PROCEDIMIENTOS INVASIVOS
Siracusa, Nueva York, 2004
1
Franny Clare está en su segundo año de residente en cirugía cuando llega a la conclusión de que el trabajo se le ha hecho insoportable. La revelación la experimenta durante una extirpación de pulmón en la que asiste al cirujano jefe con movimientos milimétricos, precisos. Se trata de un hospital municipal, una aparatosa meca del sufrimiento. Allí hay alas y pasillos, incontables camas, incontables días y noches en que se rinde a una especie de suspensión terminal. A veces, mientras pasa de una cama a otra bajo una fluorescencia fantasmal, como de otro mundo, siente una inexplicable sensación de pérdida. Lo que en un principio le atrajo de la medicina —la biología, la fisiología, la curación de los enfermos— la llena ahora de una sensación inequívoca de temor. A diferencia de los demás residentes, que se deslizan por los corredores como guerreros con batas blancas haciendo la pelota a los titulares, Franny se siente desvinculada, desconectada, desvalida. Como alguien a quien hubieran desterrado, piensa. Como en una pesadilla kafkiana. El hospital, con sus anexos y sus rampas. Crucifijos estratégicamente colocados. Chimeneas encendidas. La ciudad fría y gris bajo nubes acechantes.
Regresa a casa a pie, por las aceras, envuelta en lana. La cartera se balancea. Las mismas caras vienen y van. Enfermeras, médicos jóvenes, camilleros. Se cruzan sin reconocerse. Su vida se reduce a eso: trabajo y lo que hay después del trabajo.
Vive en un bloque de pisos de ladrillo amarillo construido en la década de 1940, de ascensores lentos y pasillos estrechos y mal ventilados, en un estudio amueblado en el que los grifos gotean y hay ratones y ventanas oxidadas. En el patio, unos rusos ya viejos con gabardinas dan de comer a las palomas o juegan a las damas. Madres jóvenes con sus teléfonos móviles, indiferentes al histrionismo de sus hijos. Como en los incontables dormitorios colectivos de su juventud, las paredes están desnudas. No hay nada distintivo, revelador, en ellas. Ella tolera las horas, ávida de interrupciones (el vodka en el congelador, el aullido escandaloso de la ambulancia que pasa, los camareros borrachos que juegan a dados en el callejón, los vecinos que se pelean, los niños que siempre lloran).
Su amante la visita de vez en cuando. Es un cirujano vascular que está casado y tiene tres hijos. Su mujer es violoncelista de la sinfónica local. Como la mayoría de los cirujanos, es arrogante, temperamental, sorprendentemente sensible. Salvo por una especie de bienestar gastado cuando está ahí tendida entre sus brazos, le desagrada esa intimidad rara. Como la mayoría de los titulares de plaza, vive a una distancia considerable del hospital. Una vez, el verano anterior, cuando su mujer se había llevado a sus hijos a su villa de veraneo de Canandaigua Lake, se fueron los dos hasta su casa, de estilo Tudor, que estaba en las afueras, en una zona residencial, y fueron en coche, en su Saab negro, que tenía el asiento trasero lleno de libros de cuentos. Cuando ya subían por el camino, ella vio que la puerta del garaje se elevaba como un telón en un teatro. Accedieron a la casa por el garaje (la entrada del servicio, bromeó él), atestado de trineos y bicicletas y bolsas de golf con emblemas, y lo hicieron en el suelo de la cocina, muy cerca del comedero del gato, mientras sus hijos fijados con imanes a la puerta de la nevera sonreían y los observaban desde las alturas con sonrisas de espectadores.
La despierta el busca, y es un número que no reconoce, con un código de otra área. Desorientada, consulta la hora: son las cuatro de la tarde. El cielo es de un blanco arrugado, como una idea que ya no puede rescatarse. Se cubre con la manta y se va hasta la nevera: una zanahoria mustia, una botella de zumo de tomate. Vuelve a vibrar el busca. Cuando llama al número en cuestión, una mujer se presenta como Mary Lawton, un nombre que Franny recuerda apenas, alguien del pasado de su padre.
Te conocí cuando eras muy pequeña, le dice.
No me acuerdo.
No, claro.
La mujer le explica que es agente inmobiliaria en Chosen, ese pueblecito raro en el que en un tiempo vivieron sus padres.
Finalmente hemos vendido la granja, le dice. Solo se ha tardado un cuarto de siglo. Creo que me he ganado mi comisión.
Franny se ríe bruscamente, y un par de palomas se abalanzan como torpedos sobre el patio.
Qué curioso, dice. Eso es mucho tiempo.
Al principio, después del asesinato, su padre había contratado un servicio especial de limpieza y a unos decoradores, pero más allá de algún que otro inquilino ocasional, la casa se había pasado todos aquellos años vacía, desde el día en que él se la llevó de allí. En ocasiones regresaban a su memoria fragmentos de aquella mañana, como el insulto de un sueño interrumpido: la casa doliente cuando se iban, la espantosa oscuridad de la habitación de su madre.
Enhorabuena, dice Franny fríamente. En realidad no quiere oír hablar de ese lugar. No es mi problema, piensa.
El motivo de mi llamada es el siguiente, se apresura a añadir Mary, como si hubiera detectado su falta de interés. Tiene que entrar alguien a limpiarla. Por lo que yo sé, tu padre no está mucho para esas cosas.
No, dice Franny. No creo que pudiera ocuparse él.
Su padre, diabético con graves deficiencias de visión, ya no puede conducir. La última vez que lo vio, en Navidad, se había trasladado a una residencia asistida de Hartford, y ella fue a ayudarle a deshacer el equipaje. Se quedaron un rato sentados en su habitación, escuchando ópera en la radio (Tosca, ahora lo recuerda), mientras caía la nieve. Me están enseñando braille, le contó. Preparándome para la oscuridad total. Ya no falta mucho.
Después le cogió la mano, alarmándola, y le fue pasando la punta de los dedos por la páginas de sus libros. Se le hacía raro que estuvieran ahí los dos con las manos juntas. Cerró los ojos un momento y fue rozando las palabras con las yemas de los dedos, como granos de arena.
Ahora todo es distinto, dijo él. Estoy intentando acostumbrarme.
Podría contratar a alguien, pero he pensado que a lo mejor te interesa echar un vistazo a las cosas de tu madre. Mary Lawton hace una pausa cargada de significado. Solo quería consultarlo antes contigo.
Su padre no había llamado, claro. A ella no le sorprende. De la casa de Chosen no habían hablado nunca.
Mi padre se está quedando ciego, le cuenta a Mary casi para protegerlo.
