COSAS OÍDAS Y VISTAS

1

Aquellas últimas semanas de noviembre el tiempo era cada vez más desapacible, y el cielo, de un gris opresivo. La nieve se acumulaba sobre la mesa de cristal y las sillas metálicas del patio. El camino estrecho se conservaba prístino como el glaseado de un pastel, salvo por los rastros intermitentes de ciervos y conejos, y las luces estaban apagadas en las grandes casas de Chosen. Allí solo resistían los curtidos autóctonos y la gente del pueblo. Ahora ella también lo era.

Se fueron a Connecticut a celebrar Acción de Gracias. Sus suegros daban un cóctel para amigos íntimos, las mujeres iban con vestidos de colores vivos y zapatos de tacón a juego, y los hombres llevaban pantalones de cuadros y blazers. Todos fumaban mucho. El salón estaba cubierto de una neblina como de tul. A través del gran ventanal se veía el agua, la playa plana, desnuda. A ella le habría gustado salir a tomar el aire, lejos de aquella gente, pero pensarían que era una maleducada. Los padres de George la intimidaban. Bajo su ancha diadema de tela, la madre miraba a Catherine como si no estuviera ni mucho menos a su altura. En todo caso, era un gesto que no podía sorprenderla, porque George hacía lo mismo.

Al principio, su madre había hecho los cálculos y había llegado a ver el matrimonio de su único hijo bajo una nueva luz. El pobre George se había comportado como un caballero, había hecho lo que debía cristianamente. Después, cuando ya estaban casados, todos iban juntos a la iglesia. Recordaba a George en el asiento trasero del Mercedes de su padre, de nuevo un niño con su traje demasiado entallado, la corbata torcida, alejado de ella, separado, mientras ella intentaba mantener una conversación con su madre, perfumada de gardenia. Después de misa, junto a él, en el aparcamiento, al lado de varios amigos de sus padres, ella se sentía cohibida con su vestido barato de premamá y sus zapatos planos, gastados. Ese vestido que finalmente se había comprado en Penney’s se veía de mala calidad, y habría hecho bien en ahorrarse el dinero y en hacerse uno ella misma. La iglesia elegante de sus suegros y su bondad estratégica le resultaban siempre desagradables. Para ella, la religión era una cuestión discreta. Su fe era cosa suya. Dios era su confidente, su esperanza. A Sus ojos, ella era ella misma, nada más y nada menos. Era la persona que George no vería nunca.

Había llegado a darse cuenta de que se trataba de cuestiones complejas. Con George no podía hablar de su fe, porque sabía que se burlaría de ella y la haría sentir como una tonta, lo que no dejaba de resultar irónico, porque la fe era lo único que hacía que ella siguiera casada con él.

 

Su risa la devolvió al salón. Estaban contando anécdotas de cuando George era pequeño. Se reían de él. Era algo con lo que su familia disfrutaba, ridiculizar a su hijo para divertirse. Estaban hablando de que cuando iba al instituto idolatraba a su primo Henri, que había resultado ser un homosexual rematado, y ellos no sabían qué había sido peor para sus padres, que se hubiera ahogado o haber descubierto que era gay. Ella se fijó en la cara de George, por una vez teñida de vergüenza, y sintió lástima de que se hubiera criado allí, con aquella gente horrible y cruel.

Henri hacía unos cuadritos pequeños, extraordinarios, dijo su madre. Tenía bastante talento.

Describió los lienzos de pequeñas dimensiones que había pintado el verano anterior a su muerte, escenas de costa: una playa rocosa, un barco de vela de casco verde, el faro de la punta, unas águilas pescadoras en la marisma, un cobertizo abandonado con la pintura amarilla desconchada. En aquella época, una galería de arte mostró interés por exponerlos, pero al parecer habían desaparecido. Aunque sus padres habían puesto la casa patas arriba, nunca los encontraron.

A la mañana siguiente, desayunaron tarde en el comedor. Catherine cuidaba de Franny, se aseguraba de que no manchara las sillas nuevas de su suegra. Derrochaban atenciones con la niña, pero eran unas atenciones abrasivas, sarcásticas, alimentadas por los cócteles Mimosa de su suegro. Franny se quejaba y seguía a lo suyo, se frotaba los ojos, hacía mohínes. Todos lo atribuían a que estaba cansada («sobreestimulada» era la palabra que usaba su suegra), y Catherine estaba impaciente por montarse en el coche.

