UNA LUCHA POR LA VIDA

1

Su hermano Wade cumplía dieciocho años ese día. Vida le preparó un pastel. Su tío le dejó beber un chupito de whisky. Eddy y Cole hicieron un fondo común y le regalaron una radio. Era bastante bonita y tenía una antena larga, y pillaba casi todas las emisoras.

Después de cenar se fueron todos al desguace para subirse a los coches aplastados. Eddy llevó su trompeta. Se sentaron en los techos de hojalata, y él tocaba mientras Willis liaba cigarrillos y Wade y él merodeaban por ahí en busca de cosas. A veces se encontraba algo. En una ocasión él encontró un encendedor de oro con las iniciales de alguien grabadas. Otra vez una billetera, que estaba vacía, salvo por unas fotografías tontas de unos niños. Eddy había traído whisky, y se lo iban pasando, y les sentaba bien y les calentaba el pecho. Willis decía que se mareaba, y le gustaba. Decía que quería olvidar. Se dibujaba cosas en la piel con una pluma. Dibujó un caballo como si le galopara por el brazo. Damos vueltas, avanzamos en círculos, dijo. Nada más. Y después nos morimos.

Eddy había empezado a tocar con un grupo de jazz en Troy, en un local underground, en Fulton Street, que se llamaba Tony’s, y todos fueron a verlo tocar, su tío y Vida y él y Wade. La música ya se oía desde la calle, y la gente que no podía pagar la entrada se quedaba fuera para oírlos tocar. Mucha gente que conocía se congregaba allí. Iba incluso el padre Geary. Se sentaba solo a una mesa, se pedía una copa de vino tinto, y movía la mano sobre el mantel negro al ritmo de la música.

Después de la actuación, Rainer se llevó a Eddy a un aparte y le dijo: Tu madre estaría muy orgullosa de oírte tocar así.

Cole encontró la nota el lunes por la tarde, al volver a casa del colegio. Con su letra fea, Wade le decía que lo enviaban a Fort Jackson, Carolina del Sur, y que volvería a escribir desde allí. Dile a Eddy que no se enfade.

Se sentó en la cama, perfectamente estirada. La habitación, de pronto, parecía más vacía. Wade llenaba los espacios, y las cosas parecían completas cuando estaba él. Aquella noche, sin sus ronquidos, se quedó despierto pensando en su hermano, intentando imaginárselo en el autobús de alguna autopista oscura. Wade siempre había sabido que el ejército era su única salida. Se lo había dicho a todos, pero nadie le había hecho caso. Daban por sentado que era solo un sueño que tenía. Pero lo había hecho. Y ahora su cama estaba vacía.

Aunque lo echaba mucho de menos, Cole estaba orgulloso de su hermano. Wade había demostrado que en este mundo se puede hacer algo. Y a Cole le había demostrado que él tampoco iba a quedarse ahí atrapado para siempre. Estaba en sus manos hacerse su propio camino. Decidir por sí mismo.

 

Cursaba una asignatura, Comunicaciones, con el profesor Delriccio, que tenía unas patillas muy largas y llevaba una camiseta del grupo Hot Tuna debajo de la americana. Debían colocar las sillas en círculo e ir pasando de una a otra y explicar cómo se sentían. Cole nunca decía nada, solo «Bien», y el profesor no insistía, porque todo el mundo sabía qué les había pasado a sus padres y todos creían que Cole podía hacer lo mismo. Nadie quería asumir ese tipo de responsabilidad. El señor Delriccio era su profesor preferido. Los miraba a los ojos, y esperaba el tiempo que hiciera falta para oír lo que intentabas expresar. En sus clases era imposible equivocarse. A Cole le servía para pensar en cosas. Cómo era la gente, su manera de actuar algunas veces. En realidad era algo triste. La gente decía que Delriccio estaba divorciado y Eugene lo vio una vez en el metro, en la ciudad, con una cazadora de cuero; se bajó en Christopher Street, y Eugene dijo que eso significaba que seguramente era gay. Tenían que leer un libro titulado Notas para mí mismo. Cuando Rainer lo vio en la mesa de la cocina preguntó: ¿Qué es esa basura?

Es para el colegio.

Su tío enfermó. Un virus en el corazón. Eddy lo llevó en coche a Albany para que se visitara con un especialista, que le dijo que no le pasaría nada si se tomaba un medicamento y dejaba de fumar. Vida lo pillaba robando cigarrillos, y le gritaba en español. Como Wade se había ido y Eddy se ocupaba de Rainer, Cole pasaba mucho tiempo solo. Los Clare le pedían que fuera a la casa casi cada fin de semana. Le habría gustado tener un trabajo de verdad, aunque fuera en Hack’s, pero hasta los quince años no te daban el permiso de trabajo, y él no los cumplía hasta agosto.

