A SOTAVENTO
Floyd DeBeers tenía un barco de vela al que había puesto de nombre The Love of My Life, en honor a su segunda esposa. Lo amarraba cerca del muelle del campus, junto al cobertizo de las barcas y la sala de pesas. En otra época, Saginaw había contado con un equipo de vela, pero se quedaron sin dinero, que era lo que solía pasar. Cuando George le comentó que navegaba, Floyd lo invitó a salir con su embarcación, una Valiant 32. Era pequeña y resistente, con proa en punta y aparejos de balandra. Un viernes, al salir del trabajo, zarparon río abajo. Era una tarde preciosa para hacerse al agua.
Estás hecho todo un marinero, le dijo George, apuntando a la caña del timón con la cabeza.
Me he planteado cambiarla, pero con un timón de rueda no hay diversión. Es algo así como estar un poco sordo: captas la experiencia, pero te pierdes cosas. Lo compré para mi mujer. A ella le encantaba navegar a vela. Le explicó que se habían conocido en el internado, en Saint George. Su mujer era de Watch Hill.
Lo dejó al mando del timón y él bajó a buscar una botella de bourbon y dos vasos con hielo.
¿Y tu mujer qué? ¿También navega?
No… No es mujer de agua.
¿Cómo os conocisteis?
En la universidad.
¿A qué se dedica?
Ahora está ocupada con nuestra hija. Tenemos poco tiempo.
Se dice que el tiempo hay que buscarlo.
George asintió.
Sí, ya lo sé.
¿Tendréis más?
¿Más?
Hijos.
Por suerte, no había salido el tema. Ella había convertido la habitación del fondo del pasillo en su cuarto de costura, y no en habitación infantil.
No lo sé, dijo. Y era verdad.
Bueno, eso también hay que quererlo.
Floyd sirvió el bourbon.
Chinchín.
Él alzó su vaso. El bourbon sabía amargo.
Yo nunca quise.
¿Tener hijos?
Floyd negó con la cabeza.
Y ahora lo lamento. Miró a George detenidamente. Tal vez me hubiera sentido más pleno.
Es genial, dijo George, pero al momento entendió que podía haberlo ofendido. Pero también dan mucho trabajo. A decir verdad, Franny era la cosa más importante de su vida. Era el pegamento que los mantenía unidos a Catherine y a él. Por un momento, se planteó la posibilidad de dejarla. Sin duda la custodia se la darían a ella. Sabía que los jueces siempre se ponían de parte de la madre. Y tal vez así era como debía ser. Catherine, seguramente, se iría a vivir con sus padres. Se los imaginó a todos viviendo juntos en aquella casa espantosa, cenando aquellas bandejas preparadas mientras veían El precio justo en la tele.
En su derrota río abajo, navegaban en ceñida, contra el viento. El regreso sería más fácil. El sol ya estaba más bajo, y brillaba tanto que era casi blanco. El agua era de plata.
¿Y tú?
¿Yo?
¿Dónde te colocas en ese sentido? Con tu mujer, quiero decir. Tu matrimonio… ¿ha sido…, ha resultado como pensabas? ¿Te sientes pleno?
Aquella pregunta le parecía extrañamente personal.
Sí, claro, dijo, pero era una mentira tan inmensa que carraspeó.
Bueno, en tu caso es solo el primero. Como te dije, yo ya voy por el tercero.
Puede ser…
Difícil, lo sé. Miró a George, evaluándolo. A ver si lo adivino… ¿Estaba embarazada?
George asintió.
Y tú te portaste como un caballero…
Lo intenté.
Y ahora te sientes…
¿Atrapado?
Que conste que lo has dicho tú, no yo. ¿Es así? ¿Te sientes atrapado?
Es una manera de decirlo.
Estar atrapado tiene sus ventajas, dijo DeBeers, alentador. Entre otras la de criar a tu hija. Tener un hogar. Estabilidad. Amor. Miró a George a los ojos. Que resulta que son cosas que no vienen dadas.
George asintió como un colegial en plena reprimenda.
Si lo piensas bien, hay pocas cosas más importantes en este mundo.
Brindo por ello.
No quiero parecer mojigato.
No, no, insistió George. Tienes razón.
Cuando estás dentro, cuesta ver lo que es bueno, lo que está bien.
El río se movía como una gran cinta transportadora, pero no podía compararse con el mar. Haberse criado en el Estrecho, con sus fuertes corrientes y sus pasos traicioneros, lo había convertido en un marinero experimentado. Su primo, Henri, le había enseñado a navegar en un viejo Blue Jay, un barquito de madera encantador con el que, de todos modos, costaba hacerse a la mar desde la orilla rocosa. Henri era francés, hijo de la hermana de su madre, cinco años mayor que él, flaco, nervioso, filosófico. George intentaba leer sus libros: como era de esperar, Rimbaud era su autor favorito. Ya por aquel entonces sospechaba que Henri era gay. George lo seguía a todas partes como un caddie, le llevaba el caballete, lo veía pintar barcos y nasas de langostas, llenar de bocetos cuadernos y diarios. Henri, a cambio, le regalaba cigarrillos y le hablaba de arte. Después, cuando George tenía trece años, Henri se ahogó en un accidente náutico. Después del funeral, cuando toda la familia estaba congregada en el salón de la casa de sus tíos, George subió al dormitorio de Henri y se llevó su diario. Lo leía por las noches, muy tarde, cuando sus padres ya se habían acostado. Sus páginas estaban llenas de palabras atormentadas, del caos del deseo. Una semana antes de ir a la universidad, lo destruyó, le arrancó las páginas y las rompió en mil pedazos, que echó a un cubo de basura que había a la puerta de un McDonald’s, entre hamburguesas a medio comer y servilletas salpicadas de kétchup.