Emprendieron el viaje de regreso cuando ya llovía, y durante el primer tramo reseguían la línea de la costa. El agua se veía gris, y el viento levantaba la arena. Aquel paisaje desolado la entristecía.

Perdona por mis padres, dijo él. Incluso George parecía deprimido.

No pasa nada.

Pueden ser muy difíciles, por no decir otra cosa.

Debió de resultarte duro criarte aquí.

Lo fue, admitió él en voz baja, y ella lamentó su manera de tratarlo, de juzgarlo siempre, de pensar lo peor de él. Alargó la mano y le tomó un momento la suya, y él la miró sin emoción antes de concentrarse de nuevo en la carretera.

Cuando llegaron, él salió un rato a correr. A ella le parecía que era algo que le hacía bien, que le permitía liberar tensiones. Dejó a Franny ver un rato la tele y ella se preparó un té. Se fue al salón y retomó la calceta. Llevaba un tiempo tejiéndole un jersey a Franny, con dos renos frente a un paisaje azul profundo salpicado de estrellas. Había encontrado unos botones de madera maravillosos. Se lo regalaría por Navidad.

 

Ese lunes por la mañana empezó como cualquier otro. Franny entró corriendo en su dormitorio para despertarla, se subió a la cama y la abrazó. Mientras George se duchaba, Catherine hizo la cama y recogió sus calcetines sucios. Fue entonces cuando vio el libro en la mesilla de noche, los poemas de Keats con una pluma a modo de punto en uno de ellos que se titulaba «Las estaciones humanas».

¿Desde cuándo lees poesía?

¿Qué? Él estaba ahí de pie, con la toalla envuelta a la cintura. Desde que corría estaba más fuerte, más fibrado. No es para ti, parecían decir sus ojos. Ah, eso, dijo. Lo he sacado de la biblioteca.

Pues ya tendrías que haberlo devuelto.

Él estaba a punto de quitárselo, pero ella se aferraba e él.

Ya lo devuelvo yo, dijo ella. Franny y yo vamos a ir esta mañana.

Después del desayuno, enfundó a la niña en su abriguito de color marrón claro y le puso el gorro de su suegra y le ató los cordones de los zapatos y le limpió los dedos, pegajosos de mermelada. Agradeció la tranquilidad del coche, la certeza de que su hija estaba, durante unos preciosos minutos, en un solo sitio, mirando, conformada, por la ventanilla. Pasaban por campos con vacas, caballos, graneros. El sol perforaba el cielo gris, metálico.

Al llegar al pueblo dobló en School Street y aparcó en el espacio reservado que quedaba detrás de la biblioteca, con la esperanza de que hubiera otros niños con los que Franny pudiera jugar. Por lo general, a esa hora siempre había alguien, y ella había llegado a conocer a otras madres jóvenes, casi todas esposas de obreros de la construcción o de hombres que trabajaban en la fábrica de plásticos, aunque parecía difícil hablar con ellas de algo que no fueran los niños. Antes de bajarse del coche se miró en el retrovisor, siguiendo una vieja costumbre. Con todo, la cara que le devolvía el espejo parecía distinta. Se cepilló el pelo violentamente, como para librarse de la sospecha de que había algo que no iba bien, que la estaban engañando.

Por Franny, se pintó los labios y puso su voz de mamá contenta, abrió la puerta y la sacó del asiento, y la llevó de la mano. Con el bolso de los libros al hombro, atravesaron el aparcamiento, y mientras lo hacían ella iba sonriendo a las mujeres con las que se encontraban. Cuando llegaron dentro, se sintió algo mejor.

¿Puedo entrar, mamá?

Adelante, cielo.

La sala dedicada a los niños tenía una casa de muñecas espléndida, réplica de una granja no muy distinta a la suya, amueblada con versiones en miniatura de piezas coloniales: camas con dosel, tocadores Chippendale, incluso unas sillas Windsor. Había unas lucecitas diminutas en las habitaciones, y la mesa estaba puesta con vajilla y cubertería. Franny podría haberse pasado horas allí metida, cambiando de sitio a los miembros de la familia, tótems de goma de la felicidad doméstica. De manera imprecisa, Catherine se planteó qué clase de influencia tenían George y ella en la imaginación de su hija. Al menos hacían ver que se querían cuando su hija estaba delante. Tal vez eso fuera lo único que importaba.

Una vez que vio que Franny estaba totalmente entregada, Catherine se acercó a la mesa de préstamos para devolver el libro de George y pagar la multa. La bibliotecaria se caló las gafas bifocales sobre la nariz y frunció el ceño.

