EL LENGUAJE SECRETO DE LAS MUJERES

Nunca te interesas por los que están dispuestos a quererte. Eso era algo que su madre le había dicho una vez. Y Willis llegó a la conclusión de que era verdad. Porque sabía que cualquiera dispuesto a quererla tenía que estar bastante desesperado.

Sabía cómo usar el cuerpo para que se volvieran locos. Usaba los ojos y los labios, ponía sus morritos de niña pequeña. Usaba sus piernas largas, que según su madre había echado a perder desde que había dejado el ballet. Usaba las rodillas, que eran un poco como tazas de té puestas boca abajo. Y la cabeza, cuando la movía para retirarse el pelo de la cara, como si no le importara una mierda. Podías conseguir que tu cuerpo dijera una cosa, mientras dentro de tu cabeza estabas pensando otra. Eso era lo que más le gustaba de ser mujer: esa capacidad que tenía para engañar a la gente.

George. Él quería hacerle cosas. Eso le decía. La había tumbado en la cama, le había colocado los brazos por encima de la cabeza y las piernas muy rectas y separadas, y él se quedó ahí contemplándola. Las manos de George eran más grandes que sus muslos, y cuando se los apretó ella se sintió atrapada, y se le nubló la vista, como si estuviera a punto de echarse a llorar. Pero entonces él retiró las manos, como si ella estuviera ardiendo y acabara de quemarse, y se fue. Desde entonces no había vuelto a verlo.

Aquella noche telefoneó a su madre, pero al oír su voz se la imaginó en la cocina de la Calle 85 Este, con algo asándose en el horno, uno de aquellos platos hippies suyos, y se imaginó su expresión trágica a cada segundo, una batalla en su mente entre el bien y el mal, entre lo que era justo y lo que no lo era, entre los perseguidos y los privilegiados, y en su propio cerebro todo alcanzó tal intensidad que no pudo soportarlo y colgó.

Al cerrar los ojos y ver a George Clare, Willis sintió que la culpabilidad le salpicaba las entrañas, y eso era lo que quería, porque era culpable de tantas cosas… Y se lo planteaba. Se planteaba el mero hecho de ser quién era. La hija extraterrestre de Todd B. Howell, el conocido abogado defensor de criminales que tenía aquellos clientes pesados y brutales. Los abultados sobres que dejaba sobre su escritorio: ella se colaba en su despacho cuando ya era muy tarde y desataba el cordel rojo, le daba vueltas y más vueltas hasta que la boca amarilla se abría y sacaba la lengua, declaraciones y fotografías de las cosas que había hecho la gente, cosas muy malas, y ella las extendía a su alrededor, en el suelo, espectacular, desordenado, como si fueran regalos de cumpleaños. La cara hinchada de su padre cuando hablaba de sus clientes durante la cena, esa especie de orgullo nauseabundo cuando alardeaba de que siempre conseguía librarlos, como si fuera algo sexual, porque era capaz de encontrar el detalle en el que nadie más se fijaba. Esa era su habilidad especial. Incluso con el tío aquel que había metido una pistola en una vagina y había disparado, había encontrado un resquicio, una tontería.

Porque en este mundo podías quedar impune con cosas así. Podías ser despreciable, no te pasaba nada.

Para ella había sido el colmo, ya no pudo soportarlo más. Y había salido a la terraza, y soplaba un viento infernal, y hacía tanto calor que era como si te hubieran puesto del revés, y la ciudad estaba ahí, esperando, los edificios grises, altos, el cielo oscuro, el destello de los relámpagos sobre el río, y ella se rindió a todo ello, a su locura rutinaria, a las incontables ventanas de los incontables apartamentos en los que en ese momento estaban ocurriendo cosas espantosas, y se subió al murito y extendió los brazos. Aquí estoy, gritó al vacío, haced lo que queráis conmigo.

