LOS MISTERIOS DE LA NATURALEZA

1

Eran amigas. Buenas amigas. Íntimas.

Daban largos paseos juntas, con sus perros, y llevaban a Franny en el cochecito. Su granja parecía sacada de un cuento infantil, con sus perros, sus ovejas, sus alpacas y sus gallinas. Las alpacas escupían. Se congregaban junto a la verja, distantes como adolescentes. Ella levantaba en brazos a Franny para que les acariciara el cuello.

Justine le enseñaba cosas. Le enseñaba a bordar, a hacer calceta, a preparar dahl. A Catherine le encantaba su casa, tan desorganizada, los cojines inmensos traídos de la India, su colección de animales y plantas, su cocina, que siempre olía tan bien. A diferencia del armario impecable de Catherine, Justine tenía su ropa amontonada. Se quedaba ahí de pie, medio desnuda, con sus pechos gauguinianos, sin la menor prisa por cubrirse, y rebuscaba entre las pilas de ropa algo limpio que ponerse, lo levantaba, lo olía, se lo ponía con decisión empezando por las mangas.

Preparaba café en una jarra de cristal, le servía una taza y le decía: Así te saldrá pelo en el pecho. Terrones de azúcar en un cuenco de cerámica. Cucharillas de plata. Traía galletas que había hecho ella misma, con mucha mantequilla, y mermelada de la despensa, en un tarro cubierto de telarañas.

Justine y Bram. Ellos vivían de otra manera. Siempre se estaban tocando, se besaban. No como George y ella, que siempre se evitaban.

En el baño de ellos, bajo una pila de revistas —Vogue, Mother Jones, The Christian Science Monitor— Catherine descubrió un libro titulado Behind Closed Doors. Era un libro grande, de sobremesa, y estaba lleno de fotografías en blanco y negro, de una pareja que mantenía relaciones sexuales: una especie de manual. Lo fue hojeando, tomando nota de las posiciones: el hombre y la mujer, su éxtasis, su danza del amor pálida, elegante, pasando por alto una aprensión conocida de que tenía entre manos algo que era sucio.

 

Justine pertenecía a un club femenino de la zona. Las socias se reunían una vez al mes en la sede central de Albany. Para recaudar fondos, el grupo patrocinaba una lectura de una poeta conocida, y ella invitó a Catherine a acompañarla. Catherine le había contado aquellos planes a George con mucha antelación, pero cuando llegó a casa aquella tarde él aseguró no recordar que le hubiera dicho nada. ¿Y dónde dices que vas?

Ya te lo conté, George. A una lectura poética.

Ya se había duchado y estaba vestida. Se había maquillado un poco y se había puesto unas gotas de aceite de rosa de té detrás de las orejas. Eso había sido idea de Justine, que le había regalado una botellita. Creo que te va bien, le había dicho.

George la miró con cara de pocos amigos. Ah, eso. ¿Y la cena?

Solo hay que calentarla. Y servirla.

Yo eso no me lo como, dijo él.

Ella lo miró, pero no dijo nada. Franny ya ha cenado. Está jugando con sus bloques de construcción.

Salió por la puerta, las mejillas encendidas, el corazón latiéndole con fuerza. Notaba que él estaba ahí de pie, junto a la puertamosquitera, observándola mientras ella escapaba.

Condujo más deprisa de la cuenta hasta la autopista. El sol le daba en los ojos. Ella no parpadeaba, miraba fijamente. El club estaba en el centro, en Madison. Cegada por el sol, estuvo a punto de pasar de largo la entrada del aparcamiento, que ya estaba lleno de coches. Era una antigua casa de fachada remozada, con porche delantero. Una placa confirmaba su solera: había sido construida en 1895, y formaba parte del Patrimonio Histórico Nacional. Mientras entraba en el atestado vestíbulo, se dio cuenta de que estaba nerviosa. Hacía mucho tiempo que no hacía nada ella sola, sin Franny, y se sentía como una de aquellas personas a las que han amputado algún miembro y todavía notan dolores súbitos en él. Con ganas de distraerse, se quitó el abrigo y la bufanda, metió la bufanda en una de las mangas del abrigo y se lo colgó del brazo. Se pasó el pelo por detrás de las orejas. El aire olía a café y a perfume. Miró a su alrededor, y entre la gente distinguió una mano que la llamaba. Justine. Le había reservado un asiento.

Se saludaron con un beso.

No pensaba que habría tanta gente, dijo Catherine.

Me alegro de que hayas podido venir.

Se instalaron en sus asientos. Catherine recorrió la sala con la mirada, fijándose en aquel centenar aproximado de mujeres ávidas de aprender algo nuevo. Madres que habían ido a la universidad, abuelas, estudiantes, de todas las edades y condiciones.

La poeta ya era famosa, no solo por sus poemas, sino también porque era una mujer casada que había declarado públicamente que era lesbiana. Ahí de pie, detrás del atril, era la imagen del coraje, la vulnerabilidad, la fortaleza. Su voz llegaba a los rincones más lejanos de aquella enorme sala. Mientras escuchaba, notaba que algo se desbloqueaba en su interior, que una parte de ella se liberaba.

Tras la lectura, las dos compraron un ejemplar del libro e hicieron cola para que la autora se lo dedicara. Con voz débil, asustada, Catherine le dijo que le había gustado oír los poemas. Lo que quiero decir, añadió, es que me siento agradecida.

La poeta le apretó la mano y le dio las gracias, concediendo a Catherine el profundo placer del reconocimiento.

Cuando ya llegaba a casa, desde el coche, vio que la luz de su estudio estaba encendida. Habría preferido que ya se hubiera acostado, pero él salió del cuarto tambaleante, como un borracho, y la miró, parpadeando mucho.

¿Cómo ha ido?

Interesante.

Le mostró el libro.

Él lo hojeó sin fijarse demasiado.

¿Qué significa este título? ¿El sueño del lenguaje común?

¿Qué crees tú que significa, George?

No tengo ni puta idea.

Que nos entendamos unos a otros es un sueño.

Él torció el gesto.

Que las mujeres entienden a los hombres y los hombres a las mujeres. Que compartimos un lenguaje común.

Menuda chorrada. ¿Desde cuándo te interesa la poesía?

Estoy ensanchando mis horizontes.

La verdad es que te está influyendo mucho, ¿no?

¿Qué?

Justine.

Somos amigas, George.

¿Crees que es lesbiana?

¿Lesbiana? No, claro que no.

¿Y desde cuándo eres tan experta en la materia?

¿Qué quieres decir exactamente?