Debe de haber un error, dijo. Este libro no figura en la tarjeta de su esposo.

¿En serio?

La mujer volvió a comprobarlo y asintió, y se quitó las gafas, que estaban sujetas con un cordón y reposaron sobre su pecho. Con la misma atención, escrutó el rostro demacrado de Catherine, los cercos oscuros bajo los ojos, la alianza de oro. Pareció tomar una decisión y le dio la vuelta al libro de entradas para que Catherine pudiera verlo.

Aquí tiene, dijo. Mírelo usted misma.

Al acercárselo más, Catherine se dio cuenta de que la bibliotecaria le estaba haciendo un favor, que quería que lo supiese.

Como ve, le aclaró, este no es el nombre de su esposo.

El libro había sido recibido en préstamo por una tal Willis Howell.

Qué raro, balbuceó Catherine. No sé quién…

Es unisex, dijo la mujer deliberadamente.

¿Cómo dice?

Ese nombre tanto puede ser de hombre como de mujer. Pero en este caso es una mujer. Y bastante joven, añadiría yo. Trabaja en el restaurante Black Sheep. Una vez nos tocó de camarera… ¡Y no nos trajo el postre!

La bibliotecaria volvió a darle la vuelta al libro de entradas y observó a Catherine, y tal vez porque le daba pena añadió: Estoy segura de que hay una explicación razonable. En todo caso, no tiene por qué pagar la multa. Es quien tiene el libro en préstamo el que debe pagar.

El énfasis que puso en la palabra «pagar» llevó a Catherine a entender lo que tenía a su alcance, pero no reveló nada porque quería disipar toda posibilidad de escándalo y porque sabía que, este, como un perfume barato, podía impregnarlo todo.

Franny no quería irse todavía, claro. Le dio una pataleta, con la que exteriorizaba la tormenta que se estaba gestando en el interior de su madre, que tuvo que llevársela del edificio. Los desconocidos la observaban mientras forcejeaba con la niña, que gritaba y lloraba mientras la metía en el coche. Catherine arrancó, las ruedas chirriaron, adelantó a varios coches y dobló en Shaker Road. Pasó deprisa por delante del restaurante, con su jardín y su césped impecables, llamativos. Detrás había un establo alargado, reconvertido en una especie de dormitorio para el personal auxiliar. Aparcó a un lado de la carretera y se quedó ahí sentada unos momentos, pensando. No tenía ninguna prueba de que hubiera pasado nada. Pensó que era muy posible que estuviera exagerando. En cualquier caso, no tenía nada de malo entrar a echar un vistazo, pensó. Llevaría consigo a Franny a modo de amuleto de la suerte.

El establo estaba en silencio, oscuro y desierto. En el corral vio a un joven que trabajaba con un caballo, que hacía chasquear un látigo muy largo mientras el animal corría en círculos. Cogió en brazos a la niña y subió por la escalera hasta un pasillo lleno de puertas. Franny lo observaba todo boquiabierta, fascinada. Abrió una de las puertas, pero constató que se trataba claramente del dormitorio de un hombre: unas botas grandes de trabajo bajo la cama, una manta gris de lana enrollada a los pies. Más adelante había otra puerta, y atada del tirador colgaba una cinta negra.

Llamó. No le respondió nadie.

Como la otra, esta tampoco estaba cerrada con llave, y en la habitación no había nadie. Austera, monacal, pensó. Sobre la cama, impecablemente hecha, un casco de montar, una vara y unos guantes de cuero pequeños. Sobre una mesa cuadrada había un cuaderno de espiral en el que la chica había garabateado, con caligrafía corrida, varias versiones de su nombre a las que había añadido un arco iris y unos corazones que eran como lágrimas negras. Asqueada por aquellos detalles adolescentes, Catherine cogió la fotografía enmarcada de la chica con su madre, y se dio cuenta de que la tenía vista del pueblo.

La amiga de papá, dijo Franny en tono alegre.

Cada vez más desesperada, decidió acercarse a casa de Justine, y el vaivén del coche sirvió para que Franny se quedara dormida. Enfiló el camino de tierra: parecía que había alguien en la casa. Se bajó del coche enseguida y se acercó a la puerta mientras un gallo antipático le seguía los talones. Llamó con los nudillos en el cristal, pero no veía a nadie dentro.

¿Justine?, dijo mientras entraba.

