LA APARIENCIA DE LAS COSAS
1
Fundada en su origen como un seminario en 1879, la universidad ocupaba seiscientos acres a orillas del río Hudson. Los edificios, en su mayoría, se habían construido usando una piedra de un gris pálido, pero los anexos levantados en la década de los sesenta eran exponentes del estilo brutalista, estructuras de cemento con ventanas rectangulares, y el efecto general era de un anacronismo disonante. A George, de pie en un pequeño cenador de madera instalado en un saliente sobre el río, le vino a la mente el cuadro Río de las Catskills, de Thomas Cole, pues la vista que disfrutaba en ese momento era casi idéntica. En los últimos cien años, más o menos, ese paisaje no había cambiado demasiado. Pero río arriba, alrededor de Troy y de la planta eléctrica de Schenectady, las industrias bordeaban sus aguas, monstruosas, generadoras de residuos y de bifenilos policlorados. Le asombraba que fuera aún posible contemplar el paisaje de Cole con un placer inocente, decimonónico, ahora que todo el entorno estaba contaminado y la mirada del espectador, por tanto, también se había corrompido.
Su mujer lo criticaba por ser tan analítico. Eso era por culpa del posgrado, era un efecto colateral molesto del grado superior. Su confinamiento había acabado al fin pero, como les ocurría a todos los internos, fueran del tipo que fuesen, aquella experiencia lo había cambiado. Suponía que había adquirido ciertos hábitos desagradables. Si bien era capaz de admirar el panorama que se extendía ante él, este, a diferencia de Thomas Cole, no le conmovía en ningún plano espiritual. Pero, siendo sinceros, ¿qué era lo que le conmovía?
Las piraguas del equipo de Saginaw ya estaban en el agua, se deslizaban rápidamente, el vaivén de los remos en perfecta coordinación. No pudo evitar pensar en los remeros de Eakins, en sus espaldas anchas y musculosas, en la superficie ondulada del agua. Empezaba septiembre y el día era caluroso y gris. El aire se impregnaba de un penetrante olor a lluvia. Consultó la hora y se dirigió a Patterson Hall, el edificio que albergaba el Departamento de Historia del Arte y que constituía los dominios de su jefe, Floyd DeBeers. Los alumnos habían llegado un día antes, y ahora cruzaban el patio cargados con ventiladores y lámparas, sus movimientos controlados, casi metódicos, al tiempo que fruncían el ceño, exagerando desconcierto ante los libros de instrucciones.
Llevaba mocasines nuevos. Subió por la escalera y se encontró con dos mujeres. Una también iba hacia arriba y la otra bajaba. Las dos llevaban vestidos más bien largos y zuecos, y cargaban carpetas bajo el brazo. Le parecía que en aquel lugar reinaba un aire encorsetado. Avanzó por un pasillo hacia el despacho del departamento, una sala octogonal de altos ventanales donde se encontró con un escritorio desocupado, lleno de toda aquella parafernalia otoñal que recordaba de sus estudios de posgrado: hojas amarillas, calabazas en miniatura, un tarro con unos girasoles; y una placa en la que ponía Edith Hodge, Secretaria de Departamento. Pero la secretaria no estaba en su puesto.
¿Eres tú, George?, preguntó DeBeers desde su despacho. Se oían los chirridos y crujidos de su silla.
George asomó la cabeza.
Hola, Floyd.
Entra. Y cierra la puerta.
DeBeers se puso de pie y le alargó la mano. Era corpulento y despistado, más alto que George, y llevaba un traje marrón, arrugado, que no era de su talla y que estaba salpicado de ceniza de cigarrillo. Su coleta plateada, sin brillo, sujeta de cualquier manera con una goma elástica, le daba un aire de senador disoluto.
Qué vista tan bonita, comentó George, contemplando el río a lo lejos.
Es una de las ventajas de ser jefe. Este triste trabajo solo vale la pena por el despacho.
Le dedicó una sonrisa breve y le invitó a sentarse.
Tu capítulo sobre Swedenborg… Por eso te contraté, de hecho. Casi se ruborizó, antes de admitir: aquí contamos con pocos seguidores.
George sonrió también. Aunque estaba agradecido, claro, le perturbaba un poco, y le resultaba algo cómico que su capítulo sobre Swedenborg, que era tan breve, hubiera sido el factor decisivo. De hecho, había sido la parte del trabajo que más dolor le había causado. El tema de su tesis era el pintor George Inness, cuyos paisajes, con el tiempo, habían evolucionado, pasando de ser descripciones ornamentadas y meticulosas de la naturaleza, tal como las definía la Escuela del Río Hudson, a plasmaciones trascendentales del paraíso. En una etapa tardía de su carrera, Inness se había visto influido por Swedenborg, un filósofo sueco que afirmaba que, entre muchas otras de sus aptitudes, estaba la de la clarividencia. George Inness y el culto de la naturaleza era el título por el que había optado, bastante acertado, por cierto, por más que su director de tesis no hubiera captado su lado irónico. Si bien George podía dar por buenas algunas de las ideas de Swedenborg, que se atribuyera a sí mismo las facultades de adivinación, de comunicación con ángeles y espíritus, lo consideraba propio de una persona con un trastorno mental no diagnosticado. El pensador había muerto cien años antes de que Inness lo descubriera (al tiempo que descubría a William Blake y a William James), pero George creía que, en el caso de Inness, este lo había llevado hasta las profundidades más turbias de su interior. Cuando finalmente recibió el bautismo como miembro de la swedenborgiana Iglesia de la Nueva Jerusalén, el pintor ya tenía cuarenta años. Según George, ese hecho ejemplificaba el comportamiento clásico, obsesivo, de un hombre en la crisis de la mitad de la vida. No pensaba compartir aquella idea con DeBeers, que, según deducía, bien podía estar librando una batalla similar.
Algunas veces organizamos incluso sesiones de espiritismo, dijo DeBeers medio en serio. Tendrías que apuntarte algún día.
Podría ser divertido, mintió. Aunque, te lo advierto, soy un ferviente escéptico.
DeBeers se rio, cómplice, como aceptando el desafío. Yo también era escéptico. No se me podía convencer de nada. ¿Sabes en qué creía? En las conspiraciones. De alguna manera vivía convencido de que todo lo malo de mi vida podía atribuirse a alguna trama para destruirme. Así vivía yo mi vida, no sé si te haces a la idea. Esperando. Esperando. Siempre esperando. ¡Con terror! Y entonces, un día, me ocurrió una cosa: perdí a mi mujer.
Lo siento mucho, dijo George.
Ella era, bueno…, había algo especial entre nosotros. No creo que vuelva a sentir nunca ese tipo de amor. Miró a George como disculpándose. Ya voy por mi tercera esposa, ¿sabes?
No, no lo sabía.
Connie fue la segunda. El amor de mi vida. Una conexión que solo se da una vez en la vida. Doy las gracias por haberla experimentado.
La verdad es que suena muy especial.
Lo era. DeBeers asintió, momentáneamente distraído por algo que, en su escritorio, había llamado su atención. En fin. El caso es que perderla a ella, su muerte, me llevó a pensar en las grandes preguntas: la vida y la muerte, la vida después de la muerte, todas las posibilidades.
No estoy seguro de que las haya.
Tú eres muy realista, ¿verdad? Una de esas personas que tienen que ver para creer, ¿me equivoco?
George asintió.
Seguramente sí, es verdad.