No le había contado a nadie lo del robo del diario; muchas veces, en sus horas más oscuras, pensaba en él. Le parecía que había sido un momento definitorio de su vida. Un momento del que no se sentía orgulloso.
Se tomaron otro bourbon mientras el sol enrojecía.
Sol poniente en cielo grana…, dijo Floyd.
Brindo por el buen tiempo por la mañana, dijo él, e hizo chocar el vaso contra el de Floyd. Salud.
Bebieron sin hablar. Al otro lado del río, el tren de cercanías centelleaba entre los árboles. Permanecieron allí sentados, viéndolo pasar. Cuando al fin desapareció, Floyd le preguntó si había tenido ocasión de leer el libro de Swedenborg.
He leído una parte, sí, dijo él. Pero no he llegado muy lejos. Para él, el relato del cielo y el infierno que hacía Swedenborg no se diferenciaba mucho de una novela barata. Como consecuencia de ello, la opinión que le merecía DeBeers se deterioraba rápidamente. No sé, Floyd, todo eso del cielo y el infierno, de los ángeles y todas esas cosas me resulta algo exagerado.
¿O sea que te ha parecido que estaba loco de remate?
Yo soy un tipo bastante literal, Floyd. Pero bueno, al menos es algo sobre lo que hay que pensar, dijo, porque como mínimo quería transmitir cierto interés.
En esta cultura nuestra estamos obsesionados con los fines, con los resultados, dijo Floyd. Evaluaciones, puntuaciones, premios. Universidades, trabajos, coches. Posesiones…, símbolos tangibles. La gente, en su mayoría, se siente incómoda con las ideas abstractas, añadió, apurando el bourbon. Resulta casi irónico que seamos tantos los que tenemos fe.
La gente cree que así está más segura, dijo George. No quiere morir sola.
La muerte es nuestra obsesión colectiva.
¿Y el sexo? ¿Y el dinero?
El dinero está sobrevalorado. El sexo es miedo y esperanza.
¿Esperanza? ¿De qué?
Del amor, claro. De redención. Floyd sonrió. El amor es luz, el amor es equilibrio. Es un monociclo. La muerte es más fácil. La muerte es absoluta. La gente dice que la muerte es la gran desconocida, pero no es así. Conocemos la muerte. La reconocemos cuando la vemos. Cortejamos a la muerte durante toda nuestra vida. Drogas, alcohol, comida. Siempre está a nuestro alrededor. Somos sus abanderados. En el supermercado; todos esos titulares a toda página de sobredosis, suicidios. Tragedias cotidianas. Los pósteres de personas muertas que colgamos de nuestras paredes: Marilyn, James Dean. Incluso las imágenes de Jesús. Floyd se encogió de hombros. Swedenborg nos lleva más allá de la muerte. El cielo y el infierno y, sí, los ángeles también… Lo que él llama las cosas ocultas del cielo y el infierno…
«Y en las cosas secretas me introdujo», dijo George, citando el Infierno.
Evidentemente, Swedenborg leyó a Dante. No sé si has leído el ensayo de Frank Sewall sobre ello.
No, dijo George. Pero Dante y Giotto eran buenos amigos. Es probable que Dante viera y reflexionara sobre El Juicio Final. ¿Has estado en Padua?
Sí, fuimos un verano. Toda la ciudad estaba llena de farolillos. Un fresco milagroso.
Ese tipo de cosas, dijo George, ese elaborado imaginario del ajuste de cuentas, lleva desde el principio de los tiempos incrustado en nuestro inconsciente. Y no ha cambiado nada. La gente sigue teniendo miedo de ir al infierno.
¿Pero tú no crees que no es solo eso?, dijo Floyd. Creo que tiene que ver más con el amor que con el temor… La luz del Señor. Somos seres atípicos, porque tenemos un alma que no muere nunca. Swedenborg abre la puerta al mundo del espíritu. Su relato confirma la promesa del Señor: todo aquel que crea en mí, aunque muera, vivirá.
¿Y si no crees?
Eres uno de los condenados.
George levantó el vaso. Que así sea. Espero sacarle el mejor partido.
Se dio cuenta de que no era sensato decirle a Floyd que, según él, la Biblia era la mayor obra de propaganda jamás escrita. De acuerdo con su propia definición de la vida, al final nada importaba. Podías hacer lo que te diera la gana que no te alcanzarían rayos ni centellas. Tienes una fecha de inicio y otra de caducidad. Y punto. Felicidades, estás muerto.
