APROVECHADOS

1

En los pueblos pequeños como el suyo, la gente hablaba. No se podía ir muy lejos sin que alguien supiera algo de ti. Mary Lawton no se consideraba una chismosa, pero aun así se enteraba de cosas. Era algo que alegraba un poco los días. Alguien veía algo y se lo contaba a alguien, y ese alguien se lo contaba a alguien, y de pronto era real. Era noticia.

La chica trabajaba en el restaurante, eso lo sabía todo el mundo. La gente los había visto juntos. Aquel pelo suyo tan negro no pasaba desapercibido. Tenía algo. Descaro, esa era la palabra. Tenía un tipo que… Y esos pantalones vaqueros. Mary había oído a algunos hombres bromeando sobre ella, diciendo lo que les gustaría hacer con ella si pudieran. Sí, sí, seguid soñando, pensaba ella.

Una tarde Mary la vio salir de Hack’s con Eddy Hale. Caminaban medio abrazados, y se notaba que entre ellos había una gran intimidad. Ella se indignó al verlos, porque a Eddy ya le habían hecho bastante daño en la vida. La chica llevaba pulseras de plata en un brazo, tantas que parecía que llevara un Slinky, y cuando caminaba tintineaban. Cuando Mary los saludó, Eddy se puso un poco colorado, pero su madre le había enseñado educación, y dejó la bolsa en el suelo y le presentó a su acompañante.

Esta es Willis, dijo. Willis, Mary Lawton.

La joven poseía la belleza precaria de una flor de cuneta. Sonrió a Mary.

Willis está trabajando en el restaurante, le explicó Eddy. Nos hemos conocido allí.

Conversaron un rato más, y él le contó que había solicitado plaza en un instituto de estudios musicales que quedaba cerca de Boston. Le preguntó por la familia, cuidándose de no mencionar el tema de Alice, y ella le dijo que todo estaba igual. Después se despidieron, y ella se quedó ahí un momento, pensando en lo buen chico y lo agradable que era, y en que aquella chica, fuera quien fuese, no lo merecía.

Habían terminado las clases, y había grupos de niños caminando por el pueblo, con sus mochilas, ellas con sus carteras de piel. Dos salieron de Bell’s con los labios teñidos de naranja y rojo intenso: habían instalado una máquina nueva de cucuruchos que causaba furor entre los mayores de primaria. Al pasar por delante del escaparate, vio a Cole Hale y a su hijo, Travis Jr., de pie junto al mostrador, uno a cada lado de Patrice Wilson: Mary conocía a sus padres. Movía el taburete giratorio a un lado y a otro para dedicar a cada joven la atención que deseaba, pero Mary sabía que solo habría un ganador en aquella competición. Por un momento pensó en golpear el vidrio con los nudillos, pero cambió de opinión. Lo que menos necesitaba Travis era que su madre lo pillara in fraganti en el momento en que se mostraba tal como era.

 

El pueblo estaba cambiando. Se notaba en los coches que aparcaban en Main Street. Antes solo se veían camionetas y trastos viejos. Habían abierto una o dos tiendas nuevas, y los escaparates sucios se arreglaban, y se instalaban toldos modernos y carteles de colores llamativos. Había gente de ciudad que tenía dinero y que estaba comprando las granjas viejas que ya nadie podía permitirse mantener activas, y mucho menos conservarlas como viviendas. A decir verdad, a ella no le importaba ganar más en comisiones, pero para todos los demás eran tiempos difíciles. Gente como los Hale, que lo habían perdido todo. No era de extrañar que hubiera gente enfadada. Y los recién llegados, como los Clare, lo tenían más difícil, porque siempre se referían a ellos como «esa gente que ha comprado la granja Hale». Eran forasteros, y que él fuera profesor universitario no ayudaba precisamente. Solo unos pocos alumnos en Chosen llegaban a la universidad, por lo general a la pública de Troy para cursar estudios baratos, donde se apuntaban a todas las asignaturas que se impartían en horario nocturno. De tarde en tarde, uno o dos de ellos se matriculaban en Saginaw, que costaba el doble que la universidad estatal. En todos los casos, viajar pasaba por alistarse en el ejército y que te destinaran a algún lugar exótico. La mayoría de los chicos del pueblo había estado en el ejército. Su hijo, Travis, también querría alistarse, pero si era así ella pretendía disuadirlo.

En todo caso, tampoco era que los Clare hicieran esfuerzos por integrarse. No se abrían a los demás. Ella veía a la mujer en la iglesia, siempre sola. Se sentaba discretamente en uno de los bancos de atrás y se iba pronto, antes de que terminaran las oraciones. Más de una vez la había visto salir del confesionario, enjugándose las lágrimas en un pañuelo.