DeBeers se apoyó en el respaldo de aquella silla escandalosa y entrelazó las manos bajo la barbilla. Pues explícame una cosa. ¿Cómo ha acabado un agnóstico cínico como tú con un swedenborgiano como Inness?
Inness era un gran pintor. Un gran pintor americano. Yo no conocía nada de todo eso hasta que empecé a investigar. Ni siquiera había oído hablar nunca de Swedenborg. Así que no, eso no fue ni mucho menos un factor determinante para escoger a Inness.
Bueno, pues entonces tal vez él te escogió a ti. DeBeers sonrió, satisfecho consigo mismo.
Es una manera de verlo.
Deduzco que no eres creyente. ¿No estás…, vaciló…, abierto a la fe?
George miró fijamente a DeBeers.
Yo vivía en Boston, prosiguió el jefe del departamento. De esto hace mucho tiempo. Era como tú. Un profesor universitario. Un académico. Si no puedes demostrar algo es que no existe. Pero entonces mi mujer enfermó y así, de repente —chasqueó los dedos—, estaba muerta. Un amigo me llevó a su iglesia, una rama swedenborgiana, y empecé a leer su literatura, todo lo que él escribió sobre el cielo. Lo encontré…, bueno, reconfortante. En realidad se trata de una filosofía muy hermosa. Tiene que ver con el amor más que con cualquier otra cosa. El intenso amor de Dios.
Miró a George como tanteando su reacción. Si algo había aprendido este trabajando con Warren Shelby era a guardarse sus opiniones para sí mismo. Tenía mucha práctica en mantenerse impertérrito.
DeBeers prosiguió diciendo que respondía a muchas preguntas. Mi vida empezó a tener un propósito, una dirección más definida. Y entonces, al cabo de unos meses, ella se me apareció como espíritu.
¿Tu mujer?
DeBeers se sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la cara y se sonó la nariz. Lo dobló y se lo guardó mientras observaba a George con muchísima atención. Era tan real… Alargué la mano como si pudiera tocarla. Era tan vívida, tan ligera…, estaba tan llena de amor… Su voz quedó suspendida mientras buscaba un cigarrillo. Sé lo que estás pensando. Y, créeme, lo entiendo. Porque antes de que me ocurriera yo era un hombre distinto. Era… Hizo una pausa, meneando la cabeza. Muy resentido.
George se agitó un poco en su silla, bastante incómodo. La conversación iba por unos derroteros poco adecuados, pero no podía simplemente levantarse y salir de allí. Aquel hombre era su jefe. Cruzó los brazos sobre el pecho.
¿Tú estás resentido, George?
¿Resentido? No. Vaya, yo diría que no. Se sentía algo ofendido. Tenía una mujer guapa, una hija, un futuro académico prometedor. ¿Por qué iba a sentirse resentido?
Yo en ese momento era como tú, dijo DeBeers. Estaba resentido, era cínico. Una persona que no creía.
Vaya, eso me ha sonado a condena.
Y ella vino hasta mí, George. La vi tan claramente como te estoy viendo ahora. Meneó la cabeza con renovado asombro. Desde entonces no he vuelto a ser el mismo.
¿Qué podía decir ante una cosa así? Para George, lo oculto, las historias sobre el cielo, los fantasmas, los extraterrestres, lo que fuera, pertenecían a la misma categoría que la religión, una letanía resistente de chorradas que tenían que ver con las cosas de la vida para las que no existía una explicación fácil. A juzgar por la naturaleza de DeBeers, se diría que la visión de su esposa muerta pudo deberse a un engaño inducido por el consumo de alcohol.
George carraspeó. Supongo que creo que puede encontrarse una explicación para casi todo.
Sí, sí, eso lo sé. Se volvió y alargó un brazo para alcanzar un libro, un ejemplar viejo y medio desencuadernado de tanto uso. Toma, tal vez te ayude. Se trataba de El cielo y sus maravillas y el infierno: cosas oídas y vistas. Su cubierta desgastada, en la que aparecía un cielo borroso con nubes de algodón, estaba salpicada de cercos de café y quemaduras de cigarrillo. Quédatelo.
Gracias, dijo George, aunque no tenía intención de leerlo.
Y un día lo comentamos.
Claro. Pocas cosas le apetecían menos.
Lo que ocurre con la muerte, prosiguió DeBeers, es que asusta a la gente. La gente no puede aceptar el hecho de que con la muerte pagamos por nuestros pecados.
No estoy tan seguro de que lo hagamos, de hecho, dijo George. Que paguemos, quiero decir.
Pues sí, sí pagamos.
George meneó la cabeza, resistiéndose a creerlo. La muerte era la muerte, y te pudrías en el suelo. Las especulaciones sobre el más allá eran cosa de periódicos sensacionalistas y programas de televisión. La muerte era absoluta, definitiva, y para alguien como él, aquellas características en concreto eran sus mayores atractivos. Supongo que no lo sabremos hasta que lleguemos.
DeBeers esbozó una sonrisa de impaciencia, como si George fuera demasiado superficial para seguirlo. En el caso de Inness, no sorprende, dijo. Hay algo en su obra que va más allá de la pura observación. Cierta conexión espiritual.
«La belleza depende de lo que no se ve —dijo George citando al pintor—, de lo visible que existe sobre lo invisible».
El alma ve lo que el ojo no alcanza a ver, corroboró DeBeers.
Esa es la idea, dijo George, aunque él seguía sin captarlo del todo; a pesar de ello, siguió desarrollando la idea: Inness pintaba de memoria, es decir, que no pintaba lo que veía, sino lo que recordaba. Es distinto. Creía que la memoria era una lente para el alma. Lo que importa no son tanto los detalles, las nervaduras de una hoja, por ejemplo, sino la luz cambiante, el campesino solitario a lo lejos, la sensación de que hay algo más, una posibilidad más profunda…
Dios, por supuesto.
Sí, admitió George. Dios.
Permanecieron unos instantes en silencio.
Él no pintaba la experiencia, expuso George, sino la esencia de la experiencia. Los matices del lugar. La revelación que existe en un solo momento, en una tarde concreta. Las alteraciones corrientes de la naturaleza (una tormenta inminente, el viento sobre la hierba, una salida de sol) adquieren dimensiones poéticas. Uno contempla sus pinturas y estas, a su vez, lo atraen. Inevitablemente, se da una respuesta emocional. Esa era la genialidad de Inness.
Así es, dijo DeBeers, complacido, al parecer, con el discurso apasionado de George. La esencia de la experiencia, eso me parece bastante acertado. Pensativo, abrió el paquete de picadura de tabaco, sujetó un pellizco entre los dedos y cargó la pipa. La encendió y se llenó de aire los carrillos, como un trombonista, antes de soltar una buena bocanada de humo.
DeBeers le dijo que vivía en Montclair. Me crie en un pueblo que queda más arriba, en East Orange. Cuando yo vivía allí, mi patio trasero se usaba de aparcamiento, y tenía un campo y una tapia de piedra. Vivía en una calle de casas adosadas. Las casas adosadas de East Orange, dijo, como introduciendo un tema nuevo, importante. Estaban pintadas con los colores de los helados: pistacho, café, chocolate. Volvió a menear la cabeza. Mi madre nos daba sopa de lata. Crema de champiñones, de apio… Siempre le gustaba servir una sopa antes del plato principal. Supongo que le parecía más distinguido. No olvidaré nunca el sabor de esa sopa, la textura filamentosa, y cuando pienso en ella al momento la veo ahí de pie, con su delantal, maciza como el tronco de un árbol, sus cigarrillos, el pastel de la marca Entenmann’s que le decía a todo el mundo que había hecho ella, el plástico protector sobre el sofá. Se quedó un momento pensando. Aquella sopa es la esencia de mi infancia. Es normal que sea fan de Andy Warhol.
