EL VIENTO LIBRE

En este pueblo nada volvió a ser lo mismo cuando se fueron.

La casa seguía ahí, sola. Año tras año, la capa de pintura que Eddy Hale había aplicado con tanto esmero se iba cuarteando. Los tablones de la fachada se soltaban, el suelo del porche se hundía. Las lilas se pegaban a las ventanas, esbeltas y fragantes como mujeres de la calle. El prado se llenaba de malas hierbas. A veces ella pasaba por allí con el coche solo para ver el sitio, y se fijaba en todas aquellas ventanas negras, espantosas, e imaginaba a aquella pobre mujer mirándola desde arriba.

La gente de este pueblo fue muy dura con Travis. No se lo perdonó. Pero él se mantuvo en sus trece, a la espera de que George cometiera un error, controlando cuál era su paradero a gran distancia, como si fuera una catástrofe atmosférica a cuyos efectos nadie pudiera sobrevivir. Vivía en Branford, Connecticut, en una urbanización de apartamentos cerca del mar, y trabajaba en una universidad comunitaria. Travis estaba al corriente incluso de las mujeres que conocía, porque siempre había mujeres. Casi todas de una misma tipología, con las que ligaba en bares y a las que llevaba a moteles baratos.

Por más convencido que estuviera Travis de la culpabilidad de Clare, nunca había pruebas suficientes para encausarlo. La certeza de su marido se veía frenada por las poderosas garantías de la ley, y eso era algo que a él lo desgastaba mucho. No se puede convencer a un jurado sin pruebas, decía meneando la cabeza. Y yo no tengo más que rumores y habladurías.

Ella veía cómo se le iba apagando la cara, como si fueran bajando los interruptores uno a uno: las cosas malas que veía en la gente, las cosas malas que hacían, los delincuentes a los que no conseguía detener, la gente a la que no había salvado. Pensaba todos los días en Catherine Clare, y por las noches se quedaba despierto pensando en ella. Todos los meses de febrero, en el aniversario del asesinato, sacaba aquel viejo dosier y lo repasaba de arriba abajo una vez más. Tiene que haber algo aquí, decía. Algo que he pasado por alto.

Ya no importa.

A mí sí me importa. Supongo que soy el único.

No es culpa tuya.

Sí, sí lo es. Me responsabilizo plenamente.

La conversación era siempre la misma. La misma torpe derrota. Su supuesto fracaso había construido una cárcel a su alrededor. Nadie podía entrar. Ni siquiera ella.

Al final dejó de intentarlo. Pasaron los años y ella fue testigo de su transformación infatigable, un abotargamiento de grasas saturadas, cigarrillos y bourbon Wild Turkey. Llegaba a casa del trabajo y se desplomaba en la cama. Su cigarrillo encendido la despertaba por la mañana. Su relación se vio reducida a comentarios superficiales hechos de pasada, cosas como quién iba a buscar la leche. Los fines de semana los pasaba íntegramente en el campo de tiro, practicando, y cuando volvía a casa se ponía a beber y se quedaba dormido en el sofá, mientras veía las reposiciones de Todo en familia.

 

Cinco años después del asesinato, una noche tibia de verano, Mary recibió una llamada a su despacho. La voz al otro lado de la línea le sonaba de algo, pero al principio no la identificó. Hola, Mary, dijo él. Y entonces lo reconoció. Era George Clare.

Aceptar la venta de la casa había sido el golpe de gracia para Travis, lo que acabó con él.

No entiendo que seas capaz de hacer nada por ese hombre, le dijo.

No estoy haciendo nada por él, lo hago por Franny.

Seguramente la niña ni se acuerda de ella.

Una no se olvida de su propia madre. Me da igual lo que digas.

La discusión subió de tono hasta convertirse en un tratado castrador sobre el dinero y la falta de dinero, y lo bien que les vendría la comisión que les pagaran, fuera la que fuera.