Normalmente le pedían que fuera los sábados por la noche. A veces daban fiestas. Básicamente, todo el mundo se emborrachaba y se paseaba tambaleándose, se les caía la bebida al suelo, usaban unas conchas grandes como ceniceros. Ella preparaba comida exótica. Huevos duros partidos por la mitad y espolvoreados con un polvo rojo. Pepinillos con unos palillos pequeños con forma de espadas de pirata. Le enseñó a preparar una salsa para las cebollas, mezclando un sobre de sopa instantánea en un cuenco de crema agria. Presto, dijo que se llamaba, mientras la probaba con la punta de un dedo. Se ponía elegante, se maquillaba. Los pendientes le colgaban como llaveros. A él le parecía muy guapa. Cuando hablaban de ella, por las noches, muy tarde, en su habitación, Eddy decía que era el tipo de mujer con el que quería casarse y tener hijos, porque era más lista que la mayoría de las chicas, y tenía la clase de belleza que encontrabas en la naturaleza, que te hacía detenerte un momento, como cuando veías pasar un zorro, o un pájaro raro, y te quedabas petrificado. Eddy decía que el señor Clare no la merecía, y que si ella seguía casada con él era solo por Franny, y que era una buena madre que no quería perjudicar a su hija.

Ella bebía vino con gaseosa. Fumaba Lark porque le gustaba el color de la cajetilla. Un color destacado en las pinturas del Renacimiento italiano, le dijo una vez señalando el mismo tono rojo en un libro de santos con gorras de ese mismo color. Se le hundían mucho las mejillas cuando daba una calada, como las alas muy dobladas de un pájaro de origami. Era como las chicas que salían en las revistas. De pie, con el poncho puesto junto al estanque oscuro, los ojos plateados. Una vez la encontró allí sola. Se quitó la chaqueta y le cubrió los hombros con ella. Ella no se volvió para mirarlo pero le dijo que se estaba haciendo mayor. Dijo: La vida no es siempre lo que uno cree. Pasan cosas. Él se dio cuenta de que estaba un poco borracha.

Ya sé que pasan cosas, dijo él.

Ella le sonrió con una sonrisa algo fantasmagórica que se volvió triste a medio camino. Ya sé que lo sabes, Cole. Supongo que eso es algo que tenemos en común.

A veces les llegaba gente de la ciudad. Decía que eran pintores, escritores, como si pertenecieran a la realeza. Eran distintos. No se podía predecir lo que iban a decir. No eran muy dados a sonreír, y les gustaba dar la impresión de que tenían otras cosas más importantes en la cabeza. A la mañana siguiente los veías en el pueblo, en el Windowbox, ocupándose de sus resacas. Se quejaban si no les servían enseguida, o si la comida no estaba lo bastante caliente. Una vez oyó a uno de ellos preguntar: ¿Esto es margarina o mantequilla? Si es margarina, no me lo como.

En otra ocasión, un hombre trajo un proyector y pasó una película en la pared. Cole hizo ademán de salir, pero ella lo agarró de la mano y le dijo: No, quédate, quiero que veas esto. Ella estaba siempre intentando enseñarle algo, y eso a él le molestaba un poco. Ella no era su maestra. Pero de todos modos se sentó y se puso a verla. Al principio, un rectángulo de luz blanca con unos pelitos, y la gente se cogía de las manos para hacer sombras. Él hizo un lobo. Ella hizo un águila con las alas extendidas, y la puso a volar. Otro hizo algo que parecía una señora egipcia. Después empezó la película, y salía un coche que pasaba por un puente, que chocaba contra el guardarraíl y caía al río. Durante ocho minutos la escena se repetía una y otra vez, mientras de fondo unos monjes entonaban cánticos. Como los sueños, no tenía el menor sentido pero le perturbaba, porque era una misma cosa mala que se repetía sin parar. Llegó a la conclusión de que era una chorrada, pero todos permanecían ahí, transfigurados, con aquella luz del proyector sobre sus cabezas, como si asistieran a algún tipo de espectáculo de magia. El tipo que había hecho la película tenía una voz melodiosa que avanzaba en espirales, como una caligrafía bonita. Su película iba de la casualidad, dijo. De que a veces las cosas pueden suceder sin motivo y cambiarte la vida para siempre. Miró directamente a Cole, como si supiera todo lo que le había ocurrido y lo sintiera por él, y Cole supuso que los demás también lo sabrían, porque lo observaban como si fuera un animal del zoo. Él no quería que sintieran aquella puta lástima por él. Se levantó y se fue.

Ella lo llamó por su nombre, pero él no le hizo caso. Además, estaba demasiado borracha para ir tras él. Cerró de un portazo.

Lo que ella no entendía era que aquella no era ni siquiera su casa, en realidad no lo era. Y nunca lo sería.

Caminó por la carretera. El aire era frío. Olía a tierra, el olor frío del invierno que llegaba. Él no quería pensar lo que estaba pensando, ni sentir lo que estaba sintiendo.