George sonrió, pero no pudo aportar un recuerdo de infancia equivalente. A decir verdad, la esencia de su infancia era algo que se le escapaba. «Pérdida» era la palabra que le venía a la mente, aunque no le hubiera ocurrido nada dramático. Solo recordaba incertidumbre, angustia. Sus padres no eran muy comunicativos, y casi nunca le explicaban nada. Como consecuencia de ello, y siendo hijo único, se sentía desplazado. Incluso no bienvenido. Recordaba que la puerta de sus padres se cerraba, las voces amortiguadas al otro lado. Y muchas veces, cuando él entraba, ellos interrumpían la conversación y lo miraban como si fuera un desconocido, con ojos implorantes. ¿Pero qué está haciendo este aquí?
¿Y tú, George?
¿Cómo?
¿Cuál es tu esencia?
George sonrió.
Ni idea.
Bueno, ahora estás en territorio de Inness, así que sin duda la descubrirás. El jefe de departamento, un hombre ya mayor, lo miró fijamente y se levantó. El acto de bienvenida había terminado.
Edith Hodge lo condujo hasta su despacho. Sus tacones repicaban en los suelos abrillantados. Estaba al final de un pasillo que quedaba a trasmano, flanqueado por grandes cristaleras. Iba unos pasos por delante de él, y sus medias, al rozarse una con otra a la altura de sus muslos, producían un sonido que a George le recordaba el chirrido de una uña sobre una pizarra. Sostenía un manojo de llaves en la mano cerrada, como una carcelera. La oficina tenía vistas al patio, y un escritorio con una máquina de escribir Selectric de IBM y una lámpara de latón pequeña con pantalla de vidrio verde, y a él le pareció todo muy bien. A petición de la secretaria, extrajo del maletín unas copias de sus temarios y se las entregó. Ella aspiró ruidosamente (con seriedad impostada, diría él), y les echó un vistazo con desinterés, dejando claro, por si cabía alguna duda, que su posición en el departamento era irrelevante. Con esto bastará, dijo antes de salir.
Él se quedó un rato ahí sentado, contemplando los árboles del patio, asimilando el hecho de que ya había invertido una década en una carrera que apenas ahora empezaba. Y le resultaba tremendamente irónico que su tesis hubiera caído en manos de un swedenborgiano. Al repasar su conversación sintió algo de vergüenza. Al final, su encuentro le había dejado un sabor de boca ambivalente, aquellas pausas largas, aquella expresión de magnanimidad de DeBeers, como si supiera algo de él, alguna verdad dolorosa, pero tuviera el buen gusto de no sacarlo a colación.
En Nueva York, por guardar el coche en el garaje de Harlem pagaba casi tanto como por el alquiler, pero le caía bien el empleado jamaicano, Rupert, que le vendía hierba. Iba a visitarlo a menudo para colocarse. Eso Catherine no lo sabía. La mujer de Rupert era de Luisiana y hablaba criollo. A él le costaba entenderla.
El día señalado para la defensa de su tesis, claramente marcado en el calendario de su mujer desde hacía meses con una equis roja enorme, había ido a ver a Rupert. Catherine no sabía, porque él no se lo había dicho, que la evaluación se había pospuesto porque su director de tesis, Warren Shelby, había considerado insuficiente el último borrador que le había presentado. George había ignorado manifiestamente las recomendaciones de este, sobre todo la que sugería que desarrollara más la influencia que Swedenborg había tenido en la noción del pintor, según la cual en todo momento vivimos en un reino espiritual, que existe una relación entre los niveles espiritual y corpóreo de la existencia, y también la que le animaba a cuestionarse si Inness, de hecho, había revelado a través de su pintura (en colores específicos que se correspondían con características celestiales como la sabiduría, la verdad, el amor) el amor de Dios y el significado profundo de la vida.
Para George, el descubrimiento de que Inness se apoyaba en ese trazo divino, de que Dios era, en efecto, su musa, era algo difícil de aceptar. Así que se negó a revisar el capítulo para adaptarlo a las especificaciones de Shelby, y guardó el borrador en un cajón e intentó olvidarse de él.
Evidentemente, DeBeers estaba convencido de que su tesis había pasado una evaluación; George no se había molestado en aclararle que no era así, como tampoco se había molestado en aclarárselo a nadie. Sí, claro, su intención había sido disponer del título de doctor antes del principio del semestre. Así lo esperaba, sinceramente, pero todavía no lo tenía.
Aquella noche no había regresado a casa. Se había quedado con Rupert y su mujer y una vecina preciosa, a la que le hizo el amor en el sofá, a oscuras, iluminados por los destellos de luz que entraban por la ventana, mientras una lluvia helada rebotaba en la escalera de incendios. Casi no se oía la canción de Lou Rawls que sonaba en el tocadiscos: «You’ll never find… as long as you live… someone who loves you tender like I do». La lluvia lo despertó antes de que amaneciera. La mujer se había ido. Antes de salir del apartamento, entró un momento a ver a Rupert y a su mujer, que dormían abrazados, y le asombró ser testigo del amor verdadero que habían encontrado la una en el otro.
Camino de casa, por las aceras vacías, iba quedando empapado. En los escaparates de las tiendas vio que un hombre caminaba a su lado. Solo cuando se detuvo a atarse los cordones de un zapato se dio cuenta de que esa figura anónima era su propio reflejo.
Al llegar a casa, su mujer lo abrazó y se echó a llorar. ¿Por qué no me has llamado? Yo aquí metida en casa, esperándote toda la noche. Yo no podría.
Él le dijo que había salido a celebrarlo con gente del departamento. Ella se lo creyó y se levantó para prepararle el desayuno.
Había mentido. Le mentía siempre. No sabía por qué. Tal vez pensaba que se lo merecía.
La suya era una historia tan horrible y tan predecible que intentaba no pensar en ella. Intentaba hacer ver que en realidad quería a Catherine, e imaginaba que ella también lo intentaba. Eran personas honorables. Y por eso ahora eran personas honorables y desgraciadas, casi como sus padres.
En nuestra familia somos más de hacer que de quejarse, le había dicho la madre de ella cuando se conocieron. Lo habían sentado en el sofá del salón, mientras su prometida embarazada pasaba de un lado a otro una bandeja con Triscuits y Cheez Whiz. Después de tomarse dos apricot sours, la madre de Catherine le cogió de la mano y se lo llevó a conocer la casa. Trotaba unos pasos por delante de él, como un poni. Había algo tierno y humillante en el hecho de que una mujer de mediana edad, embutida en una faja, se dedicara a enseñar las habitaciones de su casa, las colchas de tulipanes, las alfombras de pelo largo, como si él fuera un concursante de la tele y tuviera que escoger algo. Su marido, Keith, estaba ahí sentado en la otomana, sin hacer nada. Obrero de cara muy roja, miraba a George con gesto de desconcierto, como si necesitara un traductor. A George le pareció que era como una lata de alguna bebida con gas que se hubiera agitado mucho: apenas se levantara la anilla, explotaría. La señora Sloan le aseguró que venían de buenas familias escocesas. Ama de casa enérgica, leal y sacrificada, no había duda de que tenía su casa como los chorros del oro. La compensación a tanto esfuerzo consistía en salir a comer fuera de vez en cuando, y un coche nuevo cada diez años. George recordaba haberse planteado si Catherine acabaría transformada en una versión más joven de aquella mujer, y dio por hecho que así sería. En ese momento, aquella constatación lo llenó de un temor manifiesto. Agnes, la hermana de Catherine, con su marido funcionario, gris, y con su agresiva rivalidad fraterna, era la protegida doméstica de su madre. Hasta se habían comprado un adosado cerca del de sus padres, en una urbanización que todavía no estaba terminada. La primera vez que George lo vio, desde el jardín delantero en obras, mientras se le iban empapando los zapatos de agua, pensó: Que alguien me dispare ahora mismo, me quiero morir. Pero dijo: Qué sitio tan bonito, Agnes. Enhorabuena. Estoy seguro de que aquí seréis muy felices.