Es solo una casa más, dijo ella.

No, no es una casa más.

Y se fue.

A pesar de sus considerables esfuerzos, la casa no llegó a venderse. Cada vez que se la enseñaba a alguien experimentaba la misma sensación en los huesos, un escalofrío profundo, prolongado, como si alguien la hubiera abierto en canal y le hubiera echado encima una jarra de agua helada. Todos los años, hacia el día de Acción de Gracias, movida por una nostalgia amarga, anunciaba la finca en la publicación Casas antiguas. Arropada por todas aquellas hojas otoñales, con el porche salpicado de crisantemos y calabazas, la casa casi resultaba acogedora. Ahí estaban los establos de un blanco inmaculado, el sol que se reflejaba en los ventanucos del lucernario, la vieja veleta de cobre. El anuncio siempre atraía llamadas. Al principio los clientes parecían interesados, valoraban la gran extensión de terreno, el estanque, los establos, como habían hecho los Clare. Pero cuando recorrían el espacio asfixiante de aquellas habitaciones en penumbra, salían enseguida.

El día después de que acompañaran a su hijo a la universidad, y antes de irse al trabajo, Travis entró en la cocina con una sonrisa dócil y rotunda dibujada en los labios.

Tengo algo que decirte.

Ella estaba delante de los fogones, preparando el desayuno.

Un momento, le dijo.

A él le gustaban los huevos poco hechos, pero algo en su tono de voz la llevó a quedarse en su sitio un poco más. Él se sentó a la mesa con el café, y desplegó el periódico. No tenía prisa.

Hoy tengo que enseñar la casa de los Hale, le dijo ella.

Travis gruñó algo.

Estás perdiendo el tiempo.

Nunca se sabe. Esta vez tengo un presentimiento.

Él volvió a susurrar algo entre dientes.

Tú y tus presentimientos.

Molesta con el comentario, lo miró mal. Volcó los huevos en un plato y se los llevó a la mesa.

¿Tenías algo que decirme?

Están demasiado hechos.

Se los comió de todos modos y apartó el plato, se acabó el café y dejó la taza en la mesa.

Travis…

Él la miró fríamente.

Quiero el divorcio.

Ella se enfadó, pero más por la sorpresa que por otra cosa. ¿Por qué dejarla ahora? No habían sido infelices. Ella no se había sentido descontenta. Era una buena esposa, una buena madre. Lo había hecho todo: dar a luz, cuidar, proteger, lavar, cocinar, administrar medicamentos, leerles en la cama, alimentar sus mentes, sus cuerpos, sus almas… Porque los quería. Era la clase de amor que solo tenían las mujeres, una idea que había surgido en el momento en que habían nacido, cuando sus madres, y alguna vez sus padres, los sostenían en sus brazos. Cuando se conocieron, él estaba ahí para completarla: era su deber, su tarea. Él, Travis Lawton, con su chaqueta del RPI, representaba el resto de su vida. Un hombre de verdad. Fuerte, atractivo, educado, una amalgama de todos los adjetivos positivos. Uno de esos tipos duros, valientes, incluso heroicos que salían en los anuncios de cigarrillos. Era policía. La madre de Mary, irlandesa, pobre, de hombros hundidos cubiertos con un chal de ganchillo, preparaba sopas, salchichas hervidas y morcillas en su casa humilde de Troy. Se había casado por ella. Eso lo entendió de pronto, finalmente. Toda su vida borrosa, y ahora, de pronto, era vieja. Había sufrido, eso sí, había sufrido bastante. Y ahora sufría las consecuencias.

Así serían las cosas: primero en la iglesia, susurrándole a Jesús. Al que adoraba, aunque él no hubiera sido justo con ella, ni fiel. Porque no lo había sido. ¿Qué paz le había dado a cambio?

Había recibido su cuerpo sacramentado, había susurrado los avemarías y los perdóname Padre porque he pecado un millón de veces. Pero ¿qué había hecho ella? ¿En qué había pecado?

