada y contempló la cabeza durmiente de Franny.
Quizá.
Yo tampoco estaba preparada, le confesó Catherine. No quería tener un hijo. Ni siquiera quería casarme con George. Sabía que no debería haber dicho eso, pero en cuanto las palabras salieron de su boca, se sintió liberada. Me daba demasiado miedo criarla yo sola.
Justine asintió, aunque Catherine dudaba que ella hubiera tomado la misma decisión. Suponía que ella habría interrumpido su embarazo y habría seguido adelante con su vida. Catherine no había sido capaz. Había usado la religión como excusa, pero si no lo había hecho no había sido por temor a Dios. Aunque entendía todos los argumentos, ella tenía sus propios principios. Valoraba la libertad tanto como cualquier otra (o al menos eso creía), pero la idea de que la libertad fuera un bien al que una tenía derecho era algo que no alcanzaba a comprender. La habían educado para creer que siempre había límites a la libertad, e incluso ahora le faltaba valor para combatirlos.
Para Catherine, la religión se había convertido en una excusa práctica para todo aquello que no le apetecía abordar, empezando por sus verdaderos sentimientos hacia George. A veces se preguntaba cómo habría sido su vida de haber tenido otros padres, con otros valores, pero una no escogía quién la educaba y le enseñaba en qué debía creer.
¿Y ahora cómo te sientes?, le preguntó Justine.
¿Qué quieres decir?
En relación con George, claro.
A veces Justine era tan directa que la ponía nerviosa.
Lo que te pregunto es si has llegado a quererlo. Ya sabes, como las parejas de los matrimonios concertados.
Sí, claro que le quiero, le mintió sin reservas. Es mi marido.
Oyeron el chirrido de la puerta en la verja de alambre que cercaba las canchas, y unos instantes después sus maridos aparecieron en la piscina con sus equipos blancos, las caras muy coloradas. Se les veía contentos, despreocupados. A medida que se acercaban, los dos hombres vieron que Franny estaba dormida y bajaron la voz. Catherine se dio cuenta de que a George no le pasaba por alto que era Justine la que sostenía a su hija en brazos mientras dormía. La expresión de su cara al ver así a Justine fue de ternura, pensó ella, tal vez incluso de amor, y se preguntó si Bram se habría percatado. Ese breve interludio se esfumó porque en ese preciso instante Franny se desperezó y levantó los brazos para que la cogiera su padre. Él la levantó con gran delicadeza, separándola de los brazos de Justine, y se la apoyó entre el hombro y el cuello mientras las dos parejas se alejaban por el prado camino de los coches.
Cada vez que se montaba en el coche de George, sobre todo cuando iban con Franny, se daba cuenta de que tenían maneras muy distintas de actuar en general. Entre otras cosas, él se negaba a instalar una sillita de bebé en el asiento trasero. Decía que bastaba con el cinturón de seguridad, y apelaba a su propia infancia, pero ella sabía que había otros motivos. Tener una sillita de bebé en el asiento trasero de su descapotable mancharía sin duda su imagen de profesor joven e independiente. Aunque no era obligatorio, desde que se habían trasladado al campo ella sí llevaba una en el asiento trasero de su camioneta. George casi nunca se montaba en el coche de ella. Siempre se burlaba de su manera de conducir, y la acusaba de «conducir como una mujer», de dar bandazos de un lado a otro de la carretera, lo que no era para nada cierto.
En el coche de George, ella se sentía siempre como una intrusa. Los asientos de piel, el olor tenue a cigarrillos eran la prueba de las cosas que hacía cuando no estaba con ella, de que hacía lo que le daba la gana.
George le abrochó el cinturón a Franny y se puso al volante. Él tenía el polo sudado, y a ella le llegaba el olor. Salieron del aparcamiento y se incorporó a la carretera. El viento les echaba el pelo hacia atrás.
Hace viento, mamá, dijo Franny.
¿Verdad que sí? Catherine le sonrió a su hija. Se fijó en un libro que asomaba en el maletín de George y lo sacó. Era un volumen muy gastado que llevaba por título El cielo y sus maravillas y el infierno.
¿Qué es esto?
Él arrugó la frente.
Es de Floyd. Quiere que lo lea. Está obsesionado con el chiflado este.
¿Con Swedenborg?
Le dio la vuelta al libro, que estaba medio desencuadernado.
No te preocupes, dijo él. Tú vas a ir al cielo, eso seguro.
No sé por qué, pero eso me ha sonado a insulto.
No es ningún insulto, Catherine. Vas a ser una de las pocas afortunadas.
¿Y tú, George? ¿Adónde vas a ir tú?
No sé por qué, pero eso me ha sonado a insulto, la imitó él, burlón.
