23 DE FEBRERO DE 1979
Otra vez nevaba. Las cinco y media de la tarde. Casi de noche. Acababa de dejar los platos en la mesa cuando los perros empezaron a ladrar.
Su marido soltó los cubiertos. No le hacía la menor gracia que lo interrumpieran cuando cenaba. ¿Qué ocurre ahora?
June Pratt retiró la cortina y vio a su vecino. Estaba ahí de pie, bajo la nieve, con la niña en brazos, descalza. Ninguno de los dos llevaba puesto el abrigo. Por lo que veía, ella iba en pijama.
Es George Clare, dijo.
¿Y qué vende?
No sé. No veo el coche. Deben de haber venido a pie. Hace un frío espantoso fuera. Será mejor que vengas a ver qué quiere.
Los dejó entrar, y con ellos entró el frío. Él se quedó ahí plantado, delante de ella, y le acercó la niña como quien hace una ofrenda.
Mi mujer… Está…
Mamá pupa, dijo la niña llorando.
June no tenía hijos, pero había criado perros durante toda su vida, y en los ojos de aquella niña veía el mismo conocimiento oscuro que confirmaba lo que todos los animales sabían: que el mundo estaba lleno de maldad y era incomprensible.
Será mejor que llames a la policía, le dijo a su marido. A su mujer le ha pasado algo.
Joe se retiró la servilleta y se fue hacia el teléfono.
A ver si encontramos unos calcetines para ti, dijo ella, y le cogió la niña al padre y se la llevó en brazos por el pasillo hasta el dormitorio, donde la sentó en la cama. Aquella tarde había dejado sus calcetines, recién lavados, sobre el radiador, y escogió un par, de lana, y se los puso mientras pensaba que si aquella niña fuera suya la querría más.
Eran los Clare. Habían comprado la finca de los Hale el verano anterior, y ahora había llegado el invierno y en la carretera estaban solo las dos casas y no los había visto mucho. A veces, por la mañana. Cuando él salía a toda velocidad con su coche pequeño camino de la universidad. O cuando la mujer sacaba a la niña fuera. Y en alguna ocasión por la noche, cuando June sacaba a pasear a los perros, adivinaba el interior de la casa. Los veía cenando, la niña sentada entre los dos, a la mesa. La mujer se levantaba, se sentaba, volvía a levantarse.
Como nevaba, el sheriff tardó media hora en llegar. Las mujeres suelen darse cuenta de cuando un hombre las desea, y June era vagamente consciente de que Travis Lawton, que había sido compañero de clase en el instituto, la encontraba atractiva. Todo aquello ya no importaba lo más mínimo, pero uno no se olvida con facilidad de la gente con la que se ha criado, y se dedicó a escucharlo con atención, y no le pasó por alto que trataba a George con amabilidad, aunque existía la posibilidad, al menos ella interiormente se la planteaba, de que lo que le había ocurrido a su mujer fuera obra suya.
Él pensaba en Emerson («la terrible aristocracia que se da en la naturaleza»). Porque había cosas en el mundo que no se podían controlar. Y porque incluso en ese momento estaba pensando en ella. Incluso en ese momento, mientras su mujer estaba tendida, muerta, en aquella casa.
Oía a Joe Pratt al teléfono.
George esperaba sentado en el sofá verde, algo tembloroso. Aquella casa olía a perro, y los oía ladrar fuera, en sus jaulas. No entendía cómo podían soportarlo. Contempló los tablones anchos. Un olor a moho subía desde el sótano. Se le aferraba a la garganta. Tosió.
Ya vienen, dijo Pratt desde la cocina.
George asintió con un movimiento de cabeza.
Al otro lado del pasillo, June Pratt hablaba con su hija con ese tono tierno que usa la gente con los niños, y él se lo agradecía, se lo agradecía tanto que los ojos se le llenaron de lágrimas. June era conocida por recoger perros abandonados. La había visto caminar por la carretera seguida por un grupo variopinto: una señora de mediana edad, con pañuelo rojo, con la vista clavada en el suelo y el ceño fruncido.
Al cabo de un rato, no habría sabido decir cuánto, llegó un coche.
Ya están aquí, dijo Pratt.
El que entró era Travis Lawton.
George, dijo, pero no le estrechó la mano.
Hola, Travis.
Chosen era un pueblo pequeño, y ellos eran más o menos conocidos. Sabía que Lawton había ido al Instituto Politécnico Rensselaer, el RPI, y que había vuelto para ejercer de sheriff, y a George siempre le sorprendía que, siendo un hombre tan bien formado, fuera tan superficial. Pero en realidad a George no se le daba muy bien juzgar el carácter de los demás y, como constantemente se encargaban de recordarle los individuos implicados, su opinión no contaba demasiado. George y su mujer eran unos recién llegados. Los lugareños tardaban al menos cien años en aceptar el hecho de que otros vivieran en una casa que durante generaciones había pertenecido a una misma familia, cuyos dramas formaban parte ya de la mitología local. Él no conocía a aquella gente, y era evidente que aquella gente no lo conocía a él, pero durante aquellos pocos minutos, mientras se encontraba allí, en la sala de los Pratt, con sus pantalones verdes arrugados y su corbata torcida, con aquella expresión distante y lagrimosa en los ojos que no costaba nada interpretar como una señal de locura, todas las sospechas de ellos se veían confirmadas.
Vayamos a echar un vistazo, dijo Lawton.
Dejaron a Franny con los Pratt y subieron por la carretera él, Lawton y el ayudante del sheriff, Wiley Burke. Ya había anochecido del todo. Caminaban con una determinación sombría y un frío brutal bajo los pies.
La casa estaba ahí, enseñando los dientes.
Permanecieron un buen rato contemplándola, y después entraron por el porche acristalado lleno de botas de nieve, raquetas de tenis y hojas arrastradas, hasta la puerta de la cocina. Le enseñó a Lawton el cristal roto. Subieron a la planta de arriba con las botas sucias. La puerta de su dormitorio estaba cerrada: no recordaba haberla cerrado. Suponía que sí lo había hecho.
No puedo entrar ahí, le dijo al sheriff.
Está bien. Lawton apenas le rozó el hombro con delicadeza. Quédese aquí.
Lawton y su ayudante entraron. Oyó unas sirenas a lo lejos. Sus aullidos agudos le hacían flaquear.
Esperó en el rellano, intentando no moverse. Entonces salió Lawton y se sujetó en el marco de la puerta. Miró a George con reserva. ¿Esa es su hacha?
George asintió. Es del granero.