A medida que pasaban las semanas, ella detectaba cierta tensión en sus ojos, pero tal vez fueran cosas suyas y viera cosas donde no las había. La penumbra fresca del templo hacía aflorar las emociones de la gente, la corriente constante que circulaba sobre sus cabezas, el olor de las velas, la bella idea de Dios. Porque había que preguntarse si realmente Él estaba ahí arriba. Eso era lo que uno hacía en la iglesia: aceptar las cosas. Aceptar.

Rezaría mucho. Por sus hijos, por su marido. Para que el mundo se tranquilizara. Rezaría con todas sus fuerzas. Volvería a casa, pondría los pies en alto y repasaría, no sin desolación, las consecuencias de su vida. Había que vivir con las decisiones que uno había tomado. Había que vivir con los errores.

 

Una tarde, se acercó en coche hasta la granja para llevar un folleto de la iglesia. La puerta estaba abierta y asomó la cabeza por la mosquitera. Oía a la niña correteando en el piso de arriba. La casa parecía ordenada en exceso. Mary se acordó de lo difícil que resultaba mantener la casa en condiciones con un niño pequeño enredando, pero allí no había ni una sola cosa fuera de su sitio. Incluso los suelos de madera parecían brillar. No había desorden. No había juguetes, ni papeles ni zapatos. En la casa no había timbre (eso era algo habitual en las casas de campo), y estaba a punto de llamar a la puerta con los nudillos cuando oyó un grito amortiguado. No nos pongamos dramáticas, se dijo a sí misma, y entonces volvió a oírlo. Todo quedó en silencio durante varios segundos, y entonces la niña empezó a sollozar, como consecuencia abrupta, supuso Mary, de algún acto indigno, súbito.

Le hervía la sangre. Golpeó fuertemente con los nudillos en el marco de la mosquitera. George Clare bajó por la escalera, con la niña apoyada en la cadera y el gesto frío, con cara de pocos amigos. Aquel vago olor a ginebra. La niña tenía los ojos llorosos, las pestañas mojadas. Él se plantó delante de la puerta, mirándola.

¿Es mal momento?

Él no respondió, pero se notaba claramente contrariado. La niña se estremeció y se secó los ojos con su puñito.

¿Está Catherine…?

Está indispuesta.

Mary no había entendido nunca del todo el significado de aquella palabra.

Mamá enferma, dijo la pequeña.

Vaya, qué pena. Esperaba que…

Es solo un dolor de cabeza.

La pequeña frunció el ceño y miró a Mary.

¿A tu pobre mamá le duele la cabeza?

La niña miró a su padre, incómoda. ¡Mamá enferma!

No es nada grave, recalcó él, incorporándose más, rígido.

Bueno, si me hace el favor de entregarle esto, dijo Mary alargándole el folleto. Estamos organizando una cena. Cada uno trae un plato. En la iglesia. Nos encantaría que vinieran todos.

George echó un vistazo al papel azul, y volvió a mirarla. Se lo daré, dijo, aunque ella sospechaba que no lo haría. La miraba de una manera que la ponía nerviosa. Había algo en sus ojos… Se quería ir de allí inmediatamente.

Muchas gracias, dijo ella en un tono de voz más falso que la margarina, y notó que sus ojos se le clavaban en la espalda mientras se dirigía al coche y se alejaba.

 

Para sorpresa de Mary, asistieron a la cena. George sabía cómo causar buena impresión, algo que había aprendido en aquellas escuelas caras. Llevaba traje y pajarita, y se había afeitado y repeinado. Suponía que era un hombre atractivo: a algunas mujeres se lo parecería.

Hola, Mary, dijo él en aquel tono de voz suyo taimado.

Bienvenidos a Saint James…

Pero él ya le había dado la espalda.

Catherine y la niña llevaban vestidos conjuntados, azul marino, con cintas finas, verdes, en la cintura. Mary le dijo que les quedaban muy bien, y ella comentó con orgullo que los había hecho ella misma.

Mira qué zapatos tan bonitos tengo, dijo Franny señalando sus merceditas.

Su primer par, dijo Catherine.

Durante una fracción de segundo, Mary se permitió recordar un día que llevó a Alice a comprar zapatos cuando tenía aquella misma edad (cuando las cosas eran sencillas y ella no se inyectaba drogas). Mary había intentado hacer todo lo que había que hacer: colegio católico, clases de música, ballet. Había sido una niña encantadora, y costaba creer que fuera posible una transformación tan atroz. Hacía casi un año que no sabía nada de ella. La última vez la había llamado desde una cabina telefónica de San Mateo.

Travis la miró fijamente. Siempre notaba cuándo estaba pensando en su hija: ella era aquella cosa oscura que compartían, su error. Por una parte era algo que los separaba, pero por otra, los unía irremediablemente.

¿Te encuentras mejor?, le preguntó a Catherine.

¿Mejor? Parecía desconcertada.

Te dolía la cabeza. El otro día, cuando yo…

Ah, sí. Miró a su marido, que bordeaba la periferia de la fiesta, con aspecto aburrido, y no hablaba con nadie. A veces tengo dolores de cabeza, dijo, y pareció que se le oscurecía la mirada.