Del dormitorio le llegaba una música, alguna pieza clásica, tal vez Brahms. Uno de los gatos se bajó de repente de la encimera y la sobresaltó. El olor a café. Una olla de sopa hirviendo en los fogones.

Como una intrusa, se adentró en el pasillo. Al acercarse al dormitorio los entrevió, en la cama, desnudos, haciendo el amor. Justine estaba subida encima de Bram, a horcajadas sobre sus caderas, y él le agarraba las nalgas blancas, redondas, con sus manos cuadradas. El placer que sentían era evidente, imperioso.

Sin hacer ruido, con el corazón latiéndole con fuerza, salió de allí de inmediato.

Por suerte, Franny seguía dormida. Catherine arrancó y llegó a la carretera principal. Era mediodía y el sol brillaba con fuerza. De pronto le pareció absurdo regresar a casa. Condujo un rato por el pueblo, que no tenía nada que ver con ella, en absoluto. Empezó a llorar, sollozos estridentes que ascendían de lo que parecía ser lo más hondo de su alma. Tuvo que parar el coche. El amor verdadero no se podía disfrazar, pensó, y de pronto comprendió todo lo que ella no tenía.

2

No era un trabajo fácil, pero ella lo amaba. Y era el amor lo que la hacía trabajar. También era el amor lo que la hacía levantarse cada mañana, caminar sobre el suelo frío, vestirse, en aquella época del año, con leotardos y pantalones, y con el chaquetón viejo de Bram y calzarse las botas de trabajo embarradas, que tenían los cordones rotos y que la llevaban por el camino helado hasta el establo. Y era el amor lo que hacía que los animales no dejaran nunca de dar. Cuando trabajabas con lana el amor de tu lugar más recóndito corría a través de tus dedos, un amor que regalabas a mano a los desconocidos. Tapices bastos que colgaban de sus hombros, raíces frondosas, musgosas, retorcidas, marrones, arroyos negros, congelados. Sol naciente. Suaves colinas y cascadas, emboscadas de matorrales, bayas de acebo. Porque lo que hacía —cada bufanda, cada manta, cada tapiz— era para ella una ofrenda de amor: a cambio de lo que tenía, por lo que veía a su alrededor, la belleza de la tierra y el cielo.

Era conocida por su trabajo. Había gente importante que llevaba sus piezas, incluso el famoso escultor que se paseaba por Nueva York del brazo de su amante, protegiéndose del viento envuelto en una cazadora azul y gris. No había dos piezas iguales. No era solo por la lana. En realidad todo tenía que ver con los tintes. Ella usaba las mismas técnicas que se habían mantenido durante siglos, y era el tinte, y el encaje disonante de colores y texturas, lo que distinguía su trabajo.

La gente le decía que una bufanda Sokolov se identificaba siempre, así que cuando vio a aquella chica en el aparcamiento del Agway lo tuvo claro: llevaba una prenda suya. Le pareció que el color era realmente extraordinario: rojo cochinilla con un punto ferruginoso que evocaba el púrpura onírico de un cielo al ocaso. El color hacía resaltar los encantadores ojos oscuros de la joven, que en ese momento cargaba un saco de pienso en la parte trasera de una camioneta que llevaba el logotipo del restaurante Black Sheep dibujado en las puertas, antes de montarse en el asiento del copiloto.

No fue hasta mucho más tarde cuando Justine se acordó de aquella bufanda en concreto, y del hombre que la había comprado como regalo para su nueva secretaria. Le había dicho que, teniendo en cuenta las circunstancias algo peculiares de su ascenso, quería empezar con buen pie.

3

El martes, George almorzó con Justine en su mesa de siempre. Ella llevaba un chal sobre los hombros, y los hilos negros de los flecos se le metían en la sopa cuando comía. Pero ella no parecía darse cuenta.

¿Qué tal te trata el comando?

¿Te refieres a Edith? Sonrió. La señorita Hodge es bastante eficiente.

¿Qué le ha parecido la bufanda?

George le dio un bocado al sándwich y tragó.

Le ha gustado mucho.

Justine dejó escapar un sonido que era como si se hubiera destapado algo y escapara el aire. Meneó la cabeza y sonrió, asombrada.

Tengo algo que decirte.

¿Qué?

Aquí no, dijo ella, secándose la boca con el dorso de la mano. Más tarde. No te lo puedes perder.

Quedaron en verse en el despacho de George a las cinco. La clase de la tarde avanzaba despacio, el tema se adentraba en abstracciones, y las caras de palo de sus alumnos los delataban: no se estaban enterando de nada. Pues muy bien, pensó. Los dejó salir antes de hora para compensar.

