LA GRANJA HALE
Esta es la granja Hale.
Ahí está el viejo establo de ordeño, el resquicio oscuro que dice «encuéntrame».
Esta es la veleta, esta, la pila de leña.
Aquí está la casa, hervidero de historias.
Es temprano. El halcón sobrevuela en círculos el cielo despejado. Una pluma azul muy fina oscila en el aire. El aire es frío, radiante. La casa está en silencio, la cocina, el sofá de terciopelo azul, la taza de té pequeña y blanca.
La granja siempre canta por nosotros, sus familias perdidas, sus soldados y sus esposas. Durante la guerra, cuando venían con sus bayonetas y se abrían paso, las botas embarradas en la escalera. Patriotas. Bravucones. Maridos. Padres. Dormían en las camas heladas. Saqueaban la despensa en busca de tarros de melocotón en almíbar y remolachas dulces. Encendían grandes fogatas en los campos, las llamas se retorcían y se elevaban hacia los cielos. Unas fogatas que reían. Se les iluminaban las caras, tenían las manos calientes metidas en los bolsillos. Asaban cerdos y separaban del hueso la carne dulce, rosada. Al final se chupaban los dedos para limpiarse la grasa, y el sabor era conocido y era raro.
Después ha habido otros —ha habido muchos— que se han llevado algo, que han saqueado y han despojado. Hasta las tuberías de cobre, los azulejos de Delft.
Se llevaban todo lo que podían. Dejaban solo las paredes, los suelos pelados. El corazón palpitante en la despensa.
Aguardamos. Tenemos paciencia. Esperamos noticias. Esperamos a que nos cuenten. El viento intenta decirnos algo. Los árboles se agitan. Es el final de algo. Lo notamos. Pronto lo sabremos.