¿Estás bien?

Sí, claro. Estoy bien, gracias. Lo que quería decir era: No es asunto tuyo, maldita sea.

Bien… Mary la cogió de la mano. Si necesitas algo, dímelo, ¿de acuerdo?

Sus ojos se encontraron un momento, y asintió.

Gracias, Mary. Lo haré.

 

Habían congregado a un grupo bastante numeroso, y todos habían traído algo de comer. El padre Geary había guisado su célebre fricasé de pollo. Para ser sacerdote, era un cocinero bastante apañado. Catherine Clare se había presentado con unos huevos rellenos que había distribuido con gracia sobre una bandeja grande. A todo el mundo le encantaban las ensaladas de Mary, así que preparó una de col y otra alemana, de patata, que hacía su madre. Dejaron toda la comida fuera, sobre una mesa alargada, en el patio. Ella había traído los manteles, y había mucho té helado y limonada para todos. Vio a los chicos de los Hale acechando desde el otro lado de la verja, y se alegró al ver que el padre Geary les hacía gestos para que entraran. Seguramente necesitarían comer algo, supuso ella. Ellos miraron al sacerdote, aunque habían dejado de ir a misa. Antes, Cole y Travis Jr. se sentaban juntos y no paraban de enredar. Para no parecer entrometidos, Travis y ella se sentaban varios bancos por detrás, y les veían las nucas. ¡Qué pelo tan abundante tenían los dos! ¡Y qué altos estaban ya! Después de la iglesia, siempre iban todos a casa y cenaban juntos, y ella sabía que a Cole le gustaba cómo cocinaba. Por lo general había redondo de ternera con patatas, algo que le reconfortaba. Ella lo servía todo en la vajilla buena. Él no se mostraba tímido. Mejor para él. Se notaba que el pobre echaba de menos a su madre. A veces a ella, en la cocina, se le llenaban los ojos de lágrimas. ¿Qué pasa ahora?, gritaba Travis, y ella se abanicaba un poco la cara y decía que había comido algo picante. No es nada, no es nada.

Su marido podía ser difícil. Hacer amistades no era una de sus especialidades. Pero tenía buenos modales. Sabía comportarse. Con orgullo y apenas una pizca de impertinencia, vio cómo se presentaba él solo a George Clare. A diferencia de Travis, que tenía la complexión de un oso y actuaba como si, en efecto, fuera un oso, en este caso con buenas intenciones, George le estrechó las manos sin fuerza, como si quisiera salir enseguida a lavarse las suyas, y no le miró a los ojos. Siendo justos, era cierto que a veces la gente se comportaba de manera curiosa en presencia de un policía. Pero aun así…

 

Pocas semanas después, los Clare organizaron una fiesta de inauguración de la casa, una «bienvenida», como decían ellos. Para sorpresa de Mary, Travis y ella recibieron una invitación.

¿Tenemos que ir?, preguntó él.

Sí.

Pero si no se nos dan nada bien las fiestas.

Habla por ti.

Pero él tenía razón, y en realidad no les invitaban casi nunca. Era algo a lo que ella se había acostumbrado por ser mujer de policía. Policías y curas, bromeaba Travis. Nadie nos quiere cerca.

Ha sido todo un detalle por su parte incluirnos, dijo Mary. Vamos a ir.

Era viernes por la noche. Travis todavía estaba en el trabajo, y Travis Jr. se iba a quedar a dormir en casa de un amigo. En aras de la buena vecindad, preparó un pastel de chocolate para la ocasión. Después de darse un buen baño, se vistió con esmero y se maquilló un poco. Tenía ganas de divertirse.

Cuando Travis llegó a casa finalmente, se acercó a la puerta con parsimonia, haciendo girar el llavero en la mano. Después de dieciocho años de matrimonio, a ella todavía le gustaba, le parecían atractivos aquellos hombros de futbolista americano, aquel paso suyo tan seguro: era un hombre que sabía quién era. Y, en los tiempos que corrían, no era poca cosa. A su marido no le distraían fácilmente, ni se sentía tentado, por lo que casi todo el mundo consideraba las cosas buenas de la vida. A ella le daba cierta seguridad saber que él nunca la engañaría con otra, pero, por otra parte, su imaginación para el romanticismo era limitada. Él era hombre de rutinas. Mantenía la misma camioneta vieja desde hacía años, y ella, el mismo coche familiar, también muy viejo. Travis prefería comer en casa que fuera. Desconfiaba de los restaurantes, sobre todo si eran chinos, y no le gustaban las sorpresas de ninguna clase. Ella había aprendido a no compartir con él sus ideas. Si quiero tu opinión, le decía, no te preocupes, ya te la pediré. Ella hacía lo que se le pedía, y nunca se lo cuestionaba.