Que no eres la persona más experimentada del mundo.

¿Y?

Que esa mujer tiene algo, un no sé qué, de bollera.

¿Por qué? ¿Porque no se depila las piernas?

Entre otras cosas, sí.

Eso es ridículo.

Él se encogió de hombros.

Lo preguntó de otra manera. ¿Hasta qué punto la conoces?

Creo que la conozco bien. Somos amigas.

Él se quedó ahí de pie, observándola.

Es evidente que tiene influencia sobre ti. Y no estoy seguro de que sea buena.

2

No era que no le cayera bien Justine. De hecho, eran buenos amigos. Él nunca había sido solamente amigo de una mujer. Por lo general, aquellas relaciones se confundían con el sexo. Pero percibía que ella estaba por encima de aquello. Además, era una aliada en la universidad. George había constatado una especie de animadversión soterrada entre miembros del departamento, que mantenían las distancias con él y lo trataban con fría indiferencia. Aunque su plaza podía llegar a ser fija, debería someterse a evaluaciones anuales, e iba a tener que cumplir con ciertos requisitos —publicaciones, un libro— si quería obtenerla. En su contrato de tres años se estipulaba que no habría aumentos de sueldo anuales (las muestras de aprecio eran excepcionales), y aun así se sentía agradecido por que le hubieran dado el empleo.

Justine llevaba años trabajando a tiempo parcial. Daba dos clases: una sobre Tejidos de Terciopelo en el Renacimiento, y una especie de seminario que llevaba por nombre Taller de Artesanía. Era tremendamente querida por los alumnos, sobre todo por sus alumnas. Él suponía que debía ejercer de Madre Gallina, que debía de mostrarse protectora y solícita. Muchas veces la veía pasar por los pasillos envuelta como una momia en telas de muchas texturas de las que colgaban ornamentos, como si de un árbol de Navidad se tratara. Y con cierta frecuencia eran visibles restos de comida, un hilo de judía germinada sobre el escote después del almuerzo, por ejemplo, o un paréntesis de chocolate en la comisura de los labios. Cuando quedaban todas las semanas en su mesa de siempre, ella llegaba con la noticia de alguna arbitrariedad que le corroía la conciencia. Era de esas personas que exigían tu atención plena antes de sermonearte sobre una gran variedad de acuciantes dilemas: su manifiesto sobre la igualdad de las mujeres o la ausencia de esta parecía ser su tema preferido. A decir verdad, a él le daba un poco de miedo. Últimamente, cuando la veía caminando frente a él, con su camarilla de amigas desamparadas, se desviaba para evitarla. Con sus gruesos jerséis de lana, parecían toscos animales de granja a los que hubieran sacado a pacer. Ella se envolvía en una bufanda interminable, y el pelo le caía sobre los hombros, y llevaba aquellos horribles pantalones anchos, y el hilo de un ovillo le asomaba de un bolsillo, y a veces unas agujas de madera sobresalían como armas. Cuando se lo planteaba, la encontraba incluso un poco repugnante. Pero a su mujer le parecía una diosa.

Había reclutado a Catherine para su círculo más íntimo de mujeres. Él las imaginaba como un culto de mujeres descontentas que se dedicaban a criticar a los hombres y a despotricar contra las malas cartas que les habían repartido al nacer. Catherine regresaba a casa de aquellas incursiones apenas reconocible, como si alguien le hubiera echado anfetaminas en el té. Su vocabulario empezaba a estar salpicado de palabras y expresiones que debía de haber sacado de algún libro de psicología barata sobre feminismo. «Necesito que me escuches», o «Mis expectativas sobre nuestra pareja no se están viendo satisfechas», o «Parece que no nos comunicamos».

Desde que se habían conocido, Catherine siempre había tenido un cierto recato, con sus faldas de lana y sus chaquetas de punto. Al principio, precisamente por ello, le había parecido sexi, si bien algo reprimida. Ahora, bajo el influjo de Justine, se vestía como una mujer de la pradera, con blusas de campesina y faldas largas, o con vaqueros anchos y camisas de franela que compraba en tiendas de ropa del ejército. Había empezado a recogerse el pelo en una trenza, como Justine, y su aspecto, como el de ella, era el de una persona que pasaba mucho tiempo al aire libre. Bajo la tutela de aquel espíritu libre, dejó de usar sujetador, sus pechos pequeños se movían bajo aquellas camisas anchas, haciendo ostentación de su rebeldía.

A él le perturbaba aquella transformación. Entre otras cosas, porque su mujer era la persona más superficial del mundo: superficial y crédula, combinación nada buena en manos de una mente como la de Justine. Catherine, claro está, creía de sí misma que era todo lo contrario. Era lista, sí (había sido muy buena alumna), pero si se le pedía que expusiera ideas propias, le costaba bastante dar con una. En ese sentido, Justine era su antítesis. Trataba sobre cualquier cosa, insistía e insistía, perforaba hasta el fondo como una termita.

No habían vuelto a hablar desde aquella noche en casa de Floyd (la noche de su pirotecnia alucinógena), y al recordar su beso baboso, su magreo patético, se sentía sinceramente avergonzado. Había estado merodeando por el campus, intentando evitarla, hasta que ella lo arrinconó en la cafetería y lo atrapó con su mirada.

Me estás evitando, le dijo.

En absoluto. He estado ocupado.

Se miraron. En aquel contexto, ella era la misma Justine de siempre, corpulenta, intuitiva, asilvestrada.

Y sobre la otra noche…, dijo él.

No hace falta ni mencionarla.

Él le miró los pechos, los labios carnosos.

Yo no soy así, Justine.

Yo tampoco.

Bien, dijo él. Qué alivio.

Llego tarde. Sonrió. ¿Nos vemos luego?

Hasta luego.

Semanas después, volvió a encontrarse con ella en el patio. Llovía, él la dejó meterse debajo de su paraguas. Ella, claro está, no llevaba ninguno. No era mujer de soluciones prácticas. Lo suyo eran las experiencias.

¿Has recibido mis notas?

Se habían ido amontonando en su buzón. «Tengo que hablar contigo», decía la primera. «Es bastante importante».

Sí, lo siento. He estado ocupado.

¿Quieres que pidamos algo de comer?

Entraron en la cantina. Su mesa de siempre estaba ocupada, y encontraron otra cerca del fondo, alejada de los grupos de alumnos. Ella fue sacando las cosas de la bandeja y organizándolas como si fueran los ingredientes de un experimento elaborado.

Estoy algo preocupada por Catherine, dijo ella.

¿Preocupada? ¿Por qué?