Para George, la felicidad era una emoción incomprensible. La alegría verdadera, tal como se imaginaba en los grandes libros, le resultaba aún más insondable. Se acordaba de que, de niño, paseaba por las salas de exposición de muebles del establecimiento de su padre, probando los distintos sofás y las sillas, plantando los pies en las mesas de centro. Cada salón tenía un nombre rimbombante: Provenzal francés, Oasis urbano, Campestre clásico, Confort rústico. Un día, él le preguntó a su madre por qué no tenían aquellos muebles en casa. Y ella le dijo que en su tienda no había los muebles que a ellos les gustaban. Él volvió a preguntar por qué y ella dijo: Nuestras tiendas son para la gente corriente, no para personas como nosotros.
Si él era un mentiroso, Catherine parecía hecha para él. Optaba por negar la verdadera naturaleza de George, como también hacía la madre de este, y buscaba excusas lógicas para acciones ilógicas, o fundamentos razonables para unos comportamientos que no lo eran. A veces, las dos llegaban incluso a culparse ellas mismas por errores que eran de él. ¡Pobre George! Estaba cansado, tenía demasiado trabajo, demasiada presión encima. Le hace falta descansar. ¡Necesita que le dejen un poco en paz! Y George nunca dejaba de explotar aquellos errores de comprensión.
Su mujer se había casado con una versión imaginaria de sí mismo, con un tipo de mejores modales, más amable, con un marido y un padre entregado. De la misma manera, su matrimonio satisfacía un contrato tácito con sus padres. Para Catherine, su embarazo y posterior boda le habían supuesto un ascenso desde las filas inferiores de la clase media, con su rabia y su energía, hasta un estatus de complacencia que a menudo se confundía con el confort. Él, por su parte, había conseguido esposa, que era lo que debía hacer todo hombre, lo bastante guapa como para atraer una atención educada, lo bastante lista como para mantener una conversación durante las cenas, y que mantenía la casa en orden.
Habían hecho lo que se esperaba de ellos. Los dos.
Regresó a casa por aquellas carreteras secundarias desiertas. No pudo resistirse a la emoción de la velocidad, al viento en el pelo, a la sensación de libertad. Por aquellas zonas había muy poca policía. Los obstáculos más habituales eran los vehículos pesados, las camionetas lentas, los hombres que regresaban a sus casas despacio tras su jornada laboral y lanzaban latas de cerveza vacías por la ventanilla. Pero por el momento no había ni un alma a la vista. Era media tarde, una hora indecisa que pintaba la carretera de trampas. Conducía temerariamente, excediendo en mucho el límite de velocidad, y mantenía la mirada fija, como desafiando su propio destino, en el horizonte, donde en ese momento la luz y la oscuridad, la tierra y el cielo se mantenían en un perfecto equilibrio, lo que Inness denominaría una composición ideal, una frontera vaga y connivente en que la apariencia de las cosas se desdibuja.
2
La primera vez que la vio fue en una granja de ovejas, cuando se bajaba de la plataforma descubierta de una camioneta. Era septiembre. Había salido a correr. Su mujer le había pedido que parara en la granja, camino de casa, y que comprara yogur y queso, que vendían allí a los vecinos y a los turistas. Lo dejaban en una nevera, en un cobertizo de madera, y el sistema de venta se basaba en la confianza: había una caja de puros donde se suponía que los compradores dejaban el dinero de lo que se llevaban. Al parecer, la chica trabajaba ahí. George vio que descargaban unas ovejas y las conducían a unos pastos. En realidad era apenas una niña. Morena, como su madre, muy blanca de piel y con una sonrisa maliciosa que se retorcía como una serpiente encantada, antes incluso de que dijera nada él supo que llegaría a conocerla, y que conocerla sería su ruina.
Hola, le dijo ella. Me llamo Willis.
Vivía con los demás empleados detrás del restaurante, en una casa de huéspedes, una estructura que parecía un establo, con un porche delante construido con tablones y una hilera de ventanas en la planta superior. Cuando el sol se reflejaba de lleno en los estores amarillos de aquellas ventanas, parecía uno de aquellos cuadros que Hopper había pintado en el inicio de su carrera: el entorno era de un atractivo casi nostálgico, de una rústica simplicidad. Otro día de aquella misma semana, cuando había salido a correr poco antes de que anocheciera, volvió a verla cruzando el campo que separaba la granja de la casa, con aquellas piernas de potrillo, hundida de hombros, la mirada intensa, clavada en el suelo, las manos en los bolsillos mientras el sol tibio lo bañaba todo antes de hundirse tras los árboles. Oyó que a través de la ventana de alguien sonaba una radio. La vio desaparecer en el interior de la casa, y momentos después se fijó en que unas cortinas se descorrían en la primera planta y se encendía una luz. Empezaba a refrescar. Caminaba por la carretera. A ambos lados se extendían unos campos magníficos. Unos pinos oscuros se mecían al viento como miriñaques. Pasó una camioneta con los faros encendidos.
La casa resplandecía. Su mujer estaba preparando una tarta. En un cuenco, unas manzanas cortadas a cuartos, poniéndose negras. Sobre la mesa, varios libros de cocina prestados. Catherine con delantal y el pelo recogido en un nudo. Ya no era una chica de ciudad; de pronto se había vuelto doméstica. Extendía la masa con los brazos desnudos, flacos. Llevaba una blusa blanca sin mangas. Al verla en ese momento, sintió un calor, incluso deseo. No sabía por qué no la quería más.
La besó, y ella lo apartó. Estás frío.
Huele a otoño, dijo él. Voy a encender la chimenea.
La dejó sola y se fue al cobertizo a buscar el hacha. Alguien había talado un árbol y el tronco yacía en varios trozos esparcidos por el suelo, las astillas sobre la tierra, y se dio cuenta de que ese sitio ya se había usado antes para ese mismo propósito. Colocó uno de los troncos en posición vertical, hizo descender con fuerza el hacha y lo partió en dos. El uso del hacha potenció un instinto primigenio en él, y le gustó el ejercicio físico, el peso de la herramienta entre sus manos. Cuando hubo partido la suficiente leña, la fue amontonando en el porche. Se notaba los músculos de los brazos. Era consciente de su cuerpo, de su fuerza. El aire olía a tierra. Casi era de noche cuando terminó.
Aquel granero tenía doscientos años, estaba lleno de criaturas y reliquias del pasado: inodoros y lavabos, y un tractor estropeado y unas sillas metálicas endebles manchadas de excrementos de murciélago. Mientras dejaba el hacha en su sitio, entre unas vigas se movió algo que lo sobresaltó: una lechuza que huía.
