HISTORIA VITAL
1
Eran cronistas del arte. Historiadores. Admiraban la autenticidad. Reaccionaban ante la belleza, la matemática elegante de la composición, la pasta caprichosa del color, el espectáculo de la luz. Para George, la línea era narrativa; para Catherine, era una arteria hacia el alma.
Ella era pintora, muralista. Trabajaba sobre todo en iglesias, catedrales derruidas en rincones remotos de la ciudad. El trabajo le había llegado por casualidad a través de un exprofesor del posgrado. Con el tiempo había llegado a tener seguidores, y era bastante conocida entre una minoría.
Le pagaban poco, pero a ella no le importaba. El sueldo era irrelevante.
Su trabajo era meticuloso, ornamentado. Sagrado. Tenía manos de enfermera, precisas, cuidadosas. Era católica. Pintaba su amor a Dios, su temor. Al terminar la jornada le dolían los brazos. Limpiaba los pinceles, doblaba los trapos. El olor de los pigmentos y el aceite de linaza le impregnaban las fosas nasales.
Iba al trabajo con pantalones de peto y se recogía el pelo con peinetas de carey. Era una catedral a las afueras de Columbus, en la Calle 112 Oeste, con sus duendes y sus querubines encajados en las esquinas. Olor a velas encendidas. En la capilla del crucero, un mural de la crucifixión había resultado dañado durante una tormenta. Se habían producido unas goteras en la cubierta, y el agua había descendido por el rostro de Jesús como un torrente de lágrimas. Ella no sabía si se trataba de un accidente irónico o de algún portento que anunciaba una desgracia inminente. A menudo supersticiosa, creía que un subtexto divino podía hallarse bajo el resplandor sin sentido de los acontecimientos más corrientes.
Una tarde, a última hora, cuando ya llevaba varias semanas restaurándolo, entró en la iglesia una pareja ya mayor. Eran dos personajes curiosos. Él parecía ser el asistente de la señora: era negro, llevaba una gorra de lana a cuadros y una gabardina. Llevaba del brazo a la anciana, que era blanca y seguramente bastante más vieja que él. Iba con un vestido de cuello alto y volantes. Sus zapatos resonaban en los suelos de terrazo. Él la ayudaba a avanzar, y el vacío del espacio amplificaba sus voces. El hombre colocó su mano sobre la de la mujer y juntos, a la vez, encendieron una vela. La mecha prendió con el bufido de un secreto.
Catherine retrocedió un poco para valorar su trabajo. Había atacado las alteraciones causadas por la lluvia y había conseguido reproducir los colores con exactitud. Asomaba de nuevo la intensidad de la pintura original. Tal vez fuera raro pensar que había intimado con el tema, pero así era. Se descubrió a sí misma pensando qué pensaría Él de ella, Su embajadora en el mundo de los vivos.
Eran casi las cinco y ya era de noche. Detestaba la implacable oscuridad del invierno. Franny y la niñera ya habrían regresado del parque, y la señora Malloy ya tendría ganas de tomar su tren. Una ráfaga de aire frío la recibió junto a la puerta, mientras se ponía el abrigo y la bufanda. Oía que tras ella la pareja recorría el santuario vacío, se dirigía hacia ella. Se susurraban palabras que ella no distinguía. Entonces la mujer agarró a Catherine del brazo y ella, alarmada, se volvió.
Quiere saludarla, nada más, dijo el hombre.
Pero la mujer la miraba solamente, y sus ojos revoloteaban como polillas, y entonces Catherine se dio cuenta de que era ciega.
Ya sabe que no es de buena educación mirar fijamente, le dijo el hombre a la mujer. Vamos a dejar en paz a esta joven.
Le agarró la mano y se la apartó del abrigo de Catherine y, en una especie de danza difícil, la condujo hacia la puerta. La mujer se volvió de nuevo y le clavó los ojos, aquella mirada ciega y aterrada.
Catherine se abotonó el abrigo. Tenía que volver a casa.
A través de los ventanales del triforio veía el cielo sin luna. Al dejar atrás la penumbra balsámica de la catedral y cambiarla por el aire frío de la ciudad se sintió abrumada, inquieta por ese encuentro con la pareja rara, por la ceguera de la mujer. Regresó a casa a pie, a paso ligero. Se enrolló mejor la bufanda al cuello. La gente de la calle ocultaba sus rostros, se protegía del viento glacial.
Era el invierno de 1978. Vivían en un apartamento lúgubre de Riverside Drive, cerca de la universidad en la que George estaba terminando su doctorado y donde impartía dos asignaturas de Análisis del Arte Occidental. Él le contaba que muchas veces, al terminar una presentación de diapositivas, se encontraba a los alumnos dormidos. A ella no le sorprendía: su marido podía resultar soso. Desde que se habían casado (en agosto haría cuatro años), la vida de él, y por extensión la de ella, se había visto acotada por la defensa de su tesis y por las declaraciones temperamentales de su tutor, Warren Shelby. George regresaba a casa bastante alterado de aquellas reuniones. Pálido, cuestionado, se encerraba en su dormitorio con un vaso de los de zumo lleno hasta arriba de Canadian Club, y se ponía a ver capítulos repetidos de M*A*S*H. Para Catherine, aquella defensa de tesis era un fraude existencial, un pariente de algún lugar extranjero, un acaparador de broncas y tics neuróticos, que se había instalado en sus vidas y se negaba a marcharse. El tema de su investigación era el pintor George Inness, discípulo de la Escuela del Río Hudson, al que ella había conocido a través de una serie esotérica de pruebas, pues las paredes de su apartamento estaban salpicadas de fichas, papeles con ideas, anotaciones crípticas, postales de los paisajes de Inness pegados aquí y allá (incluso había uno en el retrete), y una cita del pintor escrita con tinta azul, repasada tantas veces con una pluma que había acabado por rasgarse el papel. Cuando estaba doblando la ropa limpia o se dedicaba a cualquier tarea anodina, leía aquella cita una y otra vez: «La belleza depende de lo que no se ve, de lo visible que existe sobre lo invisible».
Con la pequeña asignación de George apenas podían permitirse el alquiler de aquel apartamento. Tenían pocas cosas: el balancín que habían encontrado en una liquidación de propiedades, que picaba porque la tapicería estaba rota y se le salía la crin del relleno, y que tenía las patas más separadas que las de un borracho; la alfombra persa que había sido de los padres de él; el sofá de respaldo ondulado, herencia de una tía lejana, cubierto con telas de damasco de un verde claro, descolorido, y que servía para acomodar a alguna visita muy ocasional, por lo general a su hermana Agnes, que se quedaba unos días hasta que las estrecheces del apartamento la volvían loca. En el edificio no había ascensor. Ella tenía que cargar con el cochecito los cinco pisos, sin soltarle la manita a su hija, y a veces tardaban media hora en llegar arriba. Finalmente abría la puerta y entraba en su refugio diminuto y abigarrado. El suelo, de tablones de madera astillados, estaba cubierto en su totalidad de los artilugios imprescindibles para el cuidado de la niña. Su dormitorio era minúsculo, y la cama de matrimonio estaba encajada entre las paredes, y el colchón, lleno de bultos. Frances, que tenía tres años, dormía en la alcoba, y a los pies de su camita se amontonaban los abrigos, los sombreros y los mitones que no cabían en el armario. Lo único que salvaba al apartamento eran las vistas que le recordaban casi exactamente a Tarde de invierno, de George Bellows: el azul despiadado del río, los algodoncillos secos de las orillas, la nieve blanca y las franjas de sombra, el misterio corriente de una mujer parapetada contra el frío bajo un abrigo rojo. El río la volvía pensativa y algo melancólica, y al mirar a través de las ventanas sucias intentaba acordarse de sí misma antes, la niña que había sido antes de conocer a George, antes de que se casaran para salvarse; su nuevo apellido, que era como el vestido de una desconocida que una se pone, con el que se pasea, antes de convertirse en la señora de George Clare, lo mismo que su suegra. Antes de adoptar su alias de esposa y madre abnegada. Antes de dejar atrás a Cathy Margaret, la niña de huesos de garza, de piernas de araña, de cola de caballo, abandonada ya en aras de tareas más importantes, como eran cambiar pañales, planchar camisas, limpiar el horno. No es que se quejara, ni siquiera que fuera desgraciada; a todos los efectos, estaba conforme. Pero sentía que debía de haber algo más en la vida, alguna razón más profunda para vivir, algún propósito más espectacular. Ojalá descubriera cuál.
Como muchas parejas inocentes, se habían conocido en la universidad. Ella iba a primero, y George se graduaba ese año. Con indiferencia impostada, se cruzaban en las aceras de Williamstown. Ella llevaba sus gruesos jerséis irlandeses, sus faldas escocesas heredadas, y él iba con su blazer de tweed raído y fumaba Camel. George vivía en la casa victoriana color mostaza que había en Hoxsey Street con un grupo de estudiantes de Historia del Arte que ya cultivaban una arrogancia estirada, museística, y que con una sola mirada la reducían a ella a la categoría de chica rellenita de Grafton que tenía los zapatos cubiertos de polvo de gravilla. A diferencia de George y sus aristocráticos amigos, Catherine había llegado allí con una beca: su padre llevaba una cantera al otro lado de la frontera estatal. Vivía en la residencia, en un dormitorio que compartía con tres monásticas estudiantes de biología. Era 1972, ella tenía diecinueve años, y en aquella época, la jerarquía tácita de la Facultad de Historia del Arte aseguraba que las escasas alumnas estuvieran claramente infravaloradas.
Su primera conversación tuvo lugar durante una conferencia sobre Caravaggio, el gran pintor del siglo XVI. Aquella mañana había llovido y ella llegaba tarde. El auditorio era un mar de chubasqueros de colores chillones. Un asiento libre llamó su atención en medio de una fila. Disculpándose, obligando a la gente a ponerse de pie, llegó como pudo hasta él, y descubrió que en el contiguo estaba sentado George.
Tendrías que darme las gracias, dijo él. Te lo estaba reservando.
Es el único que queda libre.
Creo que los dos sabemos por qué te has sentado aquí. Sonrió como si la conociera. George Clare, dijo, extendiendo la mano.
Catherine… Catherine Sloan.
Catherine. Él tenía la mano sudorosa. En cuestión de segundos, la intimidad pareció infectarlos como un mal contagioso. Conversaron brevemente sobre las asignaturas y los profesores de los dos. Él tenía un acento francés muy leve y le contó que había vivido en París de niño. En un piso como el de Los acuchilladores del parqué. ¿Conoces a Caillebotte?
No, no lo conocía.
Nos instalamos en Connecticut cuando yo tenía cinco años, y desde entonces mi vida no ha sido la misma.
Sonrió, para remarcar que era broma, pero ella no sabía si lo decía en serio.
Yo no he estado nunca en París.
¿Estás matriculada en la asignatura de Hager?
El semestre que viene.
Él señaló la pantalla en la que el nombre del pintor aparecía escrito en letras rojas.
Pero lo conoces, ¿no?
¿A Caravaggio? Un poco.
Uno de los pintores más increíbles de la historia. Contrataba a prostitutas para que le hicieran de modelos, y convertía a exuberantes meretrices en vírgenes de mejillas sonrosadas. Existe cierta justicia enternecedora en ello, ¿no te parece? Hasta la Virgen María lucía canalillo.
Más de cerca, olía a tabaco y a algo más, a un agua de colonia con almizcle. En aquel espacio cerrado, con los altos ventanales empañados por la condensación, ella empezó a sudar porque llevaba un jersey de lana. Él la contemplaba como quien contempla un lienzo, pensó, tal vez intentando resolver sus enigmas. Como casi todos los chicos de Williamstown, llevaba camisa Oxford y pantalones de color caqui, pero había algunas anomalías estilísticas: unas pulseras de cuero, unas zapatillas negras de lona (compradas en Chinatown, según le contaría más adelante), la boina en el regazo, salpicada de lluvia.
