«VENITE ADOREMUS»
1
El día de Navidad celebraron una fiesta, y todas las ventanas se empañaron. Habían venido los abuelos de Franny de las dos partes, y su tíos, y a Eddy y a él también los habían invitado. La señora Clare les presentó a todo el mundo e intentó que se sintieran como en familia, pero solo consiguió que Cole se viera aún más como un forastero.
Ella se había puesto un vestido rojo, brillante; era como el lazo de un regalo, demasiado bonito para tirarlo. Alrededor del cuello, unas cuentas grandes que eran como una soga.
Le pidió a Eddy que la ayudara a preparar las bebidas, pero era demasiado lento, y preciso como un químico, y la gente se impacientaba y se servía cada cual lo suyo. Eddy le dio a Cole algo fuerte, con zumo de naranja, y empezó a contar chistes. Sabía cómo hacerla reír. Ella enseñaba los dientes y echaba la cabeza un poco hacia atrás. Él tenía algo que gustaba a las mujeres. No podían resistirse.
Había mucha comida. Jamón, pavo, puré de patatas, judías verdes. Pero no estaba tan buena como la de su madre. Después de comer, la señora Clare dio unos toquecitos a su copa con un tenedor.
Tengo algo que anunciaros: va a haber un poco de música.
El señor Clare pareció sorprendido, y esbozó una sonrisa falsa. Eddy entró con su trompeta y se plantó en una punta del salón, todo el mundo fue acomodándose y esperaba educadamente con las manos en el regazo. Él se acercó el instrumento a los labios, cerró los ojos y empezó a tocar. Sonaba muy agudo, como una de esas músicas que se tocan en los desfiles reales, y los invitados se incorporaron un poco más.
Es de Händel, dijo alguien. Y Cole se sintió orgulloso de su hermano.
Cuando iba por la mitad de la canción, Franny entró y lo agarró de la mano y lo arrastró hasta el comedor y señaló hacia fuera de la ventana. Willis estaba ahí de pie, en el patio, como el perro perdido de alguien, acechando, olisqueando. Salió por la puerta de la cocina y la pilló en el porche.
¿Qué estás haciendo aquí? Estaba tiritando, llorando, tal vez algo borracha. No llevas abrigo.
Tengo frío, dijo ella. Abrázame.
Está bien. La abrazó con fuerza. Era una chica muy menuda, tenía los huesos pequeños.
Él no me quiere, dijo.
Sí que te quiere. Está loco por ti.
Ella negó con la cabeza. Me ha usado hasta agotarme. Y ahora estoy vacía.
Eh, ¿por qué no entras? Al menos deja que vaya a buscarte un abrigo.
Pensó que tal vez se metiera en un lío si la dejaba entrar, pero era Navidad, así que supuso que no les importaría. Le dio un vaso de agua. Hacía semanas que no la veía en el desguace, tal vez desde octubre, y se veía distinta, parecía asustada.
Ella debería saberlo, dijo. Su mujer. Debería saber quién es él.
Seguramente notó que Cole la miraba con cara de desconcierto, porque aclaró: Catherine. Catherine debería saberlo.
Y en ese momento él entendió que no estaba hablando de Eddy. No, aquello no tenía nada que ver con Eddy.
Voy a buscar a Eddy, dijo, pero no se movió. La vio sacar una polvera pequeña del bolsillo y mirarse en el espejo. Se chupó un dedo y se lo pasó por las ojeras. Sorbió con fuerza y se pasó la lengua por los dientes.
¿Qué estás haciendo aquí?
Era el señor Clare, que acababa de entrar en la cocina.
Estoy aquí para ver a tu mujer, dijo ella.
Eso no va a pasar.
Tiene que saber cómo eres. Tiene que saber quién eres.
En ese momento el señor Clare se dio cuenta de que Cole estaba ahí de pie.
Vete, le dijo, y él obedeció, pero volvió la vista y vio que el señor Clare empujaba a Wallis bruscamente hacia la salida y un momento después, desde la ventana del comedor, vio que el coche salía del garaje y se alejaba dando tumbos por la carretera helada. Él se quedó ahí, incapaz de moverse, hasta que las luces traseras, rojas, se desvanecieron.
En el salón, Eddy acababa de terminar y todos aplaudían, incluida la señora Clare, que ni siquiera sabía que su marido había salido de casa.
2
Haberse acercado hasta allí había sido una estupidez, ahora lo entendía. Cuando se pasaba con la coca se sentía invencible. Estaba ahí fuera y los observaba a él y a su mujer, y algo le quemaba en su interior. No eran celos. Era un sentimiento aún más feo, el remordimiento. Quería odiarlo, pero a la vez quería que saliera y la abrazara y le dijera que lo sentía. Quería desaparecer dentro de su abrigo tan grande. Quería que le dijera que ella era más importante para él que su mujer y la niñita. Que era a ella a quien quería, a nadie más.
Sabía que era culpa de las drogas. Toda esa maraña de deseos que sentía dentro no tenía nada que ver con él. En absoluto.
A algunos de los que estaban allí los conocía del restaurante. Dos de los hombres habían intentado ligar con ella. Uno le había pellizcado el culo cuando pasó por su lado. Había sido humillante. Y la mujer aquella de la risa feroz siempre le dejaba poca propina.
Cuando la vio allí, en la cocina, la miró con aquellos ojos suyos de perturbado, como si fuera una desconocida. Una molestia. La había arrastrado hasta el coche y había cerrado la puerta con fuerza, como si ella fuera una delincuente. Alguien al que había que apartar.
En el camino hacia el restaurante, él le dijo que había vuelto a conectar con su mujer. Los dos estaban intentando que las cosas funcionaran por el bien de Franny. Hacía solo unos días, ella misma había visto a la feliz pareja en el pueblo, los dos mudados. Hasta la pequeña iba muy arreglada, con sus leotardos y sus zapatitos de hebilla. Vio que iban a la iglesia. Franquearon la verja empapándose de la aprobación de los desconocidos.
Él ya lo había superado. Estaba rehabilitado. Ya no necesitaba de sus servicios.
Paró frente al establo y se quedaron un momento ahí. Estaban tan callados que se oía el viento. El tictac del reloj del salpicadero. Ella no decía nada, pero sentía cosas, muchas cosas. Sobre todo sentía tristeza.
¿Cuántos años tienes?
Diecinueve. Soy muy madura para mi edad.
¿Y qué te pasa? ¿Por qué no estás estudiando?
Porque me volví un poco loca.
Él la miró. Ella aún notaba lo que había entre ellos.
Adiós, Willis, le dijo al fin. Cuídate.
Ella vio en su cara que no la quería. El amor nunca había tenido nada que ver en lo suyo. Eso lo sabía, lo sabía muy bien. Lo había sabido en todo momento.
Se bajó del coche y lo vio alejarse. Durante un rato no pudo moverse. Tiritaba, le castañeteaban los dientes y le dolía la garganta. Se sentía casi como una niña pequeña. Como si todo lo demás en su vida hubiera sido impostado.
Oyó los caballos en el prado. Sabían que estaba triste. Ellos entendían que él la había engañado, que lo había retorcido todo para que pareciera que la enferma era ella, una chica enferma, con problemas, y él hacía lo que tenía que hacer dejándola marchar.