Cuando le besó la mejilla húmeda, le llegó el olor de la cerveza que él acababa de tomarse en Jackson’s con Wiley Burke. Tenemos una fiesta, ¿no te acuerdas?

Él entornó los ojos, aburrido. ¿No estás lista?

Voy a coger el bolso.

Ah, o sea que no estás lista.

Sí estoy lista, por el amor de Dios, dijo ella, pensando: ¿Qué fue del caballero con el que me casé?

En el coche, ella llenaba el silencio con palabras: la jornada escolar de su hijo, el entrenamiento de fútbol, la merienda que había tomado al salir, la cena que le había comprado, ya preparada en una bandeja, de esas de la marca Swanson que se vendían para cenar delante del televisor, y que tenía pollo, porque era la que más le gustaba. Después se había ido a dormir a casa de su amigo. Travis conducía, haciendo ver que escuchaba, lo que era mejor que discutirse por la fiesta.

Enfiló la carretera que llevaba a la granja, y todas las luces de la casa estaban encendidas. Las ventanas estaban abiertas, y sonaba un rock’n’roll. Aquello no tenía nada que ver con la vieja residencia de los Hale, y ella pensó que Cal, que toleraba poco el desorden, debía de estar retorciéndose en su tumba. Los establos estaban recién pintados, y la casa a medio pintar. Habían desmontado las contraventanas, que estaban apoyadas contra una pared lateral. Había coches aparcados a lo largo del camino. Travis detuvo su sucio Country Squire sobre la hierba, detrás de un Volvo blanco, viejo, que lucía en el guardabarros una pegatina gastada de Jimmy Carter. Ese ha hecho muchas cosas buenas, sí, seguro, comentó Travis, sarcástico. Tendría que haber seguido vendiendo cacahuetes.

Oh, vamos, no empieces con eso, dijo ella.

Se bajaron del coche y se alisaron la ropa. Empezaba a oscurecer, el cielo era de un azul precioso, azul policía, pensó ella, y le cogió la mano a Travis y se la besó.

¿Y eso por qué?

Gruñón. Lo atrajo hacia ella, le agarró el brazo y se lo pasó por el hombro, como si fuera su abrigo preferido. Avanzaban por el camino de tierra así, juntos, y ella pensó que eso era todo lo que deseaba, aquellos escasos momentos así, caminando agarrados, con el brazo de su marido sobre sus hombros. Aquellas pequeñas cosas, pensaba, que sin embargo eran tan escasas y tan bellas. Y no, no duró mucho, porque ella enseguida se detuvo bruscamente para quitarse una piedrecita que se le había metido en el zapato. Toma, sujeta esto, dijo ella entregándole la bandeja del pastel. Y se quitó el zapato.

¿Por qué te pones esas cosas?

Son bonitos. Reconócelo.

Sí, sí, son bonitos. Y tú también.

Ella se sintió inmensamente conmovida por sus palabras. Gracias, Travis.

Él asintió, azorado, como un hombre que en realidad todavía quería a su mujer. Ella volvió a ponerse el zapato y le cogió el pastel. Mejor así.

A medida que se acercaban a la casa, la música les llegaba con más fuerza.

Al acordarse de su amiga Ella, notó que se le hacía un nudo en la garganta. Su familia y los Hale se conocían desde hacía muchísimo tiempo. Todos los domingos por la noche jugaban al bridge, la canasta y el mahjong. A Mary le encantaba ir de niña, oír hablar a las mujeres, coger M&M’s del cuenco de los caramelos. Las madres con sus pañuelos, sus guantes, su perfume. Aquellas vidas suyas llenas de cosas bonitas, como las cigarreras, los encendedores dorados, los pañuelos con iniciales bordadas. Hoy en día ya no se podía ni contar con que alguien te sujetara la puerta y te cediera el paso. Las muestras de cortesía que ella, con tanto empeño, había enseñado a sus hijos, parecían estar esfumándose. Eran aquellas cosas las que habían definido aquel país, después de todo, lo que los definían como estadounidenses. Ya empezaba con su discurso. Pero es que en realidad ya no sabía nada, a juzgar por el comportamiento de alguna gente. La semana anterior, sin ir más lejos, había llevado a ver una casa a una pareja joven de Westchester que buscaba algo por la zona para pasar los veranos. Tenían un bebé, un bebé de lo más desagradable, por cierto. Pues resulta que pocas horas después ella había detectado un olor desagradable en el coche y descubrió que… ¡había un pañal sucio y arrugado debajo del asiento! ¿Quién era capaz de hacer algo así? Pues aquella pareja tan encantadora. A veces le afectaban las cosas que veía en ciertas personas. Lo desconsideradas que podían llegar a ser.