En el coche de Lawton, sin distintivo policial, se fueron al pueblo por unas carreteras oscuras, resbaladizas. Las cadenas de las ruedas crujían al contacto con la nieve. Él iba con su hija, detrás de la rejilla. Era una comisaría auxiliar que se encontraba al otro lado del viejo puesto ferroviario y que ocupaba un edificio que en otro tiempo tal vez hubiera sido un colegio. Las paredes eran de un amarillo sucio, rematadas con zócalos de caoba, y los viejos radiadores de hierro silbaban de calor. Una mujer que trabajaba en el departamento se llevó a Franny a la máquina expendedora, sacó unas monedas de una bolsa de plástico y levantó a la niña en brazos para que las echara en la ranura, y volvió a dejarla en el suelo.
Y ahora mira, dijo la mujer. Tiró de la palanca y bajó un paquete de galletas. Vamos, son para ti.
Franny miró a George pidiéndole permiso.
Sí, cielo. Puedes coger las galletas.
La mujer levantó la tapa que había en la parte baja de la expendedora. Franny se acercó a la oscuridad de la máquina para retirar las galletas y sonrió, orgullosa de sí misma.
Lawton se agachó para quedar a su altura.
Vamos, que te ayudo, guapa. Le cogió el paquete de galletas, lo abrió y se lo devolvió. Y todos la observaron mientras sacaba una y se la comía. Lawton dijo:
Seguro que están buenas.
Franny masticaba.
Seguro que tienes hambre.
Ella se metió otra galleta en la boca.
¿Has desayunado algo esta mañana? Yo he tomado cornflakes. ¿Y tú?
Galletas saladas.
¿Y ya está?
Con mermelada.
¿Y qué ha desayunado tu madre?
Franny miró a Lawton con cara de sorpresa.
Mamá está enferma.
¿Qué le pasa a tu mamá?
Mamá está enferma.
Cuando tu madre está enferma las cosas no son fáciles, ¿verdad?
Ella le dio la vuelta al paquete de celofán y se le coló entre los dedos un polvillo de migas marrones.
¿Ha venido hoy alguien a vuestra casa?
Franny no le hizo caso y arrugó el papel, concentrada en el crujido del celofán en la mano al cerrarse.
Franny. El sheriff está hablando contigo.
Ella alzó la vista y vio a George.
¿Ha venido Cole?
Ella hizo que sí con la cabeza.
¿Cole Hale?, dijo Lawton.
A veces nos ayuda con la niña, dijo George.
¿Era Cole? ¿Estás segura?
A Franny empezó a temblarle el labio inferior y las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
Acaba de decirle que sí, dijo George.
La levantó del suelo, disgustado, y la abrazó con fuerza. Creo que por ahora ya basta de preguntas.
¿Quieres volver a probar, Franny?
La mujer alzó un poco la bolsa de las monedas.
Franny parpadeó con los ojos húmedos y agitó los brazos.
Quiero hacerlo.
Pues aquí nos quedamos. Tengo un montón de monedas. Y hay una tele dentro.
A él le dejaron llamar a sus padres. Usó un teléfono de monedas que había en el vestíbulo, y llamó a cobro revertido. Su madre le pidió que repitiera lo que acababa de decir. Él seguía ahí plantado, bajo las luces verdes, y las palabras iban desfilando.
Ahora vienen, le dijo a Lawton.
Está bien. Podemos entrar ahí.
Lawton lo condujo a un cuarto pequeño de ventanas altas, negras. Se veía reflejado en los cristales, y se fijó en que estaba medio encorvado, y en la ropa arrugada. Aquella habitación olía a polvo y a cigarrillos, y a algo más, tal vez tristeza.
Siéntese, George. Vuelvo enseguida.
Se sentó a la mesa. Con la puerta cerrada, se sentía separado de todo, esperando allí con sus propios pensamientos. Oía el tren traqueteando al pasar por el pueblo, lento, estridente. Miró el reloj. Poco más de las siete.
Se abrió la puerta y Lawton volvió a entrar en el cuarto con dos cafés y una carpeta bajo el brazo. Me ha parecido que le vendría bien tomárselo. Dejó el café en la mesa y echó en ella unos sobrecitos de azúcar. ¿Lo toma con leche?
George negó con la cabeza. Así está bien. Gracias.
El sheriff se sentó, abrió la carpeta y le dio un sorbo al café caliente, sosteniendo el borde del vaso con los dedos, delicadamente. Se sacó unas gafas bifocales del bolsillo de la camisa, limpió los vidrios con una servilleta y las levantó contra la luz, y volvió a limpiarlas y se las puso.
Quiero que sepa que siento mucho lo de Catherine.
George asintió con la cabeza, pero no dijo nada.
Sonó el teléfono y Lawton descolgó y anotó algunas cosas en un cuaderno. George se concentraba en seguir ahí sentado, con una mano apoyada sobre la otra, sobre las piernas. En una especie de ensoñación vaga pensaba en Rembrandt. Volvió a mirar su reflejo en la ventana y llegó a la conclusión de que, para estar en su situación, no tenía tan mal aspecto. Se retiró el pelo de la frente, se apoyó en el respaldo y miró a su alrededor. Las paredes de aquel cuarto pequeño eran grises, del color del engrudo. En otra época de su vida se vanagloriaba de su buen ojo para los colores. Un verano, en su época universitaria, había trabajado de ayudante de Walt Jennings, un especialista en color, en el Instituto de Arte Clark. Había alquilado una casa en los Knolls y se había enamorado de una chica que vivía al otro lado de la calle, en la zona antigua, victoriana, aunque no se habían dirigido la palabra ni una sola vez. Ese verano, ella leía el Ulises, y él ahora se acordaba de que salía a la terraza en biquini y se tendía en la tumbona. Leía cinco minutos, y después apoyaba aquel libro tan grueso en la barriga y levantaba la cara al sol.
Lawton colgó.
No hay muchos robos por aquí. Normalmente son solo adolescentes aburridos que quieren alcohol. ¿Tiene enemigos, George?
No, que yo sepa.
¿Y su mujer?
No, todos querían a mi mujer.
Todos no.
Pensó en aquella chica, en sus ojos tristes, oscuros.
No conozco a nadie capaz de hacer algo así.
Lawton lo miró pero no dijo nada. Se hizo un silencio muy largo.
Tengo que irme pronto. Franny tiene que cenar.
En la máquina esa hay muchas cosas.
George levantó el vaso de cartón y notó el calor en los dedos. El café estaba amargo, y tan caliente aún que le quemaba en la lengua. Lawton sacó una cajetilla de Chesterfield. ¿Quiere uno?
Lo he dejado.
Yo también lo dejé. Encendió un cigarrillo con un encendedor de latón, le dio una calada profunda y soltó el humo. ¿Sigue en la universidad?
George asintió con la cabeza.
¿A qué hora ha vuelto a casa esta tarde?