Ya en casa, preparó la leña y encendió la chimenea. Las ventanas del salón ya estaban negras. Él estaba ahí de pie, contemplando el fuego, pensando en la chica. Ya la deseaba, notaba una conexión.
Oyó que Catherine se acercaba por detrás. Ella le cogió la mano y se entregaron, brevemente, a una idea muy frágil de armonía mientras las llamas devoraban los troncos de un árbol que tenía cien años.
Al día siguiente, por la tarde, se encontró con la chica en la biblioteca. Franny y él estaban en el vestíbulo para devolver un montón de cuentos. Ella se entregaba a la tarea con gran parsimonia, intrigada por la ranura misteriosa en la pared que aceptaba libros como si de un animal hambriento se tratara.
La chica se acercó y le tiró un poco de la coleta a Franny.
Su hija se rio y le preguntó: ¿Cómo te llamas? Yo me llamo Franny.
Willis, dijo ella, sujetando el libro bajo el brazo y alargando la mano para estrechársela. Por si lo habías olvidado.
No, no lo he olvidado.
Tenía la mano pequeña, tibia. Llevaba una camiseta de Elvis Costello y pantalones recortados y botines de piel. El pelo negro, largo, descendía por su espalda en rizos serpenteantes.
Soy amiga de Eddy. Al ver que él no caía, añadió: De Eddy Hale. Trabaja para ti.
Entonces George recordó que era el mayor de los tres hermanos. Cuando supo que los muchachos que le estaban pintando la casa eran los mismos que se habían criado en ella y habían sufrido la trágica muerte de sus padres, le dijo a Eddy: Ella no querrá que trabajéis aquí si se entera, y Eddy había entornado los ojos y lo había mirado con arrogancia, y le había dicho: No se preocupe, señor Clare. Si yo hubiera comprado esta casa tampoco querría saber que los anteriores dueños se habían suicidado.
George había sentido que habían alcanzado una comprensión mutua necesaria, por más que algo incómoda, una especie de vínculo fraternal. Una vez que su esposa y él se instalaran del todo en su cómoda rutina, se lo contaría. Antes o después iba a enterarse.
Ah, ese Eddy.
Sí, ESE Eddy. Aquel mínimo atisbo de antagonismo daba a entender que George le ocultaba información a su mujer. Se preguntó qué otras cosas le habría contado el chico.
Franny tiró de un hilo suelto del pantalón de Willis. ¡Mira qué sé hacer!
Veamos, Franny.
Vieron a la niña meter otro libro por la ranura.
¡Vaya! Ayudas mucho a tu padre, ¿verdad?
Franny asintió, sincera. La chica le sonrió a él.
A él, no sabía por qué, el corazón le latía con fuerza.
Te he visto en el restaurante, le dijo.
Es solo un trabajo de verano. Estudio en la UCLA. Se retiró el pelo de la cara. Lo he dejado durante un año para encontrarme a mí misma.
¿Estás perdida?
Ella sonrió sin ganas.
Estoy intentando entender ciertas cosas, eso es todo.
¿Qué cosas?
Cómo encajar en esta…
¿En esta?
Vida, idiota.
Bueno, pues buena suerte. Espero que encuentres lo que estás buscando.
Gracias. Ella hizo una pausa y pareció recomponerse, recobrar altura, y entonces lo miró con simpatía.
¿Y vienes a menudo por aquí?
Pues de hecho sí. Me gusta la clientela.
A mí también. La mayoría están muertos. Se pasó los libros al otro brazo. Estaba leyendo a Keats, a Blake.
Veo que te gustan fuertes. Nada de rebajarlos con agua.
Pues sí. A palo seco.
Si no se te suben a la cabeza…
Tengo mucho aguante.
Estaban flirteando. A él le pareció que era divertido.
Ella sonrió y sostuvo el libro de Blake. El año pasado me apunté a un curso sobre él. El matrimonio del cielo y el infierno. ¿Lo conoces?
Demasiado bien, dijo él, pero ella no captó el sarcasmo. Se fijó en su rostro, en su nariz pequeña, pecosa.
«El mal activo es mejor que el bien pasivo», dijo ella citando a Blake.
En eso tiene mucha razón, dijo George. Pero hoy en día el mal puede dar bastante miedo.
Lo sé. Se estremeció. Y hay mucho mal en este mundo. Despacio, alzó la vista y dijo: El Mal es algo de lo que conozco un poco.
¿Eres bruja?
Ella sonrió.
¿Y si lo fuera?
Me encantaría poder montarme en tu escoba.
Me refería a mi infancia desgraciada.
Ah, dijo él con dulzura. De acuerdo. Y esperó a que ella siguiera hablando.
Cuando te conozca mejor te lo contaré.
Me has abierto el apetito. Sonrió, y ella le devolvió la sonrisa, rubricando de algún modo su acuerdo tácito.
En todo caso, no se puede tener una cosa sin la otra, dijo ella retirándose el pelo de los hombros. El bien sin el mal, quiero decir.
Pues entonces haremos buena pareja, dijo él.
Bueno, espero que no seas demasiado bueno.
No, eso sería un anticlímax, convino él.
Háblame de tus amigos, dijo ella señalando con la cabeza la bolsa en la que llevaban los libros. Buenas noches, Luna es tu favorito, ¿verdad, Franny?
La niña asintió y metió otro por la ranura.
¿Y los tuyos?
Aquí no tienen casi nada de lo que yo leo, dijo.
¿Eres un esnob?
No, pero leo muchas cosas de no ficción, boletines, libros sobre arte. Soy historiador del arte. Doy clases en Saginaw.
Ah, dijo ella, y bostezó. ¿Es aburrido?
¿Aburrido? Él se encogió de hombros, algo ofendido. No, no lo es.
Yo no pude pasar nunca de los cuadros de Jesucristo. Tantas vírgenes y tantos ángeles. Miró por la ventana. Bueno, tengo que irme. He quedado con alguien. Adiós, Franny.
Se agachó un poco y le dio la mano a su hija, lo que le permitió a él echar un vistazo debajo de su blusa. Ya nos veremos, profesor.
Sí, dijo él. Eso espero.
George la observó mientras salía. El viento soplaba a su alrededor. Metió los libros en la cesta de su bicicleta y se alejó.
¡Papá! ¡Papá! Franny le tiraba de la chaqueta. ¡Quiero libros!
Quieres libros, ¿verdad? Pues vamos a ver qué encontramos.