En mi caso, dijo diplomáticamente, supongo que la muerte es el final. Te entierran y ya está. Fin. Los gusanos y esas cosas. Nada de puertas, nada de ángeles. Demonios tampoco. Ese Swedenborg tenía mucha imaginación. Si viviera en esta época, se dedicaría a hacer películas. Sería rico.
Tal vez, dijo Floyd.
George agitó el hielo en el vaso y se bebió lo que quedaba en él. Ya empezaba a estar algo borracho. Le apetecía tomarse otro, pero se controló. No sé por qué, pero damos por sentado, erróneamente, que, por el mero hecho de ser seres humanos, somos capaces de mejorar cualquier cosa, incluso la muerte.
Si me lo permites, te voy a preguntar una cosa. Si lo creyeras, si creyeras que el cielo y el infierno existen, que Dios es real, ¿cambiarías?
¿Que si cambiaría? Qué pregunta tan absurda, pensó. ¿Quieres decir si me convertiría en mejor persona?
Sí.
No lo sé, admitió George. Clavó la mirada en el agua, en la gran extensión de vacío. En la vida de una persona podían ir sumándose cosas malas, pensó. Y poco a poco podían ir desfigurándote. Tal vez, dijo finalmente. Tal vez sí.
Floyd asintió. Cabe preguntarse si alguno de nosotros, uno solo, merece ir al cielo.
El sol ya se había puesto, el agua estaba oscura, el viento era frío. La luna estaba saliendo, y las estrellas se esparcían por el cielo. Apuraron los vasos y viraron.
Hay un buen viento de popa, dijo Floyd. Pronto estaremos de vuelta. No hay nada mejor que salir a navegar por la tarde, ¿no te parece?
Pronto ya no se podrá, dijo George. Ya hace frío.
Una o dos veces más. Si quieres acompañarme, estaré encantado.
Gracias, me gustaría mucho. Esta barca es muy estable.
Ya era de noche cuando entró en casa.
Llegas tarde, dijo Catherine. ¿Te has olvidado?
Sí, se había olvidado.
Dame un minuto para cambiarme.
¿Estás bien?
¿Y por qué no habría de estarlo?
Estás muy pálido.
Hacía viento en el barco.
¿Quieres que lo cancele?
No, estoy bien.
Lo dejó solo y volvió a la cocina a atender a Franny, que estaba sentada a la mesa con Cole Hale y cenaba.
George subió al piso de arriba como un hombre abrumado por el peso de las formalidades. Mostrarse agradable con la gente durante todo un día resultaba agotador. Ahora estaba cansado. Se quitó la ropa, se metió en la ducha y se planteó la posibilidad de hacerse una paja, pero entonces oyó que ella subía por la escalera. Una vez ella le había pillado in fraganti, y había sido muy violento. Cerró el grifo y descorrió la cortina. Ella estaba de pie, delante del espejo, en bragas y sujetador, y se estaba maquillando.
Él cogió una toalla y se secó sin dejar de observarla. Sin querer, se descubrió a sí mismo comparando el cuerpo de su mujer con el de su amante. Podrías permitirte ganar unos kilos, le dijo.
Ella enroscó hasta el fondo el cepillo del rímel, y él se preguntó si lo había oído.
En el dormitorio, Catherine abrió el armario y se enfrentó a su ropa: siete u ocho vestidos que seguían el mismo patrón del que se había hecho ella misma, en distintas telas. Él se decía a sí mismo que debía sentirse orgulloso de que ella se confeccionara su propia ropa. Como su madre, era ahorradora hasta el extremo.
Él se puso los mismos pantalones color caqui que había llevado ese día, un polo limpio y un blazer azul marino que empezaba a tener los puños desgastados. Le pareció que nadie se daría cuenta.
Ella escogió un vestido de color lavanda con estampado de cachemira, y se lo pasó por encima de la cabeza, meneando las caderas a un lado y a otro mientras se lo bajaba. Después se puso un cinturón y unas sandalias.
Estás muy guapa, le dijo él cuando ya habían empezado a bajar por la escalera, consciente de que Cole podía oírlos. George se daba cuenta de que Catherine y él tenían influencia sobre el chico (representaban una imagen distinta de la vida conyugal a la que seguramente proyectaban sus padres), y quería que Cole supiera que había ciertas reglas de etiqueta, ciertas costumbres que la gente razonable debía perpetuar. Basaba sus suposiciones en su propia infancia, cuando sus padres salían de su dormitorio vestidos para ir a cenar a algún sitio y su padre le decía algo bonito a su madre en beneficio propio, para que George no creyera que era un monstruo.
Gracias, George, dijo ella, antes de volverse hacia el chico. No creo que tardemos mucho, Cole.
Él la miró brevemente, como si temiera que la expresión de su rostro pudiera revelar algo, que echaba de menos a su madre con desesperación, tal vez, o que estaba enamorado de Catherine por motivos que no era capaz de explicar. Los chicos como Cole se hacían hombres y seguían enamorándose por motivos que les resultaban inexplicables.
Catherine le entregó un par de calcetines que le había remendado.
Ya están perfectos.