Sobre las cinco, unos minutos antes.
Lawton anotó algo más.
Y entonces llega a casa, ¿y qué?
George le contó que había aparcado en el garaje, que había entrado en casa. Me he dado cuenta de que había algo raro al ver el cristal.
Después había subido y la había encontrado. Estaba… Carraspeó. Ahí tirada, con el camisón puesto. Con ese… se detuvo. No pudo decirlo.
Lawton echó la colilla en el vaso de café y lo tiró a la papelera. Retrocedamos un minuto. Lléveme por la cocina hasta la escalera: ¿Se ha fijado en algo? ¿Algo distinto?
Su cartera estaba como tirada, su billetera. No sé qué había dentro. Había monedas por todas partes. A lo mejor se han llevado algo.
¿Cuánto dinero solía llevar en el monedero?
No sé decírselo. Para ir a la tienda a comprar comida, no mucho más.
Seguramente no era bastante. Eso es lo que me dice mi mujer. Pero ya sabe cómo son las mujeres. Nunca saben lo que tienen. Miró a George por encima de las gafas bifocales.
Como he dicho, seguramente era solo para ir a la tienda.
Está bien. ¿Y después qué?
He subido. Hacía frío. Había una ventana abierta.
¿La ha cerrado?
¿Qué?
La ventana.
No, no. No quería…
¿Tocar nada? El sheriff lo miró.
Eso, dijo George.
¿Y luego qué?
Luego la he encontrado y…
De su estómago brotó un sonido, una especie de hipo gutural, y dejó que las palabras salieran como un vómito. Tenía esa… cosa en la cabeza… y estaba toda… la sangre.
Levantó la papelera y vomitó dentro mientras Lawton seguía ahí sentado, mirando. El ayudante Burke entró y se la llevó. Era de esas grises, metálicas, que se usan en los institutos de secundaria.
¿Está bien, George?
Él no estaba nada bien. Burke regresó con otra papelera y la dejó en el mismo sitio. Se quedó ahí un minuto, mirándolo, y entonces volvió a salir y cerró la puerta.
¿A qué hora ha salido de casa esta mañana?
La pregunta parecía imposible de responder. A las seis y media, consiguió decir. Tenía clase a las ocho. Se acordaba del cielo, de los nubarrones. El trayecto hasta el trabajo. El tráfico de siempre. Gente en sus coches, tras cristales empañados. Mi mujer, dijo. Estaban durmiendo.
¿A qué hora se despierta normalmente?
No lo sé. Supongo que sobre las siete.
¿Su mujer trabaja?
Él negó con la cabeza.
Aquí no. Había trabajado en la ciudad.
¿Qué hacía?
Era pintora… Pintaba murales, restauración.
Lawton anotó algo más.
¿Qué hicieron todos ayer noche?
Nada, dijo él.
¿Nada?
Cenamos y nos acostamos.
¿Alcohol durante la cena?
Un poco de vino.
¿A qué hora se acostaron?
George intentó pensar. Supongo que sobre las once.
Permítame que se lo pregunte. ¿Su mujer tenía el sueño profundo?
No. No especialmente.
¿Y su hija? ¿Duerme bien?
George se encogió de hombros.
Supongo.
Lawton meneó la cabeza y sonrió.
Nosotros lo pasamos muy mal con los nuestros. Creo que ninguno dormía nunca de un tirón. Y después se despiertan apenas empieza a clarear. Lawton lo miró fijamente, y pareció pasar un minuto entero antes de seguir. Los niños pequeños pueden poner las cosas difíciles a los matrimonios, dijo. Yo creo que la gente le quita importancia a eso. Pero creo que es más duro para las mujeres, ¿no le parece?
George lo miró, esperando.
Las mujeres tienen los sentidos más desarrollados, ¿verdad? El quejidito más leve y ya están despiertas.
A George empezaba a dolerle la cabeza. Las luces del techo, el zumbido de los tubos fluorescentes. Intentaba mirar al sheriff a los ojos.
La cosa es que no acabo de entenderlo, George. Se va a trabajar, ¿no? Su mujer se queda durmiendo. Su hija también duerme. La casa está tranquila. Y después, en algún momento, eso es lo que ha dicho, ¿no?, cuando todavía están durmiendo, ocurre el incidente. ¿Está de acuerdo con lo que digo?
No sé qué otra cosa pensar.
Pongamos que eso ha pasado en algún momento después de que usted saliera de casa a las seis y media y antes de que su mujer y su hija se levantaran, digamos que entre las siete y las ocho. ¿Sería correcto? Tenemos que acotarlo un poco.
De acuerdo.
Así que pongamos que fueran las siete menos cuarto. Ese individuo está fuera, en alguna parte, tal vez hasta le ve irse en coche. Encuentra el hacha en su cobertizo, ¿no? Camina los treinta metros, más o menos, hasta la casa, y entra por la puerta de la cocina. No sabemos por qué. Quizá un robo, es posible, todavía no entendemos el móvil, pero esa es la escena, ¿lo digo bien?
George lo pensó un poco. Asintió con la cabeza.
Ya son más o menos las siete. Usted todavía está en el coche, camino del trabajo. Llega al campus, aparca el coche, sube al despacho. Mientras tanto, en su casa, alguien está asesinando a su mujer. Lawton esperó un poco. ¿Acepta ese planteamiento, George?
¿Qué alternativa tengo?
Eso es lo que ha dicho, ¿no? Eso es lo que nos ha contado.
George se quedó mirándolo.
Alguien ha roto esa ventana. Alguien ha subido por la escalera. Alguien ha entrado en su habitación. ¿Y su mujer no se ha despertado?
¿Y?
¿A usted no le parece raro en una madre joven?
Estaba durmiendo, dijo George.
Su dolor de cabeza era más intenso. Temía que llegara a dejarlo ciego.
Alguien ha metido un hacha en su casa, dijo Lawton levantándose despacio de la silla. La ha subido por la escalera. Ha entrado en su habitación. Se ha plantado junto a la cama, ha bajado la vista y ha mirado a su mujer, que soñaba. Ha levantado el hacha así —levantó los brazos por encima de la cabeza—, y entonces la ha bajado y ¡pam! Le dio una palmada en la mesa. Un golpe. No le hizo falta más.
George empezó a llorar en silencio. ¿Es que no lo ve? Esto me tiene enfermo. ¿Es que no lo ve?
Precisamente cuando creía que se había ganado la compasión de Lawton, el sheriff salió del cuarto.
Y él pensó que le hacía falta un abogado.
Lo que el sheriff le había prometido que sería un interrogatorio breve acabó durando cinco horas. Lawton y Burke se turnaban para preguntarle lo mismo una y otra vez con la esperanza de que George se derrumbara y confesara que había asesinado a su mujer.