Parece deprimida.

Él vio que le daba un bocado enorme a su bocadillo.

Tienes motivos para preocuparte. Se deprime mucho. Es una enfermedad. Se está medicando.

Entiendo.

Él estaba seguro de que aquella información había sido un golpe para ella. Era algo que no podía atribuirle a él.

Se está adelgazando mucho. ¿No te has dado cuenta?

Claro que se había dado cuenta.

Tiene tendencias autodestructivas, dijo él.

Más de una vez la había oído en el baño provocándose el vómito, pero no le dijo nada a Justine en ese momento.

Cuando nos vemos me comenta cosas.

¿Qué cosas?

Cosas sobre ti.

Bueno, dijo él. No me sorprende demasiado. Tiene visiones, creo. Paranoia. Tiene problemas de confianza.

Pero Justine no se lo creía. Su gesto era una mezcla de desagrado y condena.

Tienes respuesta para todo, ¿verdad, George?

Oye, dijo él, haciendo acopio de una tolerancia benévola. Ya sabes lo que se dice de las mudanzas, de los cambios de residencia. Hace falta un periodo de adaptación. Ella echa de menos Nueva York, a sus amistades. Aunque tú le has hecho mucho bien, para ella no es lo mismo estar aquí.

Se dio cuenta de que aquello le había dolido. Después de todo, no había nadie como ella: qué brillantez, qué sofisticación, qué integridad. ¿Cómo iba a necesitar a alguien más su impresionable esposa?

No te lo tomes a mal, Justine, pero a mí la que me preocupa eres tú.

Ella arqueó las cejas, asombrada.

¿Yo?

Pareces…

¿Qué?

Por el tono de voz se notaba que estaba indignada.

Perdóname, le dijo él, como admitiendo un secreto que nadie más podía saber, pero pareces estar algo obsesionada con mi mujer.

Eso es ridículo. Somos amigas. Los amigos se cuidan unos a otros.

Él se limitó a sonreír.

Molesta, consultó la hora.

Mira, ahora tengo clase, pero me parece que esto queda pendiente.

¿Esto? Le tocó la mano. ¿Esto?

Ella la retiró. Apartó la mirada.

Cree que le eres infiel.

Él no dijo nada y se mantuvo a la espera.

¿Es verdad?

Claro que no. Meneó la cabeza, como si se sintiera profundamente insultado. Catherine es el amor de mi vida, dijo, y vio que a ella le cambiaba la cara. ¿Por qué iba a hacer yo algo así?

Justine parecía enfadada, y tal vez ofendida. Se levantó y recogió sus cosas.

Yo no lo sé, George. ¿Por qué ibas a hacerlo?

 

A la mañana siguiente, mientras estaba frente al espejo anudándose la corbata, Catherine le propuso que fueran a ver a un consejero matrimonial.

Está claro que no nos comunicamos, le dijo. Tal vez eso nos ayude. Justine cree que sí.

Me niego a hablar con un desconocido sobre un problema que no creo que tengamos.

Se acercó a ella y la abrazó.

Estamos bien, Catherine. Lo que tenemos que hacer es pasar más tiempo juntos.

Ella se quedó ahí quieta, con el ceño fruncido.

Ya casi no te veo nunca, George.

Precisamente, eso es lo que digo yo. Mira, pregúntale a Cole a ver si puede quedarse esta noche. Hoy te saco a cenar.

Fueron al Blue Plate, un café bullicioso conocido por su cocina americana saludable: pastel de carne, macarrones con queso, estofado, atún a la cazuela. No era exactamente el local ideal para una velada romántica, pero a ella le iba muy bien. Pidió trucha, el plato que engordaba menos de toda la carta, y apartó todas las almendras hacia el borde del plato. Usando el cuchillo a modo de bisturí, le quitó la espina al pescado con movimientos cohibidos, irritantes. Mientras él salivaba frente a su plato de pasta a la boloñesa, pensó que en realidad la detestaba.

¿Cómo deshacer lo que ya estaba hecho?, se preguntaba, antes de responderse, simplemente: La dejaré.

Sonrió, tranquilizándola, y le apretó la mano.

Este sitio es genial.

Después de cenar dieron un paseo por el pueblo. Al pasar frente al ventanal de Blake, vio de refilón el destello maligno del pelo de Willis. Estaba de pie, junto a la barra, con Eddy Hale, y el muy hijo de puta le tenía la mano en el culo.

¿George?

Entremos a tomar una copa.

¿Ahora?

¿Por qué no? Le cogió la mano. Vamos, será divertido.

Se abrieron paso entre la multitud hasta el otro extremo de la barra, desde donde podría observar a Willis sin ser visto. El local lo frecuentaba gente del pueblo, y se alegró de no encontrarse a nadie de la universidad. Por encima del hombro de su mujer, y a través de los intersticios que dejaban los otros cuerpos, entreveía a su amante y al chico. Eddy tenía amigos, conocía a gente, y todos contaban chistes, y las carcajadas rebotaban en el techo de hojalata. Mientras su mujer bebía a sorbos su vino con gaseosa, él se bajó dos tragos de vodka, y cuando volvió a mirar vio que Willis había desaparecido. Su novio seguía allí, en el bar.

Tengo que ir al baño, informó a su mujer. Intenta no ligar con nadie.

Ella se rio, y él se sentía magnánimo mientras se dirigía al fondo del bar. Willis esperaba junto a la puerta del baño de señoras, de espaldas a él, y cuando el baño quedó libre, la empujó dentro y cerró la puerta con el pestillo.

¿Qué estás haciendo? ¡Apártate de mí o grito!

Pero él la echó contra las baldosas de la pared, le bajó las bragas y la penetró allí mismo, y a continuación la levantó y la sentó en el lavabo, y ella le mordió las manos.

Estás enfermo, le dijo. Hemos terminado.

La dejó allí, retocándose la cara en el espejo.

¿Por qué has tardado tanto?, le preguntó su mujer.

Había mucha cola.

Se terminó la copa y dejó unos billetes sobre la barra. Vio a Willis, que avanzaba hacia el chico, pero la luz era tan tenue que le era imposible leerle el gesto. Aquella sería la última vez, pensó.

Ya en la calle, le sorprendió lo estridente y descarnado que se veía el pueblo, lo vacío que estaba, y atrajo hacia sí a Catherine y la besó, ensalzándola mentalmente por su pureza, por su recato.

3

Acabó bastante borracha, y volvió a casa de Eddy. Vomitó, y él la ayudó y la dejó dormir en el sofá. A la mañana siguiente despertó con escalofríos. Su tío estaba sentado a la mesa, tomando café y leyendo el periódico.