Se pasaba el día haciendo cosas por él, por los tres hermanos. A veces George volvía a casa y encontraba a los Hale sentados a la mesa, comiéndose su comida con las manos sucias.
Gracias.
Cole miró a George expectante, con una desesperación sin fondo en los ojos, pero George se negó a sentirse culpable. Nada de lo que le había ocurrido a su familia tenía que ver con él.
Señaló la mochila que colgaba de una silla.
¿Qué traes aquí?
Los deberes.
¿Estás en noveno?
Sí, señor.
Imagino que eres bastante buen estudiante.
Estoy en la media.
Pero George lo dudaba. En Cole Hale no parecía haber nada que estuviera en la media.
Adiós, mamá, dijo Franny.
Catherine se inclinó sobre ella y le dio un beso en la cabeza.
Acuéstate cuando tengas sueño, ¿de acuerdo?
Debería estar en la cama a las nueve, puntualizó George. No más tarde.
Cuando salía, pilló a Catherine mirando a Cole y bajando los párpados, como para indicarle que no hiciera caso. Cole le sonrió, cómplice. Su conspiración se mantenía intacta.
Estaban en pleno veranillo de San Martín. Los árboles amarilleaban. Le bajó la capota al coche. Había salido la luna. Avanzaban en silencio, sin decir nada, y el viento les echaba el pelo hacia atrás.
Esos chicos, dijo él. Tal vez deberíamos adoptarlos.
Era broma, pero ella no se rio.
¿Alguna vez tienes en cuenta mis necesidades?, preguntó ella entonces.
¿Tus necesidades?, dijo él, que no sabía de dónde salía aquello. De pronto aquella palabra estaba por todas partes: en los periódicos, en la tele, saliendo de las bocas de mujeres insatisfechas, omnipresentes, tan común como el jabón de fregar platos. Sus necesidades. Eh, ¿quién paga las facturas? Asintió. Pues claro que tengo en cuenta tus necesidades.
Pero en realidad nunca había pensado en ello.
Justine y Bram eran dueños de una granja de cien acres que quedaba junto a la Ruta 13. Se trataba de una carretera estrecha de pendiente considerable flanqueada por una maraña de arbustos de arándano, y la propiedad contaba con la casa amarilla y con un par de establos. Cuando aparcaron aquella noche, a George no le pasaron por alto las discretas recompensas de los ricos de toda la vida: la casa espaciosa, el Range Rover aparcado en el camino, los vehículos cubiertos con lonas estacionados en un cobertizo (había oído que uno era un Aston Martin de 1958 que Bram estaba restaurando). Jelly Henderson decía que eran niños de papá que vivían de rentas, y en efecto lo eran, descaradamente. Paró el coche, lo aparcó y se bajaron. Salieron a recibirlos dos perros labradores llenos de babas. Eh, hola, dijo Catherine mientras uno de ellos le olisqueaba la entrepierna; nunca se mostraba tan efusiva cuando él se le acercaba así.
Vamos, vamos, chicos. Lo siento. Es que son muy… muy afectuosos. Bienvenidos.
Bram les sujetaba la puerta. Llevaba unos pantalones anchos y una camisa Lacoste descolorida. George se alegró de no haberse cambiado su chaqueta vieja. Conservaba cierta elegancia gastada, o eso le parecía a él.
Bram le estrechó la mano.
Entrad.
Accedieron directamente a la cocina cálida. Olía muy bien. Justine estaba sacando una fuente del horno y la dejó sobre la tabla de cortar, de madera de roble, baqueteada de tanto uso. Sonrió, acalorada.
Os he preparado mi famosa lasaña. Llevaba un blusón color té hecho de gamuza, y un collar de cuentas contundente. Iba descalza, con las uñas de los pies pintadas de negro, y en un dedo tenía un anillo. Cada vez que se movía, tintineaban sus pulseras, y olía a gato mojado; maldito pachulí.
Tiene un aspecto delicioso, dijo Catherine.
¿Queréis ver la casa? Bram describió una parábola con el brazo, como un bailarín. Venid, os la enseño. Les explicó que era de su familia desde hacía décadas, que era la residencia de caza de un tío suyo. Cuando nos instalamos, tuvimos que retirar todas las cabezas de ciervo. Había incluso un alce que usábamos para colgar los sombreros.
Me encantan vuestras antigüedades, comentó Catherine, abriendo la vitrina de cristal de un viejo secreter atestado de libros de cocina. Una pieza extraordinaria.
Era de mi abuela, dijo Justine. Estas casas viejas son fascinantes, ¿no os parece? Yo me siento como si la tuviéramos en préstamo. Nosotros somos solo sus custodios, ¿verdad?
Catherine cree que la nuestra está encantada, dijo George.
Todas las casas de Chosen están algo encantadas, dijo Justine, pero esta da muy buenas vibraciones.
Mientras recorrían la casa, era cada vez más manifiesto que Justine no era un ama de casa abnegada. Vivían en el caos. Y además allí tenían todo un zoo: perros, gatos, pájaros, incluso una iguana que vivía en una caseta de madera del tamaño de una cabina telefónica. La hice yo mismo, dijo Bram. Se llama Emerson.