Nos gustaría interrogar a su hija, dijo Burke.
Contamos con personal que sabe cómo hablar a los niños en situaciones como esta, añadió su colega en tono amable.
Y sacarles las respuestas que quieren, pensó George.
No me parece bien, dijo.
Burke resopló.
Ella estaba en casa. A lo mejor ha visto algo. Creía que quería averiguarlo.
A George no le gustaba la expresión de su cara.
No va a pasar, dijo. No lo permitiré.
Los policías se miraron. Burke meneó la cabeza, se levantó y salió. Un instante después sonó el teléfono.
Hola, respondió Lawton en un tono ligeramente más alegre de lo que correspondía. Se mantuvo a la escucha y colgó.
Sus padres están aquí. Al parecer su hija está cansada. Miró a George con atención. Quiere irse a casa.
Sí, dijo George. Yo también.
Aquellas palabras le salieron del alma. Pero ahora ninguno de los dos tenía casa. Aquello había terminado.
Sus padres les han reservado habitación en el Garden Inn.
George asintió, aliviado. No podía imaginarse volviendo a aquella casa esa noche. Ni nunca.
Lawton lo acompañó fuera. En la antesala, sus padres lo esperaban sentados en sillas de plástico. Se veían mayores. Franny estaba acuclillada en el suelo, jugando con un sello de goma con la inscripción «asunto oficial», que iba marcando en un trozo de papel.
Se está llenando las manos de tinta, dijo su madre, disgustada. El acento francés se le notaba más que de costumbre. Frances, levántate de ese suelo tan sucio.
Sentó a Franny en su regazo. Solo entonces, cuando la niña estaba entre los dos, ella lo miró directamente a la cara.
Madre, dijo él, y se echó hacia delante para darle un beso. Tenía la cara fría. Su padre se puso de pie, muy serio, y le estrechó la mano. Los dos lo miraban. Ellos nunca miraban.
Papá, gritó Franny, alargando los brazos, separando los dedos, y entonces él de pronto recordó quién era. La sostuvo en brazos, agradecido por aquel afecto, y cuando se agarró con fuerza a él, eso, de alguna manera, le dio fuerzas para darle las buenas noches a Lawton, para mostrarse caballeroso.
Nos gustaría verlo aquí a primera hora de la mañana, dijo él.
¿Para qué?
Tenemos que terminar esto.
No tengo mucho más que decir, Travis.
Se le podría ocurrir algo más. Lo esperamos a las ocho y media. Si quiere, enviaré un coche patrulla para que lo recoja.
No hace falta. Aquí estaré.
Recorrieron el aparcamiento en silencio y se montaron en el Mercedes marrón de su padre, un modelo antiguo que olía a cigarro puro. Su madre había traído una bolsa para Franny, con mandarinas, galletas Lulu y dos biberones de leche. Catherine la había acostumbrado a beber de la taza, pero por la noche todavía tomaba un biberón. Al pensar en eso se le humedecieron los ojos. Le pareció que no tendría el valor de criarla él solo.
Camino del hotel, Franny se quedó dormida. Nadie hablaba. Él se la cargó al hombro al entrar en la recepción silenciosa y al montarse en el ascensor. Su madre había pedido dos habitaciones. ¿Por qué no nos dejas a Franny?, le dijo. Estamos aquí mismo, en la habitación de al lado. Seguro que necesitas descansar.
No, dijo él. Ella se queda conmigo.
Lo dijo con voz fría, lo sabía, pero no pudo evitarlo. Los rostros neutros, cautelosos. Queriendo saber. Queriendo saber por qué aquello había pasado en su familia. La posible vergüenza. Ellos querían los hechos. Detalles íntimos que no eran de la incumbencia de nadie. No podían evitar sospechar… Él suponía que eso era natural. Tal vez debiera incluso perdonárselo.
No. Los odiaba por ello.
De pronto sus padres parecían unos desconocidos, unos refugiados que le habían encasquetado hasta que les llegara a todos el final que les aguardaba, fuera el que fuera. Se metieron en su habitación y cerraron la puerta. A través de la pared oía su conversación amortiguada, aunque no imaginaba lo que podían estar diciéndose. Cuando era niño, su dormitorio quedaba pared con pared con el suyo, y a menudo, por la noche, hablaban hasta muy tarde. George se quedaba dormido intentando descifrar la conversación. Su padre se sentaba en el banco que había a los pies de la cama, se quitaba los zapatos y los calcetines, mientras que su madre ya estaba acostada, algo incorporada, con la cara pringosa, cubierta de crema antiarrugas, el periódico abierto en el regazo. Como padres, habían sido estrictos, rigurosos. Su padre, partidario de la disciplina, usaba el cinturón a veces. George recordaba lo vergonzoso que era aquello.
La habitación estaba limpia, era impersonal, tenía dos camas dobles. Dejó a Franny en una de ellas con toda la delicadeza que pudo, pero la niña se desveló algo alarmada.
¿Papi?
Estoy aquí.
La habitación le despertó la curiosidad durante algunos minutos, la colcha con estampado de cachemir, las cortinas moradas, la alfombra de pelo largo a juego. Se puso de pie en la cama y empezó a saltar. Durante un segundo, allí, suspendida en el aire, una sonrisa le iluminó la cara. Después se puso a cuatro patas como un cachorrito y se acurrucó hecha un ovillo.
Ven aquí, terrón de azúcar. George la abrazó con fuerza.
¿Estás llorando, papi?
Él no pudo responder. Se le saltaban unas lágrimas indómitas, solitarias.
Ella se apartó y abrazó a su conejo de peluche, y se estremeció un poco. Tenía los ojos abiertos, clavados en un punto fijo del otro extremo de la habitación, y él cayó en la cuenta de que Franny no había preguntado por Catherine desde que se habían ido de casa de los Pratt, ni una sola vez. Le parecía raro. Quizá en algún lugar de su cabecita comprendía que su madre no iba a volver.
Él la arropó y le dio un beso en la mejilla. Afortunadamente, se quedó dormida.