Sin pensar, se puso a hacer autostop. Eran más de las cuatro, y empezaba a oscurecer. Pasaban pocos coches y encendían los faros. Cuando ya estaba a punto de dar media vuelta, una camioneta Chevrolet paró en el arcén. Estaba llena de salpicaduras de barro. Era la camioneta de un granjero. El conductor bajó la ventanilla y se asomó un poco. Cole lo reconoció. Era el hombre de la biblioteca que le había dado un chicle aquella vez. En la parte de atrás llevaba dos perros que cortaban el aire con los rabos, como bumeranes. Se le echaron encima y le lamieron la cara.

El negro se llama Rufus, y la marrón claro es Betty. ¿Adónde vas?

A Troy.

El hombre se lo pensó un momento, concentrado en la carretera. ¿A qué parte?

A River Street.

Supongo que podría llevarte. Móntate.

Cole le dio las gracias y se subió al coche. El hombre no le había dicho adónde iba él. Había un saco de lana en el suelo.

Toma, ponlo ahí. Es de mi mujer. Criamos alpacas.

Nosotros antes teníamos vacas, le dijo Cole.

El hombre asintió, compadeciéndose.

Trabajar en una granja es duro.

Ya no lo hacemos.

No os culpo.

No fue por decisión propia, dijo Cole, y se sorprendió de sí mismo al oírse. Nos vimos forzados a ello.

Vaya, te creo. Lo siento, chico.

Cole apartó la cara. Le ardían los ojos, y se volvió para mirar a los perros. Tenían la nariz pegada al cristal y meneaban el rabo.

¿Y tú tienes nombre?

Cole Hale.

A mí me llama Bram.

¿Es un diminutivo, o algo?

Abraham.

Gracias por el chicle que me diste. En la biblioteca.

Estoy escribiendo un libro, le explicó él. O, para ser más exacto: estoy intentando escribir un libro.

¿De qué va?

Es demasiado largo para decirlo en voz alta.

Suena duro, dijo Cole.

Es lo más duro que he hecho en mi vida. Pero vaya, no esperaba que fuera fácil. En todo caso, son las cosas difíciles las que nos hacen más fuertes, ¿no? Hay que estar abiertos a eso. No se puede tener miedo del trabajo duro.

Cole lo observó. Otro adulto más intentando darle consejos. Como si fuera una radio que por casualidad estaba encendida. Podías aceptar lo que te interesara, o rechazarlo, que era lo que le decía su tío.

Pero daba igual. Aquel tipo le caía bien. Tenía un aspecto salvaje, con ese pelo alborotado y aquellos ojos afectuosos, desbocados. Llevaba raído el cuello de su camisa de trabajo, y por debajo asomaba una camiseta térmica, y también un cordón con una sola cuenta coloreada.

A mí no me da miedo, dijo Cole.

Bien. Así llegarás lejos. Oh, esta camioneta apesta, ¿no? Llevé una carga de cerdos ahí atrás. Y qué mal huelen. Puedes bajar la ventanilla si quieres.

No me importa, dijo él.

Pero huelen fatal, ¿verdad?

Sí, siempre.

Bajaron las ventanillas y dejaron que el viento entrara como una explosión en el coche. Al cabo de un rato Bram salió de la autopista, cruzó el Green Island Bridge y giró al llegar a River Street. Cole le indicó cómo llegar a la casa de empeños.

Ya estamos, dijo Bram.

Gracias. Te debo una. Eso era algo que siempre decía su tío.

De acuerdo. Pues cuídate.

Se bajó de la camioneta y entró en la tienda, y sonó una campanilla que había encima de la puerta. No había nadie, pero oía el sonido de un televisor encendido en la trastienda. Se fijó en las cosas expuestas en los estantes y en unas vitrinas de cristal muy iluminadas. No veía las figuritas de su madre. El mismo tipo gordo con el que había tratado ella se asomó por entre la cortina de cuentas y se plantó tras el mostrador. Cole notó que lo reconocía, pero cuando le preguntó por las figuritas de su madre, el hombre hizo ver que no lo recordaba.

No están aquí, dijo Cole. No las veo.

¿Dónde está tu madre?, preguntó el hombre. Yo no hago negocios con niños.

Cole dejó el dinero sobre el mostrador.

Está muerta.

Al hombre le cambió la cara. Ah, qué pena. Guárdate el dinero. Abrió una cajita de metal y sacó de ella un pedazo de papel, un recibo, y escribió una dirección en él y lo sostuvo ante Cole con sus dedos rechonchos.

Normalmente no hago estas cosas, dijo, pero siento debilidad por los chicos como tú.

Hubo un pequeño forcejeo sobre el mostrador, y cuando el hombre soltó el papel Cole se fue hacia atrás.

Qué serio eres, joder, niño.