George ahogó una risa. Me gusta.
Su dormitorio contenía un armario ropero altísimo y una cama antigua llena de pilas de ropa de la que costaba determinar si era sucia o limpia. A ambos lados se amontonaban los libros. Un disco giraba en un tocadiscos, pero la aguja había llegado ya a la etiqueta del centro y saltaba sobre ella. En el suelo había esparcido alpiste. Un orinal de porcelana lleno de un líquido sospechosamente amarillo. Quería limpiar aquí, declaró Justine sin el menor atisbo de disculpa.
Tomaron unas copas en la terraza empedrada. A George le alegraba estar fuera, lejos del escándalo del zoológico. Justine sacó una fuente con queso y galletas saladas, higos y olivas. Tenía los pechos como los de su abuela, le llegaban prácticamente al ombligo. Cuando la luz se filtraba a través del vestido, se distinguía la forma, y la de su cintura estrecha. A él le parecía que tenía ojos de Virgen María, al menos tal como la había pintado Caravaggio, ojos de puta y con el pelo que le cubría toda la espalda. Los pies descalzos eran grandes, las pantorrillas sin depilar. Bajo los brazos asomaban dos matas de pelo. Mientras ejecutaba sus deberes de anfitriona, rellenando vasos, sirviendo más galletas saladas, a él le llegaba muy débilmente el olor de su sudor. Entretanto, Bram tenía cara de inventor despistado, de un hombre que trabajaba con las grandes ideas y los mecanismos de cambio, pero que estaba demasiado aislado para compartirlas, y que tal vez tuviera muy pocos amigos capaces de entenderlos. En la universidad, George había conocido a personas perjudicadas de manera parecida por su propio intelecto, y todas habían acabado solas, y su rendimiento acababa siempre siendo escasísimo. En cualquier caso, a Justine le gustaba ser su intérprete, y Bram era muy generoso con ella, sonreía y asentía, demostrándole su aprobación, como si en todo lo que decía diera en el clavo. De hecho, Justine habría podido hablar por todos ellos.
Qué noche tan bonita, dijo Catherine.
Mira la luna, dijo Justine. Una luna así no se ve todos los días.
Todos alzaron la vista.
Aquí la luna brilla más, comentó Catherine.
Sí, es verdad. Nosotros vivimos en la ciudad durante bastantes años.
Hasta que nos fugamos, añadió Bram.
Los dos se intercambiaron una sonrisa cómplice.
Vivíamos una vida, dijo ella, y ahora vivimos otra.
Ya no queríamos seguir transigiendo.
Sí, claro, a todo el mundo le pareció que nos habíamos vuelto locos cuando nos vinimos a vivir aquí.
Transigir es la norma hoy en día, ¿no?, dijo George secamente.
Desgraciadamente, dijo Bram. Hay que estar dispuesto a ser distinto, a caerle mal incluso a la gente a la que quieres. La mitad de mi familia cree que Justine y yo estamos locos por vivir aquí, en medio de la nada. No les gusta que me haya casado con una gentil. No les gusta que no tengamos hijos.
No hay que dejar que las reglas de los demás te definan, añadió Justine.
Bueno, dijo George, que no sabía por qué se sentía algo insultado. Que lo definieran los demás era la historia de su vida. Miró a su mujer.
Sin reglas, seríamos una sociedad desconsiderada, dijo ella.
Somos una especie desconsiderada, rebatió Justine. Y siempre lo hemos sido.
También podría considerarse que son las reglas las que nos hacen desconsiderados, intervino Bram.
Las palabras de un verdadero anarquista, confirmó su mujer con orgullo.
Era fácil hablar en teoría cuando se tenía tanto dinero. Desde la perspectiva de George, los Sokolov tenían pocas responsabilidades: no tenían hijos, y seguramente no pagaban hipoteca.
Es fácil vivir sin reglas cuando puedes permitírtelo, dijo.
Sí, es cierto, admitió Bram, en absoluto ofendido. Soy consciente de que hemos tenido suerte. Todo esto, dijo señalando la casa, los campos… Nos ha tocado una buena vida. No tiene sentido negar que hemos sido más afortunados que la mayoría.
Una buena vida, repitió George, sin saber exactamente qué quería decir eso. Cuando él era niño sus padres lo presionaban para que llegara muy alto, para que consiguiera todo lo que pudiera. Ya entonces él los consideraba unos oportunistas salvajes.
Dicho así, haces que parezca muy sencillo.
Es que creo que lo es, dijo Bram. El amor. El amor es lo más importante. Bram le cogió la mano a su mujer y se la apretó.
Ese gesto irritó a George.
Todo lo que necesitas es amor, dijo él, citando a los Beatles, y apuró su copa.
Estos higos son increíbles, oyó que decía su mujer, cambiando de tema, en un despliegue de tacto.
¿A que son enormes? Acabo de estar en la ciudad, son de Zabar’s.
Entonces Justine se levantó. Ven…, te voy a enseñar tu bufanda. Ya casi está terminada.