¿No mató a alguien? Por una tontería, ¿no?
Por un partido de tenis. Parece que no sabía perder. ¿Tú juegas?
¿A tenis?
Podríamos jugar alguna vez.
No se me da muy bien…
Entonces no tienes de qué preocuparte.
¿De qué?
De que te mate si pierdo. Sonrió exageradamente. Eso era una broma.
Lo sé. Intentó sonreír. Ja, ja.
Tengo algunos amigos…, podríamos jugar a dobles. Prefiero ser tu pareja que tu rival.
Así estaría mucho más a salvo.
Eso es verdad. Pero jugar estando a salvo puede ser aburrido, ¿no te parece?
Empezó a disminuir la intensidad de las luces del techo, y George bajó la voz hasta convertirla en un susurro.
La verdad es que quedó impune. Supongo que no sorprende del todo, teniendo en cuenta su genialidad.
Sea o no sea un genio, nadie debería quedar impune por un asesinato.
Te sorprendería el grado de impunidad de la gente.
¿Qué quieres decir?
Todos quedamos impunes. Es como un pequeño premio, como una lotería de feria barata por tu buen comportamiento. El libro que pides prestado y no devuelves nunca, la propina que no llegaste a dar. La camisa de un amigo que te olvidaste de llevarle. Quedar impune… te pone a cien. Venga, vamos, a mí puedes decírmelo. Sé que lo has hecho. Admítelo.
No se me ocurre nada.
Pues entonces eres más inocente de lo que creía. Veo que eres una Muy Buena Chica, dijo, pronunciando cada palabra como si empezara por mayúscula. Te recomiendo una corrupción rápida y exhaustiva.
Ella, algo avergonzada, preguntó:
¿Y tú qué?
¿Yo? Ah, yo más corrompido ya no puedo estar.
No te creo. No lo pareces.
He aprendido a camuflarme. Es una técnica de supervivencia. Soy como esos carteristas de Venecia. No te das cuenta y ya no tienes nada: ni dinero, ni papeles ni identidad.
Pues suena peligroso. No sé si debería estar aquí hablando contigo.
Solo quería que supieras con quién te estás metiendo.
¿Piensas robarme la cartera?
Es posible que quiera quedar impune con algo.
¿Con qué?
Los asistentes empezaron a aplaudir cuando el conferenciante, un caballero demacrado, de pelo blanco, que llevaba un traje de espiguilla, apareció en el estrado.
George le acercó mucho los labios al oído.
Con esto, dijo deslizando la mano debajo de su falda en el momento en que El amor victorioso, la obra del maestro, inundaba la pantalla.
Por algún motivo que no alcanzaba a entender del todo (pues al parecer eran polos opuestos, con prioridades muy distintas), se volvieron inseparables. Ella era virgen, él se regodeaba en su reputación de mujeriego. En todo caso, si ella se había percatado de su verdadera naturaleza, optaba por ignorarla, tomaba su ensimismamiento por inteligencia, su vanidad por noble cuna. La llevaba sentada en el manillar de su bicicleta a la cafetería de Spring Street o al Purple Pub, a veces al bar de los Veteranos de las Guerras Extranjeras, donde servían vasos de whisky a sesenta centavos y donde ellos bebían demasiado y hablaban de pintores muertos. De las personas que conocía, George era el que más sabía de pintores. Le contó que él había querido ser pintor, pero que sus padres lo habían disuadido. Mi padre es el rey de los muebles de Connecticut, le dijo. El mundo del arte no les entusiasma precisamente.
Se paseaban por el Instituto de Arte Clark, se besaban en aquellas elegantes salas sin vigilancia que tenían las paredes pintadas en tonos austeros que recordaban los montes Berkshire: peltre, blanco-puerro, vara de oro. Juntos contemplaban embobados un Corot, un Boudin, un Monet, un Pissarro. Ella le apoyaba la cabeza en el hombro, aspiraba su penetrante olor a tabaco. Iban al circuito de West Lebanon, se sentaban en la parte alta de las gradas, bajo un sol cegador, contaban las atronadoras revoluciones de los coches. Los bancos corridos de metal vibraban bajo sus piernas, el olor a gasolina ascendía desde el circuito alquitranado. Paseaban por bosques y por prados, fabricaban silbatos con briznas de hierba, se besaban bajo los hocicos perezosos de las vacas.
Aunque no era especialmente guapo, a ella le hacía pensar en alguien a quien Modigliani podría haber pintado, con sus facciones angulosas, adustas, con su pelo poco abundante, sus labios carnosos pero pequeños, sus dientes manchados de nicotina. Su inteligencia ácida resultaba a la vez pretenciosa e intimidatoria, pero a ella la hacía sentirse bonita, como si fuera otra, como si fuera mejor. Durante unas pocas semanas embriagadoras ella se perdió en el sueño del amor. En su mente, él era una versión de Jean-Paul Belmondo en Al final de la escapada, una película que habían visto juntos, y ella era Jean Seberg, con sus camisetas de rayas marineras, melancólica, fresca, enamorada. De alguna manera, George aportaba fantasía y espectáculo al mundo, y a ella le permitía olvidarse de su casa de Grafton, del papel pintado de cuadros escoceses de su dormitorio, de la alfombra verde, peluda.
Hicieron el amor por primera vez en un motel de Lanesborough. La colina estaba salpicada de unas casas de campo blancas, diminutas. La suya tenía un porche pequeño en el que pasaron un rato sentados, bebiendo zarzaparrilla en unas botellas que habían comprado en una máquina expendedora, y él le habló de Mark Rothko, uno de los pocos pintores, dijo, que te hacían sentir algo que no siempre era bueno, algo así como la verdad. Ella le cogió de las manos, pero él se encogió de hombros como si no hubiera para tanto, y entonces entraron y se quitaron la ropa.
Felicidades, le dijo él después, cuando encendían sus cigarrillos. Ya estás oficialmente adoctrinada para una vida de pecado y desenfreno. La besó despacio. Espero que haya valido la pena.
Ha valido la pena, le dijo ella.
Pero si era sincera no lo sabía. No sabía gran cosa de sexo. En el instituto, había participado en arrebatos de manoseos torpes en sótanos húmedos; se había enrollado más en serio, varias veces, con un chico de su clase de inglés, pero él la había dejado por otra chica. Y luego había conocido a George. Muy distinta a la seducción prolongada que salía en las películas, su desfloración había durado menos de diez minutos. No había habido gritos operáticos de éxtasis, ni nada parecido a lo que hacían los atormentados amantes de Esplendor en la hierba. Cuando tenía doce años, más o menos, su madre le había dado permiso para acostarse más tarde y así poder verla, y Warren Beatty le había causado un gran impacto, y no pudo dejar de llorar hasta que se durmió porque su historia de amor no había salido bien y la pobre Natalie Wood, que había sido tan buena, había tenido que acabar en un manicomio mientras el amor de su vida se casaba con otra, aunque todo el mundo sabía que estaban hechos el uno para el otro. Ella no sabía si estaba hecha para George.
¿Y entonces por qué parece que te sientas tan culpable?
Las monjas hicieron un trabajo exhaustivo.
Pero ya eres mayor, Catherine, dijo él. En la vida no hay que hacer siempre lo que a uno le han enseñado.
Aquel comentario le hizo sentirse como una tonta. Le hizo cuestionarse su educación, su fe. Se incorporó, cubriéndose los pechos con la sábana, y apagó el cigarrillo.
Ni siquiera fumo, dijo.
Él se quedó ahí, mirándola.
Ella también lo miraba, sus ojos fríos, castaños.
Somos muy distintos, dijo al fin.
Él asintió. Sí. Somos distintos.
¿Crees siquiera en Dios?
No. ¿Por qué habría de creer?
Ella no parecía capaz de darle una respuesta.
Y de todos modos, ¿por qué es tan importante?
Lo es y ya está.
Tú no has escogido creer en Dios. Es algo que te han dicho que hagas, como colocarte una servilleta sobre las piernas. Solo sigues la corriente.
No tengo por qué defenderme, dijo ella. No estoy precisamente en minoría.
Eso seguro, dijo él con arrogancia.
Él se levantó y se puso la camisa. Ahora que lo miraba, en aquella habitación anodina, le parecía anónimo, pensó.
¿En qué crees tú, entonces?
Pues no en gran cosa, respondió él. Siento decepcionarte. Se puso la chaqueta. Te espero fuera.
A través de la cortina traslúcida, lo veía ahí de pie, en el porche, a la luz de una bombilla que desprendía su luz amarillenta, fumando. Ella se plantó delante del espejo y se cepilló el pelo. Estaba igual que antes. Revivió mentalmente el acontecimiento: él la había acariciado, la había mantenido abrazada con firmeza y la había penetrado mientras ella se quedaba estirada, abierta para él, escrutando su rostro. Se había dado cuenta de que no la miraba a ella, sino al cabecero de la cama, que golpeaba la pared una y otra vez.
2
En otoño, cada uno siguió su camino. Él había empezado su posgrado; según decía, casi no tenía tiempo ni para comer. Llamaba todos los domingos, pero ella sospechaba que salía con otras chicas. Se lo sacó de la cabeza y se concentró en los estudios y, al acabar en Williamstown, se matriculó en un máster de la Universidad Estatal de Nueva York, en Búfalo, para estudiar conservación de obras de arte. Se instaló en una casa con otras cuatro estudiantes, y encontró un trabajo a tiempo parcial en una panadería. Ya casi se había olvidado de George Clare cuando un día, sin previo aviso, la llamó. Le dijo que el número de teléfono se lo había dado su madre. A ella le pareció que se le notaba distinto en la voz, mayor. La invitó a ir a la ciudad y, en un impulso poco habitual en ella, decidió aceptar.
Quedaron en un café de la parte alta, y él la invitó a comer. He pensado en ti, le dijo él cogiéndole la mano. Pasaron la tarde sobre una manta, en el parque, besándose bajo los árboles. Él le contaba cosas de su trabajo, de la tesis que pensaba escribir, y le dijo que quería ser profesor, dar clases.
Empezaron a salir otra vez. Una vez al mes, se encontraban a medio camino, en un motel barato de Binghamton, y hacían el amor hasta que se empañaban los cristales y el mundo exterior quedaba borroso. Desnudos sobre las sábanas ásperas de lejía, fumando, contemplando las manchas del techo, diseccionaban el futuro poco prometedor que les aguardaba juntos: él era de buena familia, ella de clase trabajadora; él rechazaba la religión, ella era muy creyente; él no tenía el menor interés en casarse, ella quería tener marido, hijos y casita con jardín.
Había algo que los mantenía juntos. La frustración, posiblemente. Como si fueran dos partes de una ecuación muy difícil para la que ninguno de los dos encontraba la solución. Ella pensaba a menudo que estaba ahí, en alguna parte, en el infinito. Tal vez no la encontrarían nunca.
En Búfalo, intentó salir con otros chicos, pero George, como una astilla molesta, seguía clavado en su mente. Alguna vez, si podía permitirse lo que costaba el billete, iba a visitarlo a la ciudad. Se ponía su característico jersey negro de cuello de cisne y su falda, se pintaba los labios de rojo, se recogía el pelo con un pasador. Él tenía alquilada una habitación en una residencia de estudiantes de la Calle 113 que parecía el cuarto de un marinero, con su cama individual estrecha, al lado de la sala de juegos en la que los chicos de la fraternidad jugaban a billar y se portaban mal y, borrachos, alteraban las normas, y la cosa siempre acababa mal. Él era impaciente y posesivo en la cama, y ella creía que se debía a la brutalidad percutora de la mesa de billar, al entrechocar de las bolas antes de caer en las troneras, y a la estridencia de los vítores que seguían. Cuando por fin salían de la habitación, atrayendo las miradas burlonas de los estudiantes, ella se sentía como si estuviera en exposición. Se iban a O’Brien’s, un bar oscuro, de barrio, lleno de humo, con las paredes forradas de madera, que frecuentaban los alumnos de su departamento, un grupo muy serio y muy reservado que bebía cerveza barata y comía ostras y se dedicaba a analizar a los genios torturados del arte occidental, a los fanáticos, a los farsantes, a los borrachos, hasta que cerraban y los echaban a todos a la calle.