Soy amiga de Eddy.

Él asintió.

¿Quieres café?

Vale, sí.

Diría que te hace falta.

Él llevaba puesta una bata vieja. Chapas de identificación al cuello. Pulseras conmemorativas de prisioneros de guerra en ambas muñecas. Solo había una manera de acabar con unos ojos como los suyos. Seguramente había sido guapo en su momento, pensó. Ella se sentó a la mesa y esperó mientras él se acercaba a la encimera y le servía un café. Con mano temblorosa, dejó la taza delante de ella, y ella le dio las gracias.

¿Noche movidita?

Ella asintió.

Bébetelo todo.

El café estaba espeso y amargo. Ella se sintió peor, pero se lo terminó.

Tú eres la chica, dijo él.

¿Qué chica?

Digamos que he oído cosas.

En ese momento, Eddy bajó la escalera en calzoncillos y camiseta imperio. La besó en la frente y soltó un silbido.

¡Estás ardiendo! ¿No estarás enferma?

Eso no es una enfermedad, dijo su tío.

Eddy la llevó a casa en coche.

No le caigo bien, dijo ella.

De entrada, no le cae bien nadie.

Subieron a su cuarto, y él la acostó y le quitó la ropa, y le puso una toalla empapada sobre la frente.

Volveré luego para ver cómo sigues.

Ella asintió. Tenía ganas de llorar. Quería que viniera su madre.

Eddy, dijo cuando él se acercaba a la puerta. Su intención era contárselo, pero cuando se volvió y la miró con aquellos ojos tan azules y abiertos como el cielo, cambió de opinión, y lo que dijo fue: Tengo que irme de aquí pronto.

Él asintió.

Ya lo sé.

Pronto, repitió ella.

Sí, pronto.

Hacía frío en aquel cuarto pequeño. Ella observaba el rectángulo blanco de luz afilada. Creía que tal vez pudiera dirigirse hacia el oeste haciendo autostop. Lo importante era irse. Alejarse de George. Lo de menos era dónde.

Cuando estuviera de nuevo en casa, su padre hablaría de sus clientes, sobre todo de los casos de asesinato. Casi siempre creía que eran inocentes. Aseguraba que de no ser así no aceptaba los casos, pero a veces no lo eran. No te puedes implicar emocionalmente, le decía. Todo se reducía a establecer una conexión con el jurado. Con los más listos del jurado, que eran los que podían influir en los demás. Siempre había uno o dos.

Lo había visto trabajar en los tribunales algunas veces. Veía cómo lo miraba el tribunal popular. Hacían esfuerzos por que no les cayera bien, pero les caía bien. Veían en su padre las mismas debilidades que conocían en ellos mismos. Aquella manera de moverse, como un animal casi extinto, cargado por un gran peso, un búfalo de agua, tal vez, encorvado, desarmado por la vida y su miríada de infidelidades. Medio calvo, congestionado, gordo, divorciado, un padre de mierda, resignado al exceso. Así era él. Y lo adoraban por eso.

Entraba el juez: todos se ponían en pie. Todos los asientos chasqueaban al unísono, como el galopar de caballos. Era todo un espectáculo. Intentaban no mirar al acusado, y se preguntaban si el traje que llevaba sería suyo o se lo habría dejado alguna organización benéfica. El acusado: tan corriente y tan malo como la mejor clase de droga. Y el fiscal, haciendo honor a su cargo, poniendo de relieve las pruebas, los recordatorios de la amenaza. Rebajando al acusado con mareante desapego. Pautando su destino mediante instantáneas de cadáveres, sábanas ensangrentadas, armas de tortura que podían encontrarse en cualquier casa, imágenes poco favorecedoras de novias, esposas.

Cuando le llegaba el turno a él, su padre se tomaba su tiempo antes de levantarse de la mesa, como si se tratara de un acto sagrado. Como si supiera algo que ellos no sabían y estuviera por encima de aquella farsa, como si todo fuera solo un espectáculo. Y ahí había una vida —la vida de ese hombre— pendiendo de un hilo. Entonces miraba desde arriba al jurado: Su destino está en vuestras manos.

Con aquel traje de corte recto y sus zapatos bien lustrados, serpenteaba hasta el estrado como un hombre que se acercara a una mujer ligera de cascos en un bar, pero en cambio formulaba sus preguntas con voz de sacerdote. Ya no importaba lo que estuvieran pensando, porque él SABÍA que el acusado era inocente, y tarde o temprano el jurado también lo sabría.

Su padre podía hacerte creer que te entendía, aunque hubieras hecho cosas que rayaban en lo increíble. De alguna manera, mentalmente justificaba que, en ciertas circunstancias, uno podía verse empujado a hacer cualquier cosa.

 

Un día, poco después de conocerla, George la llevó a Hudson. Había tenido clase aquella mañana, y todavía llevaba la ropa de profesor, pero se veía atractivo con su pequeño Fiat verde, y viajaban con la capota bajada, y él le metió la mano entre las piernas. Como un nido de ave, le dijo, tirándole del vello.

Llegaron hasta Olana, recorrieron las estancias, pasearon por la finca, y él le mostró la extraordinaria vista que Frederic Church había hecho famosa.

La llevó a comer a un restaurante mexicano en el que nadie hablaba inglés. Tomaron sangría y hablaron sobre arte, y ella hacía como que no sabía nada. A él le gustaba saber más, ser el experto. Ella no le dijo nada sobre la colección de su madre, que incluía un Picasso, un Braque y un Chagall, porque solo habría servido para enrarecer las cosas. Tampoco le contó que su padre acababa de comprarle a su novia, Portia, un ático de cuatro millones de dólares. Ni le habló del dinero que tenía ella, ni de que con una simple llamada de teléfono podía conseguir prácticamente todo lo que quisiera. No le contó a George nada de todo aquello porque sabía quién era él. Su madre le había enseñado a leer a la gente. Era un mecanismo de seguridad, le decía ella. Porque tú tienes tanto…

George era una persona de menú limitado, como decía su padre. Como la mayoría de la gente, incluida ella misma, él era un producto de su educación. Quería capturarla. No sabía nada de lo que era tener dinero de verdad, de que hacerse rico era algo que le podía ocurrir a cualquiera.