George se sentó en la otra cama, contemplándola. Ahora estaban los dos solos. Intentaba pensar. Las cortinas se mecían como fantasmas, movidas por una brisa que no tenía explicación. Descubrió aliviado que era por el calefactor que soplaba debajo. Se acercó a la ventana, ajustó la temperatura en el termostato y miró por ella: el aparcamiento en penumbra, las luces lejanas de la carretera interestatal. Había sido un invierno largo y cruel. Una vez más, empezaba a nevar. Corrió las pesadas cortinas sobre los cristales fríos e hizo desaparecer el mundo exterior, y encendió la tele con el volumen bajo. Terminó un anuncio y empezó el informativo de la noche. Le sorprendió y a la vez no le sorprendió que el asesinato de su mujer fuera la noticia de apertura. Imágenes de la granja, de los cobertizos vacíos, un plano siniestro de los aparatos de ordeño sin usar, una fotografía triste de la casa de la oficina del tasador, con la palabra «embargada» escrita sobre ella, como si se tratara de un precinto policial. Después, un retrato de su mujer, sacado del periódico local, en el que aparecía en la feria de Chosen, una tradición anual para la que se reunía todo el pueblo a comer banderillas de salchichas rebozadas y buñuelos —uno de los pocos elementos igualadores en una localidad en la que la riqueza y la pobreza eran extremas y había poca gente entre la una y la otra—. Catherine salía con unos pantalones de peto, una mejilla pintada con una luna y una estrella, y una expresión angelical, casi infantil. Por último, una imagen de él (la de su carnet de profesor universitario, que parecía más bien la de una ficha policial). No hacía falta ser muy listo para entender lo que pretendían.
Apagó la tele y entró en el baño. La luz era exageradamente intensa, y el extractor de aire rugía. La apagó y observó en la oscuridad. Se lavó las manos y la cara. Sin darse cuenta, contempló su nuevo reflejo: el blanco de los ojos, la curva de los labios, el perfil vago, y le vino a la mente la idea de que estaba empezando a desaparecer.
Se quitó los zapatos y los dejó sobre la alfombra, y se tumbó en la cama totalmente vestido, y se cubrió con la colcha. ¿Qué harían a continuación? ¿Detenerlo? Querían interrogarlo de nuevo. ¿Qué más podía contarles? Había llegado a casa, la había encontrado, había cogido a Franny y había salido pitando de allí. Era evidente que ellos esperaban alguna confesión. Lo había visto muchas veces en películas, y sin saber bien cómo de pronto se vería metido en un furgón, esposado, camino de alguna cárcel. Se daba cuenta de que era algo que podía llegar a suceder. Sorprendentemente dentro del ámbito de la realidad, era algo que le aterraba profundamente. No creía que pudiera soportarlo.
Poco antes de las seis de la mañana oyó que alguien llamaba a la puerta. Su madre estaba ahí plantada, con la bata puesta, cansada, envejecida. Su padre quería hablar con él. Se había pasado la noche despierto, y había llegado a la conclusión de que podían hacer caso omiso de la petición del sheriff Lawton y regresar a Connecticut de inmediato. Su madre hizo hincapié en que, dado que George no sabía nada, otro encuentro en el despacho del sheriff no sería productivo. Una vez que llegaran a Stonington, se pondrían en contacto con un abogado. Todavía era temprano. Les daba tiempo a pasar un momento por la granja a recoger algunas cosas. George podía recoger su coche, y conducirían juntos hasta Connecticut. Antes incluso de que Lawton llegara a su oficina ellos ya habrían abandonado el estado.
Hacía frío, el cielo estaba blanco, el paisaje, vacío de color. Árboles de hoja perenne, campos lejanos y graneros, vacas inmóviles, horizonte sin sol. La casa de Old Farm Road parecía desafiante, revestida de precinto policial.
Mirad, les dijo a sus padres. Siento mucho todo esto. Lo siento mucho.
El padre de George asintió. Lo entendemos, hijo. Lo que ha ocurrido es espantoso. Espantoso.
Ellos esperaron en el coche con Franny mientras George entraba por el porche, como había hecho el día anterior. No se quitó los guantes. Sabía que no debía tocar nada. Ya habían pasado el pincel sobre las superficies en busca de huellas, y todavía quedaba aquel polvillo fino. Ahora aquello era la escena de un crimen, e incluso los objetos más corrientes parecían animados por confabulaciones: una muñeca de plástico manchada de tinta, palmatorias recubiertas de cera, uno de los zapatos azules de su mujer asomando por debajo del sofá. Veía destellos de aquellas cosas mientras atravesaba la sala camino de la escalera, intentando no hacer ruido, como si allí ya hubiera alguien más, como si el intruso fuera él. Se quedó quieto un momento, escuchando. Oía el silbido del viento entre los árboles. Las campanillas de jardín, que eran de Catherine. Estaba sudando. La cara, la nuca. Sintió náuseas, y le pareció que iba a vomitar.
Volvió a mirar la escalera.
Tenía que subir. Tenía que hacerlo.
Agarrándose con fuerza a la barandilla, subió a la planta de arriba y se detuvo brevemente en el rellano. Hacía frío, el aire prácticamente tiritaba de frío. La habitación de su hija era un bastión de inocencia, las paredes pintadas de rosa, los animales de peluche que hacían ostensible su traición, y él captaba una extrañeza horrible, cierta malevolencia perdurable. Quería salir de allí como fuera. Era como si la casa, aquella granja rara, no fuera ni siquiera suya. Pertenecía a aquella gente, a los Hale. Sabía que siempre les pertenecería.
En el armario de Franny encontró una maleta pequeña y la llenó con lo que pudo —ropa, juguetes, muñecos de peluche—, y volvió al rellano. La puerta del dormitorio principal estaba entreabierta, una invitación que no se veía capaz de aceptar. Lo que hizo fue dirigirse a la escalera, mientras oía unas voces fuera. Desde el primer peldaño vio que se habían bajado del coche. Su madre estaba jugando al caballito con su nieta, haciéndola rebotar de una pierna a la otra y le cantaba una canción. Franny tenía la cabeza echada hacia atrás y se reía. A él no le pareció bien, y se molestó. No estaba bien que nadie estuviera contento, ni siquiera su hija, y sabía que Catherine le hubiera recriminado esa conducta «en un momento como este».
Cuando sonó el teléfono, el timbrazo le resultó de una estridencia insólita. ¿Quién podía llamar a esas horas? Consultó el reloj: las siete menos diez. El sonido retumbaba en las habitaciones vacías. Colgaron después de diez tonos.
El silencio parecía estar escuchando.
Entonces algo se agitó al fondo del pasillo. El viento, la luz del sol, un destello malvado… Y a él le vino un pensamiento descabellado: «Es ella. ¡Sí, sí, es ella!». Allí de pie, con el camisón, junto a la puerta del dormitorio, su mano delicada en el tirador, una aureola de luz alrededor de la cabeza. «Déjame que te lo enseñe», casi oyó que le decía. Su mano extendida. «Ven».