Hacia el final del semestre de primavera, él la llamó y le dijo que tenía que hablar con ella de algo importante. Pero por teléfono no, añadió, y la invitó a Nueva York. En el autobús se le ocurrió que iba a pedirle matrimonio pero, al llegar, enseguida quedó claro que él tenía otros planes. La llevó a un bar de iluminación tenue y le dijo que terminaba con ella. Con el aplomo de un director de funeraria, pasó a explicarle sus razones. Sus estudios le exigían mucho, necesitaba centrarse en su trabajo y, más importante aún, esencialmente tenían dos filosofías de vida opuestas. Renuncio a ti, le dijo, como si fuera una empleada prescindible.
Ella se fue sola, caminando, hasta Port Authority, indiferente al viento, los restos de basura se le pegaban a los tobillos. No le importaba tragarse el humo apestoso de los autobuses mientras se acercaba al suyo. Se decía a sí misma que no era lo bastante inteligente para él. O lo bastante guapa. Después, camino de casa, se encontró mal. Sintió náuseas y vomitó en el baño, zarandeada de un lado a otro en aquel diminuto compartimento. Se miró en el triste espejo y al momento supo lo que pasaba. Al llegar a su habitación llamó a George para darle la noticia.
Él se quedó un rato en silencio y entonces dijo: puedes ir a un sitio que conozco. Ahora es legal.
No puedo hacerlo, dijo ella tras una larga pausa. Va en contra de mi religión. No tienes por qué casarte conmigo.
Eso es muy noble de tu parte, Catherine, pero yo no hago nada porque tenga que hacerlo.
Ella esperaba que dijera algo más, pero colgó. Pasaban las semanas, y ella no sabía nada de él. En la panadería, los olores del extracto de vainilla le daban asco. Las novias que estaban a punto de casarse encargaban sus tartas, entusiasmadas, decididas, con el orgullo brillando en la mirada y algo más, una satisfacción profunda, tácita. Cuando no estaba trabajando, se echaba en la cama. El terror y la culpa de ser madre soltera la incapacitaban. Sabía que sus padres la repudiarían. Tendría que buscar trabajo en alguna parte, recurrir a la Seguridad Social, a los cupones de comida, a todo lo que tenían que hacer las mujeres en su situación.
Entonces, dos meses después, una mañana lluviosa de agosto, él se presentó en su habitación con una docena de rosas y un anillo de pedida. Recoge tus cosas, le dijo. Nos vamos a Nueva York.
Se casaron en la iglesia de su pueblo. La recepción fue en una granja que había al lado, porque sus padres no podían permitirse nada más. La madre de George lo miraba todo por encima del hombro. Era francesa, y tenía el pelo muy negro, como Cleopatra, y voz de fumadora. Su padre era alto, ancho de hombros, y tenía los mismos ojos castaños claros de George.
Después de la boda, George se la llevó a la casa de la costa de Connecticut. Sus padres eran una pareja muy informal, estaban encantados consigo mismos, sus camisas Oxford, sus pantalones moteados y sus zapatillas náuticas. Bebían gin-tonics. A ella le parecía que eran como esas personas que salían en los anuncios de cigarrillos. Su casa estaba llena de cosas frágiles, y no había nada fuera de sitio. La que se sentía fuera de lugar era ella, como si George les hubiera llevado a sus padres un regalo ridículo.
Desde las ventanas del salón veía la barca de George fondeada a unos metros de la orilla. Él quería llevarla a navegar. No sé, dijo ella, algo asustada. Solo estoy de tres meses.
No te pasará nada. Estás en muy buenas manos.
Navegaron por una ensenada y llegaron a un islote. Acercaron la barca a la orilla y se fueron a explorarlo. No había nadie. Solo árboles por todas partes, y la arena tibia, y los pájaros. La madre de George les había preparado un pícnic, sándwiches y té helado y cerveza fría para él. Por la tarde arreció el viento, las olas movían mucho la barca. Crecían y alcanzaban la cubierta. La corriente era fuerte. Él le explicó que, para poder volver, iba a tener que navegar de ceñida. Recogió las velas y la barca se ladeó.
Ella se agarró con fuerza al borde, aterrada.
George, dijo. Por favor.
Pero si es divertido. Navegar es esto.
Está muy movido, dijo ella, aferrándose al casco. Tengo ganas de vomitar.
No vomites en la barca, le gritó él, bajándole la cabeza y manteniéndola con fuerza en aquella postura. Entre el aturdimiento de la náusea, se dio cuenta de que lo tenía justo detrás, que le sujetaba el cuello con la mano, y algo en la presión vacilante que ejercía con ella le hizo sentir que se estaba planteando algo; y entonces la barca cabeceó de nuevo y ella cayó al agua y empezó a hundirse bajo la superficie, con las manos levantadas, y la corriente la arrastraba por debajo del casco, y le faltaba el aire. Veía que la barca se ladeaba, lenta, como la carroza de un desfile, hasta que, como si le hubieran colocado una capucha negra en la cabeza, perdió el conocimiento. Pasado un minuto, o tal vez solo unos segundos, sintió la transición brusca que la devolvía al mundo cuando él tiró de ella hacia arriba, le colocó las manos firmemente en el borde del barco y le gritó que tenía que aguantar, por Dios, aguanta.
No sabía cómo, pero el caso es que George consiguió subirla a cubierta. Pensó que era algo así como nacer.
Estás bien, dijo él, goteando sobre ella. Dios mío. No vuelvas a hacerlo más, joder. Podrías haberte ahogado.
Aquella noche, en su dormitorio de niño, ella estaba tendida en la cama, sola, y oía a su marido en la planta de abajo contar a sus padres el percance, exponer la sucesión de hechos de un modo extrañamente metódico, como si ya lo hubiera pensado todo con antelación.
Es una chica con suerte, dijo su madre.
Cuando llamó a casa al día siguiente, esperando encontrar algo de comprensión, su madre le soltó: ¿Y cómo se te ocurrió montarte en una barca en tu estado? ¡Menuda imprudencia!
3
Tuvieron una hija, Frances. El nombre se lo pusieron por una tía abuela de ella, que había alcanzado cierto éxito como cantante de ópera. La tía Frances no llegó a casarse, y murió antes de cumplir los cincuenta años. Cuando Catherine era niña, ir a visitar a su tía a la ciudad era lo más emocionante, pero su madre la veía con malos ojos, hablaba de ella en susurros, como si padeciera una enfermedad terminal. Frances era la única mujer de la familia de Catherine que tenía vida profesional, la única cuya vida no estaba determinada por las necesidades y los intereses de otros. Así que para ella, ahora que empezaba a comprender sus propias limitaciones, ponerle a su hija el nombre de Frances era una victoria íntima.
Compraron una cuna, y George tardó horas en montarla.
La próxima vez intenta leerte las instrucciones, le regañó ella.
Ser madre era duro, sobre todo cuando el padre no ayudaba mucho. Le parecía que le estaba agradecida, o eso se decía a sí misma. No le pedía gran cosa.
Tenían algunos amigos, pocos, y quedaban en restaurantes cerca de la universidad. Eran casi todos del departamento de George. Como pareja proyectaban un aire de fluidez doméstica, de cordialidad rutinaria, habitual. Pero en realidad nunca hablaban de casi nada más allá de lo superficial. Él raramente le confiaba algo, y ella, a su vez, no le formulaba ninguna pregunta delicada. Tal vez, a cierto nivel, ella sabía que él la engañaba constantemente, y de alguna manera no podía admitírselo a ella misma. Su orgullo personal no lo consentía. Lo que sí hacía era extraer conclusiones a partir de su aspecto, de sus movimientos, de la tristeza de sus ojos y, si tenían ocasión de hacer el amor, de su sonrisa de después, como si acabara de hacerle un favor.
A medida que pasaban los meses, llegaba a la conclusión de que él vivía dos vidas: una con Franny y con ella, en la que estaba comprometido solo ligera y distraídamente, y otra en la ciudad, donde podía fingir que era el mismo de antes, y por donde se paseaba con su raído chaquetón de gamuza comprado en el Ejército de Salvación, apestando a cigarrillos. A veces llegaba tarde. A veces venía borracho. Una vez, en el frenesí del alcohol, le dijo que no la merecía. Ella habría podido decir algo para confirmar que así era, pero no la habían educado de ese modo. Mientras él dormía, ella se quedaba tendida a su lado, despierta, planeando su huida, aunque cuando pensaba en criar a Franny ella sola, en vivir con la mitad de la asignación irrisoria que cobraba él, en enfrentarse a las consecuencias vergonzantes del divorcio, se le quitaban las ganas. Las mujeres, en la familia de Catherine, no dejaban a sus maridos.
Ellos dos eran como dos pasajeros a los que el azar había unido en un tren, con destinos no declarados. Sentía que apenas lo conocía.
Llamó a Agnes y le suplicó que viniera a visitarla, y durante algunas semanas su hermana se instaló en el sofá, a pesar del desagrado más que evidente de George, que transcurridos apenas unos días ya consideraba que estaba abusando de su hospitalidad. Está afectando negativamente a mi trabajo, le decía a Catherine.
Peor para ti, pensaba ella.
Felizmente, por primera vez, ya como mujeres adultas, su hermana y ella empezaban a conocerse. Agnes estaba como loca con Franny, le compraba juguetes y libros, jugaba con ella horas y horas. Y no se cansaba de escuchar las preocupaciones y las quejas de Catherine.
A lo mejor es que no es tan interesante, decía. Nunca le había caído bien George. A ella le parecía que era elitista. A decir verdad, ella tenía complejo de inferioridad. Siempre había sido una estudiante del montón. Yo no soy una empollona como tú, se quejaba ella cuando iban al instituto y comparaban sus boletines de calificaciones. Agnes era muy buena en natación. En sus años escolares, su madre había obligado a Catherine a nadar con su hermana en el equipo, pero ella lo detestaba. Se acordaba de cuando volvían a casa después de una competición, con el pelo mojado, las ventanas del coche empañadas de invierno, Agnes radiante.
Su madre las había educado para que fueran buenas esposas, para sacar el máximo partido a las cosas, una filosofía que había ayudado a las mujeres Sloan en las malas épocas, y Catherine se había abonado a ella con ahínco infantil. Las mujeres de la rama materna eran esposas y madres abnegadas. Se evadían de los pequeños brotes de insatisfacción limpiando la casa, dedicándose al jardín y a los hijos. Arrancaban recetas de las revistas y las copiaban en fichas. Preparaban bizcochos, gelatinas, estofados, limpiaban armarios, organizaban cajones, doblaban la ropa limpia, zurcían calcetines. Aplacaban a sus maridos a través del sexo. Como católicas, contaban con sus propias tradiciones, y la negación era una de ellas.
4
Habían visto el anuncio en la sección inmobiliaria del Times, acompañado de una fotografía de una granja blanca y con un pie que rezaba: Recién salida al mercado. La imagen era borrosa, como si el fotógrafo se hubiera sobresaltado, y las ventanas aparecían rodeadas de un resplandor peculiar. George quedó con el agente, y el sábado siguiente se acercaron a verla, los dos solos. Franny se quedó en casa con la señora Malloy. Era marzo, y a él acababan de aceptarle en su primer trabajo de verdad como profesor agregado en una facultad del norte del estado de la que ella no había oído hablar nunca. Se trasladarían en agosto.