 

La habían sacado del colegio. Su madre no quería que volviera al oeste en su estado. Su psiquiatra le dijo que ya iba siendo hora de aceptar. Lo dijo mientras se acariciaba la barba y se colocaba bien las gafas con una regularidad neurótica. Esperaba. Esperaba a que ella hablara de lo de Ralph.

Lo había conocido en el metro. Era un nombre feo para un hombre tan guapo: él le dijo que era modelo pero que no era gay. Era alto, ancho de hombros, de esas personas que deben vigilar su peso. Era un poco mayor que ella. Le mintió y le dijo que ella también era modelo. Él la creyó. Vivían en el mismo barrio. Como ella, él todavía vivía en casa de su padre, pero había encontrado un sitio, le dijo, en un mes empezaría a pagar el alquiler. Cuando ya la había atado algunas veces, ella empezó a pensar en Dios. No sabía por qué. Él la había escogido para aquello: por qué esa persona, ese niño-hombre raro y triste.

No podía hablar del tema con nadie. La gente pensaría que era rara. Y el sentimiento de culpa, porque de alguna manera le gustaba. Estar capturada. Retenida en un sitio. No tienes más remedio que disfrutarlo, parecían decir los ojos de él. Tenían algunas cosas en común. Su padre trabajaba para el FBI como analista de inteligencia. Ralph tenía un perro flaco y feo que se paseaba de un lado a otro, inquieto, mientras él se la follaba. Después la desataba, observándole la cara, buscando algo: una expresión o revelación. Salían de la grasienta sala de juegos recreativos que era su habitación y entraban en la sala de estar, que olía mucho a humo de puro. Sus padres veían la tele, y ella impostaba su sonrisa de niña buena de buena familia, y él la acompañaba a la calle, y en el ascensor mantenía la distancia como si apenas se conocieran y lo que acababa de pasar entre ellos no fuera más que el cumplimiento de cierto acuerdo administrativo de prestación de servicios. Ella no supo por qué, pero él dejó de llamarla. Aquel rechazo brusco la llevó a una espiral más profunda de aislamiento; su versión personal de un exilio.

 

Cuando George vino a verla otra vez, se disculpó por haber actuado de aquella manera tan rara.

Eres tan guapa, le dijo. Me desarmas.

Pero no, no lo era. En realidad no lo era. No en el sentido clásico del término.

No sé de qué me hablas.

Él bajó la mirada y se miró las manos como un hombre culpable.

Me tienes confundido. No pienso con la cabeza.

Pensar está sobrevalorado, dijo ella, y le dio un beso.

 

No había mentido en todo, solo en algunas cosas.

No le había contado que era rica. Ni que solo tenía diecinueve años. Ni que no tomaba anticonceptivos. Ni que su padre era uno de los abogados más famosos de Nueva York. Ni que había dejado los estudios en la UCLA o mejor, ejem…, que la habían invitado a irse. El verdadero motivo por el que había llegado hasta allí era que Astrid, la novia de su madre, que era holandesa y se parecía a un Jack Russell terrier, siempre agitando su colita, iba a mudarse a su apartamento ahora que su madre había decidido que era lesbiana.

Irónicamente, la única persona a la que necesitaba era a su madre, pero no se veía capaz de marcar su número de teléfono y pronunciar las palabras: hola, mamá, soy yo, Willis.

Se había criado entre caballos, y el señor Henderson la había contratado porque tenía el corazón de oro, para que montara los caballos de toda aquella gente rica que hacía ver que no tenía tiempo para hacerlo, pero que en realidad lo que tenía era miedo. Miedo de caerse, de romperse algo y acabar en silla de ruedas, cagándose encima. Ella ya sabía que quería ser poeta, y escribiría de madrugada en su cuartito, en la mesa de la lámpara amarilla, la pantalla un mosaico de polillas, y fue un verano espléndido hasta que conoció a George Clare, porque a partir de ese momento su vida cambió y ya ni siquiera sabía quién era, la niña que era en el fondo, cuya voz se había callado, que se había largado a alguna parte para ocultarse, como algo que tenía que morir. Había estudiado psicología y se había apuntado a clases de comportamiento criminal y sabía cosas sobre George Clare que nadie más sabía, y estaba cagada de miedo. Él era otro de sus muchos errores.