Edith ya se iba cuando él entró en el departamento.

Tiene un mensaje, le informó. De un tal Shelby.

George negó con la cabeza.

No me suena.

Warren, creo. Me parece que debería ponerse en contacto con él. Ha dicho que era un asunto importante.

«Un asunto importante».

Le he dejado el número de teléfono en su despacho.

Vio la nota de papel rosa ahí encima. Oyó que los pasos de Edith se perdían en el pasillo, y entonces arrugó el papel y lo echó a la papelera.

Cuando Justine se presentó al fin en su despacho ya era casi de noche. Eran las cinco de la tarde, y los últimos rayos de sol se colaban entre los árboles. El río estaba casi congelado, y era del color del asfalto.

Hola, Justine.

La verdad es que nos has engañado a todos, George.

No sé de qué hablas.

¿De qué vas? Su tono de voz parecía hostil.

Él consultó la hora.

No tengo mucho tiempo.

Ah, ¿tienes planes, George? ¿Tienes que volver a casa con tu mujer?

A juzgar por la expresión de su cara, aquella era una pregunta retórica. Se dijo que, con una mujer como Justine, la única solución era sacarla de sus casillas. Ya debería de haberlo hecho antes.

¿A qué viene todo esto, Justine?

Ella suspiró, al parecer desconcertada.

¿Por qué se casa la gente?

Por los hijos, aventuró él jovialmente, dando por sentado que estaba a punto de llegar a la cuestión.

Pues yo estoy casada y no los tengo. Tal vez algún día. No lo sé. No estoy segura. Pero yo estoy casada por amor.

En ese caso eres una optimista.

El amor es lo único que importa.

Justine, dijo él. ¿Qué ocurre?

Esa chica. La vi.

Me temo que no te si…

Llevaba una de mis bufandas. La que compraste para Edith. No te molestes en negarlo. La miré una sola vez y lo supe.

Él rebuscó entre su lista preparada de excusas, pero no era fácil mentirle a Justine.

Ya había oído rumores, pero suponía que estabas por encima de esas cosas. Esto es un pueblo, George. La gente habla.

Pues que hable. Eso es algo que a los necios se les da bien.

Eres muy desagradable.

Cálmate, Justine. Abrió el cajón y sacó la botella de bourbon. Lo sirvió en dos vasos.

¿Quién es ella?

Nadie. Una chica que conocí, eso es todo.

Le dio un sorbo a su vaso, pero Justine no tocó el suyo.

¿Qué está pasando?

Nada.

Me cuesta creerlo.

Se te ve muy interesada, Justine.

Me preocupo por Catherine. Es buena amiga mía.

Sí, eso lo has dejado muy claro.

¿Qué quieres decir con eso, George?

Quiero decir que deberías meterte en tus putos asuntos.

¿Eso es lo que quieres? Justine se levantó. Porque soy muy capaz de hacerlo. Y muy contenta, además.

Hizo ademán de irse, pero él la agarró del brazo, y ella torció el gesto. Él cerró la puerta y la empujó contra ella y le tiró del pelo, que se le enredaba entre los dedos, y le pasó las manos por todo el cuerpo. Sin saber bien cómo, ella consiguió zafarse con el gesto de quien ha sido atacado en su moral.

Esto lo vas a lamentar, dijo ella recogiendo el bolso antes de salir corriendo.

Él fue tras ella por el largo pasillo.

Pero ella aceleró el paso, decidida a escapar, en un galope estridente con aquellos botines suyos, escaleras abajo.

¡Justine! ¿De qué huyes?

Ahora estaban los dos en el aparcamiento, y él pensó que en un periodo de tiempo muy corto se habían convertido en perfectos desconocidos la una para el otro.

Justine, dijo.

Déjame en paz.