En ese instante el mundo quedó en silencio. Una vez más miró fuera de la casa y vio a sus padres, a su hija, y los vio animados, casi frenéticos, pero ya no los oía, y sabía que existían en mundos separados. Y también comprendió lo que se le exigía a él ahora, lo que quería ella, su mujer muerta, y se acercó a tientas hasta la habitación que habían compartido. Pensó que si ella así lo quería, se quitaría la vida. Era lo que se merecía. Por no protegerla, por su impresión equivocada de que ella sería feliz allí, y por todas las demás cosas que había hecho para asegurarse de que nunca llegara a serlo. Entonces sintió algo, como una mano fría en la barbilla, que le obligaba a mirar. Allí estaba, la cama. Se habían llevado las sábanas ensangrentadas, la manta. Ahora solo quedaba el colchón, el cerco de la mancha, un círculo irregular como un lago en un mapa. Volvió a oír el viento, las ramas desnudas de los árboles. Una vez más la distracción de un destello de sol. «Cathy —susurró—, ¿eres tú?».
Conducían juntos, un coche detrás del otro. Franny iba estirada en el asiento de atrás, durmiendo, respirando profundamente. Serían cuatro horas bajo la aguanieve. Tenía que concentrarse, que centrarse. ¿Cómo iba a poder seguir adelante? Toda aquella sangre. Sus brazos pálidos, encantadores, sus muñecas delicadas.
Habían cenado. Ella no había comido nada. Había estado fría, distante. Metió los platos en el fregadero. Los hombros levantados. Lo sé todo, George.
¿Qué?
Sé lo que hiciste.
Echado a perder, pensó. Una vida malgastada.
No puedo quedarme aquí, George. No puedo quedarme contigo. Tengo que irme.
Quiso pegarle, pero en vez de hacerlo dijo: si eso es lo que quieres…
Tú no tienes ni puta idea de lo que quiero.
Él se había lavado las manos una y otra vez.
Había pegado la oreja a la puerta y la había abierto sin hacer ruido. Ella alzó la vista, con el camisón blanco, la piel ya tan pálida, y dejó el cepillo.
Apareció el Estrecho, extenso y negro en el horizonte. Allí, junto a la orilla, no caía aguanieve. Se detuvo al llegar a un repecho, bajó y dio un traspié en la arena, que casi se lo traga. Se levantó y se acercó corriendo a la playa fría, como un hombre en un desierto que por fin ha encontrado agua, vagamente consciente de que sus padres le gritaban. Le parecía casi que aquello era el fin del mundo, y no quedaba nada, ni día ni noche, ni calor ni frío, ni risa ni alegría. Y de allí era él. Pertenecía a esa nada.
Quería sentir algo, el agua en las manos, su olor, el olor a vida, la sal, la luz fría del sol. Lejos, notaba el agua que le subía por las piernas, por las caderas. Límpiame, pensaba. Bautízame.
Tuvieron que tirar de él para que saliera. Mantas. Después, una sopa caliente en un local de carretera después de cambiarse de ropa en el servicio de caballeros.
¿Qué se te ha pasado por la cabeza para meterte en el agua de esa manera?, le preguntó su madre. Ella te va a necesitar, George. Ahora tu propia vida pasa a un segundo plano. «Tú ya no importas —podría haber dicho—. No te lo mereces».
Esperaron en el aparcamiento mientras su padre le compraba un cucurucho a Franny. Los ojos de su madre estaban tan húmedos y eran tan grises como el Estrecho. Como encogida con aquel abrigo que le iba grande, alargó la mano para cogerle la suya, y él notó que dentro de él algo se rompía.
Creen que he sido yo, dijo.
Bueno, pues esa idea no les va a llevar muy lejos.
El viento soplaba con fuerza. Se preguntó qué estaría pensando su madre. Ella alzó la cabeza hacia el sol, que de pronto brillaba con fuerza, y cerró los ojos.
Vivían en una casa tradicional de Nueva Inglaterra, de madera, con sus dos plantas delante y una detrás, en una cala con vistas al mar. De niño, él había tenido varias barcas de vela. Al bajarse todos del coche, él se preguntó vagamente si su vieja Vagabond seguiría en el cobertizo. Tuvo que recordarse a sí mismo que aquella no era una visita como las demás.
Lo dejaron solo. Se instaló en su habitación de infancia, se echó en una de las dos camas individuales, y la tarde trajo la negrura densa de una tormenta. En la cocina, abajo, la radio repetía sus avisos alarmistas: se anunciaba más nieve. Advertencias a los viajeros, etcétera. Oía los pasos sincopados de Franny por toda la casa. Al menos ella estaba bien, pensó. Aunque no conseguía hacerse a la idea de lo que había experimentado; y dudaba que llegara a saberlo alguna vez.
Se quedó un rato adormilado y despertó con el timbrazo del teléfono. Supuso que sería la madre de Catherine, o tal vez su hermana. Más tarde, su padre llamó a la puerta y asomó la cabeza con su cárdigan, vacilante, como si George tuviera una enfermedad contagiosa que no quisiera pillar.
Han llamado preguntando por ti.
¿Lawton?
Su padre asintió. Quieren hablar con Franny.
George negó con la cabeza.
No lo consentiré.
Está bien. Es decisión tuya.
Su padre se quedó allí, observándolo.
No era feliz, dijo George. Conmigo, quiero decir.
Su padre esperaba.
Teníamos problemas.
Aquella información no cambió nada, y de pronto su padre empezó a mostrarse expeditivo.
Me he puesto en contacto con el abogado que sugeriste. Le he enviado un anticipo, y ya se ha puesto en marcha. Nada de lo que dijiste ayer puede ser usado en tu contra en una acusación criminal. En realidad, no tenías por qué haberte sometido a un interrogatorio. Ellos eso no te lo dijeron, claro. Si la policía quiere volver a hablar contigo, tu abogado tendrá que estar presente. Actualmente así está estipulado.
No sabía que se pudiera, dijo George.
Todo es posible con el abogado adecuado. Su padre le dedicó una mirada breve, decidida, y cerró la puerta.
Las horas pasaban lentamente. Era como un inquilino en casa de ellos. Percibía su incertidumbre, notaba que lo juzgaban. Pensaba en ese tiempo, en ese cisma de suspensión, como en su propia versión consagrada del infierno.
Tus abogados vienen de camino, le dijo su madre. Una advertencia. Han aceptado que el funeral se celebre aquí.
Estaba preparando tortitas, y se le habían quemado algunas, nada nuevo. La cocina olía tal como recordaba de su infancia, los restos rescatados de unas tostadas quemadas dejadas sobre la encimera de formica como fósiles, como pruebas de las buenas intenciones de su madre. Le sirvió un café.
¿Cuándo?
En un par de horas.
Está bien, dijo, y le dio un sorbo al café, sin saborearlo. La boca le sabía a goma o a otro residuo tóxico: el miedo. Ver a los padres de Catherine iba a ser difícil, presenciar su dolor. Se puso enfermo de pronto, apartó la taza y se levantó.