El trayecto a través de las montañas Tacónicas duraba dos horas, y lo hicieron en su querido Fiat. George había comprado el coche al terminar la universidad, y lo tenía guardado en un garaje de Harlem por el que pagaba más de lo que podían permitirse. Era una de aquellas mañanas en las que el mundo parecía paralizado anticipadamente ante alguna catástrofe desconocida. La ciudad estaba en silencio, fría, sin viento. El rugido del motor y el temblequeo de las ventanas impedía la charla intrascendente, que en su caso, últimamente, solía girar en torno a las nuevas proezas en el desarrollo de Franny. Así que pusieron una emisora de jazz, y mientras la escuchaban veían los barrios más densos dejar paso a jardines residenciales, anónimos, y después al verdadero campo, que para ella era como su casa, donde unos carámbanos gruesos como colmillos de elefante goteaban desde las inmensas rocas que flanqueaban la autovía. El paisaje lúgubre se desplegaba ante ellos. Al poco rato ya no había nada que mirar, salvo prados y granjas.
Finalmente entraron en un pueblo que se parecía a uno de aquellos cuadritos que ella había bordado de niña en los que aparecía una iglesia blanca, antigua, y una tienda en cuya ventana un cartel anunciaba que se vendían «tartas recién hechas». Catherine vio a dos perros alejándose al trote por un campo, uno de ellos negro, el otro rubio, y los siguió con la mirada hasta que desaparecieron tras los árboles.
Ahí era donde iban, dijo George, apuntando con la cabeza en aquella misma dirección, mientras dejaban atrás casas viejas y granjas. Prados con ovejas y caballos pastando. Hombres montados en tractores. Camionetas cargadas de paja.
El nombre de Old Farm Road estaba bien escogido, y la carretera recorría una milla por pastos abiertos. Pasaron junto a una construcción modesta junto a un pajar, y ropa tendida en una cuerda. En el buzón estaba escrito el apellido Pratt. Algo más adelante llegaron a la casa que habían visto en la fotografía. George aparcó junto a una camioneta con el logotipo del Instituto Politécnico Rensselaer grabado en la ventanilla trasera.
Parece que ya está aquí.
Se bajaron del coche. Catherine se abrochó el abrigo y miró a su alrededor, cubriéndose los ojos con la mano para protegerlos de la luz. Detrás de las casas se extendían unos campos pardos. A lo lejos oía el lamento de la autopista. La casa parecía salida de uno de los dibujos de Franny, con sus persianas torcidas y el humo saliendo de la chimenea. Le hacía mucha falta una mano de pintura. Catherine se preguntó cómo sería criar a su hija ahí, en esa vieja granja. A uno de los lados había dos establos descoloridos, y en uno podía leerse lechera hale con unas letras marrones, desconchadas, pintadas sobre sus puertas, y tenía una veleta con un gallo que gemía al viento. El otro estaba rematado por un lucernario cuyas ventanas centelleaban al sol e, intermitentemente, le dificultaban la visión, como en un View-Master, aquel juguete para pasar diapositivas que tenía su hija. Unos estorninos pequeños entraban y salían muy deprisa de la boca oscura que se abría más abajo.
Esto antes era una explotación de vacas lecheras, dijo George, que ya se había enamorado del sitio. La casa es bonita, ¿no te parece?
A ella le parecía lúgubre y vieja. Suponía que, una vez pintada, podría ser agradable.
Tiene una buena estructura, dijo ella. Y eso es lo importante.
El cielo se oscureció de pronto, y empezaron a caer copos de nieve como confeti.
Menudo tiempo, dijo ella, y se estremeció.
Entremos.
George la cogió de la mano.
Mientras subían por el caminito, la puerta se abrió y la agente inmobiliaria se asomó al porche pequeño. Llevaba un abrigo aparatoso con estampado de leopardo, botas altas hasta las rodillas y los labios pintados de naranja.
Buenos días, dijo. Veo que lo han encontrado.
Hola.
Soy Mary Lawton, dijo la mujer, extendiéndole la mano a George primero, y estrechando la de Catherine después. Me alegro mucho de conocerlos. Entren a echar un vistazo. Les sujetó la puerta exterior, que tenía el cristal lleno de huellas de manos, y entraron. Tendrán que disculpar el desorden. Las casas no salen bien paradas en circunstancias como estas.
¿A qué se refiere?, preguntó Catherine.
La mujer los miró inexpresivamente.
Bueno, los dueños lo pasaron mal. Problemas económicos, esas cosas.
Catherine esperaba que dijera algo más, pero no lo dijo.
Son tiempos difíciles, comentó George.
Y buenos para los que quieren comprar. Algo es algo.
A Catherine le pareció que la casa tenía un aspecto triste. Baqueteado. Pero las ventanas eran encantadoras.
Son las originales, dijo Lawton al percatarse del interés de Catherine. Todo un punto a favor. La luz que entra, las vistas. Es algo que ya no se encuentra.
Mary los conducía por la planta baja: un comedor, un salón y un dormitorio que podía hacer las veces de pequeño estudio, donde la penumbra languidecía como un invitado que se ha portado mal. Las bombillas de los apliques del techo parpadeaban, y el viento repicaba en las ventanas como un niño al que no hacen caso y le da una pataleta. En un determinado momento, tuvo la sensación de que había alguien de pie a su lado, metido dentro de una bolsa fría de aire. Meneó la cabeza y cruzó los brazos sobre el pecho. Qué raro, dijo en voz alta, creía que…
Como dos conspiradores, Lawton y George intercambiaron una mirada.
¿Qué?, preguntó George.
Nada.
Catherine sintió un escalofrío.
Las casas viejas, ya se sabe. Padecen dolores y achaques como nosotros.
George asintió.
¿Cuándo se construyó?
Sobre 1790, más o menos, nadie lo sabe con seguridad. En todo caso, hace mucho tiempo. Este sitio tiene algo, una especie de pureza, diría. Se le nublaron los ojos, como un poeta en plena revelación, y miró fijamente a Catherine. No es para cualquiera.
Eso es verdad, dijo George. Para vivir en un sitio así hay que tener cierta visión.
Aquí hay mucha historia. Solo imaginar el tiempo que lleva en pie… Ya no se construyen casas así.
Los tres permanecieron unos instantes en silencio. Lawton lo rompió diciendo: en una casa como esta, el amor ayuda mucho.
Catherine miró de reojo a George, que pasaba de habitación en habitación y que se plantó frente a una ventana y miró afuera. Se preguntó en qué estaría pensando. A ella le parecía que, con algo de trabajo, la casa podía quedar bien.
Hay tres dormitorios arriba. ¿Subimos?
La escalera era estrecha. La barandilla, desatornillada en la parte baja, descolgada de la pared, se movió cuando se sujetó a ella. El tacto de la madera fría era algo áspero, por la suciedad. Habían retirado los cuadros de las paredes, y en la pintura desvaída se marcaban unos rectángulos más oscuros. Al llegar arriba se detuvo en el rellano para mirar por la ventana. Desde allí se veía un estanque a lo lejos, y una canoa boca abajo sobre el barro, y un camión viejo sin neumáticos, sostenido sobre cuatro bloques de hormigón, rodeado de herramientas y de trapos, como si la persona que intentaba repararlo se hubiera rendido. Siguió a George y a Mary por el pasillo hasta el dormitorio principal. Ahí de pie, notó un aire frío que se colaba por el suelo. La agente le explicó que aquella habitación estaba situada sobre el garaje. No parece un añadido bien pensado, dijo ella. Puede arreglarse, claro, y se podría descontar del precio. La parte positiva es que aquí arriba hay una habitación espaciosa.
El dormitorio que quedaba enfrente tenía tres camas. Se dio cuenta de que, debajo de una de ellas, había un calcetín olvidado y, sin saber por qué, ese detalle la puso triste.
Y aquí hay otra habitación, dijo Mary. Serviría muy bien como habitación de un niño, o como cuarto de costura. ¿Cose usted, Catherine?
Sí.
Hoy en día se encuentran unos patrones preciosos, ¿no le parece?
Bajaron y salieron fuera para inspeccionar los otros edificios. El establo de ordeño estaba lleno de botellas de cristal. El viento que pasaba entre ellas parecía hacerlas cantar.
Cuántas botellas, comentó George.
Las explotaciones lecheras son negocios difíciles, dijo la señora Lawton.
Qué mal, dijo Catherine.
Son muchos los motivos por los que las cosas pueden no salir bien en una granja: una mala racha… Hay gente capaz de soportarla, pero otros no.
Salieron del establo, a la luz blanca, de nieve. Catherine se cubrió mejor la cabeza con la bufanda para protegerse de los copos que caían, empujados por el viento. Pasaron por un sendero embarrado y llegaron a un campo, y después iniciaron el ascenso por la ladera de un monte. Esperen a ver esta vista, dijo Lawton. Vayan ustedes delante.
Avanzaban contra el viento, sin hablar. Al llegar a lo alto vieron la granja ahí abajo, y se quedaron un rato contemplándola respetuosamente, como una pareja en una iglesia. La tierra era como un océano, pensó ella, y la casa, una isla solitaria en medio de él.
Doscientos acres, dijo George.
Le brillaban los ojos, estaba entusiasmado. Ella se sintió culpable por no querer aquella casa.
No lo sé, George, dijo ella en tono amable.
Yo ahora solo te diré lo que sí sé, dijo él. Estoy seguro de que podemos permitírnosla.
5
Había casas que costaban de vender. Así era siempre en su negocio. La gente era supersticiosa, como si la mala suerte de otros se contagiara como se contagia un resfriado. Hasta los divorcios disuadían a los compradores. ¿Pero una muerte, un suicidio? Aquella casa iba a quedarse ahí toda la vida.
Mary se había criado en aquel gremio. Su padre ya era mayor, pero le había enseñado todo lo que había que saber del negocio inmobiliario. La gente confiaba en los dos: se habían hecho un nombre. Incluso la gente de la ciudad. Los que venían a pasar los fines de semana. Los que montaban a caballo. Tenía clientes de todo tipo. Y ella los trataba a todos por igual, ricos o pobres.
Chosen se había construido a mano, por la gente que se había unido para levantarlo. Main Street se había abierto a golpe de pala, y luego habían pasado unos barriles tirados por caballos para aplanar la tierra. La iglesia de Saint James se alzaba en el centro de la localidad, rodeada por una verja de hierro. En verano las puertas estaban siempre abiertas, el viento te alborotaba el pelo como si lo hicieran los dedos de unos ángeles. Las campanas siempre repicaban al mediodía. Si, conduciendo, pasabas casualmente por allí, podías ver al padre Geary en el jardín charlando con alguien, echado hacia delante, hablando en voz tan baja que debías devolverle la atención y concentrarte en lo que te dijera, porque pronto te iba a tocar a ti decir algo. Unos arces muy altos estiraban sus miembros en las aceras, que quedaban pegajosas cuando los niños separaban las vainas y se las pegaban en la nariz. Cuando llegabas a casa las descubrías en las suelas de los zapatos.
Cada casa tenía una historia. Ella había llegado a conocer a la gente por su manera de vivir. Sabías cómo eran viendo las camas sin hacer, las cocinas desordenadas. Sus debilidades, en los sótanos oscuros, saltaban a la vista en los calentadores de agua oxidados, en las cisternas, en las calderas estropeadas, en los retretes ennegrecidos, en los fregaderos grasientos. Su desesperación asomaba en los patios traseros salpicados de coches inservibles, a la espera de ser llevados al desguace. Conocías a las personas por lo que conservaban, por las cosas que exhibían con orgullo en sus estantes. Sabías qué tenía importancia y qué no la tenía. Te decían lo que necesitaban, lo que temían, por qué situaciones habían pasado. Era mucho mucho más que vender casas. Escuchaba, guardaba secretos, proporcionaba sueños.