El aire olía a campo recién segado, y la noche era tibia, húmeda. De hecho ella ya había empezado a sudar. Su vestido de algodón sin mangas era la elección perfecta para una velada como aquella, pero no soportaba los pliegues de sus brazos rechonchos, así que sería mejor no quitarse la chaqueta. Esperaba que no tardara en refrescar. Se acercaron al patio trasero, donde ya había invitados de pie, bajo unos farolillos de papel que se mecían en los árboles, como nidos de avispa. Había una mesa larga con comida y botellas de vino, y otras vacías que se usaban para sostener las velas. Sobre la hierba crecida, sillas de todos los tamaños y formas, algunas ocupadas, otras libres, y algunas colocadas en círculo por Franny, al parecer para construirse un fuerte.

Por un momento, Travis y ella se quedaron algo apartados, como los niños cuando esperan a que los escojan para formar parte de un equipo en un juego infantil, pensó ella, sufriendo todas las emociones aparejadas a la situación. Vio a George al otro lado del patio conversando con una mujer que llevaba una blusa sin mangas y una falda larga. Tenía los brazos abultados, y blandos como la mantequilla, pero no parecía importarle, como tampoco parecían importarle los mechones de pelo visibles en las axilas. Mary se fijó, además, en que no llevaba sujetador. Se dio cuenta de que era Justine Sokolov. Su marido y ella eran los dueños de una granja que quedaba pocas millas al sur. Por lo que le habían contado, el dinero no era un problema para ellos, y su suegro era un director de orquesta conocido.

Eso no tendría que estar permitido, le susurró Travis.

La falda de Justine era como una carpa de circo, y una cadena fina de oro brillaba en uno de sus tobillos. Iba descalza, y miraba a George con algo más que interés. Él llevaba un traje de lino y su camisa blanca de siempre. Tenía la costumbre femenina de retirarse el pelo alborotado de la frente. Había hombres que podían permitirse el pelo largo. Pero Travis no. Su marido tampoco llevaba trajes de lino. El lino era para los manteles y las servilletas. Su marido no tenía ni siquiera un traje. No se ponía traje ni en los funerales, a los que asistía con el uniforme.

Voy a necesitar una cerveza para aguantar esto, dijo.

Sírvete tú mismo. Yo voy a llevar dentro el pastel.

Aquí te espero. No tardes.

Déjame ir a saludar aunque sea.

Casi todos los invitados eran de Saginaw, claro, y ella conocía a algunos de ellos, si no de nombre, sí de vista. Vio a Floyd DeBeers junto al barril de cerveza. En los años sesenta, ella le había vendido una casa colonial en Kinderhook, que él no había tardado en empapelar con hexágonos de espejo y dibujos de mujeres desnudas y en la que, a lo largo del decenio siguiente, había procedido a casarse, sucesivamente, con tres mujeres. Cuando la segunda falleció repentinamente de un aneurisma, él se sumió en una depresión. Se presentaba en Hack’s en pijama, con batín de terciopelo, masticando un Valium. Pero ahora había encontrado a una nueva esposa, Millicent, que tenía esclerosis múltiple, la pobre, y se ayudaba de un bastón para caminar. Esa noche Floyd llevaba un chándal de rizo y se estaba fumando un cigarrillo de especias, lo que para Mary era un síntoma claro de que se encontraba en plena crisis.

Cuando estaba a punto de entrar, George la saludó.

Hola, Mary. Se lo dijo en un tono que no era precisamente afectuoso. Me alegro de que hayáis podido venir.

Ella levantó un poco la bandeja del pastel y apuntó con la cabeza en dirección a la cocina.

En el interior de la casa el calor era sofocante, y encontró a Catherine sacando algo del horno. Se había puesto unas manoplas, y estaba acalorada. Dejó una bandeja con brownies sobre un salvamanteles, junto al fregadero.

Os he traído este pastel.

Eres muy amable. Ven, te serviré una copa de vino.

Las encimeras estaban llenas de botellas vacías, bandejas de cubitos de hielo, fuentes con restos de comida, salsas, verduras mustias, patatas fritas reblandecidas. Encima de la nevera ronroneaba un ventilador. Catherine encontró una botella de Bolla Soave y sirvió dos copas, una para cada una.

Salud, dijo.

Se quedaron un momento en silencio, mientras daban un sorbo.

La casa se ve preciosa, dijo Mary. Menudo cambio.

Es increíble lo que hace una mano de pintura.

Estaba a punto de decir algo sobre Eddy Hale cuando su hermano Cole apareció en la cocina con la hija de Catherine. Mary lo miró, sorprendida.

Oh, hola.

Hola, señora Lawton. Miró algo incómodo a Catherine antes de añadir: Estoy cuidando a Franny.

Qué buena noticia, hijo, dijo ella con una voz excesivamente alta.

Mary los vio salir corriendo y pensó en lo bueno que era verlo allí, y tan contento.

Cómo me alegro por él, le dijo a Catherine.

Ella se la quedó mirando.

¿Qué quieres decir?

Ya sabes que se crio aquí, ¿no?

Por la expresión de su cara, Mary se dio cuenta de que no tenía ni idea.