A George le daba la impresión de que había encontrado una nueva causa con su esposa, y mientras se alejaban hacia la casa, muy iluminada, vio que ella le pasaba el brazo por la espalda, como un ala.
Bram rellenó sus copas.
¿Qué tal la universidad? ¿Te está gustando? Justine me contó cuál es tu especialidad. Ahora vives inmerso en ella.
Lo sé. Se me recuerda cada vez que pongo un pie fuera de casa. Esto mismo, dijo señalando las montañas lejanas, las estrellas que salpicaban el cielo cada vez más oscuro, los árboles negros que bordeaban el lago plateado, todo esto son clásicos de la Escuela del Río Hudson.
Yo cursé la asignatura de Historia del Arte hace siglos. Me quedaba dormido en clase. Lo siento.
Mis alumnos… siempre echan una cabezadita durante las presentaciones de diapositivas.
Bram sonrió. No te lo tomes como algo personal.
Enciendo las luces y es como si regresaran al planeta Tierra. Parpadean, se desperezan. Bostezan.
¿En serio? ¿Y tú les bajas la nota por eso?
George se rio.
Debería.
Mi madre era pintora, aunque nadie apreciaba mucho su obra.
Lo siento.
A mí me arrastraba muchas veces al Whitney. Y yo protestaba. En aquella época no me daba cuenta, pero tuvo influencia sobre mí. Supongo que me hizo más perceptivo.
¿En qué sentido?
En mi manera de ver el mundo. Ves los colores. La luz. Las caras. Encendió un cigarrillo y miró a George. ¿Te imaginas el mundo sin arte? ¿Te imaginas el mundo sin Matisse?
Pues en realidad no. Sobre todo sin Matisse.
Es nuestro sustento cultural. Sin él careceríamos por completo de civilización.
George asintió. Estaba de acuerdo.
¿Te fijas alguna vez en la gente cuando está en un museo? ¿Cuando contempla un cuadro? Ladea la cabeza. Se retira un poco. Se pierde en los colores. Independientemente de lo que esté mirando, un paisaje, un gallinero, una catedral… La mente divaga en ese estado de dicha, de distanciamiento…
De trascendencia, dijo George, no sin ironía.
Salen de sus cuerpos, dijo Bram, y están dentro de la pintura.
Así como estamos nosotros dos ahora, dijo George, separando los brazos como un chef ante la abundancia que se extendía frente a ellos.
Se quedaron ahí sentados, pensando en todo aquello durante unos instantes.
Todo esto es bastante insondable, coño, dijo Bram.
George volvió a llenar las copas.
Bueno, esto es lo mismo pero más pedestre. Para esto no hacen falta los museos.
Ah, sí. Aunque solo hay una manera de alcanzar la verdadera trascendencia. Con un movimiento de cabeza, Bram señaló a las mujeres. Estaban en la cocina, extendiendo un mantel sobre la mesa.
Eso es verdad, dijo George, aunque no era su mujer la que le venía a la mente. Recordaba la curva de las caderas de Willis, su boca cálida, entregada. Apenas unos segundos antes de correrse, de alguna manera abandonaba el mundo, atrapado en un estado intermedio que no era físico ni espiritual, en una libertad del ser.
Y se le ocurrió que era algo totalmente swedenborgiano.
Volvieron a fijarse en la casa. Justine distribuía los platos sobre la mesa, y Catherine encendía las velas.
Yo me sentiría perdido sin Justine, admitió Bram.
Sí, Justine es maravillosa. Eres un hombre con suerte.
Cenaron dentro, en una mesa de alas extensibles y superficie abombada. Los perros mojados estaban tendidos a sus pies. Apestaban al agua del lago. La luz de las velas daba a la habitación un resplandor tenue, decimonónico.
Lo cultivamos todo nosotros, dijo Bram al dejar la ensalada sobre la mesa.
Tenemos un huerto fabuloso. Ya ni vamos al mercado. Bueno, muy pocas veces. Justine le sirvió a George un plato de lasaña. Hasta plantamos nuestra propia maría.
Él la miró fijamente. No lo decía en broma.
Pues eso sí que me gustaría probarlo.
George, protestó Catherine.
De hecho… Bram levantó la tapa de una lata de galletas y sacó un porro.
Catherine empezó a poner caras, aunque seguía fingiendo que se lo pasaba bien. Bram encendió el porro y se lo pasó a George, que le dio una calada mirando fijamente a Catherine a los ojos, regodeándose en su reprobación de institutriz. Casi de inmediato notó los efectos, y ahogó una risita. Tienes que probarlo.
No, gracias.
Aunque sea por solidaridad, tal vez…, se reprimió Justine.
Él de pronto sintió un hambre atroz.
Esto tiene un aspecto delicioso.
Adelante, por favor, dijo Justine señalándole el plato para que empezara. Catherine cortaba trozos pequeños, y él sabía que era porque le daba miedo que aquel plato tuviera demasiadas calorías. George lo compensó sirviéndose una segunda vez. De postre había arroz con leche y arándanos.
Justine, le dijo, te has superado. Todo estaba increíble.
Ella se puso colorada. Él la abrazó, le dio un beso. La notó tibia, maternal. Le notaba los senos apretándose contra su pecho. A Bram no le importaba, seguía ahí sentado con una sonrisa soñolienta.