Su padre le había enseñado a conocer el sistema. Que se podía manipular. Le decía que todo se reducía a la percepción. Cuando él defendía a alguien (normalmente un desalmado), se encerraba durante días enteros en su despacho, revisando el caso y sus alegaciones, las pruebas, las fotografías, en busca de lo que él llamaba un resquicio. Le decía que había que ponerse en la mente del acusado. Ver las cosas a través de sus ojos. A veces podía ser un detalle insignificante, alguna falsa distracción o una verdad implacable que arrojara nuevas incertidumbres sobre las acusaciones que se vertían contra él. Fuera lo que fuese, por lo general lo encontraba.

Las tragedias imprevistas eran un gran negocio en la ciudad, y por eso su padre estaba forrado. No tenía que hacer cola para entrar en ningún sitio. Siempre le abrían las puertas en los locales nocturnos, donde pasaba directamente como si fuera una eminencia. Sus clientes y los familiares de estos lo cuidaban bien. Cuando ella era pequeña, sus padres los invitaban a casa. Acción de Gracias. Navidad. Y a veces eran muy agradables. Algunos de ellos le traían regalos. Parecían personas normales.

Una vez su padre la pilló en su despacho cuando ella rebuscaba entre sus cosas. Willis, que se llamaba como su abuela, juez del tribunal federal, estaba llorando. ¿Cómo puedes dedicarte a esto? ¿Cómo puedes salvar a esta gente?

Salvar a la gente es cosa de Dios, le dijo él. Lo que yo hago es defender la ley, ni más ni menos.

Ella creía que su padre tenía un espejo especial, y que gracias a él todo lo que hacía parecía que estaba bien.

 

Le dijeron que podía trabajar en el establo con los recién nacidos. A algunos tenía que alimentarlos con biberón. Había tanto ruido ahí dentro, era increíble, y los recién nacidos reclamaban toda su atención y la miraban con aquellos ojitos tristes, como de peluche, y ella notaba que se le partía el corazón. Willis pensaba que aquellos pequeños necesitaban a sus madres, y pensaba que para aquellos corderos jóvenes la vida se había vuelto espantosa de pronto. Los habían separado de sus madres, y la leche de aquellas ovejas se estaba usando para hacer queso y no para llenar sus barriguitas. A ella no le interesaba demasiado la vida de granja, pero le gustaba trabajar con animales y pasar un rato al aire libre. Había sido su madre la que la había enviado allí. A ver si esto sale bien, le había dicho con cierta malicia. Porque ya me he quedado sin ideas.

Una vez vio a su madre y a Astrid haciendo el amor. Fue algo muy muy raro, sobre todo porque se trataba de su madre en actitud sexual, mostrándose vulnerable, expresándose ella misma. Astrid era flaca, inaccesible, incluso algo antipática, y Willis no entendía qué veían la una en la otra. Había llegado a la conclusión de que lo que las unía era la insatisfacción ante la podredumbre del mundo, ante lo jodido que estaba todo.

 

Su caballo favorito era Athena, la yegua más grande, negra con las patas blancas. Cabalgaban por los campos. Subían por los caminos hasta la cima de los montes y contemplaban la vieja granja de los Hale. Iba al atardecer, cuando las luces empezaban a encenderse. A veces ataba a Athena y bajaba a pie entre las hierbas altas, el espliego de olor dulzón. Cuando estaba cerca de la casa le flaqueaban las piernas y se le encendían las mejillas, la misma sensación que cuando robaba algo. Se los oía a través de las ventanas, el entrechocar de platos, Franny que se subía a su trona y golpeaba la mesa con su cuchara de bebé. Era una niña muy bonita. Aguardaba pacientemente a que su madre se despertara y le diera lo que quería.