Sí, lo sé, por eso yo…
Sigue hablando, pero Franny ya no la escucha. En su mente ve la casa vieja, formas de blanco brillante y agonía, la corriente fría y húmeda de una ventana abierta. Un lugar que está esperando.
Iré, dice de pronto, interrumpiendo a la mujer. Sí, me gustaría hacerlo.
Conversan algunos minutos más, conciertan su encuentro. Al colgar, Franny siente un entusiasmo raro, casi un agradecimiento por la excusa que se le ha presentado para regresar, como si nada importante hubiera ocurrido allí, como si esa casa espantosa no fuera la razón de toda su infelicidad.
Necesito unos días libres, le comunica al doctor Patel, jefe del programa de cirugía. Debería tomarme un permiso breve.
Él, cirujano paquistaní de ojos serios, impacientes, se cruza de brazos y niega con la cabeza.
Me temo que es imposible.
Ella, de pronto, se echa a llorar. No sabe por qué, si es por su madre, que lleva tanto tiempo muerta, o porque ha llegado a la conclusión de que ya no puede seguir viviendo así. Él la observa unos momentos, le alarga una caja de pañuelos de papel, y espera a que se le pase.
Es un problema familiar. Lo siento, pero no puedo desentenderme.
¿Durante cuánto tiempo persistirá ese problema?
Unas pocas semanas, responde.
Usted es una buena doctora, le dice él, estudiándola atentamente mientras se acaricia la perilla. Con números para aspirar a la plaza de residente jefe cuando llegue el momento.
Ella lo mira, confundida ante la exposición de esa verdad imposible.
La echaremos de menos. Le dedica una sonrisa fugaz y se pone de pie. Váyase entonces. Agita la mano, como si no pudiera soportar más verla, y entonces añade, irónico: Tiene mi bendición.
Se encuentra con su culpabilizado amante en el pasillo verde, en el exterior de los quirófanos. Acaba de salir de una intervención, tiene el pelo aplastado por el sudor. Ese también es su aspecto después del sexo, la cara húmeda, enrojecida.
Me voy, le dice, disfrutando un poco con su sorpresa. Ha surgido algo, un problema familiar. No quiero hablar del tema.
Tú siempre tan misteriosa. Sonríe, divertido. ¿Podré verte luego?
No lo sé.
Lo entiendo, dice él, que le coge la mano y se la besa.
Ella lo mira, se fija en su boca pequeña, afilada.
Seguramente no es buena idea.
Pero él va a verla de todos modos, a despedirse. Es media tarde, el cielo es de un gris oscuro, como de hollín, y llovizna. Cuando se abrazan, ella se imagina a su esposa esbelta, con su cola de caballo, ayudando a hacer los deberes a los niños en la cocina. Y piensa en que a él se le va a enfriar la cena.
Maliciosa, se ha vestido para la ocasión con una bata médica vieja y una camiseta, y se ha recogido el pelo de cualquier manera. Quiere estar lo más fea posible, para que él no quiera hacerle el amor. Pero él no parece darse cuenta. Su trabajo, su tolerancia a lo desagradable, lo que ven todos los días, la transformación del cuerpo en un saco de enfermedades… Después se quedan ahí tendidos, en el futón, en penumbra, oyendo caer la lluvia.
¿En qué piensas?, le dice él. Es algo que siempre le pregunta, como si le ocultara algo o como si lamentara no poder ver en el interior de su mente. Ella supone que debe ser su mentalidad de cirujano que quiere examinar todas sus partes, todos y cada uno de sus órganos angustiados.
Ella se incorpora y mira por la ventana, el cielo negro, empapado.
¿Que qué pienso?
¿Cómo te sientes? Le posa la mano en la espalda con tanta ternura que a ella le dan ganas de apartársela de un manotazo.
No sé cómo me siento. Me siento como una mierda, tiene ganas de decir. Me siento fea, triste. Detesto esta vida, este trabajo. Me siento insegura, le dice.
¿Insegura?
Sí, me siento…, vacila…, como a prueba.
¿Qué?
Como si realmente no estuviera aquí.
Él menea la cabeza.
No sé qué significa eso.
Vacía, murmura ella.
Lleva meses acostándose con él. Eso ya es bastante tiempo. No es sensato hacer una cosa así.
Esto ya no me gusta. Ya no me gustas.
¿Qué?
Esto. Tú.
Franny.
Pero ella se aparta y vuelve a mirar por la ventana, y ve la luna que se levanta.
Pues yo siento cosas por ti.
Guárdatelas para ti. Se levanta y se pone una sudadera, y encima la bata médica. Tal vez sea cruel, lo sabe, pero eso es lo que a él más le gusta de ella, su crueldad. Ahora será mejor que te vayas.
Lo ve vestirse. Médico, esposo, padre. No dice nada. Luego sale por la puerta. Vuelve con su mujer y sus hijos a la casa que comparten. Ella lo imagina entrando en el garaje, entrando en la cocina, lavándose las manos en el fregadero, los ojos iluminándosele cuando ve a la mujer a la que realmente ama. Tal vez los niños bajen con sus pijamas puestos. Él levantará a su hija y la abrazará, y mantendrá una conversación con su osito de peluche. No es que sea un mal hombre, piensa. Pero ella es el desvío que no debería haber tomado. Ahora ya no puede dar marcha atrás.
El televisor pequeño parpadea, se ve mal. En el apartamento de al lado, el marido y la mujer están de celebración. Tal vez sea el cumpleaños de alguien. El marido toca el acordeón. Franny se queda ahí tendida, escuchando esa música que combina bien con placeres sencillos y extravagancias discretas.
A la mañana siguiente se levanta temprano, como de costumbre, pero en lugar de ponerse la bata médica se viste con unos vaqueros y una sudadera, ropa de civil, piensa. Prepara una bolsa de viaje pequeña, mira a su alrededor y se fija en su apartamento casi vacío. Se da cuenta de que es una existencia rara la suya, una vida de alquiler. Cierra la puerta con llave y toma el ascensor lento en vez de bajar por la escalera. Fuera todo está gris y hace frío a principios de marzo. El día no ha decidido aún qué quiere hacer, el cielo se ve pálido, incoloro, la niebla apenas empieza a levantarse de la autopista.
Lo deja todo atrás. Pronto, los barrios que se suceden a ambos lados de la carretera dejan paso a campos parduzcos. No le importa que el camino sea largo. Poco después del mediodía deja la autopista y se interna en el condado de Columbia. Va dejando atrás, uno tras otro, pueblos de casas de ladrillo visto y de escaparates oscuros. Chosen es el menor de todos ellos, y siente una alegría rara al pasar por Main Street y dejar atrás el colmado, la iglesia blanca, el cementerio poblado de hierba y grandes árboles. Cruza un pequeño puente metálico que pasa sobre un arroyo y baja la ventanilla para oír el rugido del agua corriendo, el temblor del puente. Los caminos de tierra no existen en ningún mapa. Hay caballos en los campos. El aire huele a estiércol, a tierra roturada, que remueve algo en su interior, algo físico, porque lo recuerda. Es casi como volver a casa, piensa.