Había estado en todas y cada una de las casas al menos una vez, en bodas y velatorios, en celebraciones de embarazo y en despedidas de soltera. Había tejido patucos para las Damas Auxiliadoras, había preparado tartas los días de elecciones, había organizado cenas benéficas y mercadillos de iglesia y ventas de garaje. Ella misma había vendido cambiadores, cómodas, motos, libros ilustrados y bicicletas y su primer coche, un Mustang amarillo que tenía un guardabarros algo abollado de la única vez en su vida que había atropellado a un ciervo. Se había criado allí en la época en la que aquello era un pueblecito aislado, y sus padres la enviaron a Emma Willard, en Troy, con la idea de que conociera a algún alumno del Instituto Politécnico Rensselaer. Y así fue. Se casó con Travis Lawton al acabar el instituto, en su época de chico malo, duro, que lo hacía irresistible. Se habían conocido en un baile del colegio, donde él la llevó al cuarto de los instrumentos, y se pasaron la noche besándose con el tenue acompañamiento de unos címbalos.
Esa mañana de marzo, el cielo estaba nublado, soplaba el viento y hacía frío. La hierba descolorida estaba salpicada de azafranes. Mary llegó temprano, como hacía siempre que tenía que enseñar una propiedad, para asegurarse de que no hubiera sorpresas. Cuando las casas quedaban vacías, las sorpresas solían ser desagradables: ventanas rotas, charcos, ratones muertos. Al llegar a la granja esa mañana, no pudo evitar pensar en su amiga Ella. La casa se alzaba ahí, sencilla, blanca, con la simetría digna de una época más sobria. Con una llave oxidada abrió la puerta, preparándose para el olor habitual a humedad, la corriente de aire, y se fue derecha a encender la calefacción. La caldera se puso en marcha tras algún chisporroteo, y los radiadores empezaron a repicar. Pensó que era como el ruido de una orquesta preparándose para tocar. Complacida con la idea, fue recorriendo la casa, levantando estores para que entrara la luz. Fuera, los árboles, con sus grandes ramas, llamaron su atención. Notaba que tenía los sentidos aguzados. Oía el repiqueteo de las ventanas, el movimiento de los estores, las hojas secas que se arrastraban por el porche. Durante unos momentos, fue como si el tiempo se hubiera detenido, simplemente, como si diera igual que ella se quedara ahí de pie todo el día, y entonces sintió un soplo de aire a su alrededor, y en alguna parte se abrió una puerta y se cerró de golpe. ¡Por el amor de Dios! Le dio un susto de muerte. No había manera de mantener a raya el viento, ese era el problema. La lámpara de araña, de latón, osciló un poco. Se quedó unos instantes contemplándola, viendo cómo se movía. Las bombillas parpadearon. Malditas casas antiguas.
Se arrebujó en el abrigo, reprochándose la segunda ración de helado que se había servido la noche anterior. Era culpa del aburrimiento. De no tener nada mejor que hacer.
Le había pedido a Rainer Luks que limpiara la casa, pero él se había negado con el argumento de que si no había puesto un pie en ella mientras estaban vivos, mucho menos iba a hacerlo ahora. En su día se habían peleado por algo, pero ahora él se ocupaba de sus hijos. Las ironías de la vida no dejaban nunca de sorprenderla. El contenedor había tenido que pedirlo ella; un gasto más que tendría que descontarse. Si se vendía, algo improbable, merecería la pena, y si no, bueno, no tenía sentido lamentarse por algo que no tenía remedio. Era imposible convencer a Rainer de que hiciera algo que no quería hacer, pero enseñar la casa en el estado en que se encontraba era…, en fin…, algo violento. La habitación de la planta baja, donde el abuelo Hale había pasado los últimos días de su vida, desprendía un olor que no conseguía identificar: ah, sí, era de orina, y no había manera de eliminarlo, por más que hicieras. La habitación estaba llena de trastos. La colcha de cuadros color melocotón que cubría la cama hundida había quedado cubierta de montañas de ropa vieja. La puerta del armario rozaba la alfombra sucia, pero consiguió abrirla y entonces le llegó otro olor, a humanidad, a hombre. La ropa del viejo colgaba, fatigada, de las perchas. Un cinturón grueso lo hacía de un gancho y se balanceaba ligeramente, como una amenaza suspendida. Una tradición de la familia Hale, suponía. Todo el mundo sabía que Cal pegaba a su mujer y a sus hijos, eso no era ningún secreto. Pensó en tirarlo a la basura, que era donde debía estar, pero en ese momento oyó el motor del coche.
Salió de la habitación y cerró la puerta, pero esta volvió a abrirse, como si se burlara de ella. Nerviosa, la cerró de nuevo, y mantuvo la mano apoyada en ella un instante, como retándola a negarse.
¡Oh, Ella! ¡Pobre chica!, pensó al recordar a su querida amiga, y que se sentaban en los escalones del porche cuando sus hijos eran pequeños, y fumaban. Qué ajada y qué distante se la veía a veces, inalcanzable. Mary supo desde el principio que había problemas, pero en su propia defensa podía asegurar que siempre que intentaba sacar el tema, Ella se levantaba y se iba. La gente comentaba cosas. Bueno, en un pueblo como ese no había muchas otras diversiones. Ella era tan sensible que, simplemente, no podía soportarlo. Que la gente la mirara en Hack’s. Que murmurara. Al cabo de un tiempo dejó de acercarse al pueblo. Ya no salía nunca de casa.
Mary abrió la puerta y esperó a que la pareja aparcara. Aparecieron en un descapotable verde, un coche extranjero, y la mujer se bajó. Llevaba una trenca marrón de lana, con botonadura de colmillos, y un pañuelo blanco en el pelo. Oculta tras las gafas de sol, se movía con la gracia de una actriz de cine. Mary se preguntó si sería alguien importante, alguien que necesitaba camuflarse.
Su padre le había enseñado que los primeros momentos con unos nuevos clientes siempre resultaban reveladores. Había que observar los rostros, imaginar cuáles eran sus peores temores. Los Clare eran de ciudad, tenían un apartamento en Riverside Drive. Mary no frecuentaba en absoluto esa zona, pero tenía una idea aproximada de dónde vivían. No costaba adivinar, por su manera de quedarse ahí plantados, algo aturdidos, que no sabían nada de casas, y mucho menos de granjas. Aun así, sospechaba que eran unos románticos: querían algo antiguo, algo con encanto. Ella se volvió, contempló los campos, protegiéndose los ojos del sol con la mano. El terreno podía resultar disuasorio para algunos, incluso para la mayoría. La gente quería disponer de espacio, pero no de tanto. Mary los veía allí juntos, estudiando la casa con los ojos entrecerrados, la esposa con los brazos cruzados con fuerza sobre el pecho, como si acabara de salir de una piscina. El marido la rodeó con un brazo, en un gesto algo forzado, pensó, que era más de posesión que de amor, y mientras se acercaban por el camino, Mary vio en la cara de él que ya se había decidido.
Ese fue el pie que esperaba. Salió al porche cuando ya estaban cerca.
Buenos días. Veo que lo han encontrado. Se dieron la mano y se presentaron. Entren a echar un vistazo.
Entraron y la mujer se quitó la bufanda. Mientras se retiraba el pelo por detrás de las orejas, Mary vio que se trataba de una mujer guapa, de una belleza, sospechaba, que pasaba en gran medida desapercibida para su marido, que, en los breves momentos que habían compartido, le pareció más preocupado por la suya. Parecía una de aquellas estrellas de telenovela, pulcro y alegre por fuera, pero que si seguías la serie el tiempo suficiente aparecía en alguna historia oscura.
Los condujo por los espacios de la planta baja. A la mujer pareció gustarle la puerta de la cocina, y Mary le mostró que se podía abrir solo la media hoja superior para que entrara el aire. Es la puerta original, le dijo Mary. Este porche con mosquiteras se añadió en los años cuarenta. Cuando se construyó el garaje.
Siempre he querido tener uno, dijo la mujer.
Son agradables. Nosotros, en el nuestro, tenemos una mesa de pícnic. Así no se te meten las moscas en la limonada, eso seguro.
Arriba, la mujer escogió una habitación para su hija. ¿Cuántos años tiene?, le preguntó Mary.
Tres.
Tiene tres y va a cumplir treinta, dijo él.
Es verdad. Ya tiene más bolsos que yo.
Mary pensó en su hija, Alice, en que le encantaba jugar a disfrazarse, envolverse en bufandas y collares, pasearse por la cocina con los zapatos de tacón de Mary. Cuando cumplió diez años, le dejó escoger el papel pintado de su habitación, uno de cachemira rojo que en el catálogo parecía bonito pero, una vez puesto, con la colcha a juego, le daba dolor de cabeza. Aquella pareja no lo sabía todavía, pero les quedaba un largo camino de negociaciones y concesiones. Mary había descubierto en carne propia que los hijos no aceptan rebajas. Siempre hay alguien que sale perdiendo.
La mujer no quiso bajar al sótano, lo que solía ser una mala señal. Mary lo llevó a él abajo y él se fijó en el calentador y en la bomba del pozo, con sus mecanismos y sus cosas, y después los tres salieron fuera a caminar por el terreno. La nieve ya se había fundido y los campos estaban embarrados. El viento frío los empujaba por la espalda. Mary se cerró bien el abrigo. Caminaba detrás de la pareja, y se fijó en que iban algo separados, pensativos. La mujer tenía cuerpo de ciudad; era delgada. Estaba claro que los helados no eran su prioridad, ni un aliado terapéutico de las madrugadas de insomnio, como sí lo eran para ella. Catherine avanzaba con paso lento, contemplativo. Con la cabeza gacha, los brazos cruzados en el pecho. Llevaba varios anillos, y tenía los dedos largos.
Su marido la agarró por un codo. A Mary le pareció que lo hacía algo bruscamente, y su mujer sonrió de aquella manera suya, con la alegría súbita del niño al que acaban de regañar pero al que por sorpresa se le ofrece consuelo, y él la miró de reojo, esbozando una sonrisa fiera, enigmática, que parecía indicar cuál iba a ser su destino. Mucho tiempo después de que ya se hubieran ido, ella pensaría en ese único instante; la mantendría despierta muchas noches.
Los llevó a almorzar a Jackson’s, una taberna pequeña y oscura que a ella le gustaba y que estaba en la aldea vecina, donde pidieron filetes con patatas. El marido pidió una botella de Guinness. Mary les habló del pueblo, de su historia y sus recursos agrícolas. El suelo más fértil de todo el estado, les dijo. Sé que no es fácil decirlo, pero ahí hay un valor palpable. Como ya les he comentado, con algunas reformas y una mano de pintura, tendrán una joya.
¿Qué pasó con la familia?, preguntó la mujer.
Pasaron por una época mala, eso es todo.
Él se sirvió lo que quedaba de cerveza.
La vida del granjero es dura, ¿verdad?
Sí, dijo ella, aunque no quería entrar en eso, en el hecho de que los Hale llevaran generaciones enteras dedicados a la agricultura y ahora todas sus fértiles tierras fueran a echarse a perder. ¿Piensan explotar la granja?, les preguntó, a pesar de conocer la respuesta. Él no le parecía de los que se ensucian las manos.
Me temo que las únicas vacas de las que entiendo son las que salen en las pinturas.
George es historiador del arte, aclaró su mujer con orgullo.
Qué interesante.
El tema de las vacas en la pintura es bastante popular, dijo él. Bueno, al menos lo fue en el siglo XIX.
¿Es esa su especialidad?
¿Las vacas? Su mujer se echó a reír. Sí, se le dan muy bien las vacas.
Paisajes, dijo él, algo avergonzado. La Escuela del Río Hudson. Aunque eso es bastante general. Y en parte es por lo que estoy aquí.
George va a dar clases en la universidad.
Qué buena noticia, dijo Mary. Por aquí tenemos a bastantes profesores. Tendré que presentárselos. A decir verdad, eran un grupo peculiar. Su padre, una vez, había vendido una casa en la aldea a un profesor de economía que tenía una tarántula como mascota. He oído que es una buena universidad.
George Clare asintió.
Ya tenemos ganas.