Cuando salió de la casa de empeños, la calle estaba muy oscura. Ahora se daba cuenta de que había sido una tontería ir solo hasta allí. Eddy se enfadaría mucho si se enteraba. Algo desesperado, miró en dirección a la carretera principal y decidió acercarse caminando. Un minuto después, una camioneta se detuvo a su lado.

Eh, chico.

Sintió un gran alivio al ver que era Bram.

¿Es que no tienes dónde ir?

En realidad no. Me dedico a conducir por ahí mirando a la gente.

Alargó el brazo por encima del asiento y le abrió la puerta.

Vamos, entra.

Cole se alegró de montarse allí de nuevo.

¿Has conseguido lo que querías?

Él asintió, con el papel aún en la mano. Echó un vistazo a lo que el hombre había escrito en él. Hazel Smythe, 422 Main Street, Chosen. Reconoció el nombre. De hecho, lo conocía bien.

 

Ese lunes se saltó la última clase y se acercó a Main Street. Subió la escalera que llevaba a su apartamento, igual que cuando su padre estaba vivo. Notó el olor a polvo mojado en los peldaños y el del serrín, que venía de Blake’s, mezclado con alcohol y patatas fritas. Llamó flojito y esperó, pero no oyó nada. Cuando ya estaba a punto de irse, se abrió la puerta y ella se quedó ahí de pie, mirándolo. Tenía el pelo del color de la camioneta de Rainer, como de óxido de tubería, y los labios pintados a juego. Llevaba puestos unos vaqueros y un jersey, y parecía más joven que su madre. Oyó un pájaro enloquecido, y vio la jaula detrás de ella, en un pedestal, cerca de la ventana.

¿Quieres verlo?

¿Qué?

Lo dejó entrar.

Es Fred.

Hola, Fred, le dijo al loro.

Ho-La, Fred, repitió el animal.

Cole sonrió.

Es de Sudamérica. De Bolivia.

Eso está muy lejos.

Pues sí. Espero poder ir algún día.

Se quedaron mirando al pájaro enjaulado.

Pero le gusta estar aquí. ¿Verdad, Fred?

El loro separó las alas ligeramente y se puso a saltar en el palo.

Mi padre criaba pájaros, dijo él.

Sí, lo sé. Siéntate. La mujer despejó un poco el espacio y Cole se sentó en el sofá. ¿Quieres tomar algo? Como él no decía nada, ella insistió: ¿Chocolate caliente?

Está bien.

Se alegró cuando ella se metió en la cocina y empezó a hacer ruido. Miró a su alrededor, buscando con la mirada por aquel apartamento pequeño. No veía las figuritas de su madre. Recordaba a su padre yendo ahí para ver a esa mujer, y recordaba que Cole esperaba fuera, en la escalera, y que los oía reírse por tonterías. Recordaba haber pensado que aquella escalera tan fría era como la terminal hacia otro mundo, un lugar en el que él encajaba mejor que en este, y a veces se imaginaba que aquella escalera se extendía y se alargaba como las de Rainer, que subía y subía hasta perderse de vista. Cuando murió su madre tuvo la misma idea, y se preguntaba cómo sería subir hasta arriba de todo y verla. Él subiría lo más alto que pudiera para volver a verla.

Una vez se había montado en la avioneta de un vecino suyo. Solo pudieron subir su padre y él. Despegaron del campo, y el aparato iba a trompicones y parecía que se calaba, y a él le dio miedo que fueran a estrellarse contra el suelo, pero no se estrellaron. Su padre le cogió la mano y se la apretó muy fuerte, y le dijo que en casos como ese lo importante era tener fe. A veces, hay que tenerla, le dijo.

La mujer regresó con el chocolate.

Toma.

Gracias.

Ella se sentó en la silla, observándolo.

Eres igual que él, dijo al fin.

Yo no voy a cometer los mismos errores que él.

Ella asintió apretando mucho los labios. Él se dio cuenta de que se sentía mal.

Sentí muchísimo lo que les pasó a tus padres.

Él no quería seguir tomándose el chocolate y, lentamente, lo dejó sobre la mesa.

He pensado mucho en todo, insistió ella. No sabes cuánto.

Cole la miraba fijamente.

He venido a buscar las cosas de mi madre. Dejó el recibo de la casa de empeños sobre la mesa. La mujer asintió. Puedo pagárselos.

Ella miró por la ventana. Él se fijó en la luz plana que le daba en la cara cuando se movía.

Es lo justo, dijo él. Dígame el precio.

No, de ninguna manera, dijo ella. En este caso, ni hablar. Se levantó, abrió un armario y se metió hasta el fondo. Sacó una caja, la dejó sobre la mesa y la abrió. Extrajo de ella una de las figuritas, la envolvió en papel de periódico. Cole vio que estaba llorando. No quería que las comprara nadie más.

Él le mostró el dinero que había ganado trabajando en casa de los Clare.

Ella negó con la cabeza.