Ella no había pecado. Había sido buena.

A decir verdad, había sentido agradecimiento por Travis por casarse con ella, una gratitud que le había inculcado su madre, y por quedarse con ella todos esos años, sintiendo siempre (porque tal vez se lo recordaban) que ella era la débil, la que había salido ganando con el trato. Bueno, ella también tenía sus puntos fuertes, era de constitución robusta, no le asustaba usar las manos, cocinaba muy bien, era una madre paciente, protectora, pero admitía que tenía sus cosas, el peso, por ejemplo: era como una copa de vino, el cuerpo redondo y las piernas bonitas, tenía mucho pecho, a todos se les iba siempre la vista hacia ahí, también a las mujeres, y luego estaban sus cambios de humor, la visita constante de la depresión, aunque ella no la llamara así. Desorientada por la menopausia, sí, pero no derrotada. Por el camino se había perdido de vista a sí misma. Lo que ella había sido la había abandonado. La rutina era su amiga, su compañera fiel. Estaba el paseo madrugador montaña arriba, con el sol bajo, en compañía de Ernie y Herman, y después la bajada, con el sol en la espalda. El estanque negro. El campo mojado. La tierra densa como una tarta en la que se le hundían las botas, que se quitaba y dejaba en la entrada. La campana vieja que sonaba movida por el viento. La casa callada. Después el desayuno, dos huevos, pan tostado, un té. Una y otra vez se ponía a dieta. La calma de la pequeña cocina, la ventana. Los pastos a principios de primavera.

Había empezado siendo una cosa, la mujer de un policía, y había acabado siendo otra, la exmujer de un agente.

La gente no la conocía. No sabía quién era ella en realidad. Solo era la señora que vendía casas. Era como un tablón de anuncios que la gente reconocía y del que se valía si le servía de algo, pero nadie la conocía realmente. Y se preguntaba si ella misma se conocía.

Te acababas sintiendo cómoda tal como eras. Buena, mala o fea. Y pasaban los años.

Se va a la compra con su abrigo inmenso. Como una gran morsa. O tal vez un león marino. Con algún que otro vello puntiagudo bajo la barbilla. Cuando está nerviosa se los estira, a veces en la iglesia, cuando el padre Geary la piropea por ser tan buena.

Últimamente siente una confusión interna que la corroe, como si tuviera el cerebro macerado en vaselina. Sabes que las cosas van mal cuando la salida al supermercado es el momento más especial de tu jornada. Recorrer los pasillos de Hack’s, iluminados por una luz amarilla, inagotable, vagar por los pasillos sin necesitar nada en realidad, atraída solamente por la música: «Ventura Highway in the sunshine…».

Intenta no mirar a nadie. Los demás tampoco la miran a ella. A veces uno o dos. Colgados. Tipos curtidos con chaquetones de cuadros, los bolsillos llenos de paquetes de cigarrillos. Ella lleva el pelo suelto, tal vez una forma de desafío. Ya lo tiene muy gris, plateado. Antes era muy cuidadosa. Ya no. ¿Qué pasa si no se lo cepilla? ¿Quién va a mirarla? El peso lo siente en las caderas, en los brazos fruncidos de señora gorda, toda ella se mece por la vida como un viejo remolcador. No se baja la cremallera del abrigo, no se baja la capucha, se hunde en su interior como un topo.

A finales de otoño, finalmente, vende la casa. Una pareja de la ciudad, embriagada de Wall Street. La hija monta a caballo, participa en espectáculos. La madre se ha enamorado del terreno. El marido no tanto, pero es su segundo matrimonio y quiere que ella esté contenta, aunque él preferiría algo en los Hamptons.

No les cuenta lo del asesinato. Sabe que es algo por lo que podrían demandarla si se enteran, pero no le importa.