Dobla al llegar a Old Farm Road, una pista que pasa entre campos. La casa aguarda al final. Es simplemente una granja blanca, aunque de simple no tiene nada. Es una casa que quiere que la mires, piensa ella. Una casa que ha sufrido. Le sucede algo parecido con sus pacientes: a veces, antes incluso de explorar a la gente, ya es capaz de deducir su estatus. Todo lo que hay que saber está escrito en sus caras, en el brillo de sus ojos o en la tensión que rodea sus bocas. No es solo el cuerpo, sino también la mente y el alma, sea lo que sea. La idea de que todo el mundo tiene una y de que un día sube al cielo o va a alguna parte. No le preocupa la muerte, aunque alguna vez, muy pocas, ella y los demás residentes sí hablan del tema. En su lugar de trabajo, presenciar la muerte no es algo infrecuente. Hay un momento, durante los protocolos, en que se sabe, antes incluso de que los equipos lo confirmen. Es una especie de calor en la sala… y después ya no está. Pero el alma, tu esencia, lo que te define, no es, en realidad, algo en lo que le guste pensar. En cierto momento llegó a la conclusión de que alimentar ese aspecto supuestamente profundo de sí misma era un acto de autoindulgencia.
Aparca en el camino y se queda ahí sentada en el coche un momento, contemplando ese viejo lugar, los establos alargados a un lado. Tal vez no son tan grandes como los recordaba. La tierra parece acunar la casa. Los bosques detrás, resiguiendo la alta cresta. Los árboles, mecidos por el viento, se ven negros. Las nubes son del color de las perlas. Ahí se contempla la historia, piensa, mires donde mires. Una puede llegar a olvidar que vive en el presente.
El viento golpea la ventanilla, como instándola a moverse. Se baja, agarrotada tras el largo viaje. La pintura de la fachada está cuarteada y salta, y todo está salpicado de escamas blancas. Algunos de los tablones se han podrido. Los estores de las ventanas están muy pegados a los cristales, rotos, amarillentos por el paso de los años. Las pocas veces que su padre consiguió alquilarla, los inquilinos siempre cancelaban el contrato y se trasladaban a otro sitio. Pero Franny ha pensado en ella, ha intentado regresar mentalmente hasta aquella mañana. Lo que le viene es vago, un borrón de imágenes amarillentas: una mano dentro de un guante negro llevándose su conejo de peluche, el crujido gustoso cuando le dabas cuerda con aquella llave plateada, la música que empezaba (¿Era «Clair de Lune»?). Nunca se lo ha contado a nadie.
Hace unos años se planteó la posibilidad de contratar ella misma a un detective, pero luego lo pensó mejor. No parecía tener mucho sentido aclararlo. Cuando era niña, sus preguntas eran ignoradas, e incluso ahora, ya adulta, nunca se las han respondido. Su familia paterna nunca habla de su madre. Cuando era pequeña, visitaba a los padres de su madre, y algunas veces su abuela lloraba durante las comidas y tenía que ausentarse de la mesa. Ella se quedaba a dormir en el que había sido el dormitorio de su madre, con todos aquellos animalitos de peluche. Había fotografías de ella en el instituto, una o dos de la universidad, pero ninguna de después. Su abuela acabó en una residencia con Alzheimer, y las pocas veces que había ido a visitarla, ni siquiera sabía quién era ella. Cuando se matriculó en la Facultad de Medicina, su abuelo le envió una tarjeta y una cartera que contenía un billete de cien dólares. Ella ingresó el dinero en el banco y guardó la tarjeta en un cuaderno de bocetos: no le pareció bien deshacerse de ella.
El viento sopla a rachas. Los árboles se mueven, se quedan quietos, vuelven a moverse. Las sombras de los árboles aparecen brevemente en las ventanas. Una de ellas, en particular, llama su atención, la del viejo dormitorio de sus padres, y de pronto se siente invadida por una tristeza tan profunda e insondable que le cuesta respirar.
Un coche familiar de color gris se acerca por el camino, escupiendo gravilla. Frena y se detiene. Hola, soy Mary Lawton. Se baja del coche. Lleva una gabardina que le va grande, unas botas salpicadas de barro, y le cuesta un poco respirar. A diferencia de Franny, que está ágil y es delgada y tiene poca paciencia para las florituras, la mujer es grande en cuerpo y espíritu, tiene la cara ancha, lleva varios collares y pulseras escandalosas que tintinean.
Franny Clare, le dice, alargando las manos para abrazarla. Cuánto me alegro de verte, cielo.
Franny intenta relajarse, poco acostumbrada como está a que la abracen desconocidos (y, a decir verdad, cualquiera). Se separan y se quedan frente a frente, observándose.
Dios mío, eres la viva imagen de tu madre.
Ah, ¿sí?
Aquí… tienes los mismos ojos.
Franny ha de reprimir el impulso de tocarse la cara, como para descubrirla de nuevo.
Mi padre nunca me ha dicho eso. Nunca le ha gustado hablar mucho de ella.
Era una chica encantadora, dice Mary con énfasis, como si quisiera dejarlo claro desde el principio. Mira, tengo una foto por aquí, en alguna parte la llevo. Rebusca en el bolso, extrae una fotografía Polaroid y se la entrega.
Toma, le dice.
Franny intenta no parecer demasiado impaciente; hay tan pocas imágenes de su madre…
Ese fue el día que os vinisteis a vivir aquí. Era un día precioso de agosto, me parece.
Salen los tres, apoyados en un viejo coche familiar. Sus padres están de pie, juntos, los brazos entrelazados, su padre con el pelo bastante largo y aspecto de profesor, chaqueta desgastada, de pana, y gafitas de montura metálica, su madre con un vestido blanco y un pañuelo anudado al cuello. Es guapa, piensa ella. Demasiado guapa para él. Sostiene en brazos a Franny, que tiene tres años y va con un vestidito rojo, descalza, y entrecierra los ojos mirando a la cámara.
Quédatela. Es para ti.
Ella se la guarda en el bolso con cuidado. En ese preciso momento no es capaz de darle las gracias, de decirle lo mucho que significa para ella. Sabe que si lo hiciera se echaría a llorar, y eso es algo que no quiere hacer en ese momento, delante de esa mujer. Más tarde, tal vez, cuando esté sola.
Perdón si te parezco un poco…
¿Si me pareces qué?
Es solo que… me paso todo el tiempo en hospitales.