Te las he preparado para ti, dijo su madre, levantando el plato de tortitas, ahí de pie, la cara muy blanca, el pelo encrespado y rígido como la pinaza. Eran casi las doce del mediodía y ella todavía iba en camisón, y en un rincón desordenado de la encimera descubrió su vaso de ginebra. ¿No quieres saber dónde está Franny?
Él se lo preguntó con la mirada.
Tu padre se la ha llevado al túnel de lavado de coches. A ti te encantaba.
Sí, dijo, aunque era mentira. Siempre le había dado un poco de miedo aquel hueco de cemento de Library Street, el pasaje largo lleno de aparatos, los malignos tubos aspiradores de color amarillo, la piel tan oscura de los trabajadores.
Necesito tomar un poco de aire, dijo.
Claro.
Su madre parecía devastada, no había otra palabra. Ve a dar un paseo.
Encontró una de sus chaquetas viejas en el armario. Preparándose mentalmente para el frío, bajó por la calle estrecha hasta la playa vacía, desolada. Todos los vecinos se habían ido porque era invierno, y la arena plana se extendía hasta llegar a un agua que era oscura, casi negra. Paseando por la orilla, se metió las manos en los bolsillos, y en uno de ellos encontró un paquete de Camel arrugado, con algunos de aquellos cigarrillos sin filtro que fumaba en la facultad. Encendió uno, le dio una calada profunda. El tabaco sabía a rancio, pero no le importaba. Quería quemarse el pecho. Se habría fumado el paquete entero si hubiera podido. Se dedicó a observar una gaviota que volaba bajo, inspeccionando el agua, la playa. Se elevó hacia el cielo blanco y desapareció.
Una hora más tarde, tal vez dos, oyó un coche, y la voz aguda de su suegra: ¡Frances Clare, pero mira cómo has crecido!
Él se quedó ahí, delante del espejo, abrochándose el botón del cuello de la camisa, y después se la alisó, intentando no mirarse a la cara.
Bajó. Su madre había sentado a Franny a la mesa de la cocina, y la había puesto a colorear algo. La observaba con atención, como si en el papel hubiera de aparecer alguna revelación significativa, cuando de hecho lo único que la niña había dibujado eran unas flores.
Qué dibujo tan bonito, Franny.
Estoy pintando margaritas.
Apretaba mucho, dibujando unos palotes de cera muy gruesos que eran hojas de hierba.
¿A que es bonito?, dijo su madre. Levantó la vista para mirarlo, valorándolo, o admirándolo, no sabía cuál de las dos cosas, y supo que no importaba. Su madre estaba de su parte, pasara lo que pasara.
Están ahí dentro, con tu padre, dijo.
Cuando entró en el salón, todos se callaron. Rose y Keith estaban sentados en el sofá, y lo miraron sin dar muestras de reconocerlo, como desconocidos que esperaran un autobús. Sin decir nada George se agachó y le dio un beso a su suegra, y le estrechó la mano a su marido.
Rose se levantó para abrazarlo, y cuando lo hizo él la notó temblorosa.
¿Qué ha pasado, George? ¿Qué le ha pasado a nuestra Cathy?
Ojalá lo supiera.
Los ojos de Rose se llenaron de lágrimas.
¿Quién ha podido hacer algo así?
Bueno, claro, intentan culparme a mí, dijo George.
Rose parpadeó, apartó la mirada. Todo su cuerpo pareció contraerse, y él retiró las manos mientras ella volvía a hundirse en el sofá.
No sé qué pasó, les dijo. No sé más que vosotros.
Es algo espantoso, dijo ella, sin dirigirse a nadie en concreto. Espantoso.
¿Quieres que te traiga algo?
No gracias. Solo quiero que te sientes aquí.
Para alivio de George, Franny entró en el salón con el dibujo.
Mira mi dibujo, abuelita Rose.
Pero bueno, estás hecha toda una pintora, ¿a que sí? Ven a sentarte en las rodillas de la abuela. Subió a la niña en brazos. Y dime, ¿adónde ha ido a parar mi beso? ¿Has cogido mi beso?
Franny negó con la cabeza y le enseñó las manos vacías.
No lo tengo.
¿Está en el bolsillo?
¡Yo no tengo bolsillos!
¿Está en tu zapato? Seguro que sí.
Franny se echó en el suelo, se quitó un zapato y lo sacudió con fuerza. Aquí está, dijo gritando. Cayó como una piedrecita. Ella lo sostuvo en la mano para que su abuela lo viera.
¡Ah! ¡Lo sabía!
Cógelo tú, le dijo Franny.
Pónmelo aquí, le dijo Rose echándose hacia delante.
Franny acarició la mejilla de su abuela, y Rose la abrazó con fuerza.
Por el amor de Dios, este es el mejor beso de todo el mundo, sí señor.
La nieve se convirtió en lluvia. Estaban juntos, sentados, y la luz fría entraba a través del ventanal. Su padre estaba viendo un partido de baloncesto, de equipos universitarios. De manera intermitente, la sala se inundaba de vítores. George se estaba tomando una copa pequeña de ginebra. Poco después de la media parte, un coche aparcó en el camino de gravilla.
Esta es Agnes, dijo su suegra.
Ya voy yo.
George se fue hacia la puerta, alegrándose de tener algo que hacer, y vio que su cuñada y su marido se bajaban del coche. Agnes, que volvía a estar embarazada, ya había engordado. Paul llevaba una bandeja con comida envuelta en un plástico, y cuando llegó al camino de la entrada agarró a su mujer por el brazo.
Agnes, dijo George, y le dio un beso en la mejilla.
Parecía que los ojos le escocían.
¿Cómo es posible?
No tengo respuesta para eso.
La abrazó un momento, sin apretar mucho, sin afectación. Era más baja que Catherine, de hombros algo hundidos, más compacta. Ella se apartó y se secó los ojos, y su marido entró en casa.
Hola, Paul, le dijo él, estrechándole la mano.
Lamento mucho tu pérdida.
Espera, que te cojo esto. Entrad los dos.
Todos bebieron mucho. Una y otra vez, a Rose la vencía la emoción. Alguien fue a buscar pastillas y agua. Intentaban mantener la compostura por el bien de Franny, pero su entusiasmo impostado la confundía, y la niña protestaba, y lloraba, y se retorcía entre sus brazos.
Ahora, a dormir un poco, cachorrilla.
Cuando él la levantó en brazos, ella se rio y chilló y pataleó un poco.
No, papá. Aún no.
Él la dejó en una de las camas individuales de la habitación de invitados, y la cubrió con la manta hasta la barbilla.
¿Tienes frío?
¿Dónde está mamá?
La pregunta lo alarmó, e intentó disimularlo.