Una semana más tarde, Mary llamó para informarles de que, dado que la casa había entrado en proceso de ejecución hipotecaria, ella ya no la mantenía en su cartera, y les remitió a Martin Washburn, del banco. La mañana en que se celebró la subasta, su curiosidad pudo más que ella y se acercó a ver quién se había dejado caer hasta allí atraído por la idea de consumar un robo legal. Y en efecto, George Clare estaba sentado en una fila de sillas por lo demás vacía, esperando para lanzar su oferta. Por lo que se veía, no iba a tener demasiada competencia. Habían acudido unos pocos rezagados, seguramente para guarecerse del frío más que otra cosa. Todavía faltaban unos minutos para que diera inicio la subasta, así que se lo llevó aparte. No lo hizo porque tuviera ninguna obligación. Lo hizo por decencia. Tenía derecho a saberlo. Así era como le gustaba que la trataran a ella, y no había razón para no ofrecer a los Clare el mismo trato.
Eran buenos amigos míos, dijo. Fue un accidente, una tragedia. A medida que le contaba el resto de la historia sin entrar en detalles, la expresión de George se mantenía inmutable.
Ella le apretó un poco el brazo, asegurándole que no tenía nada de que preocuparse. Ahí serán felices, lo sé.
Con soltura calculada, George pensó en todo lo que le había dicho ella y apretó los labios. Eso proyecta una sombra sobre las cosas, dijo. Tal vez influya en lo que estoy dispuesto a pujar por ella.
A veces el trabajo la cansaba. La gente siempre quería cosas que ni siquiera era capaz de nombrar, pero aun así esperaba que ella lo encontrara. ¿Qué querían? ¿Qué los valoraran? Aquello podía equivaler simplemente a un poco de consideración, a que los trataran justamente, con respeto. Pero algunos no se conformaban con la amabilidad y la solicitud habituales. Querían creer que eran mejores que todos los demás.
A menudo se le agotaba la paciencia mientras ellos, montados en su coche, le contaban sus cosas. Ella no era nada dada a las indiscreciones, le desagradaban. Ni le hacía ninguna falta ni quería saber nada de las enfermedades de las personas, ni de si sus padres los habían maltratado cuando eran niños. A veces se echaban a llorar. Si hacía un recuento, lo cierto era que le habían hablado de todo, desde amigdalitis hasta sodomía. Ella era de esas desconocidas con las que la gente hablaba. En los autobuses, los trenes y los aviones, en los mercados o en el banco, parecían salir de la nada, y apenas ella les dedicaba la más mínima de las atenciones, empezaban a contarle la historia de su vida. Y era curioso, porque ella no le contaba jamás la suya a nadie.
Y con el tiempo aprendías a calar a la gente. A veces se equivocaba, pero por lo general no. Si tenía una intuición con alguien, por lo general se aproximaba bastante a la verdad.
Mary tenía una intuición sobre los Clare, y no era buena.
Es lo que tienen las casas: que son ellas las que escogen a sus dueños, y no al revés. Y aquella casa los había escogido a ellos.
6
Según constaba en una placa colocada en la plaza del pueblo, los primeros en asentarse allí fueron los holandeses. Se establecieron en Chosen en 1695. Main Street se extendía a lo largo de un cuarto de milla, flanqueada por casas de ladrillo visto que, en cierto momento, se habían convertido en comercios. En todo caso, no se trataba de un lugar bullicioso. Había una ferretería con un martillo en el cartel de la entrada, una licorería, una armería y tienda de productos militares, un café y un colmado que se llamaba Hack’s. Desde su mesa del café, veía solo a algunas personas caminando por la acera, abrigadas para protegerse del viento.
La camarera se acercó, colocó un mantel individual en la mesa y puso la taza boca arriba.
¿Café?
A Catherine le pareció que aquella mujer era demasiado guapa para pasarse todo el día detrás de la barra.
Sí, por favor.
Ha venido a la hora perfecta. En media hora esto se pone imposible. Le llenó la taza. ¿De visita?
Vamos a dejar la ciudad y a instalarnos aquí. Mi marido ha encontrado un trabajo en la zona.
¿Dónde?
En Saginaw, creo que se llama.
Son buenos chicos. Vienen mucho por aquí.
Un hombre mayor sentado al final de la barra se levantó y dejó algo de dinero en la caja.
Cuídense.
Adiós, Vern, dijo la camarera cuando él ya salía por la puerta, que al abrirse hizo sonar las campanillas. Ella se llevó sus platos y limpió la barra, y después regresó a la mesa de Catherine.
¿Y ya tienen casa?
Creo que sí. Es una granja. Creo que a los dueños no les fue bien.
La camarera meneó la cabeza. Hoy en día hay un montón de granjas que lo están pasando muy mal.
Mi marido está en la subasta en este mismo momento, en realidad.
Bien, pues supongo que debería desearle suerte. Arrugando la frente, rellenó el servilletero con mano experta: habría podido hacerlo con los ojos cerrados. La gente se queda sin dinero. Lo pierden todo. Miró por la ventana, en un gesto claramente habitual, y volvió a menear la cabeza. Cada vez ocurre más. Algún día nos quedaremos sin nadie.
Es triste.
Yo llevo aquí toda mi vida, dijo. ¿Tienen hijos?
Una niña pequeña.
Solo para que lo sepa, aquí preparamos las mejores tortitas de todo el estado.
Pues me aseguraré de traerla.
A mí ahora me toca mi pausa, dijo la camarera. No les gusta que fumemos aquí dentro. Si necesita algo, me pega un grito.
Catherine asintió y sonrió. Se bebía el café a sorbos y observaba a la camarera en la acera, fumando un cigarrillo, tirando la ceniza en el alféizar de una ventana lleno de pensamientos de plástico. Tiró la colilla al suelo y entró.
Qué frío hace ahí fuera.
No sé dónde se ha ido la primavera, comentó Catherine.
Por aquí arriba no suele llegar hasta el mes de mayo. Una vez incluso nevó entonces.
Al cabo de un rato, Catherine vio que George se acercaba por la acera con un sobre en la mano. Ahí viene, dijo, y pagó la cuenta. Muchas gracias.
Buena suerte con el traslado.
Cruzó la calle para reunirse con él. George levantó una llave y se la mostró, victorioso, y la abrazó con fuerza. Prácticamente hemos robado esa casa.
Ella, interiormente, esperaba que perdiera la puja, que alguien ofreciera más. No le parecía bien beneficiarse de la desgracia de otros, fueran quienes fuesen, y además había algo raro en aquel lugar.
Toma, le dijo él alargándole la llave, guárdala tú.
La llave era negra y estaba fría. Le dio una vuelta en la palma de la mano, y dobló los dedos.
Esta llave la ha fabricado alguien, dijo.
Es la única que tenían.
El sol de la mañana se había ocultado tras las nubes. Empezaba a lloviznar, y el aire estaba impregnado de un olor como de lejía. Cuando arreció la lluvia, corrieron hacia el coche y se quedaron ahí sentados esperando a que amainara. Ella mantenía la vista fija en el parabrisas borroso. No sabía por qué, pero se sentía perdida, casi abandonada. George le cogió la mano. Vámonos a casa, dijo.
Encendió el limpiaparabrisas y arrancó. Fueron dejando atrás todas las granjas. Los caballos estaban ahí, al aire libre, los lomos resplandecientes. Las vacas se habían guarecido bajo un árbol. Esto es muy bonito, sí, dijo ella.
La casa parecía abandonada, desamparada. Él aparcó justo delante, sobre la hierba. Bienvenida a casa, dijo, y se fue hasta su lado y le abrió la puerta del coche y la ayudó a bajarse, como si estuviera enferma.
Subieron al porche, y ella se dio cuenta de que entre unas vigas había un nido viejo y, en el interior de la luz, un panal de abejas denso, un universo. Con parsimonia y sentido del ritual, introdujo la llave en la cerradura, pero antes de empezar a darle la vuelta, la puerta se abrió sola.
Se quedaron ahí, mirando el umbral. Pensó que era como una exposición en un museo, como asomarse a la vida de algún personaje histórico, con la diferencia de que allí no había cordón que separase el tiempo pasado del tiempo presente. Ahora aquella era su casa, se dijo a sí misma, y allí harían ellos su propia historia, para bien o para mal.
Se habrán olvidado de cerrarla, dijo George.
Aquí todavía tienen sus cosas, George.
Eso es lo que pasa con los embargos. Tendremos que revisar qué hay.
Se quedaron ahí un poco más, escuchando.
¿Quieres que te entre en brazos?
No esperó su respuesta: la hizo retroceder un poco y la levantó y la llevó en brazos hasta el otro lado del umbral, y subió por la escalera, y ella se echó a reír al ver que la metía en el dormitorio y la tendía sobre la colcha polvorienta, echando al suelo montones de periódicos viejos y Almanaques del Granjero. Y se revolcaron sobre el colchón como adolescentes que al fin hubieran encontrado un lugar para estar a solas. Él la besó, le levantó la ropa, y ella tiró de él, pegándolo mucho a su cuerpo, mientras la habitación se llenaba de sombras de lluvia.
Ella descansó en sus brazos durante mucho rato, escuchando los sonidos de la casa, el viento que la empujaba, el temblequeo de las ventanas algunas veces, cada vez que, a lo lejos, pasaba un tren.
Se vistieron en silencio, recatadamente, como si los estuvieran observando, y después bajaron y salieron fuera, y contemplaron sus tierras. Había dejado de llover, y el cielo estaba despejado y negro, iluminado de estrellas. Al aspirar el aire frío, sintió una embriagadora sensación de libertad. Se pasó las manos por el pelo despeinado.
Encontraron un pub en el pueblo que se llamaba Blake’s, y se sentaron en la barra y tomaron cerveza y pidieron unas chuletas de cordero con salsa de menta. El camarero tenía la cara redonda, brillante, y llevaba un trapo puesto en diagonal sobre un hombro, como un cabestrillo. La iluminación era tenue; el sitio estaba casi vacío. Tres mujeres con ropas de amazonas compartían una mesa pequeña, y a sus pies dormitaban dos perros negros. Un fontanero con su uniforme de trabajo bebía en el otro extremo de la barra. Pagaron. Dejaron una buena propina.
Buenas noches, dijo el camarero. Son muy amables.
Durante las dos horas que duró el viaje de vuelta no dijeron gran cosa. Volvían a su vida en la ciudad, a su hija, a su trabajo. Pero ella llevaba la granja en la cabeza. La tierra, la casa extraña que ahora era suya, y la insistente certeza de que había dejado algo atrás.
7
Se instalaron en agosto. La casa los esperaba, las azucenas, la hierba que crecía sin control. La canasta de baloncesto sin red del cobertizo, la bomba de agua antigua, pintada de verde, la carretilla, la veleta.
Cuando entraron, los tablones de madera del suelo parecieron suspirar, conciliadores, resignados. Fabricados a partir de los troncos de unos pinos enormes, adquirían un tono de miel cuando les daba el sol. Tuvieron que usar jabón para poder abrir las ventanas. Las mosquiteras combadas filtraban el aire tibio, y los estores de tela golpeaban contra los marcos. Algunas campanillas olvidadas cantaban en los árboles fragantes. Tenían peras y manzanas, un membrillo y un estanque. Mirar a través de los cristales ondulados era como encontrarse dentro de un sueño.
Los anteriores dueños habían dejado un piano. De niña, a Catherine la habían obligado a recibir clases, y su profesora era severa. No lo estás tocando bien, le gritaba, impaciente. Catherine se sentó en el banco, pasó los dedos por las teclas de marfil; casi todas estaban sucias, y algunas se habían salido de su sitio. Tocó «Frère Jacques», y Franny dio unas palmaditas y la cantó.
Limpiaron los dos juntos. Iban seleccionando o descartando trastos viejos. Descolgaron las cortinas, acartonadas de polvo, y las desecharon. Trabajaban juntos, como marido y mujer. La primera noche durmieron los tres en la misma cama: Franny encajada entre los dos. ¡Eh! ¿Pero qué clase de bocadillo eres tú?, dijo George.