Qué orgullosa de ti estaría tu madre.
No llegué a conocerla muy bien.
No, claro. Tú eras muy pequeña.
Me resulta difícil estar aquí otra vez. Más duro de lo que creía.
Mary asiente.
Nunca tuve la ocasión de decirte lo mucho que lo sentí. Yo apreciaba mucho a tu madre. Lo que ocurrió fue espantoso… Una verdadera tragedia para todos nosotros. Este pueblo no ha vuelto a ser el mismo.
El comentario la sorprende. Nunca se le había ocurrido que otras personas, y mucho menos desconocidos, pudieran haberse visto afectados por lo que le ocurrió a su madre. Ni siquiera en Connecticut nadie habla jamás del tema.
Se da cuenta de que se ha equivocado yendo hasta allí. La verdad es que es algo que no le hace ninguna falta, así, de pronto. Como no ha pensado mucho en su madre a lo largo de todos esos años, no le ve el sentido a empezar a hacerlo ahora. Se plantea la posibilidad de montarse en el coche en ese mismo momento y volver a Siracusa, de no regresar jamás a esa casa horrible que le arrebató a su madre, pero su apartamento triste, las paredes desnudas, la nevera vacía, tampoco le ofrecen consuelo.
Yo no me acuerdo de nada, dice al fin, y lo dice de una manera que suena a disculpa.
No, claro que no. En todo caso ahora ya no importa.
Sabe que esa mujer, con sus palabras, solo intenta que se sienta mejor. Pero ella no está de acuerdo. Porque sí importa. Importa mucho.
Nunca encontraron al asesino de mi madre, dice.
Sí, lo sé. Esa fue una gran decepción para todos nosotros.
¿Quién crees tú que lo hizo?
Mary aparta la mirada, incómoda.
Ojalá lo supiera, cielo.
Alguien lo sabe.
Sí, eso es cierto. Hay al menos una persona por ahí, suelta, que lo sabe.
No es justo, dice ella.
No, tienes razón. En esta vida hay pocas cosas justas, ¿verdad?
Se ponen en marcha y suben por el camino de losas entre las que crecen las malas hierbas. Franny alza la vista y contempla la casa. De repente, la idea de entrar la aterra.
Mary la mira.
¿Estás segura de que quieres hacer esto?
Sí, estoy bien. De verdad. Quiero entrar.
De acuerdo, está bien.
Suben los peldaños del porche y Mary saca una llave antigua.
¿Quién va a comprarla?
Unos que la quieren para venir los fines de semana. De la ciudad. Montan a caballo.
¿Lo saben?
No, dice ella. No, no lo saben. Y no tengo intención de decírselo. Creo que ya va siendo hora de que le demos un respiro a este viejo lugar.
¿Pero no hay una ley que obliga a decirlo, o algo así?
¿Sabes una cosa, cielo? Llevo toda mi vida siguiendo las reglas. Y la verdad es que no he llegado muy lejos. Mary le da una palmadita en el brazo. Confía en mí, por favor. Esto lo hago por ti. Y por tu madre también. ¿Lo harás? ¿Puedes confiar en mí?
Franny asiente.
Bien. Así me gusta.
Entran en el vestíbulo y se quedan ahí las dos un momento, haciéndose con el espacio.
No está tan mal, piensa ella con alivio. Los suelos son bonitos. La luz.
Quieren reformarlo todo, claro. Nadie se siente nunca satisfecho con nada, pero no me hagas hablar. Da igual, esa gente tiene mucho dinero, así que no se quejan, y además han conseguido muy buen precio. Es justo para todas las partes.
Franny se estremece.
Aquí hace frío.
Lo de la humedad es normal. Vamos a pedir que vengan los de la compañía del gas. Hay una estufa de leña, que va muy bien. Y la chimenea. He pedido que traigan leña esta tarde.
Está bien, gracias.
Sigue a Mary hasta el salón, que se inunda de luz, como si las saludara.
Nunca entendí que tu padre no se llevara este piano.
Franny pasa la mano sobre las teclas.
Creo que mi madre tocaba.
Sí. A veces, cuando venía por aquí, la oía. Chopin, creo. La verdad es que es un piano muy bonito.
Sí, lo es.
Franny decide en ese momento que se lo quiere quedar. Pero ¿dónde va a llevarlo? A su apartamento no, eso está claro. Mira a su alrededor. El aire es muy húmedo y huele a humo de leña y a cenizas. Hay un sofá viejo con un cojín rasgado que se ha convertido en el hogar de unos ratones. Con cierta dificultad abre un armario. La puerta roza el suelo desnivelado, y una canica sale disparada y se detiene al topar con sus pies. La recoge y la levanta para que la vea Mary. Es una esfera de vidrio transparente con remolinos amarillos y dorados que la atraviesan.
Es bonita, ¿verdad?
El que lo encuentra se lo queda.
Se la mete en el bolsillo. No sabe por qué, pero sabe que es suya. Recuerda a un niño acuclillado en el suelo, lanzando canicas por la sala. Recuerda sobre todo sus piernas, y otras piernas más, todas de niños. Casi recuerda que la hacían reír, y se pregunta si desde entonces ha vuelto a reírse alguna vez. Claro que se ha reído, se dice a sí misma. Ha tenido una infancia perfectamente feliz.
Como ves, este es un trabajo que tienes que hacer tú. Yo te iba a sugerir que hagas traer un contenedor.
Está bien, dice ella, enfadada de pronto con su padre por no haberse molestado nunca en hacerlo él. Buena idea.
Mary saca un pedazo de papel del bolso y empieza a escribir una lista.
Si no me lo apunto, se me olvida.
Sí, a mí también me pasa. Pero en realidad era su memoria infalible la que le había permitido estudiar medicina. Y por eso mismo no recordar aquel día, el día que pasó ahí mismo, con su madre, le resulta más desesperante aún. El asesino y ella estuvieron juntos en esa misma casa.
Su cerebro debió de registrar al menos una imagen. Sabe que está en su cabeza pero que no puede acceder a ella. En la universidad, una chica con la que se había sincerado le había sugerido la hipnosis. Franny se había negado, y por motivos que en aquel momento no había sido capaz de verbalizar, no había vuelto a hablar con aquella alumna.
Tu madre organizaba unas fiestas estupendas aquí, dice Mary. Esta sala se llenaba de gente. Tenían muchos amigos interesantes. Y en esa otra habitación de allí, que era el estudio de tu padre, la gente se pasaba toda la noche hablando de arte, de política, arreglando el mundo, hasta que salían tambaleándose al amanecer. Mary mueve la cabeza. En aquella época la gente sabía beber.