Mientras toma un té con el padre Geary en la rectoría, le confiesa la omisión. Él se limita a escuchar, no comenta nada, y ella imagina que, secretamente, se siente complacido. En todo caso, no parece juzgarla por ello. Se pregunta cómo hará para respetar el celibato. Le gustaría preguntárselo, pero por supuesto no puede. Le gustaría preguntarle por qué se lo exigen a los que llevan sotana. Ella también es célibe, aunque por razones distintas, de un mayor patetismo.

Una no se acostumbra nunca a vivir sola. Eso es un hecho. Eso es lo que ella ha llegado a ser, esa mujer a la que uno ve de vez en cuando, caminando sola por la carretera o por el bosque. Es conocida por su soledad. Tal vez incluso admirada por ella.

Y ahora hablemos de algo más importante, le dice el padre Geary, sirviéndole más té. ¿Por qué no me cuenta de Alice?

 

Travis llevaba casi un año fuera de casa cuando una noche de invierno la despertó el sonido de un coche, el retumbar temible de los bajos de un equipo de música.

Se quedó ahí a oscuras, agarrotada, escuchando, y entonces oyó unos pasos inconfundibles. Los mismos pies que calzaban sus zapatitos de charol cuando iba a la iglesia, a las fiestas de cumpleaños, con los demás niños de Saint Anthony. Después llamaron a la puerta. Armándose de valor, se puso la bata y bajó, temblando. Miró por la ventana y vio los mechones rubios del pelo de su hija. Sin abrigo, manga corta, Alice tiritando junto a la puerta, su cuerpo flaco, aniñado aún a sus veintiséis años, balanceándose de un lado a otro como hacía cuando tenía ganas de orinar. No costaba adivinar que iba colocada. Había nevado hacía un rato, y el mundo entero refulgía a la luz de la luna.

Mary abrió la puerta.

¿Quién es el del coche?

Un amigo.

¿Qué quieres?

¿Puedo entrar?

El gesto se le dulcificó un poco, la misma cara de niña, de la niña que había montado a caballo y había participado en concursos de ortografía y se había permitido soñar despierta.

Mary la dejó entrar.

¿Y él?

Puede esperar.

¿Quién es?

No es nadie especial.

Se quedó ahí, tiritando, y Mary pensó en lo pequeña que se veía, en lo pálida.

¿Dónde tienes el abrigo?

Alice señaló hacia el coche con un movimiento de cabeza.

¿Quieres comer algo?

Tengo que hacer pis.

Salió corriendo y se metió en el baño, y Mary se quedó ahí esperando, temblando. Quería dejar de controlarse, llorar. Le daba miedo que tal vez todo fuera un sueño. Le daba terror despertarse.

Iba descalza y sentía frío en los pies. Se puso unos calcetines y siguió ahí de pie, con el albornoz puesto. Oía el latido intermitente de la música que salía de aquel coche. Se acercó a la ventana y miró por ella. El coche era grande, un sedán, y vio el resplandor de una brasa, de un cigarrillo, y se fijó en el líquido negro que salía del tubo de escape y manchaba la nieve.

Entonces cayó en la cuenta de que Alice no sabía que Travis la había abandonado, que estaba sola en casa. Llamó a la puerta del baño.

¿Estás bien?

No hubo respuesta.

Una madre no pierde nunca el derecho de entrar donde se encuentra una hija, pensó, por más mayor que fuera, por más infestada de veneno que estuviera, y abrió la puerta, preparándose para cualquier cosa.

Alice estaba vomitando en el baño.

Estoy vomitando, dijo.

Eso ya lo veo, dijo Mary secamente.

Déjame sola. Ya se me pasa.

¿Y él?

Dile que se vaya. Alice, de rodillas en el suelo del baño, levantó la cabeza, con los ojos llenos de lágrimas. Hazlo por mí, ¿quieres?

Lo intentaré.

Pídeselo a papá.

No está.