Ahora viven con su tío.

Catherine meneó la cabeza, desconcertada, haciéndose preguntas.

¿Dónde están sus padres?

Mary quería cambiar de tema para no estropearle la velada.

Es una historia muy larga. En otro momento.

Ahora tengo tiempo.

Cogió a Mary de la mano y se la llevó al salón. A través de las grandes ventanas se veían los campos oscuros, una gran extensión de nada, y se preocupó por Catherine, porque tanto vacío podía hacerte sentir sola. Se sentó en el sofá, y Mary le contó la historia de los Hale, dejando de lado los detalles que aún la atormentaban: el timbrazo agudo del teléfono que los despertó aquella mañana, la voz temblorosa de Cole al otro lado de la línea, a mis padres les ha pasado algo. Creo que pueden estar muertos. Eran las seis de la madrugada. Ella había despertado a Travis y habían llegado deprisa.

Fue un accidente terrible, dijo, aunque íntimamente sabía que no lo había sido, que no había sido en absoluto un accidente. Eran buenas personas. Amigos míos.

Catherine estaba muy pálida.

Qué triste, dijo. Pobres chicos.

Fue una pérdida muy dura, pero lo han superado. Como todos nosotros.

¿Y por qué no nos lo dijiste? Aquel primer día, cuando vinimos…

Pensaba hacerlo si os mostrabais lo bastante interesados para hacer una oferta. Pero entonces la casa pasó al banco. Se acercó más a Catherine, la cogió de la mano y se la apretó con fuerza. George lo sabía, Catherine. Se lo conté antes de la subasta. Pagasteis bastante menos dinero por ese motivo.

Pues bueno, dijo ella retirando la mano. No es ninguna ganga.

Lo sé, cielo.

Él debería habérmelo dicho.

Los hombres nunca se enteran de nada, ¿verdad?

Catherine la miró, aliviada, y negó con la cabeza.

Nunca me cuenta nada.

Supongo que no quería que te disgustaras, eso es todo.

George hace lo que le da la gana, dijo ella.

Ahora ya no importa, ¿no? Vosotros estáis aquí. Ya os habéis asentado. Le habéis devuelto la vida a este lugar, Catherine.

A veces me siento tan…

¿Tan qué, cielo? Mary se fijaba en el rostro de aquella mujer joven que buscaba la palabra exacta.

Perdida.

Mary comprendía bien aquella sensación. A ella también le ocurría.

Pues llámame, ¿de acuerdo? Cuando te sientas así.

Lo intento con todas mis fuerzas, dijo, y se le llenaron los ojos de lágrimas. Ser una buena esposa.

Lo sé.

A veces es como un desconocido, prosiguió en voz más baja. A veces lo miro y pienso: ¿Quién es este hombre?

Si hablaba así era por el vino, pensó Mary. Y no era el momento de entrar en cuestiones personales, no sobre ese tema. Oyó la voz de George en la cocina, y el ruido de otro corcho al verse liberado de otra botella de vino.

Los traslados a veces son fuente de tensiones, dijo, apretándole la mano. Deja que las cosas se vayan poniendo poco a poco en su sitio.

Y entonces Catherine levantó la mirada muy lentamente y dijo: Ella está aquí.

No sé qué dices.

La madre de los chicos. Está en la casa.

No te entiendo.

Estos dos anillos, dijo Catherine alargando los dedos. Son suyos.

Mary, sobresaltada, los reconoció.

Los encontré en el alféizar. Había estado fregando los platos y vi el reflejo de alguien en el cristal de la ventana. Y a la mañana siguiente estaban ahí.

Mary meneó la cabeza. No quería creerlo. Qué raro. No sabía qué otra cosa decir, cómo calmar la inquietud evidente de Catherine. Puede haber una explicación sencilla, añadió. A lo mejor se trata solo de una casualidad. Estabas tan ocupada que no te diste cuenta antes. Quizá estuvieron allí desde el principio. Ella y Cal dejaron aquí muchas cosas. Pero, mientras hablaba, recordaba haber visto aquellos anillos en los dedos de su amiga en el velatorio, y haber pensado que era raro que nadie se hubiera molestado en quitárselos. Llegó a la conclusión de que alguien lo habría hecho más tarde, y después los chicos los habrían dejado ahí, aunque en realidad era algo que no parecía probable. Aquellos muchachos adoraban a su madre y no habrían olvidado algo así.

Para su alivio, la pequeña Franny entró en la habitación, seguida por Cole, y agradeció la interrupción. Habían estado corriendo. Cole estaba acalorado y sudoroso, y se le había salido la camisa por fuera. ¡Mamá! ¡Yo y Cole queremos helado!

Catherine puso cara de madre. Cole y yo, le corrigió. O sea que queréis helado, ¿no? ¡Pues a comer helado! Cogió a su hija de la mano. Venid a la cocina. Cole, ¿de qué sabor?