Las paredes del estudio de su padre son de un verde claro y conservan unos estantes vacíos que en otro tiempo, lo sabe, habrían estado llenos de libros de arte. En aquella época él daba clases y escribía un libro sobre los pintores de la Escuela del río Hudson que nunca terminó.
Una vez, cuando ella tenía unos cinco años, él la llevó a la ciudad, a una exposición que se organizaba en el MoMA. Su padre se quedó delante de un Rothko lo que a ella le pareció una eternidad, mientras ella intentaba distraerse sola. Recuerda que le tiraba de la chaqueta, y cuando él bajo la vista vio que tenía los ojos llenos de lágrimas.
No quiere pensar en su padre. Y mucho menos en la habitación que queda justo por encima de sus cabezas, donde asesinaron a su madre con un hacha. Ella no es muy dada a psicoanalizarse a sí misma (incluso durante su año de prácticas en psiquiatría no se movía de las pruebas más fehacientes, y no sucumbió a esa obsesión cultural por el subtexto), pero por primera vez se le hace evidente que su decisión de estudiar medicina y de escoger la especialidad más dura y alienante fue una reacción directa al hecho de no haber podido salvarle la vida a su madre, y que la motivación más poderosa para tomarla fue el sentimiento de culpa.
¿Estás bien?, pregunta Mary en voz baja. ¿Vamos arriba?
Sí, vamos.
La escalera es estrecha, empinada. Recuerda su mano pequeña deslizándose entre los barrotes de la barandilla. Mary sube detrás de ella con dificultad, jadeando. En otro momento, Franny le sugeriría que pidiera visita con un cardiólogo, pero hoy no es el día.
Cuando llegues a mi edad…, dice Mary, que se detiene a descansar cuando llega arriba. Es horrible. Mira por la ventana. Pero de estas vistas no me canso nunca.
Cuando era niña, aquella ventana le quedaba tan alta que ni de puntillas podía ver por ella, así que ahora se queda un buen rato contemplando los establos, la montaña, el bosque lejano, con cierta sensación de éxito.
Es bonita, ¿no?
Sí que lo es, dice ella, algo triste por no haberse criado allí. Podría haber tenido una buena vida allí, en lugar de ir pasando de una zona residencial a otra, de vivir en casas que eran versiones de las casas anteriores, con dormitorios correctos pero sin personalidad, anónimas como habitaciones de motel.
Recorren el pasillo estrecho. Ahí la casa parece más pequeña, más modesta, con solo tres habitaciones en esa planta: la de sus padres a la derecha, porque era la más grande de la casa, y la suya y otra más pequeña a la izquierda. Mary le cuenta que ese era el cuarto de costura de su madre, pero podría haber sido el cuarto de un bebé en el futuro, si hubiera vivido. Franny, de niña, siempre deseaba tener una hermanita. Después su padre había vuelto a casarse, pero su nueva esposa no había querido tener una hija propia. Había sido monja, una mujer amable pero reservada que insistía en que Franny estudiara en escuelas católicas. Mientras otros niños montaban en bicicleta o pasaban las tardes en los centros comerciales, Franny servía cenas en comedores para los más necesitados. Ahora que lo piensa, seguramente gracias a su madrastra ella sacaba tan buenas notas. Al volver la vista atrás, entiende que ese matrimonio fuera siempre algo forzado: de hecho, solo duró unos años.
Esta era tu habitación, dice Mary.
Es más pequeña que la que conserva en sus vagos recuerdos, con unos pequeños ponis rosas grabados en las paredes. Una de las inquilinas tenía una hija, le explica Mary. Hay una cama individual, una cómoda blanca, pequeña, y nada más. La ventana, piensa, la claridad, la luz radiante…, eso es lo primero que recuerda. Y la inmensa superficie blanca de la puerta que queda al otro lado del pasillo, y golpearla con sus puñitos. ¿Se había despertado de su siesta?
No tenemos por qué entrar si no estás preparada.
Estoy bien, dice. «Ya va siendo hora».
La habitación está a oscuras. Los estores están corridos. Mary se apresura a abrirlos, como si Franny fuera otra posible compradora. Incluso a la luz del día, parece oscura, piensa. Se quedan ahí contemplándola.
Esto es raro, dice. Duro.
Sí, seguro. ¿Te acuerdas de algo?
No muy bien, dice, aunque eso no es del todo cierto. Estaba la alfombra persa, el cabecero de la cama antiguo, que se movía y chocaba contra la pared cada vez que ella saltaba sobre la cama, los estantes en los que su madre guardaba sus libros: todos los de poesía siguen ahí, sorprendentemente. Conserva una memoria vaga de sacar los libros de los estantes y esparcirlos por todo el suelo como si fueran las piedras de un río. La cama está cubierta con una colcha. Hay un armario ropero y una cómoda, las dos cosas son piezas antiguas. El papel pintado está descolorido, y junto a la ventana sigue una vieja butaca orejera, cubierta con una lona descolorida por el sol.
Permanecen inmóviles, observando la cama. La última vez que Franny vio a su madre, estaba ahí mismo. Cierra los ojos, negándose a imaginarlo.
¿Esa es la misma…?
No, por Dios, dice Mary. Es una cama nueva, por estrenar. La colcha también, la compré yo misma en Walmart. A ella no le habría gustado. Tu madre era muy purista.
¿En serio?
Le gustaban las cosas reales, auténticas.
Auténticas, repite Franny, intrigada con la idea. Eso es algo en lo que no había pensado nunca.
Transcurrido un momento, Mary dice: ¿Por qué no salimos a tomar un poco el aire? Como movida por la costumbre, baja de nuevo los estores y todo adquiere un tono difuso. La habitación es como una tumba, y las dos se alegran de salir de allí. La puerta se cierra.
Cuando vuelven fuera, Mary va a buscar algo al coche, una cesta de galletas.
Casi me olvido. Son para ti. Las he preparado esta mañana.
Qué detalle tan bonito, Mary. Gracias.
Le da un abrazo.
Con lo flaca que estás, no te vendrán mal unas galletas. Supongo que los médicos no tenéis demasiado tiempo para comer bien.
No tenemos demasiado tiempo para casi nada.
Qué me vas a contar a mí, le dice Mary. Cualquier cosa que necesites, ¿entiendes? Yo voy a estar muy pendiente de ti.
Tranquila, dice ella algo avergonzada, porque no está acostumbrada a que la gente se preocupe por ella.
Ya va siendo hora de que dejes atrás este sitio, Franny. Y no eres la única. Las dos lo necesitamos. Lo haremos juntas, ¿de acuerdo?
Franny vuelve a abrazarla, más por consolarla a ella que por otra cosa, y cuando se separan se da cuenta de que Mary tiene lágrimas en los ojos.
Mary menea la cabeza, azorada.