3
El club de tenis, Black Lawn, era un pequeño refugio de exclusividad junto a la Carretera 13 del condado, al que se llegaba por una pista flanqueada de macetas y ocupada por madreselvas y pavos salvajes (él intentaba siempre atropellar alguno mientras avanzaba a toda velocidad y rayaba el coche). Los animales se metían con gran escándalo entre los arbustos como viejas damas distinguidas que se hubieran mudado más de la cuenta para la ocasión. Era uno de los pocos clubs de Estados Unidos que mantenía las pistas de hierba, por más que las de tierra batida resultaran más populares. Y por supuesto se exigía el uso de ropa blanca. Junto a las canchas había unas casetas de madera pintadas de un verde turbio, de campamento, y una piscina no climatizada con vistas a los montes Catskills. La superficie del agua estaba cubierta de agujas de pino. Nadie se bañaba en ella excepto la esposa sueca de un magnate de la industria naviera que no hablaba inglés y nadaba de lado a lado con elegancia, la cabeza cubierta con un gorro de baño blanco, de goma, y los perros que se paseaban libremente por los cuatrocientos acres de terrenos. La casa, con sus porches y sus toldos, había pertenecido en otro tiempo a unos aristócratas verdaderos pero ahora se veía ligeramente descuidada, lo que le aportaba un atractivo algo decadente. Disponía de un bar acogedor en el que tomaban una copa después de los partidos. El profesor, un tipo arrugado y quemado por el sol llamado Tom Braden, contaba con él para jugar los fines de semana; antes del mediodía, las canchas estaban reservadas a los hombres. La pareja de dobles de George, Giles Henderson, al que todo el mundo llamaba Jelly, era corpulento e imponente a pesar de tener ya más de setenta años. Con su pelo blanco y su mirada astuta, incansable, su agilidad sorprendía en alguien de su envergadura. Hacía cuatro años había retirado los beneficios de una vida dedicada a Wall Street y había adquirido el restaurante de la carretera con su mujer, Karen. Aquel establecimiento era un bien de interés histórico con vistas a vastas extensiones de pastos. Además, habían montado una granja de ovejas, y en su restaurante tenían fama sus especialidades de cordero. Al pasar por allí de noche se veían velas encendidas en las farolas del exterior, igual que en el siglo XIX, cuando el lugar era una parada de diligencias en la ruta de Albany.
George y Jelly jugaban contra dos potentes rivales: Bram Sokolov, que se presentaba a sí mismo como granjero, y un cardiólogo jubilado llamado Bob Twitchell al que todos llamaban Doc. George era un buen jugador. De hecho, gracias al tenis no lo habían echado de Williamstown: no era un estudiante brillante, pero el deporte se le daba bien y durante un tiempo apareció en los rankings nacionales. Sokolov y él eran más o menos de la misma edad, y no les costó mucho trabar amistad.
Un domingo, poco antes de que anocheciera, un Range Rover viejo de color verde aparcó en el camino de su casa. Era Bram, que venía con su mujer (George recordó de pronto que se llamaba Justine). Ella era profesora adjunta en Saginaw, daba clases de telares y tapices, y se habían conocido el día en que él había acudido a su entrevista de trabajo. Sin su equipación blanca de tenis, Bram se veía casi desaliñado con sus pantalones anchos, una camiseta gastada y sus viejas Stan Smith. Justine tenía el cuerpo de una campesina de Courbet, los rasgos rotundos y esa clase de confianza que te da trabajar con las manos.
Se acercaron hasta el porche. Bram traía unos panes: uno era una barra que llevaba como si de un rifle se tratara, y el otro era redondo y lo sostenía bajo el brazo.
Bueno… Hola, dijo George. Bienvenidos.
Las cosas buenas se presentan siempre de dos en dos. Ya conoces a Justine.
Por supuesto. Le estrechó la mano tibia. Me alegro de verte.
Lo mismo digo, dijo ella sonriendo. Se nos ha ocurrido pasar a veros.
Entrad y tomamos una copa. Catherine ha ido a acostar un rato a Franny.
Entraron y siguieron a George hasta la cocina, donde encontró una botella de ginebra y varias limas. También tenemos vino.
Yo prefiero vino, sí, dijo Justine.
Bram dijo que quería ginebra.
George se alegró al oír que Catherine bajaba por la escalera.
Me ha parecido oír voces, dijo. Qué sorpresa tan agradable.
Qué sitio tan bonito. Siempre había querido verlo por dentro.
Los dos hicieron un pequeño recorrido por el salón y el estudio de George.
Ah, y tenéis piano. ¿Tocas?
No muy bien, dijo Catherine.
Es muy modesta, intervino George.
Lo dejaron aquí los anteriores propietarios.
Los Hale, aclaró Justine. Pobre Ella.
La mujer de George palideció ligeramente.
¿La conocías?
De manera muy lejana. Era muy guapa.
Todo quedó de pronto en silencio.
Podemos salir, si queréis, dijo George.
Catherine, entonces, pareció recobrar sus modales.
Sí, hay una terraza. Sacaré algo de picar.
No te molestes, solo hemos pasado a saludar.
Pero Catherine ya había desaparecido en la cocina. Los demás se sentaron fuera, en la terraza, a la luz del atardecer, y la esperaron hasta que ella salió con una bandeja con queso y aceitunas y la baguette de Bram, que partieron con la mano. Este pan está buenísimo, comentó Catherine.
Bram sonrió.
La receta es mía.
Es algo así como un hombre del Renacimiento, dijo Justine.
Lo de hacer pan es algo nuevo para mí. Antes era contable, pero llegó un punto en que ya no quería seguir trabajando de eso.
George miró a Catherine a los ojos una fracción de segundo. Sabía que no le parecía bien que la gente dejara de trabajar aunque pudiera permitírselo. Uno no se ganaba las simpatías de su mujer siendo rico.
Ahora está escribiendo una novela.
Eso sí es un plan ambicioso, dijo George. ¿De qué trata?
No tengo ni idea.
Suena prometedor.
¿Y tú a qué te dedicas, Catherine?, preguntó Justine.
Soy ama de casa.
George detectó un tono de desafío en su voz. Entonces ella lo miró sonriendo, y a él ese gesto le excitó momentáneamente.
Es una madre magnífica, les dijo él.
Qué bien.
¿Vosotros tenéis hijos?, quiso saber Catherine.
No, dijo Justine. Soy tejedora.
En el pueblo hay una tienda, dijo Bram intercambiando una sonrisa con ella, donde venden todas sus cosas. La verdad es que son muy bonitas.
Pues tendré que entrar a verlas, dijo Catherine.
No tienes por qué comprar nada. De hecho, me gustaría hacerte una bufanda. ¿Cuál es tu color favorito?
El azul, diría. Pero no me importa comprarte una, al contrario.
No seas tonta. Se echó hacia delante y le cogió la mano a Catherine un momento. Vamos a ser amigas.
Su mujer se puso colorada, y le brillaban mucho los ojos.
Eso estaría muy bien.
Catherine también es pintora, dijo él, casi disculpándose. Carraspeó. Ha estudiado restauración.
Estoy impresionado, dijo Bram.
Bueno, no terminé la carrera. Catherine lo miró fijamente. Lo dejé antes de que…
¿Quieres decir que no terminaste el posgrado?, interrumpió Justine.
Bueno, es que llegó Franny. Meneó la cabeza, avergonzada. Nos casamos.
Qué derrota, pensó él.
Siempre puedes retomarlo, le dijo Justine.
Catherine restaura murales. Ha trabajado con arquitectos famosos.
Me dedicaba sobre todo a lavarles los pinceles.
Se está convirtiendo en una disciplina bastante especializada, añadió él.
¿Lavar pinceles?
No, dijo Catherine. Pintar a Jesús. George tiene razón. Esa es mi especialidad.
Justine y ella intercambiaron miradas. A él le pareció que era su lenguaje secreto. El silencio de las dos, cargado de significado, resonaba en sus oídos como un toque de campanas.
¿Eres muy muy religiosa?, preguntó Justine tanteándola, como si Catherine pudiera estar infectada de alguna enfermedad.
Nosotros somos agnósticos, aclaró Bram. Bueno, ella. Yo soy judío.
Lo que significa, aclaró Justine, que comemos bagels los domingos y pecho de res una vez al año, por Año Nuevo.
Nosotros somos católicos, dijo Catherine.
En teoría, apostilló George. Yo me niego a adscribirme a ninguna confesión.
Ella le dedicó una mirada asesina. A nuestra hija la estamos educando como católica.