Alice meneó la cabeza. Se encontraba tan mal que no podía seguir hablando, y le hizo un gesto con la mano para que saliera.

Mary subió a su dormitorio y abrió el armario y encontró una caja de zapatos en la que guardaba el arma, una pistola pequeña. Travis se la había regalado cuando cumplió cuarenta años, y ella no la había sacado nunca de allí. Estaba cargada.

Bajó y se puso las botas. Notaba que algo le retumbaba en el pecho, una rabia contenida que le subía por la garganta. Se puso el abrigo, el gorro, y abrió la puerta y bajó los peldaños de ladrillo y golpeó la ventanilla delantera con la mano enguantada. Todos los cristales del coche estaban empañados, como si por dentro estuviera lleno de nubes.

La ventanilla bajó y el conductor, un hombre negro de más de cuarenta años, se asomó para ver quién era.

Ya puedes irte, le dijo Mary. Alice se queda en casa.

¿En serio?

Sí, vete.

El hombre ahogó una risa. Apagó el motor y se bajó del coche. Al salir vio que era muy alto, y caminaba con ese paso chulesco de aquellos osos que a veces se acercaban a jugar con los cubos de la basura.

Se encuentra mal.

Eso seguro.

Mi marido…, soltó ella. Es policía.

Él se detuvo.

¿Sabe una cosa? Puede quedársela. No vale la pena.

Mary negó con la cabeza.

¿Se droga?

No, ella solo se coloca con la vida.

Volvió a montarse en el coche, encendió la radio y la puso tan alta que ella notaba que el sonido le atenazaba las piernas, la espalda, los dedos. Él se quedó ahí esperando mucho rato, cinco o seis minutos, tal vez, dos canciones enteras, y al final arrancó y se fue.

Consciente de la pistola que llevaba en el bolsillo, Mary observaba el coche que se acercaba al final del camino, hasta que llegó a la carretera y desapareció en la noche.

Mary se quedó ahí un poco más. Era casi como si no quisiera entrar en casa. Le daba miedo no ser capaz de enfrentarse a lo que iba a tener que enfrentarse. Pero se armó de valor, subió los peldaños y abrió la puerta. Le llegó el olor de la patata que había asado para la cena, y de su vida, de su vida tonta e insignificante. La puerta del baño estaba entreabierta, la luz, apagada. Entró temerosa en la cocina.

Su hija estaba sentada a la mesa, con un cuenco de cereales delante.

Será mejor que lo sepas, le dijo. Estoy embarazada.

¿Dónde has estado todos estos años?

Por ahí, dijo ella. Nueva Jersey. Newark.

¿Por qué no me has llamado nunca?

Alice suspiró y apartó el cuenco.

No lo sé. Porque creía que me colgarías.

Eso no es verdad, y lo sabes.

Sé que la cagué. Alice la miró con ternura. Y eso ya no puedo borrarlo.

Mary tragó saliva.

Mira, dijo, tu padre se ha ido. Me ha dejado. No tengo gran cosa.

¿Qué pasó?

No quiero hablar de eso.

Alice asintió y se miró las manos.

Solo por una temporada, ¿vale?

Supongo que no te vendría mal dormir un poco.

Ella asintió.

¿Te has drogado con algo?

Alice negó con la cabeza.

¿Desde cuándo no te drogas?

Ella no responde.

Por favor, dice.

Está bien.

Alice se puso de pie y Mary se fijó en la barriga pequeña, y se acercó a ella.

Gracias, mamá, le dijo, y le dio un beso en la mejilla. Entonces subió la escalera y se metió en su vieja habitación y cerró la puerta.

Mary se quedó en la cocina. Oía el goteo del grifo mal cerrado, el rumor de la nevera. El cuenco de cereales de su hija estaba en la mesa, ya vacío. Al menos había comido algo. Mary lo recogió y lo fregó sin prisa, recordándolo todo, y entonces lo dejó en el escurreplatos y se fue a dormir.