Después de comer, pasearon por Warren Street, admirando antigüedades. Él sabía mucho de muebles. Entraron en una tienda llena de armarios y roperos aparatosos, salas llenas de sillas. Son Chippendale, dijo, de muy buena calidad. Y esta es Federal. De una silla en concreto le explicó que estaba diseñada con forma de diamante para que los soldados pudieran sentarse sin tener que quitarse las espadas. Le contó que había trabajado en la tienda de muebles de su familia, que su padre le había hecho estudiar antigüedades, a pesar de que las cosas que ellos vendían eran nuevas y casi todas se hacían en fábricas. Su misión allí era sacar brillo a los muebles, y que lo detestaba. Su padre no soportaba que los clientes lo tocaran todo, y tenían un abrillantador especial para eliminar las huellas.

Cuando volvían a Chosen, él empezó a hablarle de su mujer, de la posibilidad de divorciarse, de que ella se quedaría con la custodia de la niña. «Por encima de mi cadáver», fue la expresión que usó, un tópico, lo sabía, pero que dejaba clara su postura. En cualquier caso, había sonado terrorífico.

Y luego había otras cosas. Su manera de hablar de los demás profesores, de burlarse de su jefe. Era competitivo. Creía que era más listo que los demás. Se notaba que no le importaba nada. Podía ser despiadado.

De pronto el coche impactó con algo, y el Fiat se desvió al arcén. Se bajaron del coche. Era un ciervo, todavía con vida. Al coche no le había pasado nada, pero había sangre en el guardabarros, y había salpicaduras en el parabrisas. El ciervo emitía un sonido desgarrador.

George se plantó delante del animal, observándolo. El ciervo no dejaba de agitar la cabeza, miraba nervioso con aquellos ojos enormes, aterrados.

¿Qué hacemos, George? Está sufriendo.

Pero él parecía no oírla.

¡George!

Él la miró sin el menor atisbo de emoción en el rostro. Y a continuación empezó a patear al animal en la cabeza, una y otra vez, y ella le gritaba que parase, le pedía por favor que no siguiera.

Después se quedó quieto. Tenía el zapato y la pernera del pantalón ensangrentados.

Sube al coche, le dijo.

Al cabo de un rato llegaron a una gasolinera, donde tiró los zapatos a la basura y recogió muchas toallitas de papel de un dispensador que había junto a las mangueras.

Mójalas con agua, le dijo.

Tuvo que pedir la llave. El cuarto estaba asqueroso y apestaba a orines. Alguien había escrito «coñolingus» en el espejo con un rotulador. Miró su reflejo más allá de las letras: pálida, anémica, como una niña a la que hubieran vaciado de algo.

Límpialo, le dijo él, señalando el guardabarros.

Ella eliminó la sangre mientras él, de pie, la observaba. Le hizo pensar en su padre dándole órdenes: Limpia esto, seca eso. Y se preguntó cómo habrían sido las cosas en el caso de George.

Echó a la basura las toallitas sucias, y entonces vio que tenía sangre en las manos.

Sube al coche, le dijo él.

Deja que me lave las…

Pero él la agarró por el brazo.

Tenemos que volver a casa, zanjó. Mi familia me está esperando.

4

A medio semestre, acompañó a un grupo de alumnos al MoMA. Al montarse en el autocar, le sorprendió ver a Justine. El otro acompañante no ha podido venir, le dijo. Floyd me ha pedido que te ayude.

Para su alivio, vio que se sentaba con una de sus alumnas. Él ocupó un sitio solo. Al llegar al puente George Washington había mucho tráfico, y desde la altura se dedicó a observar a la gente de los coches.

En el museo, consiguió perderla de vista, y se sintió victorioso paseándose, solo, por las galerías luminosas. Se tropezaron en la cuarta planta, delante de un Cy Twombly.

A mí me parece que es genial, dijo ella.

Vive en Roma.

Su uso del lápiz… Una línea puede convertirse en cualquier cosa.

Dicho de esa manera, sonaba fatal. Se esfumó unos instantes, y reapareció delante de La Voz, de Barnett Newman, un cuadrado grande, blanco, con una de sus famosas franjas en un extremo.

Este está muy bien, dijo ella. Me gusta.

Él lo contemplaba con indiferencia. No era de esas pinturas que gustaban o no gustaban; eso no siempre era relevante, y menos cuando se trataba de belleza. La sala parecía iluminada en exceso, y sus extremos reverberaban. Las luces eran intensas. Empezó a dolerle la cabeza.

Ella estaba ahí de pie, con los brazos en jarras, ladeando la cabeza a un lado y a otro.

Me gusta que no pida nada, dijo finalmente. Sencillamente, es.

Él gruñó a modo de respuesta.

Se está haciendo tarde, Justine. Será mejor que vayamos a buscarlos.

Cuando estaban saliendo del museo y ya se abrían paso por el vestíbulo atestado de gente, alguien le tocó el hombro y pronunció su nombre. La voz era familiar, aguda, acusadora. Se volvió y vio a su tutor, Warren Shelby.

Warren, balbuceó.

Alguien me llamó preguntándome por ti, dijo Shelby. Sobre tu título. Sobre la carta que escribí en tu favor… Meneó la cabeza como si tuviera dolor de muelas. A continuación se hizo una pausa incómoda, al darse cuenta los dos de que Justine estaba escuchando con mucha atención.

No sé de dónde sacas ese temple, dijo, frotándose la frente, como abstraído. Realmente, no lo sé.

Los dos lo vieron alejarse.

¿De qué iba eso?, le preguntó Justine mientras caminaban hacia el autocar.

No tengo ni idea.

Pues yo creo que sí la tienes.

Esto es lo que creo yo, dijo él. Creo que pertenece a la categoría de lo que no tiene la menor importancia, sobre todo por lo que a ti respecta. Eso fue otro capítulo de mi vida. Pertenece al pasado.

Justine negó con la cabeza.

Ese tipo parecía bastante molesto.

Se subieron al autocar y se sentaron juntos mientras los alumnos se iban montando y ocupaban sus asientos. Un momento después, el conductor arrancó y se incorporó al tráfico de Midtown.

Tengo la clara sensación de que no confías en mí.

Tal vez no. Justine esperó a que él dijera algo que aplacara sus sospechas, pero él parecía desconcertado.

Me odio a mí misma por aquella noche, dijo ella, que se levantó y fue a ocupar el único asiento libre, detrás del conductor. Volvió la cabeza ligeramente, enviándole flechas venenosas telepáticamente. Él se obligaba a mirar por la ventanilla mientras el autocar avanzaba despacio por la ciudad, y el sol, que ya estaba muy bajo, radiante, perfilado, le obligaba a cerrar los ojos.