Salgamos a ver la luna otra vez, propuso Justine.
Todos salieron al patio. Las estrellas eran un alfiletero. George notaba que Catherine lo observaba. Ese era su problema: había optado por excluirse ella sola de la actividad de la noche. Decididos, los demás fumaron un poco más, bebieron un poco más. No podía decir que le preocupara su estado. No le preocupaba en absoluto. En esa ocasión Justine también fumó. Él era muy consciente del perfil de su propio cuerpo, una frontera de energía. Se imaginaba que su propio espíritu era como el hollín, la pulpa negra de su alma.
¿Estás en condiciones de conducir?, le preguntó su mujer cuando ya se iban.
Sí, querida. Como siempre.
En la carretera no había nadie. Estaba oscura, y la noche era más oscura todavía. El coche hacía mucho ruido. Bram le había dado otro porro. Decidió que se lo fumaría más tarde. Cuando estuviera solo.
Esto es lo mejor de vivir aquí, dijo gritando.
¿Qué?
Que no hay policía.
Ella protestó.
Que no se vea no quiere decir que no esté.
Para divertirse un rato, pisó más a fondo el acelerador. Puso el coche a ciento diez kilómetros por hora. A ciento treinta.
¡George, por favor!
¿Por favor qué? Le plantó la mano en el muslo.
No lo hagas, dijo ella, retirándosela. Frena un poco.
Pero a él le gustaba notar la velocidad, el viento en el pelo.
¿Por qué no te relajas por una vez? Es divertido.
No es divertido.
Dios, eres tan…
No te estoy escuchando, George.
Sosa.
A ella se le llenaron los ojos de lágrimas al oír el calificativo.
Llévame a casa.
Eh, dijo él, acariciándole el muslo. Eh.
No me toques.
¿Qué te pasa? ¿Qué está pasando?
Ella le dedicó una mirada asesina.
No quiero que me toquen.
Está bien, para variar.
Pero no retiró la mano. Ella intentó apartársela, pero él era más fuerte.
Suéltame, George. Déjame bajar. ¡Quiero bajarme!
Él frenó bruscamente y detuvo el coche.
Pues muy bien, bájate. Por mí, como si vuelves a casa a pie.
Ella abrió la puerta, se bajó y la cerró con fuerza. Una carretera oscura. Sin luces. Sin carteles. Solo una tierra vacía, un mar de tierra. Él la observaba mientras avanzaba por el arcén, como una gitana errante, y aceleró un poco hasta quedar a su lado.
Venga, esto es una tontería. Sube al coche, Catherine.
Ella siguió caminando.
Catherine, súbete al coche, joder.
Ella no le hizo caso.
Dios, me estoy cansando de esto.
Ella se volvió hacia él.
¿Ah, sí? Pues yo ya estoy bastante cansada de ti.
Aquello sí era bueno.
Por fin abres la boca. Yo te enseñaré dónde puedes ponerla.
Dos personas inteligentes. Ya tendríamos que haberlo sabido.
¿Saber qué?
No podemos, George.
¿De qué estás hablando?
No encajamos. Ya sabes que no encajamos.
Él seguía en su sitio, meneando la cabeza.
Tú no me quieres. Eso es evidente. Ella había empezado a llorar. Yo renuncié a todo por ti.
Pues ya somos dos.
Él puso primera y arrancó a toda velocidad. Por el retrovisor veía su imagen empequeñecerse. A la mierda, pensó, y siguió conduciendo deprisa por la carretera vacía. Sí, ellos tenían mucha suerte. Sí, él era un gilipollas. Sí, ella era superficial e ingenua. Pero aun así lo estaban haciendo, estaban criando juntos a Franny, y no era verdad que él no la quisiera; una parte de él sí la quería. Era la madre de su hija. ¡Pues claro que la quería!
Dio media vuelta y regresó junto a ella. Móntate, joder.
Ella siguió andando.
Mira, lo siento, ¿de acuerdo? Lo siento por joderlo todo. Se sintió bien diciéndolo aunque no fuera verdad. Era culpa de ella tanto como suya. Había recibido lo que se merecía, y él tenía la suficiente clase para no recordárselo. ¡Eh! ¿No has oído lo que te he dicho? ¡Catherine!
¿Tú te crees que soy tonta?
¿Qué?
Ella meneó la cabeza.
No tiene sentido hablar contigo.
Estás siendo ridícula.
Ella lloraba, y el rímel se le corría y le manchaba las mejillas.
Hemos construido esta mentira espectacular, dijo.
Estás borracha. Eso es lo que está pasando. No deberías beber, ¿es que no lo sabes? Alguien como tú no debe beber.
¿Qué? ¿Alguien como yo?
Tan sensible, tan vulnerable, ¿no? Alguien que se ofusca tan fácilmente. ¿Te he jodido la vida?
Él puso punto muerto, se detuvo, se bajó del coche, la agarró, y ella forcejeó y le dio una bofetada, y él le golpeó la espalda. Ella retrocedió, y él vio la sangre.