No lo quiero.

Y entonces siguió envolviendo la figura con más papel de periódico, la guardó de nuevo en la caja y se la entregó.

Tu madre tuvo suerte de tenerte, dijo ella. Eres un chico muy especial.

Cole intentó sonreír. Él no se sentía especial.

¿Está segura de que no quiere el dinero?

Sí, segurísima.

Sonrió, pero de todos modos él deseaba desprenderse de aquel dinero. No quería el dinero de los Clare. La única razón de haber trabajado para ellos era ese preciso instante, y tenía que concluir. Quedarse con el dinero no le parecía bien.

Ella lo acompañó por la escalera estrecha hasta abajo y le abrió la puerta.

Cuídate mucho, ¿de acuerdo?

Gracias, señora.

Sosteniendo la caja, se alejó por la calle. Sabía que había hecho algo bueno. Se volvió y la vio allí de pie, en la acerca, cubriéndose los ojos con la mano para protegerse del sol, viéndolo marcharse.

Cuando llegó a casa se llevó la caja arriba y se sentó en la cama y sacó todas las figuras y las desenvolvió. Y las colocó en el estante. En su sitio.

2

En su momento le pareció una buena idea. Lo de querer escribir. No sabía de qué iba a tratar su novela, pero notaba que una gran fuerza interior lo empujaba a escribir. Creía que tenía que ver con su madre, que tal vez lo animaba a escribir desde su ultratumba mohosa y llena de gusanos. Casi la oía protestando: «Mira qué vida llevas; ¡Abraham! ¿Granjero tú? ¿Alguien ha oído hablar alguna vez de un granjero judío? Haz algo con tu vida». Por su madre había estudiado con gran esfuerzo en la escuela de finanzas, y había aceptado un trabajo en una empresa contable con pretensiones en Manhattan. Pero Justine lo había salvado de todo aquello. Según ella, saltarse las normas era lo más erótico del mundo. Tienes que imponerte, le decía ella. Que algo se te dé bien no significa que tengas que hacerlo el resto de tu vida.

El día que dejó el trabajo, habían ido en coche hasta Stockbridge. Ella llevaba los pies descalzos apoyados en el salpicadero, y recorrieron los Berkshires, e hicieron el amor bajo una manta en el prado de Tanglewood mientras a lo lejos sonaba Mendelssohn.

Su padre decía que le faltaba constancia, pero Justine veía las cosas de otra manera. Decía que él era una persona que sentía curiosidad y que se aburría fácilmente, lo que era cierto, aunque de ella no, de ella nunca. Y a veces, cuando le había hecho el amor con toda la delicadeza de que era capaz, ella decía que era un hombre del Renacimiento. Sabía que era la manera que tenía Justine de ser romántica, pero aun así…

¡Pues hazlo!

¡Quería ser novelista! Quería vivir en el campo, como John Cheever, sentarse junto a una ventana y escribir. Quería escribir sobre…, bueno, sobre algo importante. Un libro importante sobre el que la gente pudiera debatir en las fiestas. Sería constante y sería «serio».

Todas las mañanas, después de las obligaciones de la granja, se iba en coche a la biblioteca a escribir. Era un trayecto de quince minutos, y había muchas cosas en las que fijarse a lo largo de la pista de tierra que partía de la granja y estaba llena de baches y de charcos, y de matorrales. Por el retrovisor veía la granja hacerse pequeña, la casa amarilla con su distinguido porche delantero y el gallinero y el granero y el establo grande donde tenía las ovejas y las tres vacas de Jersey. El huerto que Justine apenas había empezado a cultivar, y que él había cercado con una valla de madera para que no entrasen los ciervos, los zorros, los coyotes y muchos muchos conejos. A veces veía a su mujer correr hacia el coche, con aquel bolso tan pesado y el pelo suelto que le caía sobre los hombros, y los labios tan pálidos a la luz de la mañana, que no tenía más remedio que dar media vuelta para besárselos. Ella tenía un cuerpo cálido y pleno que le hacía sentirse seguro. Cuando se la presentó a sus padres, su padre dijo que era como una Gran Pieza de Mobiliario, y cuando Bram le preguntó qué coño quería decir con eso, dijo: Muchos cajones llenos hasta arriba de cosas. Tal vez fuera cierto, pero él adoraba todos sus cajones y quería dedicar su tiempo a registrarlos todos.

La biblioteca estaba en el pueblo, en un edificio con fachada de tablones de madera pintados de blanco que quedaba delante de la iglesia de Saint James, de la que, a principios del siglo XIX, había sido parroquia, y de un cementerio cercado por una fantasmagórica verja negra. Había dos bibliotecarios: Dagmar, una rubia alta de ascendencia alemana, constitución de travesti y rasgos acogedores, agradables, ocupaba el escritorio de la entrada, leía a escondidas novelas románticas subidas de tono mientras comía unas gominolas que sacaba de una caja que guardaba dentro de un cajón.