Cuando llegó a casa, Catherine tenía lista la cena. La mesa ya estaba puesta. La cocina olía a comino. Ella tenía las mejillas encendidas de estar cerca del horno. Aquella nueva Catherine le ponía nervioso. Se fijó en la comida que había en la mesa, un plato raro con arroz, y le dio un poco de asco.

Ya no tardaría, pensó. Aquella no iba a ser la última palabra de Warren Shelby.

¿Qué tal el día?, le preguntó ella, cogiéndole el maletín.

Huele bien. Bajo en un momento.

Agotado, subió con la esperanza de que si se lavaba la cara… Pero en ese momento Franny salió de su habitación y se le subió a la pierna, como un mono. Él no estaba de humor. Apartó sus pequeñas garras y siguió avanzando, y ella se echó a llorar.

¿George?

Oh, madre al rescate. Por el amor de Dios, murmuró él.

George, ¿qué ha pasado? Franny, baja con mamá.

No hace falta que vengas corriendo a ver qué pasa cada vez. Vas a malcriarla.

¡Mamá!, gritó la niña, frotándose los ojos con sus puñitos.

Baja, Franny. Ahora mismo.

«Por el amor de Dios». ¡La niña está bien, Catherine! Agárrate a la barandilla, le dijo a su hija.

Está bien, papá, dijo Franny, medio sollozando aún.

¿George?

Su mujer lo miró desde abajo, a la espera de alguna explicación.

Estoy cansado. Voy a estirarme un momento.

En el dormitorio, se tendió en la cama, clavó la vista en el techo y cerró los ojos.

Te has quedado dormido, dijo ella.

La habitación estaba a oscuras.

No me encuentro muy bien.

¿Qué te pasa?

Él negó con la cabeza. Tenía los ojos llorosos.

Un catarro, tal vez.

Ya he visto que estabas pálido.

Estoy bien.

Se volvió, y ella se dirigió hacia la puerta. Él notaba que lo observaba. Finalmente, la cerró.

Sus voces se colaban a través de los viejos tablones del suelo. Su mujer y su hija, las únicas declaraciones auténticas de su éxito, de su vida. Los piececillos de Franny correteando por toda la casa. En la tele daban algo sobre babuinos. Siempre había documentales sobre babuinos, no sabía por qué. Con aquellos culos tan estridentes, era un milagro que hubieran resistido con aquella dignidad.

 

No sabía bien cómo, pero sobrevivió al fin de semana. Instaló las ventanas protectoras para las tormentas ayudándose de la escalera de mano que había en el establo. Taló un árbol enfermo y lo cortó para hacer leña. Tardaría días en amontonarla toda, pensó, secándose la frente sudorosa con la manga de la chaqueta.

El lunes por la mañana, en la facultad, dominado por una sensación de mal presagio, suspendió la clase de la tarde y se fue a casa para estar solo. En la cabeza sentía el peso de la complicación, una presión que solo aplacaba el whisky y el silencio de su estudio. Pensó que lo que tenía era migraña. Se tendió en el sofá. Oía el aullido del viento, y las hojas secas que arrastraba. Recordó una conversación que había mantenido una vez con DeBeers sobre conspiraciones. Así era como se sentía él ahora, como si el mundo se hubiera puesto en marcha para atraparlo.

 

DeBeers estaba fuera ese fin de semana, había ido a una conferencia que se celebraba en Chicago, y el departamento estaba anormalmente silencioso. George prefería la soledad de su despacho. Se quedaba hasta tarde todos los días, corrigiendo trabajos. Alguna vez bajaba a la cabina para llamar a Willis, pero el teléfono del establo sonaba y sonaba, y no descolgaba nadie. Una vez sí respondió uno de los mozos de cuadra sudamericanos. Él esperó mientras el chico iba a avisarla. Oía el relinchar de los caballos. Cuando volvió le dijo que estaba ocupada, que no podía ponerse al teléfono. Otra noche se acercó hasta allí en coche. Se quedó sentado tras el volante, a oscuras, observando su ventana. Estaba ahí, lo sabía. Veía su sombra en el estor, y la de alguien más: ese chico, Eddy Hale.

 

A su regreso, DeBeers convocó a George a su despacho. Antes de irse a Chicago, Floyd le había comentado que ese día pensaba llegar navegando hasta el puerto deportivo de Albany, donde guardaba su barco en invierno, y George dio por sentado que le pediría que lo acompañara.

Ya puede entrar, le dijo Edith, formal, como siempre. Le está esperando.

Hola, Floyd, dijo extendiendo la mano.

DeBeers se la estrechó, incómodo, y esbozó una sonrisa forzada.

Mira, George, iré directo al grano. En la conferencia me encontré con Warren Shelby.

George comprendió al momento lo que estaba a punto de ocurrir.

DeBeers cogió la pipa y buceó con los dedos, ágilmente, en un sobre de picadura. A George se le ocurrió que era como pillarlo en un acto obsceno. Metió un poco de tabaco en la cazoleta y encendió la pipa.

Esta carta… Sacó una página color crema de un archivador. Según dice, no la escribió él. Me dijo que tú se la solicitaste y él te respondió que no podía, que…

Su conciencia se lo impedía, remató George.

DeBeers lo miró.

¿La falsificaste?

Escribí la carta de recomendación que me merecía, soltó. Se sintió bien diciéndolo, porque era verdad.

Su jefe lo estudió con detalle.

Tengo que pensar en todo esto, George.

Lo entiendo.

Pero la expresión de su cara le decía que ya había tomado la decisión. No le extrañaría nada que ya hubiera redactado una carta pidiéndole su renuncia.

Ya te diré algo, añadió DeBeers en el tono de voz inofensivo que uno usa cuando habla con alguien que está algo demente.

Al regresar a su despacho notó que le pesaban mucho las piernas. Se pasó unos minutos ahí sentado, sin hacer nada. Suponía que habrían comprobado el resto de sus méritos, aquellos esotéricos reconocimientos y becas. Ya no faltaba mucho.

Salió y fue a sentarse en el cenador. Hacía un calor anormal para la época. Contempló el río. Un buen viento, el agua oscura.

Desde donde se encontraba había una buena vista de Patterson Hall. Cuando vio a DeBeers dirigirse al muelle, le siguió los pasos, aunque manteniendo una distancia prudencial. Tal vez no estuviera pensando con claridad, era posible, pero en aquellas situaciones uno debía hacer caso de su instinto. Era viernes, ya habían dado las cinco y todo el mundo se había ido ya. George lo vio subirse al barco, arrancar el motor y prepararse para zarpar. Sigilosamente, se subió a la cubierta justo en el momento en que DeBeers soltaba amarras.