Como una pantera, rodeaba toda la casa solo por ver si la pillaban, aunque sabía que no la pillarían. Caminar dejando atrás las ventanas con sus sombras oscilantes, las botellas de colores del aparador que convertían el comedor en un acuario, el vaivén del ventilador de la ventana, el viento que alborotaba los prismas de la lámpara de araña. Una casa que tocaba música. Sus pasos en los suelos que crujían. El hervidor de agua. El golpe de la nevera. La niña haciendo ruido.

Él le había contado cosas de su mujer. Cosas personales. En la cama se quedaba quieta, como una pala que se usara para enterrar a un muerto. Pero era una buena madre. Él le dijo que a veces la oía llorar, cuando ella creía que estaba dormido. Que era pintora, pero no muy buena. Pintaba sin sentimiento, según él. Era católica. Tenían ideas distintas. Él ya no se sentía atraído por ella. Mi mujer es fría, le dijo. No le gusta el sexo.

 

Se besaban durante horas. Mira lo que me haces, le decía él.

Pero no era amor. Eso ella lo sabía. Era otra cosa.

 

Con Eddy sí era amor. Lo que llamaban Amor Verdadero. Con él lo notaba. Era la primera persona a la que se lo había dicho, aunque no supiera bien qué significaba. Y él ni siquiera la acariciaba. Solo estoy empezando a conocerte, le decía él. No tenemos que precipitarnos.

A ella le gustaba pasear con él, simplemente. Era más alto, más corpulento. A veces llevaba un sombrero de fieltro negro. Y a ella le gustaba, más o menos. Sacaba una armónica, le tocaba algo. Tenía las puntas de los dedos duras y redondeadas, como los capullos de las flores nuevas. Bajaban hasta el arroyo y tiraban piedras. O él iba a buscarla al establo, y entonces ella le dejaba que cogiera un corderito y que le diera el biberón, y era tierno con él y ella notaba que por dentro se estaba rindiendo, porque no quería quererlo tanto. Él era como un hermano. Nunca le haría daño. Podía confiar en él. Él no la obligaba a hacer nada.

Pero George era otra cosa totalmente distinta, y era un amor sucio, horrible, que la volvía loca. De esos perversos que ella creía que merecía. A veces se presentaba durante el día, cuando todo el mundo estaba trabajando. Era tan silencioso… Ella oía sus pasos en la escalera. Desnúdate, le decía él y, despacio, bajaba los estores. Otras veces era en plena noche. ¿Qué le has dicho a tu mujer?, le preguntaba ella. Cree que estoy en mi estudio. Estoy escribiendo un libro. Ella cree que estoy trabajando. Como un intruso, siempre llegaba a pie, recorriendo las dos millas que había desde su casa. Ella le decía que no, pero a él se le daba bien convencerla. Sabía qué cosas decirle. Era listo, elocuente. Las cosas que le decía tenían sentido. Tú y yo somos muy parecidos. Necesitamos ciertas cosas.

Bebían un poco de bourbon. El fuego en su garganta. Él le hablaba de arte y cosas de esas, casi siempre de que la gente necesitaba belleza en sus vidas y que por eso él la necesitaba a ella. Porque eres tan guapa, le susurraba él con voz siniestra, como de tarjeta de felicitación de esas que hablan, de esas que se envían por Navidad y que lanzan destellos. Él se quejaba de que la gente era falsa y que por delante hacía un papel, y de que su mujer era una desconocida para él, y de que a veces él se despertaba por la noche y la miraba y no sabía ni siquiera quién era. Decía que quería irse, y tal vez incluso dejar el país y trasladarse a algún sitio como Italia, donde no lo conociera nadie.

Enséñamelo, le pedía él, y ella se separaba las piernas, y él le pasaba los dedos por encima, como una lluvia aterciopelada, y no se daba cuenta y ya lo tenía dentro.