Él trabajaba en el piso de arriba, al fondo de todo, en un cubículo apartado, cerca del cuarto de almacenaje en el que casi siempre se encerraba el segundo bibliotecario, el señor Higgins, un hombre cojo, canoso y con gafas que salía de allí al cabo de un rato como si le hubieran dado una paliza, arrastrando tras de sí una estela olorosa de ginebra.

No era raro ver al pequeño de los Hale en la mesa grande, cerca de la ventana, al salir de clase. A veces estaba con su amigo. Hacían los deberes con aquella distracción típica con la que los niños hacen siempre sus tareas, toqueteándolo todo, tirando lápices al suelo sin querer, afilando las puntas, levantándose para ir a beber agua. Su hermano venía a recogerlo poco después de las cinco, y se iban juntos. Bram sabía que el mediano se había alistado y no se lo veía por ahí. Al parecer, según se decía en el pueblo, había dejado los estudios.

Una tarde, mientras iba en coche en busca de inspiración, vio al chico caminando por la carretera, haciendo autostop. Parecía alterado, estaba pálido, tenía la mandíbula apretada y el pulgar extendido con tal tensión que habría podido hacerle un agujero al aire.

A Bram le pareció que una casa de empeños era un destino peculiar para un niño. Lo dejó allí y se despidieron, pero el panorama de aquella calle, con sus drogadictos al acecho, una prostituta expuesta al viento en una esquina, le hizo cambiar de opinión. Ya había anochecido. Dio media vuelta, regresó y encontró al niño ahí, en la acera, algo confuso, asustado, con las manos metidas en los bolsillos.

Regresaron a Chosen sin hablar.

¿Tienes hambre?

El chico se encogió de hombros.

Ya me parecía a mí, dijo Bram, y lo invitó a casa a cenar.

La casa estaba en su estado habitual de caos cuando entraron. Justine tenía las mejillas coloradas, y se veía rotunda con su jersey de pescador, sus pantalones de yoga y sus ruidosos zuecos. En la cocina había un cazo con agua hirviendo, y el vapor subía. Y algo asándose en el horno, alguna de sus tartas de frambuesa, dedujo él. Le presentó a Cole con una formalidad algo gratuita, y Justine sonrió y le estrechó la mano.

¿No tienes que llamar a alguien para avisar? ¿A tu tío, tal vez?

En su pueblo no había secretos, y todo el mundo lo sabía. Eran todos una especie de familia, les gustara o no. Acostumbrado a obedecer órdenes, Cole llamó a su tío, volviéndose para conseguir algo de intimidad, y hablando en susurros, aunque Bram sospechaba que no había nadie al otro lado del auricular.

No puedes traértelo a casa así sin más como si fuera un gato abandonado, le dijo su mujer en voz muy baja mientras daba de comer a los perros, que al agitar las colas le rozaban las piernas.

Tiene cara de tener hambre, dijo Bram. Y yo también. Le dio un beso.

Pues ha tenido suerte. Estoy preparando unos espaguetis.

Cuando el chico colgó, Justine le dijo: Espero que te gusten los espaguetis.

Sí, señora, me gustan.

No me llames señora. Llámame Justine, por favor.

Está bien. Vale, Justine.

Ya casi están listos.

Ven, dijo Bram, apartando un montón de sobres abiertos y correspondencia desechada de una silla. Siéntate aquí.

Qué bonita. Se había plantado delante del cobertizo de la iguana. ¿Cómo se llama?

Emerson.

¿Como el señor ese?

Bram sonrió.

Sí, como el señor ese.

¿Y qué come?

Mucha verdura, espinacas. Básicamente, cualquier cosa que sea verde y que tenga hojas.

Y le encantan las manzanas, añadió Justine.

Cole fue a sentarse con Bram a la mesa. Era alto para su edad, su gesto era amable, y era guapo. Tenía los ojos de un azul profundo. Mantenía la vista clavada en el plato vacío.

La cocina se llenó de vapor de agua cuando Justine escurrió la pasta. ¿Quieres que te ponga salsa, Cole?

Sí, por favor.

Cogió la servilleta y se la extendió sobre los muslos.

¿En qué curso estás? ¿En décimo?, le preguntó Bram.

En noveno.

¿Y cuál es tu asignatura favorita?

Matemáticas, respondió él.

Yo era contable.

¿Y te gustaba?

No, no me gustaba.

El chico sonrió por primera vez. No del todo. Solo un destello de sonrisa.

Bram se encogió de hombros.

¿Y qué quieres hacer?

¿Hacer?

Ya sabes, cuando seas mayor.

Tal vez seré granjero, dijo él al fin.

Buena idea.

Como tu padre, dijo Justine con entusiasmo, como si seguir los pasos de su padre hubiera de ser un motivo de orgullo. Ella sonrió. Qué bien.