Eso no es oficial, dijo él. ¿Cómo se habían metido en ese tema? Sí, esa era su preocupación últimamente. Quería llevar a Franny a la iglesia. Y él se oponía. A él la religión se le había quedado pequeña, como un traje apretado. Durante unos instantes nadie dijo nada, pero el desagrado de su mujer era manifiesto. Se dedicó a observar a Justine y a Bram, intentando captar un atisbo de consternación, pero parecían indiferentes. Supongo que siento una desconfianza general por cualquier cosa que lleve añadida la palabra «organizado». Será porque prefiero el desorden.
Cielo, dijo Catherine, tú sabes que eso no es verdad.
Él prosiguió, porque quería decirlo, porque quería que ella lo oyera. Su devoción ciega no solo resultaba violenta, sino que la hacía parecer vulgar. Supongo que todo depende de cómo te hayan educado.
Eso es cierto, intervino Justine, hay mucho engaño. Pero a cada uno el suyo.
Es una decisión personal, dijo Catherine.
Esto está buenísimo, ¿a que sí? Justine miró a George directamente, y él notó que entre los dos había un entendimiento mutuo.
¿Quién quiere otra copa? ¿Bram?
El vino no está frío, se lamentó su mujer.
Iré a buscar hielo.
Entró en la casa, alegrándose de poder estar un rato a solas. Desde la ventana de la cocina veía a los tres en la terraza. A su mujer le brillaba el sol en el pelo, y se lo echaba hacia atrás, sobre los hombros, y se lo pasaba por detrás de las orejas, en un gesto que le había observado hacer ya la primera vez que la había visto, y que la transformó de inmediato en la chica tímida a la que había escogido en Williamstown. Y no había cambiado demasiado. No sabía por qué no le gustaba más.
Tendríamos que jugar juntos algún día, estaba diciendo Catherine cuando él se acercaba a la terraza con un cuenco lleno de cubitos y dos copas, una para Bram y otra para él. Ponérselo un poco difícil a estos dos.
En ocasiones como esa, George veía claramente las ventajas del matrimonio: cuatro personas civilizadas que pasaban juntas la tarde. Su mujer ahí sentada, más tiesa que una violinista. Justine y Bram, que acababan de descubrir las comodidades del civismo, encarnando el papel de adultos.
Catherine juega bien, se oyó decir a sí mismo. Y era verdad. Era buena en la pista. Habían jugado en la universidad, y se acordaba de lo bien que le quedaba la falda.
Me encantaría. Yo soy malísima. Justine le sonrió mientras le pasaba las bebidas. Me temo que he quedado relegada a formas más creativas de ejercicio.
George no pudo resistirse a preguntar.
¿Como cuáles?
El yoga, claro. Siento decepcionarte. Se volvió hacia Catherine. En el pueblo dan clases, por si te interesa. En el gimnasio del instituto. Seguro que te gustaría, le aseguró.
Catherine sonrió e hizo que sí con la cabeza.
Sí, seguro.
¿Y a ti, George?, le preguntó Justine.
Estaba casi seguro de que estaba coqueteando con él. A mí no lo creo. Mis tendones, o como se llamen, son tensos como cuerdas de guitarra. Podría ser peligroso.
Pues no pareces tenso.
Hazme caso. Levantó la copa. Esto es lo único que me destensa.
Pues qué mal. Te estás quedando fuera de onda.
Justine va a la India todos los años, explicó Bram. Allí tiene un gurú.
Bueno…, dijo George.
Yo siempre he querido ir, dijo Catherine.
Ahora me entero, pensó George.
Es una experiencia muy espiritual.
Catherine lo miró, incómoda, y se pasó los dedos por el dobladillo de la falda. He oído que todo está muy sucio. ¿Es verdad?
No, donde va Justine no está sucio, pensó él.
Sí, seguro, hay pobreza, dijo Justine. Pero la gente es asombrosa. Y el paisaje, los colores, te asaltan. Los rosas, los rojos, los naranjas. Es algo único. Cada vez que voy me siento…, no sé… Meneó la cabeza, como si ninguno de ellos pudiera entenderlo.
¿Te sientes cómo?, preguntó George.
Acogida, dijo ella finalmente.
Allí sentado, a la luz intensa del atardecer, se fijó en sus pechos, en los huesos marcados de su cara, en sus pies, apenas cubiertos por unas sandalias y apoyados con firmeza en el suelo. Parecía una princesa romana. Había algo de clasicismo en ella, una fuerza y una inteligencia que le resultaban atractivas.
Mirad qué puesta de sol, dijo su mujer.
Eso es lo que se llama un placer efímero, dijo Bram.
Todos contemplaron el sol. Se veía inmenso, radiante. Se quedaron ahí, viendo cómo desaparecía tras los árboles. Durante largo rato nadie dijo nada, y al poco tiempo todos quedaron teñidos de oscuridad. El silencio repentino parecía fantasmal, y a todos les alegró verlo alterado por Franny, que recorría la casa vacía llamando a gritos a su madre.
4
Pocas semanas después, Giles Henderson invitó a George y a Bram a su restaurante para practicar tiro al plato. Era un día glorioso de otoño, que parecía sacado del Valle de los Catskills por la mañana, de Inness, pensó él. Las copas de los robles se incendiaban de hojas rojas. Hacía años que George no disparaba un rifle, pero se entregó al énfasis burgués por los deportes y consiguió alcanzar varios platos cuando volaban por los aires. Después, para que no decayera el tono algo trasnochado de la tarde, se sentaron en la penumbra del salón de paredes forradas de madera a beber bourbon y a fumarse unos puros. Jelly fumaba sin parar, y su rostro era una filigrana de vasos sanguíneos rotos. Para sorpresa de George, Willis, la chica joven, trabajaba allí de camarera. En el comedor vacío, la vio sentada sola a una mesa, envolviendo cubiertos con servilletas. Llevaba un vestido gris corto con ribete blanco y un delantal: su uniforme de trabajo. Se recogía el pelo con un pasador, y tenía un cigarrillo encendido entre los labios. El humo, combinado con la luz cegadora que entraba por la ventana, creaba un aura misteriosa a su alrededor. Ella se volvió un poco, como si lo hubiera percibido. Al verla de perfil, se fijó en la línea de la mandíbula, en los pómulos prominentes, en la curva del labio superior. Era como la niña del cuadro conocido como Huérfana en el cementerio, de Delacroix, con aquella belleza suya tan evidente y a la vez aún inconsciente para sí misma, con aquellos ojos, con su miedo.
Después de que los tres hombres hubieran pedido, ella les trajo la comida en una bandeja grande, redonda, que mantenía en equilibrio sobre un hombro. Mientras iba dejando sobre la mesa los platos de ostras y trucha ahumada con limón, él se fijó en sus dedos finos, en el esmalte negro descascarillado de las uñas. Al inclinarse, al afanarse allí, con aquel vestido corto, exhibía una arrogancia barata, triste, que hizo que él se sintiera como un inútil. Se pasaron al vino, un cabernet potente, y verla a ella abrir la botella fue como presenciar algo de naturaleza sexual: sus manos en el cuello verde mientras quitaba el corcho, y cuando llevaba varias copas George se convencía cada vez más de que si ella lo evitaba por completo era por alguna razón muy profunda. La siguió por el pasillo vacío hacia el baño.
Ella se volvió y lo miró desafiante. ¿Qué quieres?
Él no supo qué responder.
He visto cómo me mirabas.
¿Y qué? ¿Tan raro es?