George, dijo su jefe, sobresaltado.

¿Te importa si te acompaño?

DeBeers lo estudió brevemente, deduciendo, al parecer, que estaba necesitado de consuelo, y asintió.

Supongo que no. Navego hasta Albany. Hoy voy a dejarlo allí.

Sí, lo sé. Me lo comentaste antes de irte.

Él asintió.

Sí, sí, me acuerdo.

No hay sitio mejor para aclarar las cosas que el agua, dijo George, incauto. Me gustaría tener la oportunidad de explicarme. Se fijó en la cara colorada del hombre. Seguimos siendo amigos, espero.

Los amigos no se mienten, dijo DeBeers, muy erguido, con porte sacerdotal. Agarró la caña del timón y dio gas.

Por razones que aún hoy se me escapan, no era muy querido en el departamento.

La falsificación es delito, George. No puedo tenerte entre mi personal. Lo miró desafiante. Voy a tener que revisar tus demás méritos. Y después habremos de informar a Recursos Humanos. Es parte del procedimiento. No eres el único al que pillan con la guardia baja, George. La verdad es que a mí me gustaba tenerte con nosotros. Me parecía que estábamos llegando a alguna parte.

¿Llegando a alguna parte?

Tú y yo. Parecías estar abriéndote.

George asintió, como si entendiera, pero aquellas afirmaciones no podían estar más alejadas de la verdad. En todo caso, su visión se había visto tergiversada, diluida, malinterpretada.

Se sentó pesadamente en el banco. Había empezado a sudar. Le asombraba que su carrera profesional estuviera llegando a su fin. Oía las puertas metálicas de su destino retumbando al cerrarse ante un estafador caído en desgracia al que nadie contrataría.

Ya estaban lejos de la orilla, en aguas profundas. DeBeers había desplegado las velas y había apagado el motor. Pronto anochecería.

George…, le dijo. ¿Estás bien?

La verdad es que no me encuentro muy bien. Floyd.

De pronto, vomitó en la cubierta.

Vaya por Dios, hombre, dijo DeBeers apoyándole una mano en la espalda para reconfortarlo. Mira, estoy seguro de que esto puede solucionarse.

George empezó a llorar en silencio, y se dio cuenta de que Floyd había virado y había puesto rumbo al muelle. Movido por un impulso, rodeó con los brazos las piernas de su jefe y le hizo perder el equilibrio. En cuestión de segundos Floyd ya había caído por la borda. La driza serpenteaba por la cubierta, la botavara oscilaba y las velas se agitaban con la proa al viento.

George se lanzó al agua helada y nadó con dificultad hasta llegar junto a DeBeers, que se agitaba, tosiendo, escupiendo. Lo agarró del hombro mientras él hacía esfuerzos por respirar. En un primer momento DeBeers pareció agradecido, pero enseguida lo entendió todo, y miró a George a los ojos, aterrado, mientras los dos pensaban en lo que debía ocurrir a continuación.

5

Eran las dos de la madrugada cuando lo oyó llegar. Se había dormido con las luces encendidas. Se levantó, se puso la bata y lo encontró en el cuarto de la colada, desnudo, poniendo la lavadora. El resplandor de la luna en el cubículo oscuro le daba una apariencia monstruosa de alienígena.

George, consiguió pronunciar ella a duras penas.

Estoy mal de la barriga, dijo él.

¿Qué ha pasado?

He comido algo que me ha sentado mal.

¿Estás borracho, George?

Un poco.

Cuando pasó por su lado para subir por la escalera a ella le llegó el tufo a ginebra. Supo que había ocurrido algo malo, muy malo. Se quedó ahí de pie, oyéndolo arriba. Los muelles del colchón.

Se cerró bien la bata, se puso el abrigo y las botas y se fue al garaje. El coche parecía llamarla. Aguzando el oído, abrió la portezuela y sacó las llaves. A George no le gustaba que se metiera en sus asuntos, eso era algo que le había dejado más que claro. El interior no olía a nada, y estaba excepcionalmente limpio, sin la menor señal de vómito, pero el asiento estaba mojado. No húmedo, sino empapado.

 

Tres días después, sentada junto a su marido mientras se celebraba el funeral en memoria de Floyd DeBeers en la iglesia de Saint James, ella pensaba en aquella noche. Habían encontrado el barco en medio del río, con las velas flojas, los cabos sueltos. El dueño no iba a bordo. Encontraron el cuerpo sin vida varias horas después. La corriente lo había arrastrado hasta la orilla, en Selkirk.

Había vómito en la cubierta, lo que indicaba que Floyd se había encontrado mal —tal vez hubiera tenido una embolia— y había caído por la borda. No se sospechaba que hubiera habido intervención violenta, y su mujer, que declaró que su marido padecía una grave enfermedad cardíaca, no solicitó que le hicieran la autopsia. La policía llegó a la conclusión de que se trataba de una muerte accidental. Caso cerrado.

Floyd recibió sepultura en el cementerio, detrás de la iglesia. Los asistentes a la ceremonia se congregaron alrededor de la tumba abierta, mientras el padre Geary rezaba un responso. Era la primera vez que Catherine veía llorar a su marido.

Después, ya en casa de DeBeers, llena de familiares y amigos, Millicent se acercó a ellos y, llorosa, dijo: Floyd te apreciaba muchísimo, George. Quiero que te quedes tú con su barco. Es lo que él habría querido.

George se quedó unos instantes inmóvil.

No sé qué decir, Millie.

No digas nada. Ya lo he dispuesto todo. Cuando llegue la primavera, lo único que tendrás que hacer será ir a recogerlo.

No podemos aceptarlo, Millie, dijo Catherine.

Por favor, es lo que él habría querido, de veras. Cogió a Catherine del brazo, y una vez más se le llenaron los ojos de lágrimas. Lo echo tanto de menos…

Para sorpresa de todos, George fue nombrado jefe en funciones del Departamento de Historia del Arte, y parecía sentirse inmensamente orgulloso de ello. Ella esperaba que, tal vez, todo aquel trabajo duro y toda aquella determinación empezaran al fin a dar resultados.

6

Siguió adelante con su vida. ¿Qué otra cosa podía hacer? Se sumergió en la rutina del trabajo, apoltronado ahora en el despacho de Floyd. Edith había metido en cajas hasta el último pedazo de papel del escritorio. George pensó que todo aquello era como el conjunto de pruebas recopiladas por un detective, pero en lugar de revisar todo aquel material, Edith metió la caja, que etiquetó con el nombre de DeBeers, en un armario del almacén, donde quedó olvidada.