Está en el cielo, con Dios, cariño. ¿Te acuerdas de lo que te contaba mamá?
Dios vive en el cielo.
Eso.
Pero yo quiero que venga, papá.
Puedes susurrarle. Tú susúrrale cosas y ella te oirá.
Ella miró hacia el techo.
¿Ahí arriba?
Sí, ahí arriba.
Le besó la frente. Ella lo miró, y él la abrazó. Ella se apretó con fuerza contra él.
Mamá está contigo, Franny. Está contigo a cada minuto. ¿De acuerdo?
Franny se dio la vuelta y cerró los ojos. Él se quedó un momento ahí sentado, observándola. Notó que había alguien junto a la puerta, y al volverse se encontró con los ojos de su madre. Al momento se sintió vigilado, cohibido. Ahora ella era su guardiana, pensó mientras se unía a ella en el rellano.
¿Ha dicho algo?
No.
Ella lo miró duramente.
Es que no puedo dejar de preguntármelo. Se pasaba el día en esa casa.
Lo sé.
Poco convencida, meneó la cabeza.
Debió de ver algo.
Tal vez no lo sepamos nunca.
Con eso no basta. ¿Y el niño ese? No sé si él pudo tener algo que ver.
Es solo un niño, mamá.
Nunca se sabe. Con los niños, hoy en día… Es otro mundo.
Él aspiró hondo. ¿Qué podía decirle?
Lo siento, mamá, dijo al fin.
Ella lo miró extrañada, como si intentara determinar qué había querido decir.
Ya lo sé, hijo. Ya lo sé.
A media tarde, Agnes le dijo que quería hablar con él. George se llevó los cigarrillos de su madre y se fue con ella. El paraguas que los cubría a los dos lo llevaba él. Durante un tiempo breve, al terminar la universidad, Agnes había vivido con ellos en la ciudad. Había llegado a conocerla, y lo único que le quedaba claro de su cuñada era que tendía a ceder. Aceptaba las cosas tal como eran, tanto en su trabajo como en sus relaciones. A él le parecía que su marido era un muermo. Notaba que Agnes había admirado a su hermana, pero nunca se lo había dicho, algo que tal vez no era tan raro. Quizá entre hermanas fuera así.
El invierno en el Estrecho ofrecía una disolución lúgubre del color. Estaban ahí de pie, mirando el agua. Él encendió un cigarrillo.
Quiero que sepas que puedes confiar en mí, le dijo ella.
Está bien, dijo él. Eso está bien. Te lo agradezco.
Quiero decir con todo.
George asintió con la cabeza.
Sé que tú no has tenido nada que ver con esto.
No sé qué decir, Agnes.
Ni me imagino por lo que debes estar pasando.
Es muy difícil.
Ella le apoyó una mano en el brazo y le dio un beso en la mejilla, y a él le llegó el olor del perfume que se había puesto esa mañana. Chanel n.º 5, el mismo que su mujer usaba desde que iba a la universidad, y George se preguntó si habría sido algo deliberado. En ese momento Agnes le parecía una perfecta y completa desconocida. Le pasó por la mente la idea de que casi no conocía a aquellas personas. Y sin duda ellos no lo conocían a él. Habían llegado ya a sus propias conclusiones sobre el asesinato de su mujer. Y, como buen yerno, él las había consentido, aceptando la resignación estoica del acusado.
El lunes por la mañana, horas antes del funeral, la policía vino a husmear. Su padre los había visto en el pueblo, descaradamente forasteros. Un par de equipos con cámaras aparcaron al fondo de su calle, a la espera de captar una imagen suya. También estaban en el cementerio. George y los demás lo vieron aquella noche en las noticias locales: las dos familias de pie junto a la tumba. Sus rostros. La distorsión de la tristeza.
La tarde siguiente, dos de los lacayos de Lawton llamaron a la puerta. George estaba arriba, en su habitación, intentando descansar. Oyó que su madre los hacía pasar. Sus voces inundaban todo el salón, como si quisieran que él oyera todas y cada una de las palabras que pronunciaban.
No lo interrogarán si no es en presencia de su abogado, les dijo su madre.
Está bien, replicó uno de ello. Eso lo entendemos. Pero dígale a su hijo que tenemos una investigación de la que hacernos cargo. Nos sería de ayuda hablar con él. Conocía a su mujer mejor que cualquiera de nosotros. Sin duda nos sería de gran utilidad.
Su madre dijo algo que él no oyó, y se fueron. Desde la ventana de su habitación los vio bajar hasta la playa. El viento hinchaba sus chaquetas, y ellos se quedaron un rato en la orilla. Uno de ellos recogió un poco de arena con una mano y empezó a moverla en ella como si fuera un puñado de monedas. Su compañero dijo algo y se rio, y los dos miraron hacia su ventana. Pillado in fraganti, George se retiró un poco y dejó caer la cortina sobre el cristal.
Una semana después, más o menos, volvió en coche a Chosen para recoger algunas pertenencias —su libreta bancaria, una chequera, las joyas de su mujer—. Una vez ella le había explicado que, para esconder algo, el truco está en ponerlo totalmente a la vista. Su padre se había ofrecido a acompañarlo, pero tenía que hacerlo él solo. Necesitaba estar solo en esa casa, con ella.
Emprendió en silencio el trayecto de tres horas. En la libertad de su coche, se permitió pensar en la niña, en cómo lo había mirado aquella última vez.
Finalmente llegó al camino de entrada de su casa, donde temía que algún observador invisible pudiera estar espiándolo. Buscó con la mirada entre los árboles, en los campos que quedaban más allá, pero no vio a nadie. La casa parecía abandonada. Al bajarse del coche, se dio cuenta de que estaba asustado. Tenía la boca seca y le dolía la cabeza. Se recordó a sí mismo que allí tenía historia, y que parte de esa historia había sido buena.
La policía había entrado en la casa y se había ido. La casa se notaba usada, pisoteada por desconocidos. La que había sido su habitación se veía desnuda. Había entrado alguien a limpiar la sangre. En las paredes ya no la había. No sabía quién podía haberlo hecho, si se trataba de un trabajo especializado. Se quedó frente a la cama, bajó la vista en dirección al espacio que ocupaba su mujer. En un impulso, agarró el colchón y lo levantó y lo sacó al rellano, y lo bajó por la escalera y lo sacó por la puerta delantera, sudando, maldiciendo. Lo arrastró hasta el campo, sobre el hielo y la nieve, y lo dejó ahí, sobre el suelo. Después se metió en el granero a buscar gasolina. La lata no estaba llena, pero había suficiente, y la echó sobre el colchón. Bastó con una cerilla.
Y se quedó ahí de pie, viendo cómo ardía.