No me hagas caso. Se suena la nariz y se seca los ojos, enfadada consigo misma.
Eh, no pasa nada. Ya estoy acostumbrada a estas cosas.
Mary rebusca en el bolso y saca un espejo compacto y se inspecciona la cara, y se retoca un poco las patas de gallo. Se le ha corrido el rímel.
Por el amor de Dios, mira qué cara tengo.
Estás bien.
Yo antes era más o menos presentable, dice. Aunque te cueste creerlo.
Pues claro que me lo creo. Ahora también eres presentable. Más que presentable.
Ojalá las cosas no fueran siempre tan difíciles, ¿no te parece?
Franny asiente.
No sé por qué lo son tanto.
Tal vez Dios intenta decirnos algo. A veces preferiría que parara.
Tal vez a estas alturas ya se haya rendido con nosotros, dice Franny.
Pues yo espero que no. Necesitamos toda la ayuda disponible. Regresa al coche y abre la puerta. La vida es dura, eso es así. Y este sitio, esta granja, es testigo de ello.
Se sube al coche, enciende el motor y baja la ventanilla.
Yo me adelanto y voy pidiendo el contenedor y les digo a los Hale que vengan a ayudarte. Supongo que no reconoces ese apellido, ¿no?
Franny niega con la cabeza.
Antes de que tus padres la compraran, esto era la granja Hale. Los chicos cuidaban de ti. Cole y Eddy… Bueno, Eddy está en Los Ángeles. Es trompetista. Me han dicho que es bastante famoso. Ahora solo están Cole y el pobre Wade.
Ah, pues no me acuerdo de ellos, dice Franny, aunque durante todo ese tiempo han estado ahí, dentro de su cabeza. Formas oscuras, borrosas. El sonido de esa trompeta.
Ellos también tan sufrido lo suyo. Todos hemos sufrido. Pero Cole se ha esforzado y le ha ido bien. Casi todas las casas de este pueblo llevan su marca. Creo que es por sus ojos, que son muy muy azules. Las mujeres lo miran una sola vez y ya sacan el talonario. Su hija tiene sus mismos ojos, como todos los Hale. Mi nieta y ella son buenas amigas. Algo es algo, ¿no? ¿Cómo dice la expresión esa…? Se recoge…
Lo que se siembra, dice Franny. Y sonríe.
Bueno, me voy. Y no te olvides. Tú me llamas y yo vengo. Aunque sea por una tontería.
Franny observa el coche de Mary hasta que desaparece por la carretera. El aire es frío, y se abraza a sí misma con fuerza. Se fija en los campos yermos, en los establos, en los árboles negros. El ánimo es de desolación.
Y entonces se vuelve, como si alguien la hubiera llamado por su nombre desde esa ventana de arriba, desde la habitación de su madre.
Ahora los estores están levantados. La habitación está inundada de luz.
Se va al pueblo en coche a comprar cerveza. No es que le guste beber, pero se la va a tomar como quien toma un medicamento. Tendrá que emborracharse para poder dormir. Pensándolo mejor, tal vez vodka, su viejo amigo. Si hubiera tenido la ocasión, es posible que hubiera sucumbido al alcohol. Tuvo una revelación breve en el internado, cuando la obligaron a ir al psiquiatra. En la universidad aprendió a beber sin dejar de sacar sobresalientes, pero al empezar a cursar la especialidad de medicina paró. Había que estar al cien por cien en todo momento. Había que estar preparada, con la cabeza clara.
El pueblo parece congelado en el tiempo. Al pasar por delante de la iglesia, ve a un cura que abre la verja, un hombre de pelo blanco envuelto en una bufanda gruesa que se está poniendo una gabardina y que habla (supone que consuela) a una anciana que lleva un pañuelo de plástico en la cabeza y que está en la acera. Hace viento y las copas de los árboles se mecen y esparcen la luz del sol. Hay una sala pequeña de cine, una tienda de donuts, un café.
La licorería está al final de esa manzana. El local está vacío, mal iluminado, polvoriento al trasluz del sol que se cuela por el escaparate. Mientras recorre los estantes con la mirada, un gato atigrado le pasa en círculos por las piernas. El ventanal está cubierto por un estor traslúcido, amarillento, que hace que la calle que queda del otro lado parezca una fotografía antigua en tonos sepia. El hombre que hay detrás del mostrador carraspea y dice: Si necesita algo, aquí estoy, y sigue anotando algo en un cuaderno. Al pagar, le sorprende constatar que lo que escribe es un poema, un ábaco de palabras que se unen para significar algo. Se fija en las palabras «engatusar» y «tordo». Escruta el rostro del hombre mientras él le cobra.
Al lado, en el supermercado, se compra un bocadillo y una bolsa de patatas fritas que se come en el coche. Lo devora todo muy rápido, contemplando el cielo a través del parabrisas. Anónima, piensa, una desconocida en un lugar desconocido. Aquí el cielo es distinto. Es por las nubes, por el sol que pasa a través de ellas.
De nuevo en la cocina, busca en los armarios pero no hay vasos, solo tarros. Tú me servirás, le dice a un bote viejo de pepinillos, que llena hasta la mitad. Después añade hielo. El vodka le da el valor que necesita para atacar el armario, todo un mundo oscuro en sí mismo. Una ciudad de cajas amontonadas. Casi todo es basura, cosas inservibles: ropa vieja, zapatos de suelas desgastadas, aparatos estropeados, un aspirador prehistórico. Como quien encuentra un tesoro, desentierra una caja de zapatos llena de fotografías. Por más que se alegre al descubrirlas, le perturba que estén ahí. Una historia que quedó atrás, piensa, una historia que en parte es la suya. Los últimos meses de su madre en el mundo.
Qué cruel le parece que su padre no se hubiera molestado en llevárselas, que nunca hubiera entendido su importancia. Las esparce como naipes del tarot, y mientras lo hace piensa: este es tu pasado, no se puede evitar; este es tu futuro, la única vía hacia el resto de tu vida.
Rígidas, amarillentas por el paso del tiempo, las instantáneas son como los retales de un edredón que juntos van contando una historia. En casi todas sale ella, un bebé que siempre está haciendo algo en una casa iluminada por el sol: juega con unas cucharas de madera, con cacerolas y con sartenes, casi desnuda, con unas braguitas sobre la hierba en verano, en un jardín salpicado de flores amarillas. Sentada en una trona, soplando pompas de jabón. Persiguiendo a un gatito. Tirando de un perro de madera sujeto con un cordel. Le hace bien ver que allí fue feliz, que la querían. Nunca había sabido cómo imaginar esa parte de su infancia porque su padre no se había molestado en ilustrársela.