¿Entonces qué quieres?
Tú ya sabes lo que quiero.
Había ocurrido, simplemente. Tal vez él la hubiera persuadido. Era mayor, tenía cierta influencia. Tal vez a ella él le gustara físicamente, como a otras mujeres (el pelo tirando a largo, su nueva barba). Catherine decía que tenía los ojos nobles. Eran castaños, pensaba él, normales y corrientes. Se quedó por ahí, esperando a que ella terminara de trabajar, y después se fueron a su habitación. La cama era estrecha y dura como un ataúd. Sobre la pequeña mesilla de noche había una lata de té que ella usaba de cenicero, y una lámpara de Aladino en miniatura que servía para apoyar el incienso. Él se sentó cautelosamente en el borde mismo de la cama y la observó mientras ella se quitaba las botas. Pensaba en Catherine, pensaba en que no debería estar ahí con aquella chica, volvía a las andadas, pensaba en que debía levantarse y marcharse de allí, pero ella se quitó los calcetines y él le vio los pies finos, sucios, las manos pequeñas, y no pudo moverse. Era muy pálida de cara, y el pelo negro era como una capucha, y de sus ojos brotaba una luz intensa. Deja de pensar en ella, dijo Willis. Y entonces le besó, y él le devolvió el beso, y la boca le sabía a leche, y estaba tibia, y ya no podía parar.
Después, se quedaron ahí tendidos, en aquella habitación diminuta. Todo estaba en silencio. Él era consciente del mundo exterior que quedaba al otro lado de su ventana. Del aire frío, del olor de la tierra, de las hojas muertas. Empezaba a oscurecer.
Pareces triste, dijo ella.
Él asintió, porque sabía que de pronto todo era distinto.
Hemos hecho una cosa horrible.
Sí.
Ella lo estudiaba con frialdad.
Tienes que irte.
¿Me acompañas?
Se internaron a pie en el bosque. El aire era fresco. Ella tiritaba entre sus brazos, con la boca tibia, salada. Él le retiró el pelo de la frente, y la tenía mojada, y se preguntó si tendría fiebre, y entonces pensó que, si la tenía, él se la quitaría, se la quitaría a besos. Los árboles se mecían por encima de ellos en una vigilia de lamentos. Caminaron varias millas bajo los árboles.
El día había sido como una especie de música, una canción que se oye una vez y se recuerda de manera imperfecta y ya no se oye nunca más.
Más tarde, ya en casa, se alegró de las comodidades, del calor. De su mujer a los fogones, la mesa puesta, unas margaritas en una jarra blanca. Todo limpio y en su sitio, la ropa lavada y doblada, las camas hechas. Las botitas de su hija junto a la puerta, unas piñas esparcidas aquí y allá. Se tomó un whisky, notaba que lo necesitaba, y Catherine tocó el piano. Él la contemplaba mientras tocaba, los bellos músculos de su espalda, sus hombros hermosos, expresivos. Tocaba una pieza de Grieg, y la música era como un río que lo devolvía a ella. Pensó en la tarde con Willis, en su olor a aire fresco y a tierra mojada. Era como un tesoro que uno descubre y que limpia bien, reconociendo su valor histórico, sus hermosas tragedias. La música se iba extendiendo lentamente, y él regresó a aquella habitación tan pequeña, al sufrimiento de ella debajo de él, y se apoderó de él una sensación suprema de complacencia. Su vida era sencilla, gloriosa. La casa antigua estaba llena de música, su hija jugaba a ser un gato y se paseaba por la sala a cuatro patas, hasta que se le subió a las piernas. Miau, dijo, y le dio un beso.
Él la había vuelto a ver.
El paisaje se abría ante él. Los campos pardos. El pálido horizonte.
Ella era demasiado joven para él. Eso lo sabía. Pero confiaba en ella. Era demasiado pronto para decir que la conocía, pero sí tenía la sensación de que se conocían mutuamente. Cuerpo y alma. Creía que era algo que iba más allá del sexo. Era otra cosa, algo más profundo. Él la poseía. Ella se había entregado a él.
Creo que estoy enamorado de ti, le dijo él.
Pero si casi no me conoces.
Él estaba sentado y la observaba. Ella se sentía libre en su propio cuerpo. A diferencia de su mujer, se movía sin coreografía.
Desnuda, estaba de pie junto a la ventana, y la cortina blanca le rozaba el muslo. Le daba sorbos a un té y lo miraba. La habitación era estrecha, el suelo moteado de una luz color mostaza, y las botas de ella olían a caballo.
Ella no hablaba casi nunca de su vida, de su infancia, de nada que le hubiera ocurrido antes de conocerlo allí. Era una chica, solo una chica. La única prueba de la existencia de una familia era una fotografía enmarcada de Willis con su madre que había en la mesilla de noche, tomada, según le dijo, su primer día de universidad. Debía de hacer viento, y a juzgar por su pelo alborotado y su gesto distraído, era evidente que el fotógrafo se había precipitado al disparar, y que lo había hecho cuando aún no estaban listas.
Ella quería ser poeta. Estaba obsesionada con Keats. Se sentaba, desnuda, en la única silla, y recitaba poemas. Su favorito era «Las estaciones humanas». Él la contemplaba a la luz brumosa, se fijaba en su boquita cuando las palabras salían de ella, las yemas de los dedos sobre el libro, la espalda recta, los muslos largos sobre el destartalado asiento de caña, los pies sucios apoyados en los travesaños desgastados. Notaba que el mundo se le escapaba, y le gustaba aquella sensación.
… su intensa primavera, cuando la fantasía
recoge en su amplio seno todo lo que es belleza…
… Y tiene su invierno deformado,
pues su naturaleza mortal así lo exige.
Daban paseos y se tumbaban sobre la hierba, boca arriba, y miraban el cielo. Con ella se sentía libre. Se sentía él mismo, aunque no sabía quién era ese hombre. La miraba (su piel luminosa, sus labios carnosos, oscuros, su pelo negro) y se encontraba perdido.
A veces, a mediodía, bebían vino, cuando su mujer creía que estaba en la universidad. Hacían el amor con las cortinas corridas. Los caballos pateaban en los establos de abajo.
Dejaré a mi mujer, le dijo él, sabiendo que no lo haría.
No, George. Esto que tenemos nosotros es temporal. No tiene una verdadera relevancia.
Por un momento ella parecía superior a él. No podía ni mirarla. Ella se bajó de la cama y se puso los pantalones, y después las botas. El olor a establo se aferraba a ella, y durante una fracción de segundo le despertó rechazo.
Nosotros no tenemos pasado. Ni futuro. Solo ahora.
Regresar a su vida era como volver de un sueño perturbador. Sabía que debía poner fin a todo aquello, no volver a verla, él estaba por encima de aquellas cosas. Pero al parecer ya no había manera de pararlo.
¿Has salido a correr?, le preguntó su mujer. ¿Qué tal te ha ido?
Ya corro seis millas.
Me impresionas. Me alegro por ti.
Yo también quiero correr, papi, dijo Franny.
Él le cogió la manita perfecta a su hija.
Muy bien, vamos a perseguir a mamá por toda la casa.
Y eso hicieron. Y Catherine se reía mientras la perseguían. Y su cara, tan bonita, se inundaba de color. Y cuando estaban los tres sudorosos y cansados, él encendió la chimenea y le leyó cuentos a Franny hasta la noche, cuando las ventanas se llenaron de oscuridad y su mujer entró a preparar la cena.