Tú sabes bien por qué. Catherine tenía los brazos cruzados. Siempre haces lo que quieres.
Ah, ¿y tú no? Tú conseguiste exactamente lo que querías.
Ella lo miró fijamente sin decir nada. No valía la pena empezar a discutir. Él siempre le daba la vuelta a las cosas, siempre acababan hablando de ella. Era una estrategia para evitar hablar de las cosas de las que no quería hablar. ¿Qué quería ella? Aquella era la pregunta que ella misma nunca había sido capaz de responder.
Buena suerte con el libro, entonces, dijo, y lo dejó entre los dos.
Tú ya sabes que yo no creo en esas chorradas.
Sí, ya lo sé. Tú no crees en nada.
Él la miró mal, y a ella le pareció que contraatacaría con algún comentario desagradable, pero no lo hizo. Siguieron un rato en silencio, con el viento en la cara.
¿Qué tal el partido?
Comete unos fallos muy tontos. Le he dado una paliza.
Intentaba ser buena esposa. Era su deber. Él salía a intentar ganarse la vida. Cuando regresaba a casa estaba cansado. Tenía ciertas expectativas, pues su idea del matrimonio se acompañaba de una lista de añadidos, como por ejemplo un coche nuevo; el beso en la mejilla, el gin-tonic, el plato de queso y aceitunas, el periódico, la correspondencia.
Los rituales de la gente civilizada.
Ella ponía el mantel en la mesa y lo alisaba con la mano. Doblaba las servilletas y colocaba los cubiertos. Miraba por la ventana, por la que todavía se colaba la luz hasta que oscurecía, demasiado temprano.
¿Cómo te ha ido el día?, le preguntaba.
Él le hablaba de sus alumnos, de sus clases. Los demás profesores, le decía, eran distantes. ¿Qué tal el tuyo?
¿Qué podía contarle? Mientras su hija veía Romper Room, ella pasaba el aspirador, fregaba el suelo de la cocina, limpiaba los cuartos de baño y, cuando Franny derramaba la salsa de manzana, volvía a pasar la mopa. Fregaba los platos, hacía la colada, descolgaba las sábanas tibias del tendedero. Comían mientras caía un chaparrón, y después salían con las botas de agua y los impermeables, y hacían girar los paraguas como geishas, y subían por la ladera del monte hasta la cima. Siempre había algo que ver: los pájaros, tan variados y sorprendentes; las flores más pequeñas. Catherine le sujetaba el paraguas a Franny y dejaba que la niña bajara corriendo montaña abajo. Su impermeable rojo, tan pequeño, destacaba entre el verdor de la hierba. Pisaban los charcos con fuerza, se salpicaban las piernas de barro. Después, cuando Franny dormía la siesta, salía al campo a fumarse un cigarrillo, bajo la luna que empezaba a salir.
A él le habían asignado tres clases, sesenta alumnos en total. De noche, cuando tenía montañas de trabajos que evaluar, se encerraba en su estudio. Cuando Franny hacía demasiado ruido porque aporreaba la pandereta o agitaba las maracas, abría la puerta bruscamente y gritaba: ¡Deja de hacer ruido! ¡Papá no puede trabajar!
Después, cuando ella estaba acostada, a oscuras, sentía algo, a alguien, de pie a los pies de la cama. A veces despertaba de un sueño profundo tiritando de frío, como si estuviera durmiendo sobre un lecho de nieve.
Una noche despertó porque oyó el piano, una sola nota que se repetía una y otra vez.
Zarandeó a George para despertarlo.
¿Has oído eso?
Apaga la luz, joder.
Ella se quedaba despierta, esperando, esperando…, aunque no sabía qué era lo que esperaba.
Y entonces, sobre las tres de la madrugada, todas las noches, empezaba el drama con Franny.
Salía corriendo al pasillo, lloriqueando, y se subía a su cama, del lado de Catherine. Tengo miedo, mamá.
A Catherine no le importaba. De hecho, prefería saber que su pequeña estaba sana y salva a su lado. Pero George no lo toleraba. Inflexible como un sargento de maniobras, se levantaba de la cama, la cogía en brazos y se la llevaba a su cuarto, mientras ella chillaba y pataleaba.
Los niños no duermen con sus padres, le explicó la primera vez. Tiene que aprenderlo.
Con el corazón encogido, Catherine se quedaba ahí quieta, escuchando el llanto de su hija.
Déjala en paz. Si te levantas, lo lamentarás.
¿Por qué lo lamentaré?
Lo lamentarás, susurró él.
¿Qué, George? ¿Qué has dicho?
Pero él no respondió. Furioso, se dio la vuelta.
No voy a dormir aquí contigo. Catherine apartó las sábanas, se fue a la habitación de Franny y se metió en su cama. La abrazó con fuerza. Ahora estás a salvo, le dijo al oído. Duérmete.