Lo trataba muy bien. Incluso le preparaba café.

Él volvía la silla hacia la ventana y miraba en dirección al río, juntando las puntas de los dedos, en un gesto muy característico de Floyd. Era como construir un puente de contemplación con las dos manos, pensaba él, que tal vez le condujera al otro lado de sí mismo, si es que eso era posible.

Al entrar en el aula la primera mañana después del funeral, en la pantalla ya se proyectaba la diapositiva de un cuadro de Inness, El valle de la sombra de la muerte, uno de los que más lo identificaban. Pero George no tenía pensado hablar sobre él en aquella sesión y de hecho no lo había incluido en sus notas de clase.

Momentáneamente asaltado por la confusión, escrutó a los alumnos como si fueran miembros de un jurado, y señaló la pantalla.

¿Lo ha puesto alguien?

Ya estaba ahí cuando hemos entrado, respondió uno de los estudiantes de posgrado.

Se fijó en todos ellos, uno por uno. Todos le devolvían la mirada. Una chica de la primera fila le preguntó: ¿Está bien, señor?

Pues claro que estoy bien, dijo él secamente. ¿Por qué no habría de estarlo?

Aunque sintió la tentación de aflojarse la pajarita, lo que hizo fue sacarse un pañuelo del bolsillo y secarse el sudor de la frente. Considerablemente alterado, hojeó sus notas y descubrió algo que Inness había declarado sobre aquella obra.

Vamos a empezar, ¿de acuerdo? Que alguien apague las luces.

Esta pintura, que originalmente formaba parte de una trilogía que le fue encargada, se basaba en un tema de Swedenborg, el Triunfo de la Cruz, relacionado a su vez con el Juicio Final tal como se describe en el Apocalipsis, un espectáculo que el filósofo, con sus dotes de clarividencia, afirmaba haber presenciado. George añadió en tono adusto, incapaz de disimular su cinismo: Solo cabe asumir que Dios otorgó a Swedenborg acceso exclusivo a esos acontecimientos meteóricos. Algo muy poco plausible, lo sé, pero Inness se lo creyó. Así como muchos otros.

A él le parecía que sus alumnos también se lo creían.

Hay una anécdota sobre Swedenborg, dijo. Una mujer que había perdido a su marido empezó a ser asediada de inmediato por un acreedor que le reclamaba que el difunto no había cancelado cierta deuda. Ella sabía que aquello no era cierto: el recibo, simplemente, se había traspapelado. Cuando Swedenborg tuvo conocimiento de aquella historia, se ofreció a acceder al mundo espiritual para preguntarle a su esposo dónde lo había puesto. La mujer estaba tan desesperada que accedió, aunque escéptica sobre el resultado. Pero Swedenborg regresó y le dijo dónde se encontraba, en un armario cerrado con llave de su despacho, un lugar de cuya existencia solo sabía su marido. Y Swedenborg no tardó en convertirse en la comidilla de la ciudad.

Es un cuento como ese del emperador y sus ropas nuevas, pero ya entendéis la idea.

Todos lo escuchaban compungidos, los rostros demacrados, inocentes.

Y ahora, echemos un vistazo al cuadro.

En la obra se representaba un paisaje cavernoso, escarpado, formado en torno a un cielo azul iluminado por una cruz en la que se reflejaba la luz de la luna. Un peregrino solitario estaba de pie sobre un repecho rocoso en silenciosa contemplación.

Parece un ojo, opinó una alumna.

Sí. ¿Y qué podría estar sugiriendo Inness?

Dios, por supuesto, dijo otro.

Muy bien… Un Dios que todo lo ve. Inness creía que el arte era representativo de principios espirituales. Aunque no era un pintor simbólico, este cuadro sí parece ser una alegoría de la fe. Su intención era, y cito textualmente: «trasladar a la mente del espectador una impresión del estado al que llega el alma cuando empieza a avanzar hacia la vida espiritual…».

George se fijó en sus alumnos, que lo escuchaban atentamente. Se daba cuenta de que la muerte significaba algo para ellos. Su misterio, su gloria y seducción. La vida eterna toda iluminada con sus luces de neón, con su chabacana promesa de paz.

Siguió leyendo las palabras del pintor: «Esto lo he representado con la cruz, dándole el lugar de la luna, que es el emblema natural de la fe, que refleja la luz del sol, que es su fuente, y nos asegura que aunque el origen de la vida ya no es visible, aun así existe; pero aquí las nubes pueden en cualquier momento oscurecer incluso la luz de la fe y el alma, que queda en la ignorancia de lo que podría ser su condición última, solo puede alzar los ojos desesperados hacia Él, que es el único que puede salvar, y alejarla del desorden y la confusión».

Desorden y confusión, pensó. Qué me va a contar a mí.

Mientras se dirigía al coche, iba repasando mentalmente la clase. Aunque no se la había preparado, suponía que no le había salido tan mal, y la obra había suscitado debate. ¡Qué abiertos se mostraban a aquellas ideas! ¡Qué impresionables! Qué dispuestos a creer. Habían pasado dos siglos desde Swedenborg, casi cien años desde que Inness había pintado sus obras, y a él le parecía que todos seguían comulgando. Nada había cambiado. Daba igual Darwin, la ciencia, la tecnología. La gente seguía aferrándose a la idea de un salvador. La idea de que Swedenborg había presenciado el resplandor dorado del Cielo, las medidas de castigo del Infierno, y había sobrevivido para contarlo. ¿Qué podía decir uno al respecto? Era algo tan extraordinario que casi no te quedaba más remedio que creerlo.

De vuelta a casa, en el coche, a oscuras, tuvo la sensación de que no estaba solo. Por el retrovisor solo veía el asiento negro, vacío, y la carretera desierta a su espalda. Por unos momentos, la ruta, el lugar en el que se encontraba, lo desconcertaron, hasta que un súbito recordatorio, un hito conocido, lo devolvió al trayecto.

Estaba solo, claro, y aun así no lograba librarse de la misteriosa conciencia de que había alguien más.

Encendió la radio y puso las noticias con la idea de distraerse oyendo hablar de las fugas fallidas de unos desconocidos. Pero la radio, de pronto se quedó muda, y solo se oía el zumbido estático. Segundos después se sintonizó con inquietante claridad una emisora de música clásica…, el ajuste de cuentas sentimental del Réquiem de Mozart. Casi incapaz de seguir, vio que tenía que parar el coche, y se quedó ahí sentado, temblando, esperando a que, de un modo u otro, terminara.