Ella estaba intentando aclararse las ideas, no tomar el Valium de su madre, «madurar». Le había ido muy bien hasta que apareció él.

Un día se trajo unas tijeras y le dijo: quiero hacer una cosa. ¿Qué?, preguntó ella algo asustada. Él le dijo: tu pelo, y lo dijo con una cara que daba un poco de miedo. Ella estaba ahí sentada, esperando, y se oía que llovía con fuerza y el agua bajaba por los canalones, y ella se encogió de hombros y se rio y dijo: ¿Qué? Y él le dijo: Ven aquí. Él quería retenerla, y la acarició un poco. Le pasó los dedos por el pelo. Te quiero, dijo, como un niño. Y le metió una mano entre las piernas. Para mí, susurró.

Las tijeras chasquearon cerca de su oreja. Sobre las piernas desnudas caían los mechones de pelo. Después, con los hombros despejados, él la obligó a dejarse, y ella lloró. Sentía que se rendía. Y regresó aquella voz en su mente: «Salta», le decía.

 

Quedó con Eddy más tarde.

¿Qué te has hecho en el pelo?

¿No te gusta?

No, dijo él. Parecía enfadado. ¿Pero a ti qué te pasa?

No lo sé.

Supongo que podré acostumbrarme.

Fueron a pie hasta el pueblo cogidos de la mano. Ella veía su reflejo en los escaparates oscuros. Tenía el pelo pegado a la cabeza. Intentó apartar de su mente el pensamiento de George, aquella cosa horrible que le había hecho. Allí, en el interior de su cráneo, notaba un calor, como algo enfermo que pudiera llegar a apestar y a supurar.

Fueron a Blake’s y jugaron un rato al pinball, y ella se pidió un ron con Coca-Cola, y se dedicaba a contemplar a Eddy, que estaba muy guapo cuando arrugaba la frente cada vez que agarraba con fuerza la máquina tibia y apretaba los botones con aquellos dedos largos que tenía. Era solo un chico de granja, ya lo sabía. No había ido nunca a ningún sitio. Eran personas muy distintas.

 

Fue un hombre que estaba abajo quien la vio primero. Había entrado en el edificio para decírselo a Alonzo, el portero, que había salido corriendo y la había visto, y cuando se miraron ella supo que él se estaba acordando de aquella vez que se quedaron despiertos toda la noche en el vestíbulo hablando de budismo, y él le había enseñado el nam-myoho-renge-kyo, y se habían quedado ahí los dos sentados, entonando el cántico y meditando hasta que amaneció y ella había subido al ático de sus padres y se había metido en la cama, agradecida por todo, muy muy agradecida. Y aunque estaba muy abajo, en la acera, con la mirada le decía: No lo hagas. Al cabo de poco rato ya se había congregado una multitud en la calle, alzaban la vista y la miraban, señalaban hacia arriba, y una parte de ella se sentía como un pájaro exótico: singular, distanciada, gloriosa. Se había montado en la cabeza de una gárgola, contemplaba la geometría oscura de la ciudad, con los brazos extendidos, notaba el viento flameando sobre su cabeza, saboreaba su miedo. Después sirenas, camiones. Policías. En ese momento ella pensaba en lo bueno que era estar alejada, separada, librada del mal: un ángel. Con el rabillo del ojo los veía, a los que eran sus guías hacia el otro mundo, esperándola, solemnes, provincianos, pacientes. Y el viento intentaba levantarla. Y las sirenas aullaban, y los hombres se repartían por el terrado con sus uniformes negros, se distribuían como si ella fuera el enemigo, una invasora, cuando en realidad era solo una chica con problemas graves, y se quedaron inmóviles como si en cualquier momento el mundo fuera a resquebrajarse, la frágil apariencia de civismo, y todos hubieran de caer por el vórtice de la oscuridad, hacia el lugar que Dios crea para colocar a las personas como ellos.