Lo siento, dijo él. Mira, déjame que te… Le tiró del vestido, y se desgarró.
No lo hagas, George. Déjame en paz. Ya has hecho bastante.
Y se montó en el coche. Él miró a un lado y a otro de la carretera. No había nadie. Escrutó la oscuridad, tupida como el terciopelo, y vio unos ojos amarillos. Un ciervo solitario en el campo había sido su único testigo.
El chico se había quedado dormido en el sofá. Franny se había acostado sin problemas, dijo mientras veía que Catherine subía la escalera a toda prisa, como un animal brillante, sujetándose el vestido y tapándose un ojo con la mano. George le pagó un poco más. Habrá más noches como esta. Tú juega bien tus cartas. Vamos, te llevo a casa.
El muchacho dobló los billetes, los guardó en la billetera y se la metió en el bolsillo. Aunque su mujer lo criticaba por ser antipático e insensible, George podía ser magnánimo cuando quería, y admiraba la lealtad de aquel niño, que siempre se presentara puntualmente, incluso un poco antes de la hora estipulada. Costaba encontrar a personas de fiar en los tiempos que corrían. Sabía que podía confiar en Cole para que hiciera lo que se le pedía. Extrañamente, sin saber bien por qué, sentía que Cole Hale era una versión de sí mismo.
Bonito coche, señor Clare.
Es italiano.
Con las ventanillas bajadas, conducía algo más deprisa de lo debido. Notaba que al chico le estaba gustando. Sin pensar, sacó el porro y lo encendió. ¿Quieres un poco?
Cole lo miró y negó con la cabeza.
Venga, no hace falta que disimules. Se lo acercó. Cógelo.
No sé, señor Clare.
George estaba seguro de que el chico lo rechazaba por educación.
Vamos, hombre.
Vacilante, Cole cogió el porro y le dio una calada. Se puso a toser.
No está muy fuerte, ¿no?
Cole sonrió brevemente. Ese sería el primero de muchos secretos, pensó George.
El chico vivía con su tío en Division Street, en una casa estrecha emparedada entre otras dos. Aparcó junto a la acera.
La puerta se abrió y salió un hombre que se quedó de pie en el porche con los brazos en jarras y el gesto adusto como el de un dóberman.
Ese es mi tío.
Buenas noches.
Buenas noches.
George levantó la mano para saludar al tío, pero este no le devolvió el saludo, y cuando el chico llegó al porche, lo agarró del hombro y lo condujo al interior. La puerta se cerró y se apagaron las luces.
Al llegar a casa, George se metió en su estudio y abrió una botella de whisky escocés de cien años que le había regalado su padre cuando aprobó el doctorado: evidentemente, él no le había contado a nadie cuál era su verdadera situación académica. Pensaba mucho en la universidad, en aquellos capullos del departamento. En el cabrón de Warren Shelby. Al final, no le habían ofrecido plaza. A él le daba igual. George estaba muy contento allí, en el culo del mundo, donde nadie dudaba de sus conocimientos. Que cogieran su departamento y se lo metieran por el culo. A la mierda Nueva York.
Se lo había pasado bien en casa de los Sokolov. No se parecían en nada a la gente que conocía en la ciudad, ni a los alumnos de posgrado que actuaban como si formaran parte de alguna troupe de teatro, entregados a una especie de malestar predecible, ni a sus supuestos colegas de Historia del Arte, aquellos manipuladores. Se había cansado de los chismorreos, del tráfico de influencias para conseguir posiciones. La plaza que le habían dado en Saginaw le había librado de todo eso. Había perdido la fe en lo corriente, en las cosas que mantenían a la gente unida, y había abandonado tambaleante aquel bucle del tiempo como un astronauta que regresa a la tierra.
Su mujer estaba tendida al borde mismo de la cama, de cara a la pared. Los omoplatos asomaban sobre la sábana blanca.
Te iría bien perdonarme, le dijo a la espalda. Ya sabes que no ha sido mi intención.
George…
Pero no dijo nada más.
Ya sabes que yo nunca te haría daño.
Me haces daño constantemente.
Él bajó la vista y se miró las manos. No sabía por qué, pero se acordó de que su madre lloraba cuando él hacía algo mal, y después le suplicaba que se portara bien. Ya de muy pequeño había llegado a dominar el arte de despistarlos, de manipularlos para obtener su compasión.
Lamento que lo sientas así, creo que no es justo.
¿Me estás siendo infiel, George?
Por supuesto que no.
Ella lo observó con detenimiento. ¿Puedo confiar en ti?
Sí, claro que puedes.
¿Por qué siempre llegas tan tarde?
Estoy empezando, le respondió él. Debo cumplir con los horarios, hacer lo que me piden.
Ella se volvió y lo miró, dudosa, como si las consecuencias de mirarlo a los ojos pudieran perjudicarla, y volvió a apartar la vista, insatisfecha, y cerró los ojos. Él la rodeó con sus brazos, notó su cuerpo tenso, poco dispuesto a ceder. Pero a él le daba igual. Ella estaba disgustada, y él iba a consolarla.
Estaría perdido sin ti, le dijo. Intenta no olvidarlo.