La vas a malcriar, le dijo él a la mañana siguiente desde la puerta del dormitorio de la niña. Aquí lo que pasa es esto: el problema eres tú, Catherine, no Franny. Eres tú.
La situación se prolongó varias semanas. Agotada y algo desesperada, finalmente buscó la opinión de su pediatra, que confirmó que las alteraciones nocturnas del sueño eran el pan de cada día en niños pequeños que cambiaban de casa; podían tardar hasta un año en adaptarse. Le recetó un sedante suave. Es muy poca cosa, le dijo. La ayudará a superarlo.
Ella le dio las gracias y se llevó la receta, aunque sin la menor intención de ir buscar el medicamento a la farmacia. Salvo en el caso del Tylenol y de los antibióticos, no estaba a favor de dar medicamentos a los niños.
Cuando George regresó a casa, le explicó lo que le había dicho el médico, y discutieron. Él le revisó el bolso en busca de la receta, y fue a comprar el sedante él mismo. Aquella noche, añadió una cucharadita de aquel jarabe rosado al biberón de la niña. A los pocos minutos de habérselo tomado, su hija dormía profundamente.
Aun así, Catherine se quedó despierta, a la espera de que se desvelara, como de costumbre. Pero no se despertó.
Vaya, vaya, dijo George a la mañana siguiente, antes de salir a toda prisa hacia el trabajo. Los milagros de la medicina moderna. Pensada para ayudar a unos padres totalmente incompetentes como nosotros.
Ella se desmoronó, y telefoneó a su madre.
¿Qué tienes, Catherine? Pareces disgustada.
Por un momento pensó que lo mejor era contarle algo del todo intrascendente, mantener la conversación superficial y alegre, como prefería su madre, pero en ese momento necesitaba su ayuda. Echo de menos Nueva York, dijo, que era una manera de resumir muchas más cosas: echaba de menos su apartamento de antes, la mesita en la que tomaba café y dibujaba bodegones, y desde donde veía los remolcadores que pasaban por el río. Echaba de menos su barrio, la tienda de comida del chino que había impuesto la mano sobre la cabeza de Franny como quien comprueba el grado de madurez de un melón, la mujer polaca de la panadería, que siempre les regalaba una galleta, el zapatero remendón, que era patizambo y que arreglaba las suelas desgastadas de los zapatos de George. Las iglesias, el olor a incienso y a cera derretida, la angustia.
Echo de menos mi trabajo, dijo.
Estás compartiendo la vida con tu marido, dijo su madre. Por el bien de Franny. ¿No es eso lo que importa más?
Eso era lo que había hecho su madre por ella y por Agnes. Sacrificarse. La tradición de ceder se había transmitido de generación en generación como la vajilla de diario.
George y yo…, dijo. No somos…
¿No sois qué?
Compatibles. Era la palabra más diplomática que se le ocurrió.
Tu padre y yo tampoco lo somos, y mira cuánto hemos durado.
Catherine se quedó ahí de pie, enrollándose en el dedo índice el cable del teléfono, que cada vez le apretaba más. Habría querido decir: Es raro, insensible, le tengo miedo. Pero lo único que dijo fue: No nos llevamos bien.
Con un hijo pequeño, es difícil, le dijo su madre. Sé que no me crees, pero a todo el mundo le pasa lo mismo. Franny es lo primero, eso lo sabes. El amor lleva su tiempo. Y el matrimonio no es fácil. No lo ha sido nunca.
Ya lo sé, se oyó diciendo.
Y piensa en cómo lo pasarías tú sola. Criando a Franny. Ser madre soltera tampoco es fácil, ya sabes, tienes que cargar con todo, y además está el tema económico. No sé qué podrías permitirte, tú no tienes un sueldo fijo, y en tu trabajo…, bueno…, no se cobra mucho, ¿verdad? Acuérdate de tu pobre tía Frances, mira lo que le pasó. Acabarás de camarera en alguna parte, dejando a Franny al cuidado de desconocidos. ¿No puedes intentar, Cathy, quedarte con lo bueno? Hazlo por Franny, añadió.
No hace falta que sigas, mamá. Ya me has convencido. Y colgó.
Se llevó los cigarrillos al porche cubierto. Veía a Wade a lo lejos, con el tractor, arando el campo, pasando una y otra vez hacia delante y hacia atrás. Le llegaba muy amortiguada la canción de los Rolling Stones que oía en su transistor.
Estaba nublado y la niebla cubría los prados. El aire húmedo se le pegaba al cuerpo. Y ella estaba ahí en medio, de pie. Notaba que sus perfiles se difuminaban, como si pudiera fundirse con el paisaje opaco y desaparecer.