Pero Cole frunció el ceño.

No. Como mi padre no. Yo lo haría de otra manera, dijo.

Bram lo miró.

Estoy seguro.

Justine trajo la fuente de espaguetis con albóndigas, y en un cuenco aparte el queso parmesano.

También hay ensalada, dijo. Y pan. ¿Qué quieres beber?

Con esta agua ya me va bien. Le dio un sorbo y dejó el vaso sobre la mesa. Pero no tocaba la comida. Seguía ahí sentado, sin moverse.

Justine dejó el tenedor.

Al muchacho le temblaba ligeramente el labio inferior. Y unas lágrimas gruesas, lentas, resbalaban por sus mejillas. Avergonzado, cruzó los brazos sobre el pecho.

Justine se levantó y se fue hacia él.

Eh.

Estoy bien.

Le pasó un brazo por encima del hombro y lo abrazó y le dijo:

No sigas, que si no voy a empezar yo.

Él sonrió, parpadeando, y ella volvió a sentarse en su silla.

¿Mejor?

Sí, señora…, Justine.

Seguro que tienes mucha hambre, ¿verdad?

Sí, gracias.

Permíteme.

Levantó su plato y le sirvió una buena cantidad.

Has acertado viniendo esta noche, porque resulta que esta es mi especialidad. Y ponte la ensalada que quieras.

Sí.

Cuando terminaron, Bram se preparó para llevarlo a su casa. Justine lo abrazó otra vez y le dijo:

Sea lo que sea lo que te pone triste, pasará. Tu vida no va a ser siempre así. Las cosas mejorarán. Te lo prometo. ¿De acuerdo?

Él la miró y asintió.

Gracias por invitarme.

Vuelve siempre que quieras.

Cuando dejó a Cole en su casa, Bram pensó con preocupación en lo que le había dicho su mujer. No estaba seguro de que fuera cierto. No había ninguna garantía de que la vida de aquel chico fuera a mejorar. Y Bram creía que seguramente él lo sabía. Suponía que un chico como Cole debía de ser consciente de sus limitaciones.

Pero las mujeres veían las cosas de otra manera. Justine, por ejemplo, creía que la gente buena tenía recompensa, independientemente de las circunstancias. Y que la gente mala, a la larga, acababa pagando por su maldad.

Esperaba con todas sus fuerzas que la razón la tuviera ella.

3

Un par de días después, cuando volvió a trabajar a casa de los Clare, sintió que algo había cambiado. Había algo en ella que no estaba bien. La casa no estaba tan ordenada como de costumbre. Había montañas de ropa sucia, y platos por lavar en el fregadero. Ceniceros llenos de colillas, los juguetes de Franny esparcidos por el suelo. Una botella de vodka abierta sobre la encimera. Estoy de huelga, le dijo.

Salió a alguna parte. Mientras Franny dormía su siesta, él se dedicó a recorrer la casa, algo deprimido. Ella ya no parecía interesarse por él como hacía antes. Ahora solo estaba ahí por trabajo. Buscó en los armarios algo que comer, pero no había gran cosa, ni siquiera galletas saladas. Al cabo de un rato, para sentirse útil, subió para ver si Franny estaba bien (la encontró acurrucada, durmiendo con su conejito), y se quedó un rato en el rellano, debatiéndose, junto a la puerta de la que había sido la habitación de sus padres. Por un momento hizo ver que su madre estaba abajo preparando la cena, y que su padre había salido. Pero de pronto el recuerdo se desvaneció. Y volvió a ser él solo ahí de pie, en el rellano frío, como alguien atrapado entre dos mundos.

La habitación desprendía un olor que era distinto. Supuso que sería su perfume. Y el olor a humedad de la ducha. Por debajo había algo más, algo que no era capaz de identificar.

Como su madre, ella también dormía en el lado de la cama que quedaba más cerca de la puerta. Había un frasco pequeño de pastillas en la mesilla de noche. Lo levantó y leyó qué eran, pero no sabía para qué servían. En una servilleta de papel había dibujado a una Virgen María, y el vestido azul se convertía en un río. Era bastante bonito. Al otro lado había una lista. «Cosas que necesito: puerros, leche, mantequilla, Ajax, betún. ¡Llamar a Justine!».