¡De mortadela!, proclamó Franny.
De mortadela, ¿no? Hizo como que se la comía. ¡Estás locuela, mortadela!
No, no es verdad.
Sí, sí es verdad.
Los tres se reían a carcajadas, y a Catherine le invadió una oleada de optimismo, y mientras ellos dormían ella se quedó ahí despierta, escuchando los sonidos de la noche: el croar de las ranas, el ulular cauteloso del búho, el paso prolongado de los trenes lentos. Y más tarde, cuando el resto del mundo ya estaba en silencio, los aullidos de la manada de coyotes.
Había algo raro en la casa. De algunas habitaciones salía un frío gélido, y el sótano desprendía un olor intenso, de esqueletos putrefactos de ratones atrapados. Incluso en el sosiego del verano, cuando el mundo exterior cantaba su canción radiante, perduraba una penumbra opresiva, como si toda la casa hubiera sido cubierta, como una jaula, con un paño de terciopelo.
En todo caso, ella se adaptaba a todo como quien se adapta a un niño difícil. Pero la casa no la había aceptado.
Pasaba con cautela de una habitación a otra, como si su estatus de dueña hubiera sido revocado y la hubieran relegado al papel de ama de llaves. Unos ojos invisibles parecían observarla, juzgar sus cuidados, su manera de llevar la casa.
Una tarde encontró una radio antigua en el armario y la instaló sobre la cómoda, y sintonizó la emisora pública que en ese momento emitía un programa de lecturas en voz alta. Estaban dando Grandes esperanzas (en la voz de un actor británico famoso), y ella solo la escuchaba a medias, porque estaba enfrascada en sus tareas. Franny dormía la siesta al otro lado del pasillo, y ella tenía el volumen tan bajo que casi no oía nada. A las cinco y media bajó para empezar a preparar la cena. Se sirvió una copa, un vodka con limón, y se lo bebía a sorbos, como si fuera una cura que alguien le hubiera recetado. Al cabo de un rato se dio cuenta de que el volumen de la radio, en el piso de arriba, estaba muy alto. Incluso si Franny se había despertado, era muy improbable que hubiera alcanzado la radio, porque no llegaba al tocador. Dejó el vaso y salió al recibidor. Clavó los ojos en el descansillo, donde sentía la mirada penetrante de una presencia invisible. Pero por supuesto allí no había nadie, solo los suelos desgastados, las paredes rayadas, las huellas sucias de desconocidos.
Más tarde se lo contó a George, y terminó diciendo: Creo que tenemos un fantasma.
Al parecer es fan de Dickens, dijo él.
No me crees.
Él se encogió de hombros.
Cambiarse de casa no es fácil. Creo que estás cansada, eso es todo.
No estoy cansada, George.
Piensa en el pacto que hicimos. Abre los ojos, Catherine. Mira este lugar.
Sí, ya lo sé.
Él le besó la frente.
Y cómprate una radio nueva.
Para ella los fantasmas salían en las películas de terror. En el instituto había visto una que se llamaba La casa encantada y se había pasado un mes sin poder dormir; el más mínimo revoloteo de una cortina en su dormitorio bastaba para que imaginara cualquier mano maligna. Incluso el trabajo que tenía ahora podía despertar sus supersticiones: algunas de aquellas iglesias eran como cuevas huecas de contacto, terminales hacia otro mundo. Pero hasta su llegada a aquella casa, nunca había pensado seriamente en fantasmas, en absoluto. A pesar de ello, a medida que pasaban los días, ya ni siquiera cuestionaba su existencia: lo sabía.
Por normal general, George aparcaba en el garaje. No le gustaba que su valioso Fiat quedara expuesto a los elementos. Como el coche de Catherine era una furgoneta de segunda mano, según él no importaba demasiado que ella aparcara fuera. A decir verdad, a ella le daba igual. Dejaba el coche debajo de un arce enorme, junto al porche cubierto, lo que le permitía un acceso fácil a la cocina. El porche lo usaban como cambiador, y ya estaba lleno de zapatos cubiertos de barro, raquetas de tenis, el cochecito de Franny y un triciclo rojo. Una tarde, cuando volvía de hacer la compra cargada de bolsas, y Franny empezaba a hacer de las suyas, tuvo problemas para abrir la puerta. Al meter la llave en la cerradura, esta cedió, como siempre, pero la puerta no se abría. Ella movió de un lado a otro el tirador de porcelana, pero no consiguió nada. Un instante después, oyó un chirrido metálico, como si el tirador se estuviera desatornillando desde dentro. A través de la ventana veía la cocina vacía, tal como la había dejado. Desesperada, agarró el tirador y lo zarandeó con fuerza, y entonces se salió de su sitio y se le quedó en la mano. Un segundo después, para que su desconcierto no decayera, el tirador del lado de la cocina cayó al suelo.
¿Qué ocurre, mamá?
No lo sé. Es este tirador, que está tonto.
¡Tirador tonto!, repitió Franny a gritos.
Y entonces la puerta se abrió sola. Durante un momento, Catherine se quedó ahí, sin poder moverse.
¡Está abierta, mamá!
Sí, ya lo veo.
Franny entró en casa y ella la siguió, cargada con las bolsas de comida. Una vez más tuvo la sensación de que alguien invisible estaba ahí, observándola, y notó que se ponía roja de indignación. Recogió el tirador e introdujo la barra oxidada en el pequeño hueco rectangular en el que iba encajado; una vez en su sitio, lo mantuvo fijado con una mano mientras encajaba el otro, que emitió el mismo chirrido que había oído hacía un momento, cuando algún ente, algún poltergeist, lo había desatornillado.
Eso no me ha gustado nada, no ha sido agradable, dijo ella en voz alta hablando a la habitación. No haces que nos sintamos bienvenidos.
¿Con quién hablas, mamá?
Ella levantó del suelo a Franny y la abrazó con fuerza.
Con nadie, dijo, y se dio cuenta de que era verdad.
Cuando George regresó del trabajo, ella le contó lo ocurrido. Reprimiendo una irritación más que evidente, él inspeccionó la puerta y la abrió y la cerró varias veces seguidas. A esta puerta no le pasa nada, le dijo.
¿Entonces cómo lo explicas?
Es una casa vieja, Catherine. Estas cosas pasan en las casas viejas.
Ella le enumeró entonces las demás cosas que había ido detectando: los puntos helados, el constante olor a tubo de escape de su dormitorio, la radio… Y ahora esto.
Te estás imaginando cosas, dijo él.
Yo no me imagino nada, George.
Pues entonces a lo mejor necesitas ir al psiquiatra. En esta casa no hay nada malo.
Pero George…
No nos vamos a ir de aquí. Te aconsejo que te acostumbres a ella.
Abriendo cajas con ese bochorno. Los ventiladores puestos a máxima potencia. Ella iba colocando sus libros en los estantes, de historia del arte, de filosofía, una copia desvencijada de Ariel, mientras Franny jugaba con cosas que encontraba por la casa: una pluma, un gancho de latón, un tarro lleno de canicas, y se acuclillaba para darle la vuelta a las cosas con sus manitas. Tenía mocos, y si algo le interesaba arrugaba la frente y lo observaba antes de pasar a otra cosa. Saltaba de sombra en sombra, cantando una canción infantil.
La otra familia se había dejado tantas cosas allí que Catherine no podía evitar preguntarse quiénes eran. George le decía que en realidad no lo sabía, y que no le importaba. No veo por qué importa eso. Ahora la casa es nuestra. Nos pertenece a nosotros.
Pero los armarios estaban llenos de cosas suyas. Encontró patines de hockey, pelotas de baloncesto deshinchadas, bates de béisbol. Una caja llena de zapatitos de bebé: tres pares atados. Los sostuvo en una mano y se acordó de Franny a esa edad, justo antes de que empezara a andar. Los que tenía ahora en la mano estaban barnizados y brillantes, y los talones se veían redondeados por el desgaste. Ella pensó que tal vez algún día alguien viniera a reclamarlos, y los guardó en un armario. Cuando sus legítimos propietarios llegaran a por ellos, allí estarían.
Una mañana, cuando George había ido a la ferretería, dos chicos se acercaron hasta la puerta. El mayor tenía poco más de veinte años, y el otro era apenas un adolescente. Se quedaron mirando a través de la mosquitera salpicada de lluvia. Eran unas caras de las que no se podía apartar la vista, con aquellos ojos azules y aquellos huesos prominentes. Hacía calor, todo estaba infestado de bichos, y se habían quedado atrapados en la tormenta. Estaban ahí plantados, con sus brazos largos, matando mosquitos. El aire era caliente, el cielo se había oscurecido. Ella oía la lluvia salpicar en las hojas del arce.
Soy Eddy, dijo el mayor, y este es Cole. Tenemos otro hermano, Wade, pero no ha podido venir.
Nosotros somos la familia Clare, dijo ella, cargándose a Franny sobre la cadera. Y esta es Franny.
Hola, Franny, dijo el otro joven.
Franny se puso colorada y se aferró más a Catherine.
Antes, nosotros…, soltó el joven, pero su hermano le dio un codazo.
No le haga caso, está un poco sobreexcitado. Eddy le colocó una mano en el hombro a Cole. Estamos buscando trabajo. Cortar el césped, cosas de jardinería. Podemos incluso cuidar de niños pequeños. Le apretó el hombro a su hermano. No nos importa nada hacerlo, ¿verdad, Cole?
No, señora, dijo él rascándose una picadura de mosquito.
Tendré que hablarlo con mi marido.
A esos establos no les vendría mal una mano de pintura, perdone la sinceridad. Dio un paso atrás y echó un vistazo a la fachada. Y a la casa tampoco. Podríamos ayudarles.
Bien, sí, tenemos el plan de pintarlo todo.
Ah, pues mis hermanos y yo somos…, somos unos Leonardos normalitos. Y salimos baratos.
¿Dónde vivís?
En el pueblo, respondió el menor.
Tenemos referencias, si las quiere, añadió el otro. No encontrará otros más baratos. Además, ya llevamos un tiempo trabajando en esto para nuestro tío.
Resonó un trueno sobre sus cabezas. Hasta ella llegó el olor de la hierba mojada y de algo más, gasolina, o humo de cigarrillo, que desprendía la ropa de los chicos. Empezó a llover de nuevo. El menor alzó la vista al cielo y luego la miró, como esperando a que los invitara a entrar. Ella mantenía la puerta abierta. Pasad.
Ellos entraron, sonriéndose por algo que debía de ser una broma suya.
Me gusta cómo les ha quedado esto, dijo Eddy.
¿Los conocíais?
Podría decirse que sí.
El más joven apartó la mirada. Estaba colorado, sudoroso. Se retiró el pelo de la frente.
No creo que la hubiéramos comprado si no la hubieran vendido a tan buen precio.
Los chicos seguían ahí plantados.
Bueno, es que… la compramos en una subasta. Nadie más la…
Bueno, ahora ya está. Eddy la miró dubitativo, como si acabara de cambiar de opinión sobre algo. Bueno, la verdad es que nosotros tendríamos que irnos. Un placer conocerla, señora.
Llamadme Catherine. Alargó la mano y él se la estrechó, y ella notó que él la tenía fría, áspera. Esperó largo rato antes de soltársela.
Catherine. Pronunció su nombre como si fuera algo hermoso. Tenía los ojos de un azul oscuro. Ella pensó que aquellos chicos tenían un pasado, demasiado pasado. Él se sacó un bolígrafo del bolsillo y volvió a cogerle la mano. ¿Me la presta?
¿Qué?
Él le escribió su número de teléfono en la mano.
Por si nos necesita.
Ah, claro. Y se echó a reír. Gracias. Vio que el más joven miraba de reojo sus galletas. Tomad, acabo de hacerlas. Y le preparó una bolsa.
Gracias, señora Clare.