Quiénes eran ellos, se pregunta. Sus padres. ¿Quién era Catherine Clare? Hay apenas unas pocas fotografías entre las que escoger. Ahí aparece en el jardín, con un vestido blanco sin mangas. Ahí está junto a la chimenea. En esa otra sale en el porche, fumando, con ojos de saber algo, aunque Franny no sabe qué exactamente. Hay imágenes de fiestas con desconocidos que sostienen copas en las manos, cigarrillos entre los dedos, semblantes como de esos escritores que salen en las solapas de los libros. Y ahí está su padre, joven y delgado con su ropa de profesor, su chaqueta de tweed, sus calcetines de rombos, sus mocasines. Hay algo en él, distancia, indiferencia, una expresión en su cara que se parece más a la arrogancia. Los ojos oscuros, la boca seria. Cierta ambivalencia, piensa.
¿Estaba realmente tan descontento?
Tal vez es todo una lectura que hace ella. O es posible que esa sea su propia historia sobre su padre, una historia que lleva inventándose desde siempre.
A media tarde, un camión con las palabras hermanos hale en sus puertas se detiene frente a la casa. Ella sale al porche y se cubre los ojos con la mano para protegerlos del sol.
Traigo una carga de leña, ¿dónde quieres que la deje?
Ahí detrás. Creo que he visto un cobertizo.
Él asiente, maniobra con el camión, aparca junto a la casa. Hay otro hombre en el asiento del copiloto que entorna los ojos y no se mueve. De nuevo en el interior de la casa, se queda de pie junto a la ventana y observa al conductor, que se ocupa de su trabajo. El chaquetón de cuadros se le mueve en su ir y venir del cobertizo, cargado con los troncos, que va apilando. El otro tipo no se baja a ayudar, sigue ahí sentado, mirando fijamente hacia delante por el parabrisas.
Al cabo de una hora, cuando el sol ya empieza a ponerse, el conductor se acerca a la puerta de atrás con unos troncos entre los brazos, como si acunara a un bebé.
Me han pedido que encienda la estufa.
Sí, por favor, entra.
Él se mete en casa con su chaquetón grueso, y a ella le llegan los olores de su jornada: caballos, humo de leña, cigarrillos, sudor. Se quita el gorro de lana y se lo mete en el bolsillo, se seca la frente con la manga y se ahueca un poco el pelo aplastado. Ella ya se ha fijado en lo guapo que es, y cuando él la mira con sus ojos azules, cae en la cuenta de que sigue vestida con sus pantalones de hospital y su camiseta favorita de la universidad, y que lleva el pelo recogido de cualquier manera en una coleta. La mirada del hombre se detiene al ver la botella de vodka junto al tarro de pepinillos.
¿De fiesta?
Más o menos.
Aquí hace frío, ¿no? A ver si lo solucionamos. Se agacha frente a la estufa, va metiendo troncos y papeles de periódico arrugados, enciende la cerilla, y todo se ilumina de pronto, vuelve a la vida, cálido, dorado. Él cierra la portezuela y pasa el cierre de seguridad.
Con eso aguantarás.
Muy bien, gracias.
De nada.
¿Cuánto te debo?
Se ha ocupado ella.
De acuerdo.
Él vuelve a mirarla.
¿Estás bien?
Ella se encoge de hombros.
No lo parece.
Es que me resulta un poco duro estar aquí, eso es todo.
Alguien debería de haberle pegado fuego a este sitio hace mucho tiempo, dice él. Yo me crie en esta casa, soy Cole Hale. No te acuerdas de mí, ¿verdad? A veces te cuidaba. Cuando éramos críos. Yo conocía a tus padres. Tu madre fue siempre muy buena conmigo.
Regresan a ella destellos de memoria, un chico con abrigo de cuadros, botas sucias y calcetines con agujeros.
Él se aparta el pelo de la cara, más por costumbre que por necesidad.
Veo que ya te has hecho mayor.
Y tú también.
Pues sí. La diferencia es que yo ya soy viejo.
¿De cuántos años estamos hablando?
No hace falta entrar en los detalles truculentos.
Ella hace un cálculo mental.
¿Treinta y nueve, tal vez?
Sí, casi.
Eso no es ser viejo.
Pero ya son muchos años. Y pasan muy deprisa, eso seguro. Le sonríe, y todo se detiene.
En el tarro queda un dedo de vodka, y ella lo levanta.
No te apetecerá uno de estos, supongo.
Tengo que llevarlo a casa, dice, señalando con la cabeza el camión. Es mi hermano, Wade.
¿Está bien?
Ha estado en Irak desde la invasión. Las cosas no le fueron demasiado bien.
Tiene que ser duro.
Más que duro. Pero se pondrá bien. ¿Y tú? ¿Vas a estar bien aquí sola?
Sí, estaré bien.
Bueno, decir bien no es decir mucho, ¿no, Franny?
Ella mueve la cabeza.
Yo también me acuerdo de ti.
Se queda ahí, a la espera de que él la abrace, y cuando la abraza se siente bien entre sus brazos fuertes. Se quedan así, abrazados, un rato muy largo, y entonces él se pone el gorro y se va.
2
«Llevo toda la vida esperándote», habría querido decirle. Pero eso es algo que no se le puede decir a nadie. Da igual, seguramente ya debe de tener a alguien. Dios mío, podría incluso estar casada, aunque no ha visto que llevara anillo. Y su belleza no hace más que complicar las cosas. Si sabe algo sobre las mujeres guapas es que siempre parecen saber que lo son. Su exmujer blandía su belleza como si se tratara de un ak-47 y nunca dejaba de conseguir lo que quería. Durante mucho tiempo a él le pareció que aquello bastaba en un matrimonio, que él intentara hacerla feliz. Pero resultó que no era así.
Como era de esperar, su hermano le pregunta: ¿Era agradable?
Sí, agradable sí era.
¿Y bonita?
Eso también. Mucho.
¿Vas a llamarla?
¿Y por qué iba a hacerlo?
Porque es bonita. Ese suele ser un buen motivo para llamar.
Solo se va a quedar un par de días.
No se tarda mucho.
Está bien, Romeo. Lo tendré en cuenta.
Aparca en el camino, y se va hasta el otro lado para bajar a Wade del camión. La silla de ruedas nueva es mejor, vale lo que cuesta, pero todavía tienen que acabar de cogerle el tranquillo, los dos. Lo empuja por la rampa y lo mete en casa.
¿Estás bien aquí, capitán?
Sí, sí, claro, estoy estupendo. Mueve la cabeza, como si fuera la pregunta más tonta que le hubieran hecho jamás.
¿Quieres algo de comer?
Una cerveza.
¿Y qué más?
No tengo hambre. Pero a lo mejor una cerveza me apetece y todo.
Esto ya lo hemos superado, Wade, tienes que comer.
