TEMPERAMENTO ACADÉMICO
Al principio se produce el asalto continuo de las cámaras, las contorsiones bruscas de las caras de los desconocidos cuando se dan cuenta de quién es. Casi nunca sale de casa. Se pasa los días en su habitación, mirando el Estrecho por la ventana. Se siente atrapado en una vida errónea en la que ni siquiera la huida le ofrece paz, liberación.
La entrevista se concierta para mayo. El nombre de la mujer es Sara Arnell. Comen en el sindicato de estudiantes, en una zona de mesas con manteles blancos reservada para personal de la facultad. Ella le parece muy joven para dirigir el departamento, además de natural y poco pretenciosa. Le cuenta que había sido monja. Él es capaz de leer esa historia en la palidez de su rostro hermético, en sus pantorrillas musculosas, en sus manos de campesina. Una mujer que hace el bien de manera honesta, que de hecho ha sido misionera en África durante varios años.
Iba donde me necesitaban. Hacía lo que podía. Supongo que, cuando se trata de gente que tiene problemas, se me convence demasiado fácilmente para ir a ayudar.
Él la mira sin decir nada.
Actos benéficos, especifica ella. Son mi debilidad.
Un espíritu bondadoso, piensa él.
Después de comer ella le echa otro vistazo a su currículo, como para recordarse a sí misma cuáles son sus méritos.
Está claramente sobrecualificado. Comparados con los de Saginaw, nuestros alumnos tienen…, bueno, digamos que una formación más variopinta. Aquí recibimos a personas de todas las edades, de todos los entornos.
Y cuénteme, le dice en tono amable. ¿Qué le ha llevado a dejar Saginaw?
Mi esposa, dice él. Aparta la mirada y la clava en la calle bulliciosa, en el borrón del tráfico de la tarde. Murió de forma inesperada. Ha sido una tragedia. La mira a los ojos color avellana: tiene la cara de una Santa Teresa.
Ella arruga la frente, compasiva.
Siento su pérdida.
Se lo agradezco, Sara.
Ella lo observa, lo evalúa, y parece decidir algo.
Tenemos una vacante para un profesor visitante en otoño. Pero se lo advierto, no pagamos mucho. Esta es una universidad comunitaria. Las cosas son algo distintas aquí.
Como le he dicho, estoy impaciente por volver al trabajo.
Bien, en ese caso considérese contratado.
Se dan la mano y ella le dice que seguirán en contacto. Cuando él sale del sindicato de estudiantes, piensa en lo agradable que resulta volver a estar en un campus, con su estructura, con su energía. Las caras sinceras, radiantes, de los alumnos. Su fe en la posibilidad de un mundo mejor. Lo ha echado mucho de menos.
De camino al coche, al pasar por el sendero largo, negro, que conduce al gran aparcamiento, se siente invadido por una nostalgia amarga y está a punto de echarse a llorar.
Después, durante la cena, les da la noticia a sus padres. Ellos ya están viejos, todo les pesa. Lo que le ha ocurrido a él les ha pasado factura. Tal vez sea inevitable que se sientan tan culpables. Ahora, lo que más temen es la muerte. Todo ha cambiado. Ni la comida que hay en la mesa sabe a nada. Mastican solo para poder tragar, y se alegran de poder fumarse unos cigarrillos cuando terminan de comer. El sabor de la muerte, al menos, no engaña a nadie.
¿Cuándo empiezas?, le pregunta su padre.
Inmediatamente después de que se instalaran en su casa, su padre lo puso a trabajar en su negocio. George sabía que era un gesto de confianza, su manera de decirle que confiaba en él. Por las mañanas iban juntos al trabajo. George sabía que era algo embarazoso: la incomodidad de los empleados, la ligera elevación de sus voces, sus intentos condescendientes de obtener su favor: «No, siéntate tu», «No, no, todo tuyo, yo ya me iba».
Su padre y él no hablaban de ello, claro. Hacían ver que todo seguía siendo igual.
Su madre cuidaba de Franny, y la situación no era precisamente ideal. La mujer tenía la paciencia de un mosquito, y sus reacciones, muchas veces, le provocaban el llanto a la niña.
Ella sospecha de él, lo desdeña. Acecha en su presencia, le sigue por la casa. Le revisa las cosas cuando sale. Le mira los bolsillos cuando hace la colada, y deja en sitios visibles las monedas, las cajas de cerillas, los palillos que encuentra, a modo de pruebas, de recuerdos del engaño.
Cuando iba al instituto y trabajaba en verano supervisando la tienda, se paseaba por las habitaciones de muestra cuando había poco trabajo. Su exposición de muebles favorita era la que habían bautizado como «Oasis urbano»: dos sofás de cuero negro, una mesa de centro de cristal y un mueble con el equipo estereofónico. Él se sentaba allí y soñaba con una vida en ese escenario, imaginaba la música que pondría, las mujeres en tanga serpenteando sobre los cojines de piel.
Pero resultó que la venta al por menor no estaba hecha para George. Su padre lo miraba sin decir nada: «¿Se puede ser tan tonto?». Cuando lo admitieron en Williamstown, no daban crédito. Fue porque jugaba bien al tenis, no porque fuera inteligente, eso lo sabían todos. Durante sus primeros años de facultad se había mostrado retraído, y no destacaba en nada. Con la sutileza pausada de un tahúr, su profesor de Historia del Arte le dijo que carecía de temperamento académico y que debería plantearse la posibilidad de orientarse hacia otra cosa. Sin embargo, tal vez en señal de desafío, él consiguió licenciarse, cursó el posgrado y lo pasó mal con la tesis doctoral, porque intentaba refutar a otro crítico entregado, el conocido capullo Warren Shelby. En todo caso, nada de todo aquello había cambiado las cosas, y él había acabado dando clases en una universidad de segunda.
La vida está llena de sorpresas, de eso no hay duda. A esa conclusión llegó su madre una noche mientras estaba sentada en la cocina con su copa y su cigarrillo y pensaba en su vida echada a perder. ¿Quién habría dicho que llegaríamos a esto?
No es un hombre de fiar, eso es lo que cree la gente. Incluso la cajera del supermercado, que no le mira a los ojos. El bibliotecario. Hasta el que pone la gasolina en la gasolinera. Al cabo de unos meses en la tienda, su padre había tenido que hablar con él. La gente no quiere que les enseñes tú los muebles, le dijo. La cosa no funciona, hijo.
Él lo entendía, sí, claro que lo entendía.
Ya sabes cómo es la gente, le dijo su padre. Una sospecha es más que suficiente. No necesita la certeza.