De nada, Cole. Se miraron a los ojos un instante, hasta que él apartó la mirada.
Bueno, nos vemos, dijo Eddy.
Salieron metiendo la mano en la bolsa de galletas. El mayor cogió una mientras el más joven le pellizcaba el brazo. Se notaba que estaban unidos. Los vio atravesar el campo y subir por la ladera del monte. Las nubes eran bajas, densas. Al llegar arriba, Eddy se volvió y miró hacia atrás, hacia la casa, y a ella le pareció que la miraba directamente a ella, lo que él confirmó agitando la mano para saludarla. Pensó que era un símbolo, una especie de acuerdo tácito, aunque no sabía que qué.
Pasó la tarde limpiando el horno, y después asó un pollo. La casa olía bien. A hogar.
Esa noche, durante la cena, le contó a George que había encontrado pintores.
¿Quiénes son?
Unos chicos del pueblo. Buscan trabajo.
Mintió y le dijo que había entrevistado a otros pintores que cobraban más, porque sabía que George no renunciaba nunca a lo barato, y él dio su consentimiento. Será una mejora importante, dijo.
Quiero bajar, dijo Franny.
Ah, claro, quieres bajar, ¿verdad? George le besó la frente. ¿Ya has terminado de comer, Franny?
Sí, todo.
Él la bajó de la trona. Ya está muy mayor para esta trona.
Franny necesita una silla de niña mayor, dijo Catherine.
Ya soy mayor, dijo Franny saltando y aplaudiendo.
Vamos, mona mayor, dijo George. Dejemos a mamá sola para que pueda recogerlo todo.
Obediente, Catherine recogió los platos y los llevó a la encimera.
Por más que se hubiera esforzado por que tuviera buen aspecto, la cocina seguía viéndose muy desgastada. Los armarios estaban pintados de un color marrón claro, y estaban tan viejos que no cerraban. Todavía no tenían lavavajillas. George había prometido que comprarían uno en cuanto pudiera permitírselo, tal vez por Navidad. Ella empezó a fregar los platos, y dejó que el agua se calentara bien antes de aclararlos. Cuando los colocaba en el escurreplatos, de ellos salía vapor. Mientras aclaraba los cacharros, la ventana que había sobre el fregadero estaba oscura, animada solo por los vagos perfiles de su propio reflejo. Por algún motivo, intentaba evitar darse cuenta de ello, como si fuera consciente de que otro rostro se solapaba con el suyo.
Yo dejaba mis anillos aquí mismo, en la repisa de la ventana. Después de fregar los platos me los volvía a poner, y siempre pensaba en la estafa que era el matrimonio, en que los anillos no significaban nada. Solo que resultaba inaccesible a otros hombres. En manos de Cal, yo era como alguna pieza vieja de maquinaria de la granja que había aprendido a reparar para que siguiera funcionando a duras penas. Así eran las cosas con él, en privado. Levanta aquí, inserta, empuja.
Una vez, vi a la mujer. Se llamaba Hazel Smythe. Estaba en Windowbox, sentada a una mesa, sola, tomándose un sándwich, creo que de huevo y lechuga. Yo me quedé ahí, me pilló por sorpresa, y ella alzó la vista y me miró con gesto cálido, casi triste. Disculpándose. Pero yo salí. No quería su compasión.
Supongo que la gente del pueblo también lo sabía. Les daba algo de que hablar durante las cenas.
Alarmada, Catherine se volvió, pero se encontró solo con el desorden de la cena, con la mesa de madera gastada y con las sillas vacías a su alrededor, que esperaban ser ocupadas.
No, no está, dijo una mujer con acento hispano cuando, a la mañana siguiente, Catherine llamó al número que le habían apuntado en la mano y ella había trasladado a un trozo de papel. Pero aquella misma tarde regresaron con el otro hermano.
Este es Wade, dijo Eddy. Él sabe cortar el césped.
Hola, Wade. Era más corpulento que los otros dos, y caminaba con la solemnidad de un cura. Le estrechó la mano sudorosa.
Se acercaron al establo de ordeño.
¿Qué voy a hacer con todas estas botellas?
Podría poner en marcha una explotación lechera, propuso Cole. Nosotros podríamos ayudarles. Sabemos cómo se hace.
Ya está bien, Cole, dijo Eddy secamente, y el joven pareció ofendido. Hágame caso a mí, añadió, criar vacas no le conviene.
Podemos llevárnoslas, si quiere, sugirió Wade. Tenemos un camión.
Eso estaría muy bien, dijo ella, y no le pasó por alto la amplia sonrisa de él. ¿Cuándo podéis empezar?
Empezaremos por la mañana, si le parece bien.
Trabajaban bien. Comenzaban temprano, antes de las ocho. Ella los oía ahí fuera, rascando la pintura vieja. El sol calentaba cada vez más, cada vez hacía más calor, pero ellos no se quejaban nunca. Hacia el mediodía sus camisetas estaban chorreantes de sudor, aunque solo Eddy se quitaba la suya. A menudo tenía un cigarrillo entre los labios, y entornaba los ojos para que el humo no le entrara en ellos. Ella se descubría contemplándolo, mirando por la ventana mientras se dedicaba a las tareas de la casa. Cuando estaba a su lado le llegaba su olor a transpiración, al detergente de su ropa. Algunas veces lo había pillado bajando la vista y mirándole el escote cuando ella se agachaba a recoger a Franny y se sujetaba el crucifijo de la cadena con los dientes.
A mediodía ella les llevaba limonada y sándwiches, y Franny les entregaba las tazas. Eran cariñosos con ella, y la veían agacharse en los charcos y fabricar tartas con unas flaneras de lata.
Toma, Cole, le decía ella ofreciéndole una. Está muy buena.
¿Seguro? ¿Es de chocolate?
Franny asentía. ¿Quieres más?
Sí, claro, que sean dos.
Durante las pausas, jugaban con ella a pillar, y corrían por el campo molestando a las mariposas. El transistor estaba encendido. La tierra blanda bajo sus pies descalzos. Una vez persiguieron un conejo, que se metió en su madriguera. Silencio, susurró Cole, agachándose.
No saldrá, dijo Franny.
Tenemos que estarnos muy callados, dijo Eddy en voz muy baja, y todos se acuclillaron en silencio mientras esperaban.
El conejo salió, atusándose los bigotes, y Franny gritó, entusiasmada.
Volvieron a perseguirlo, y él les dio esquinazo una vez más, y se perdió entre los arbustos.
A ella le parecía que eran unos chicos bastante atípicos. Educados, sinceros, desesperanzados. Se iba percatando de algunas cosas: de la media sonrisa de Cole, como si se lamentara por pasarlo bien en el trabajo. Su hermano Wade tan estoico como la leche, considerado, cortés, algo torpe. Y Eddy, un poeta esquivo, un conseguidor, que casi nunca la miraba a los ojos. Cuando lo hacía, ya no podías apartar la mirada.
Cole era el favorito de Franny. Acababa de cumplir catorce años, y todavía quería ser un niño. Juntos construían caminos y castillos y fosos en el barro, y barquitas de vela con rododendros, y los mástiles los hacían con ramitas. Llevaba una chaqueta de pana que le iba una talla grande, de puños deshilachados. Ella lo bautizó como El Profesor. Era alto y flaco, pero ancho de hombros, y con las manos cuadradas. Parecía nacido para destacar en el fútbol americano, aunque era demasiado calmado para ese deporte.
¿Qué quieres ser de mayor?, le preguntó.
Él se encogió de hombros, como si no se lo hubiera planteado nunca. Ya soy mayor.
Ella se volvió hacia Eddy.
¿A qué se dedica tu padre?
No hace gran cosa. Le dedicó una sonrisa amarga, y ella no insistió.
Tenía los ojos del azul de los soldados olvidados. Cuando él no se daba cuenta, ella lo observaba. Un rostro poderoso como el de Aquiles, pensaba, mítico, épico. Con qué paciencia trataba a Wade cuando le ayudaba a completar las tareas más simples, que según ella debería haber sido capaz de realizar él solo, con qué delicadeza animaba al amable y considerado Cole a enorgullecerse de su trabajo bien hecho. En cierto modo, los tres parecían provenir de una época anterior.
Una mañana, Wade llegó cargado con un artilugio hecho de madera. Es para Franny, dijo. Es un columpio, y podemos instalárselo.
A Wade se le da bien hacer cosas, le dijo Eddy. Es lo que hace mejor.
Su hermano apartó la mirada, pero ella vio que sonreía.
Me conmueve mucho tu regalo, dijo ella. Gracias, Wade.
De nada.
El columpio pequeño, con respaldo, hecho todo de madera salvo por las cadenas, constaba de una barra delantera para que la niña no pudiera caerse, y lo colgaron en uno de los árboles de atrás.
¡Quiero que me empuje Cole!, gritaba Franny. ¡Empújame, Cole!
Columpiándose con fuerza, echó la cabeza hacia atrás para mirar el cielo. ¡Mira, mamá! El árbol era como un rompecabezas, y las piezas que faltaban estaban llenas de cielo.
¿Qué árbol es este, Eddy?
Pues un árbol normal, viejo. Un roble, creo.
También hay un peral.
Sí, señora. Si pone las peras en el alféizar, madurarán.
A los ciervos les encanta comérselas. Una noche, ya tarde, vi a cuatro ahí plantados, comiéndoselas enteras.
Sí, saben lo que es bueno.
Cuando terminaban la jornada se bañaban en el estanque, se quedaban en calzoncillos y dejaban la ropa tirada sobre la hierba. Las hojas del fondo habían enturbiado el agua, que se veía marrón. Franny, cogida de la mano de su madre, bajaba hasta la orilla, asustando a toda la colonia de ranas. Sus piececitos desaparecían en aquel barro tan blando.
Cole se retorcía bajo el agua como un león marino. ¿Ya sabe nadar?
Casi. Estamos trabajando en ello, ¿verdad, Franny?
Sí sé nadar, insistió ella. Mira, mamá, una tortuga. Se agachó a observar a la criatura que se abría paso entre la hierba, avanzando despacio bajo su pesado caparazón parduzco, como un monje fatigado.
¿Ya se ha metido aquí alguna vez?, le preguntó Eddy, saliendo del agua.
Me da mucho miedo. No me gusta cuando no se ve el fondo.
Y tampoco se nota con los pies. Es muy profundo. Es un misterio. Sonrió.
Pues supongo que no me gustan los misterios.
Cuando haga más calor, ya se meterá.
Nos hemos apuntado a un club. Hay una piscina. Apenas lo hubo dicho, se arrepintió de sus palabras.
No la hacía yo de ese tipo de personas.
Mi marido juega al tenis.
Cuidado con esa gente.
¿Por qué lo dices?
Se creen los dueños del pueblo.
Está bien. Gracias por la advertencia.
Él la miró. Usted no parece encajar del todo.
¿Ah, no?
Catherine esperaba que dijera algo más, pero él se sentó a su lado y se puso la camisa. Se sacó los cigarrillos del bolsillo y encendió uno.
Usted es distinta, dijo. De las otras chicas.
Soy mayor, apuntó ella. Soy madre. Eso te cambia.
Él la miró brevemente, de acuerdo con ella.
Usted es una buena madre.
Gracias Eddy. Qué amable eres.
No lo digo para ser amable.
¿No?
Él le dio una calada al cigarrillo, con la vista fija en el estanque. Cuénteme una cosa, señora Clare. ¿Le gusta esto, la granja?
No me llames…
Catherine. Tenía los ojos fríos, algo indignados. Ella pensó en todas las chicas que habrían visto en ellos la misma expresión y habrían intentado cambiarla.
Sí, creo que sí.
¿Es feliz?
No lo sé, dijo ella. ¿Qué es ser feliz?
Él apartó la mirada, bajó la mano y la apoyó sobre la hierba, junto a la de ella. Los dedos de los dos casi se tocaban.
A mí no me lo pregunte, dijo. Yo no soy experto en felicidad.