Ojalá, pero no lo veo probable.
Le trae una cerveza a su hermano.
¿Qué dan hoy en la tele?
Ah, la mierda de siempre.
Tengo que ir a buscar a Lottie. Hoy me toca a mí.
Vete, yo estoy bien. Y le das un beso a mi sobrinita.
Queda algo de pollo, por si te da el hambre.
Concentrado ya en el programa, Wade agita la mano para que Cole se vaya.
La última vez que estuvo en aquella casa fue con Patrice, cuando tenían diecisiete años.
Después del asesinato, su antigua casa se había convertido en todo un hito para el pueblo, y en un destino popular cuando llegaba Halloween. Los jóvenes se acercaban por carretera y a veces se bajaban de los coches para mirar por las ventanillas, y después decían que habían visto fantasmas y todo tipo de cosas raras.
Aquella noche llovía. Él no quería llevarla a casa de Rainer, y en casa de ella su madre les obligaba a dejar la puerta de la habitación abierta. En aquella cama con dosel de ella no podían hacer gran cosa. Fueron en coche un rato, conduciendo sin rumbo, hasta que acabaron en la granja.
Aquí no hay nadie, dijo él. Podemos estar…
Solos, dijo ella.
Todo estaba lleno de malas hierbas, de plantas que crecían sin control. Las lilas trepaban por los tablones, y su olor embriagaba.
Ella lo miró.
¿Crees que fue él?
No estoy seguro.
Travis cree que sí. Y su padre también.
Pasas demasiado tiempo con él.
Solo somos amigos. ¿Estás celoso?
Sí.
Recuerda lo mucho que a ella le había complacido aquella confesión.
Ella estaba allí de pie en el recibidor, escuchando atentamente, y él la atrajo hacia sí y la besó, adelantándose a lo que él mismo quería y deseando ya quitarle la ropa, pero ella dijo: No, espera. Antes quiero subir. Quiero ver.
Él no pudo detenerla. En mitad de la escalera se quedó inmóvil, escuchó la lluvia, las ráfagas de viento sobre los campos. Eran unos sonidos que a él le resultaban muy familiares.
Ella pasó las delicadas puntas de sus dedos por la pared del pasillo. Y un instante después dijo: Es rosa.
Era el dormitorio de la hija. Lo cambiaron todo.
Cruzó el pasillo y se plantó frente a la puerta de la habitación maldita.
No lo hagas, dijo él.
¿Por qué no?
Porque no quiero.
Ella asintió.
¿Cómo pudo alguien…?
Nadie lo sabe. Nadie tiene la respuesta a esa pregunta.
La gente es rara, dijo ella. Da miedo.
No todo el mundo. La mayoría de la gente es bastante buena, ¿no crees?
La cogió de la mano y se fijó en las sombras que le ocultaban la cara.
Ya sé por qué estamos aquí, dijo ella.
No tenemos por qué hacer nada.
Pero ella le agarró la mano y se lo llevó abajo, a la habitación en la que él había visto morir a su abuelo. Ahora, en vez de la cama del viejo, había un sofá. Él fue desnudándola despacio. Bésame, dijo ella, y él la acomodó en el sofá, sobre los cojines, y la besó un buen rato, y entonces ella le dijo: Venga, hazlo.
¿Estás segura de que quieres?
Venga, deprisa, antes de que cambie de opinión.
Estaban a punto de ponerse manos a la obra cuando oyeron a alguien arriba, caminando de un lado a otro sobre sus cabezas.
¿Has oído eso?, susurró ella.
Se quedaron helados, abrazados.
Entonces, el que fuera que estaba ahí empezó a bajar la escalera.
Nunca en su vida se había vestido tan deprisa. Salieron corriendo, se montaron en la camioneta y se largaron de allí.
Desde entonces no había vuelto.
3
Es su naturaleza desconfiada, piensa mientras rebusca en el armario, lo que le impide intimar con la gente. Es algo que ha heredado de su padre, tal vez porque se han cambiado de domicilio muchas veces. Él se mostraba siempre cauto en exceso, y crítico, nadie era nunca lo bastante bueno para su hija. Él compraba una casa en algún sitio nuevo, reformaba la cocina y cambiaba los armarios, lo hacía todo con la ferocidad de un loco, pero el resultado siempre le decepcionaba. Decidía que no había nada que hacer. Y ella volvía a casa un día del colegio y se encontraba el cartel colgado.
La verdad era que él se esforzaba mucho, pero ella sabía que no era como lo demás padres. Vivía separado del mundo convencional. Sus cenas silenciosas, mientras veían La hora de Bill Cosby en la tele. Las horas de deberes después. Por suerte, cuando iba a octavo, una maestra que se preocupaba por ella había sugerido la posibilidad de que fuera a un internado, e incluso ayudó a Franny a solicitar plaza. Es por su bien, le dijo a su padre cuando la aceptaron. Por el bien de los dos.
Borracha, cansada de pronto tras ese día tan largo, sube la escalera esperando casi tropezarse con un zombi. Al pasar por delante de la habitación de su madre, hace precisamente lo que no tiene que hacer y abre la puerta. Como una actriz en escena, se queda ahí, iluminada por el haz de luz, a la espera de que se produzca un giro dramático. Pero la habitación está silenciosa y en penumbra. Desafiante, levanta el interruptor y un aplique feo de techo inunda de luz el dormitorio. Solo quiero coger algo para leer, dice al vacío, y pasa por encima de la alfombra persa hasta la librería, donde aguardan, medio inclinados, diez o doce volúmenes. Y algo más: una caja alargada, con forma de corazón, de esas que se regalan el día de San Valentín.
Lo abre con cautela, temiendo encontrarse unos bombones rancios, pero lo que descubre son unos sobres, cinco o seis, llenos de cartas. Cierra la caja y se la lleva.
Desde la puerta inspecciona la habitación una vez más. Esta es una habitación en la que hubo un crimen, piensa.
Deja la luz encendida y cierra la puerta despacio, como si su madre estuviera en cama con catarro, descansando.
Es demasiado tarde para ducharse, y además hace mucho frío. Mary le ha dejado una toalla y una pastilla de jabón, y a Franny le conmueve ese gesto de cortesía. Se lava deprisa, evitando mirarse en el espejo, evitando su belleza persistente, y se mete enseguida en la cama, cubriéndose hasta el cuello con la colcha. Se incorpora un poco sobre las almohadas y acerca la lámpara. Entonces abre la caja.
Las cartas no incluyen ninguna dirección, y en los sobres no hay nada escrito, así que deduce que solo llegó a leerlas quien las escribió. Y las escribió en hojas de papel rayado arrancadas de cualquier manera de un cuaderno de espiral.