Venga, que os ayudo, dijo Mary.

Entraron en la cocina. El calor era insoportable. En el patio sonaba la música. George había sacado los altavoces por la ventana. «Our house is a very, very fine house with two cats in the yard». Un coro de invitados se unieron a la canción en el estribillo, casi gritándolo. «Life used to be so hard!». A través de la mosquitera, Mary veía a Justine y a DeBeers desgañitándose con caras de felicidad. El aire estaba impregnado de un olor inconfundible: marihuana.

Es hora de irse, pensó.

Miró a través de la puerta-mosquitera y vio a Travis de pie en un extremo de la finca, con los brazos cruzados sobre el pecho y con cara de pocos amigos, impaciente. Pero bueno, tampoco se morirá si nos quedamos cinco minutos más.

Catherine preparó los cucuruchos; Franny lo quería de chocolate, y Cole también, pero además pidió una bola de vainilla, y en ese momento volvía a ser el niño contento que ella recordaba de cuando su madre estaba viva.

Voy a acostarla ya, Cole, así que si quieres ya puedes irte.

¿Quieres que te lleve a casa?, dijo Mary.

Mi hermano me ha dicho que iba a venir.

Tonterías. Ve a por tus cosas. ¡Tengo que sacar de aquí a mi marido antes de que detenga a alguien!

 

Al no tener a sus hermanos cerca, Cole se mostraba más silencioso que de costumbre. Iba en el asiento trasero, impasible, mirando por la ventanilla. Mary no conseguía quitarse de la cabeza aquellos anillos. A diferencia de su marido, que era un cínico, ella había visitado un número suficiente de casas terroríficas como para creer en la posibilidad de fantasmas o, como los llamaban los expertos, «entidades». A veces era solo una sensación. Era como cuando te sumergías en un agua gélida, que te ponías rígida. Ella lo había vivido en primera persona en aquella misma granja, el día que fue a limpiar después del accidente. Había deshecho su cama y había dejado el montón de sábanas en el asiento trasero del coche, y cuando volvía a casa aquella tarde, tuvo la extrañísima sensación de que Ella también iba sentada ahí atrás, y no podía dejar de mirar por el retrovisor, casi como si esperara ver sus ojos reflejados en él. Al llegar a casa metió las sábanas en la lavadora y ese día echó mucho jabón, como para demostrar quién mandaba ahí. Después se sirvió una copa bien cargada y se quedó ahí un buen rato viendo las sábanas girar a través de la ventanita redonda. Pero ahora, cuando lo pensaba, sin la histeria, creía que tal vez hubiera algo de verdad en ello. Después de todo, ¿adónde va tu espíritu cuando el cuerpo muere? Tiene que ir a alguna parte. Si eras feliz, tal vez ibas al cielo. Si eras una persona atormentada (y Ella Hale sin duda lo había sido), quizá te quedabas a solucionar cosas. Parecía tener cierta lógica, aunque no era algo que reconociera en voz alta.

No podía evitar preguntarse dónde iría ella. También tenía sus asuntos pendientes. Las veces en que se atrevía a imaginarse metida dentro de un ataúd, la oscuridad, la sensación de estar encerrada, experimentaba un terror tan violento y tan íntimo que le costaba respirar.

¿Qué tal te va a ti con la biología este año?, le preguntó Travis a Cole.

Es que a Travis Jr. le está costando bastante, aclaró ella, uniéndose a la conversación.

No muy mal, dijo Cole. Ahora estamos diseccionando un cerdo. Me gusta bastante.

Entonces Travis le preguntó: ¿Y qué tal es eso de trabajar para los Clare?

Está bien, supongo. Hemos pintado los establos. Y ya hemos empezado con la casa, pero ahora casi siempre va Eddy solo, por el colegio.

Mejor para ti, dijo Mary.

Han quedado muy bien.

¿Y él qué tal es?, preguntó Mary. El señor Clare.

Está bien. No está mucho en casa.

Sabía que no debía, pero siguió adelante y dijo: A mí me parece raro.

No sé, dijo el chico, pero ella notaba que estaba siendo educado.

Bueno, bueno, lo importante no es eso, dijo Travis, mirándola fijamente. ¿Qué tal os paga? Eso es lo que yo quiero saber.

Bastante bien, supongo.

Pues te diré una cosa. Yo admiro a los hombres que controlan lo que gastan.

Sí, señor.

Siguieron un buen rato sin decir nada, antes de parar delante de la casa de Rainer Luks, con la fachada marrón claro, que en otra época, en el siglo XIX, había dado cobijo a unos molineros. Ahora, en la mayoría de las casas pareadas de aquella calle vivían trabajadores de la fábrica de plásticos que había en la Ruta 66, pero algunos eran jóvenes que venían solo a pasar los fines de semana, porque les gustaban los grandes ventanales, los techos altos y aquellos patios traseros estrechos.

Dale recuerdos a tu tío de nuestra parte.