Sudando como un ladrón, se acercó a la cómoda, abrió el primer cajón y pasó los dedos por su ropa interior. La seda era como el agua. Las cintas, las copas del sujetador. Recorrió las bragas con las manos. Al terminar, se metió en el baño para lavárselas y se las secó con la toalla. No sabía por qué, pero sentía que eso era lo que tenía que hacer. Después se sentó en el borde de la bañera, intentando respirar. Más tarde, cuando Franny se despertó, le dio la merienda. Dijo que quería pintar y colorear, así que él fue a buscar los lápices de colores y una hoja de papel en blanco y los dejó sobre la mesa de la cocina. Él sacó sus deberes de la mochila y se puso a terminar unos ejercicios de Inglés. Trabajaban juntos, sin hablar. Para lo pequeña que era, Franny pintaba bastante bien. Suponía que había salido a su madre en eso. Vio que estaba dibujando una casa, con las contraventanas negras, y una chimenea de la que salía humo. Después le añadió una mujer con el pelo largo y rubio. A principio él pensó que era Catherine. Pero a medida que avanzaba en el dibujo se fijó en los garabatos de color rosa que parecían ser un jersey, y en el cuadrado verde que era una falda. Vio los ojos azules y aquellas líneas largas que eran las pestañas. En lugar de boca, dibujó un agujero negro.

¿Quién es, Franny?

Y ella escribió un nombre con letras grandes, negras: ELLA.

Cuando la señora Clare entró en la cocina y vio el dibujo, se quedó mucho rato sin hacer nada, con las manos en las caderas. Estaba de espaldas a él y no le veía la cara. No sabía qué iba a hacer. Parpadeando, como si hubiera comido algo picante, sostenía el papel entre las manos.

Qué dibujo tan bonito, dijo. Y lo pegó en la puerta de la nevera y subió a la planta de arriba.

 

Fue el señor Clare el que lo llevó a casa en coche. Cole se fijó en que no se había afeitado y en que parecía tener la piel grasienta y los ojos vidriosos. Se aflojó el nudo de la corbata, se desabrochó el primer botón de la camisa y se arremangó. Había un porro encendido en el cenicero, y le dio una calada profunda, tosió un poco y se lo pasó a Cole. A él no le apetecía fumar, pero notaba que el señor Clare quería que lo hiciera, y rechazar algo de su jefe no era fácil. El humo tibio penetró en su cuerpo y sonrió, avergonzado.

El señor Clare lo observaba atentamente, con gesto de satisfacción.

¿Tienes novia?

Hay una chica…

Mujeres, dijo él. Son criaturas frustrantes. No esperes nunca conseguir lo que quieres, y mucho menos lo que necesitas.

Cole no se había planteado demasiado ninguna de las dos cosas.

En caso de duda, consulta con los maestros. Alargó la mano y recogió un libro del asiento trasero, y se lo entregó. Si quieres aprender sobre las mujeres, échale un vistazo a estas. Es Courbet. He marcado la página.

Está bien.

Llévatelo.

El libro pesaba bastante, y lo llevaba apoyado en las piernas. Con los dedos rozaba el lomo y la cubierta de tela. Tenía las manos sudorosas. Sin previo aviso, el señor Clare bajó la capota del coche y siguieron el trayecto así, azotados por el viento, sin decir nada. Cole vio que estaba saliendo la luna. El cielo aún tenía algo de rojo intenso.

En casa de su tío no había nadie, y recordó que Eddy iba a llevar a Rainer al médico, y que Vida pensaba acompañarlos. Subió al desván, abrió el libro por la página marcada y se quedó atónito. Era la pintura de una mujer… de cintura para abajo. Tenía las piernas separadas, y se le veía todo, hasta el culo, bajo un montículo negro de vello, y su orificio oscuro. El título del lienzo era El origen del mundo. Aunque él sabía que ese era el canal del parto, se preguntaba por qué el pintor había optado por ese nombre. No le gustaba el cuadro, y no le gustaba que el señor Clare se lo hubiera dado, y cerró el libro y lo guardó debajo de la cama. Se dio cuenta de que estaba muy colocado, y que se le iba un poco la cabeza, y detestó al señor Clare por hacerle sentir así, y por aquella cosa rara que de pronto había entre ellos.

Pasó varios días sin volver a la granja. Parecía como si no pudiera salir de su habitación. Eddy le subía sopa y tostadas en una bandeja, y le leía cómics, y le contaba chistes verdes. Rainer llegó incluso a subir, y le plantó su mano pesada en la frente.

Tienes fiebre, chico.

Se va a poner bien, dijo Eddy.

Los días pasaban despacio, y a él le gustaba que lo dejaran en paz. Veía los estores revoloteando, y el sol que recorría las paredes. Notaba que se estaba transformando. Estaba delgado y más blanco, tenía las manos demasiado grandes, las piernas y los pies demasiado largos. No controlaba sus pensamientos, y le daban unos ataques y se ponía a llorar como una niña.

Unos días después, la señora Clare se presentó en casa de su tío, y él, al bajar, se la encontró en el porche con una bandeja de galletas en la mano.

Franny te echa de menos.

He estado enfermo, dijo él.

Toma, las he preparado para ti.

Él aceptó las galletas y le dio las gracias y se quedó ahí viendo cómo se alejaba con el coche, y después volvió a la cama. Suponía que si dormía un poco más se despertaría y todo volvería a ser normal, como antes de que su madre se hubiera ido, antes de que aquellos desconocidos se instalaran en su casa.