Él abrió la puerta. Gracias por traerme. Saluden a Travis.

Lo vieron entrar en casa. Había crecido mucho, era tan alto como su padre, y caminaba igual que él, con su paso firme.

Me alegro de que lo hayamos traído a casa, dijo Travis. En la fiesta fumaban marihuana. Si hubiera querido, habría podido ponerme las botas.

Menos mal que te has reprimido.

Yo no puedo ir a fiestas. Eso es algo que a estas alturas ya deberíamos saber.

Ella se echó hacia su lado del asiento y le acarició la mano.

Llévame a casa, Travis. Y allí nos montamos nosotros nuestra fiesta.

Pero diez minutos después de llegar a casa su marido ya estaba dormido. Mary se sirvió una copa y fue a buscar el voluminoso álbum de fotos. Pasaba las páginas muy deprisa, hasta que encontró una en la que salía con Ella, algo amarillenta ya después de tantos años metida debajo de la lámina de plástico. Salían sentadas en los peldaños del porche, fumando. Sus dos pequeños, Cole y Travis Jr., que apenas caminaban, jugaban a sus pies. Las dos llevaban chaquetas de punto y faldas de cuadros, y los labios pintados de rojo. Y rulos en el pelo. Recordó que ese día cada una le había puesto los rulos a la otra. En aquella época estaban tan de moda los tirabuzones anchos…

Pensó en que los Clare vivían en aquella casa, y notó cierto resentimiento. Pobre Cole, que tenía que trabajar para aquella gente, en su propia casa. Qué pensaría su madre. A aquellos muchachos les habían robado la casa delante de sus narices. No estaba bien. Y nadie, ni una sola persona, había dado un paso al frente para ver si podía ayudarlos en algo. Ni siquiera ella y Travis. Ellos eran tan culpables como los demás.

Una sensación desagradable recorrió todo su cuerpo. Era el sentimiento de culpa. Eso era.

Y los Clare… Bueno, para ellos sí había sido una ganga.

Qué triste haber llegado a esto, pensó. Vivir en un mundo de incertidumbre. En un mundo de aprovechados.

2

Cuando todos se habían ido y ellos estaban recogiendo y limpiando, ella le preguntó a George: ¿Por qué no me contaste lo de los chicos?

¿Contarte qué?, dijo él con voz dura.

Que sus padres murieron en esta casa, George.

¿Y qué? ¿Acaso importa?

Sí, importa. ¿Tú lo sabías?

Él la miró fijamente, sin decir nada.

¿Cómo pudiste siquiera comprar esta casa sabiendo lo que había pasado con sus padres?

No me pareció que fuera para tanto.

Que no era para tanto… Ella apenas podía contener la indignación. ¿Cómo pudiste ser tan insensible? ¿Por qué no me lo dijiste?

Porque sabía lo que dirías.

¿Y te dio igual?

Es un poco tarde para mantener esta conversación, ¿no te parece?

Tienes razón. Deberíamos haber hablado de esto antes de comprarla.

Como siempre, estás exagerando.

Ella meneó la cabeza. No me gusta esta casa, dijo. Fue un error comprarla.

Ahora estás siendo ridícula.

Algo en la expresión de George, aquella mirada neutra, fría, aquella indiferencia manifiesta, agitó un poso salvaje en su interior. Movida por un impulso, salió de casa temblando, se montó en el coche y se alejó de allí. Todo estaba muy oscuro, no había luna, y en la carretera no se veía a nadie, como si ella fuera la única superviviente de una catástrofe mundial. Distraída, miró el asiento vacío, medio esperando encontrar a alguien ahí sentado, una visión. Pero no había nada. Nadie. Solo la ventanilla negra, su reflejo vago en el cristal.

Llegó al pueblo, se acercó a la casa en la que los chicos vivían con su tío, y aparcó junto a la acera. Las luces estaban apagadas, pero distinguió el resplandor del televisor en el techo. Su intención era llamar, explicarse, intentar que los distinguieran a George y a ella de los demás, que tan poca consideración les habían demostrado. Pero se quedó ahí sentada y se fumó un cigarrillo. Y entonces pensó: Seguiré conduciendo. Se le pasó por la mente una fantasía, una cronología precisa de su fuga, que de todos modos acabó abruptamente. Porque ni se planteaba la posibilidad de alejarse de Franny.

Puso el coche en marcha y regresó a casa.

Al día siguiente, cuando Cole llegó después de clase, ella le dijo: No sabía que vivías aquí. Lo siento. Nadie me lo había dicho.

Y se echó a llorar. Dejó que él la abrazara. Con incomodidad, como un chico abraza a una mujer. Y se quedaron así un buen rato. Una extraña pareja.

Toma, le dijo luego, quitándose los anillos. Eran de tu madre.

Cole los aceptó y cerró la mano.

Le habrías caído bien, dijo él al fin. A mi madre. Le habría gustado saber que eras tú.