Él la observaba mientras ella agitaba las llaves, hasta que por fin se metió en el coche. Despacio, casi metódicamente, él se acercó al suyo y arrancó. Ella era una conductora prudente, y él no tardó en darle alcance. Se incorporó a la carretera principal, camino de casa, y él decidió seguirla. Le veía los ojos fijándose intermitentemente en el retrovisor, con cara de pánico. Eso le indignó: aquella mujer no estaba entendiendo nada. Si parara el coche un momento, él se lo explicaría todo. Pisó a fondo el acelerador, pegándose mucho al maletero de su coche hasta rozar el guardabarros. Ella volvió a mirarlo por el espejo, con las fosas nasales dilatadas, pero el gesto resultaba cómico y él no pudo evitar una sonrisa. Era como si estuvieran jugando a un juego. Por la carretera desierta ella iba a ciento diez, a ciento treinta, seguramente más rápido de lo que había conducido nunca, y él la seguía muy de cerca, le susurraba, Justine, pero qué gilipollas eres, joder. Qué puta gilipollas…

No tenía presente aquella curva (apareció tan de pronto), y frenó a fondo y vio que ella chocaba contra el guardarraíl, saltaba por encima y caía al barranco. El coche dio varias vueltas de campana mientras descendía por la ladera.

Él paró, se bajó del coche y contempló la espectacular caída. Unos faros encendidos le iluminaron la espalda. Otro coche se detuvo en el arcén. Un hombre gritó: ¿Qué ha ocurrido?

No lo sé, dijo George. Se han salido de la carretera.

Tal vez iría borracho.

Voy a avisar a alguien, dijo George. Hay una gasolinera más abajo.

Y eso fue lo que hizo. Desde la cabina de la gasolinera Texaco llamó a la policía y contó lo que había visto, y les dijo que sería mejor que enviaran una ambulancia. Ellos le pidieron que esperara sin colgar, para poder tomar nota de su nombre y otros datos. Él colgó.

 

Recibieron la llamada en plena noche. George identificó la voz de Bram al otro lado de la línea. Catherine estaba sentada al borde de la cama, dándole la espalda, como si él no se mereciera conocer la noticia. Colgó y se quedó ahí sentada mucho rato, como haciendo acopio de fuerzas para pronunciar las palabras.

Es Justine.

¿Qué? ¿Qué le pasa?

Ha tenido un accidente. Está en coma.

A la mañana siguiente fueron al hospital. No les permitieron verla, pero Bram salió y bajaron a la cafetería que quedaba enfrente, y desayunaron con él. No sabía por qué, pero tenía hambre, y pidió huevos fritos, bollos, salchichas e incluso unos cereales.

No era propio de ella conducir deprisa, comentó Bram. Por eso precisamente le encantaba el viejo Volvo, porque si pasabas de cien ya empezaba a vibrar por todas partes. Sonrió, meneando la cabeza. Yo intentaba convencerla para que se comprara un coche nuevo, pero ella se negaba, decía que le encantaba el familiar antiguo, que tenía un blanco ya muy sucio. Era el coche de su madre. Le ha salvado la vida.

Les explicó que, aunque saliera del coma, tal vez no pudiera volver a caminar. Habrá que verlo, dijo. No lo saben. Es demasiado pronto para saberlo.

Si Dios quiere se pondrá bien, dijo Catherine. Rezaré por ella.

Sí, tú hazlo, pensó George.

Se acercó a la caja y pagó la cuenta. Ya en el vestíbulo, se despidió de Bram con un apretón de manos. Lo que necesites, pídenoslo. Tú dinos qué podemos hacer.

Aquella misma tarde se fue en coche a Albany, al Sears, y le compró un lavavajillas a su mujer. Escogió el modelo más barato que tenían y pagó el transporte, y le pidió al dependiente que le pusieran un lazo rojo a la caja. Le explicó que ese año su mujer iba a tener lo que quería por Navidad.

4

Llovió toda la tarde. Ella se quedó en el sofá, viendo dibujos animados con Franny, tapadas las dos con la manta. Sentía el cuerpo pesado, tenso, como si estuviera enferma. Cuando oyó su coche, ni siquiera se movió. Se quedó donde estaba. Le parecía raro pensar que Franny podía protegerla, pero así se sentía.

George apareció en el quicio de la puerta. Había algo de loco en su cara.

Tengo que hablar contigo, le dijo.

Entraron en la cocina. Él se sentó a la mesa y le cogió la mano.

He cometido un error, le dijo. No parecía arrepentido.

Ella seguía ahí sentada, esperando.

Hay una chica, Willis Howell.

Ella notaba su mano en la de él, el sudor, la mancha de las mentiras. Lentamente la retiró, como quien levanta la mano de un arma cargada, y cruzó los brazos sobre el pecho.

Todo ha sido un gran malentendido, prosiguió. Es joven, una alumna universitaria, impresionable. Se medio enamoró de mí. Y siguió hablando. Que lo ponía a él en una posición difícil. Que no quería hacerle daño a la chica. Que tenía problemas graves. Venía de una familia rica de Nueva York. Malcriada, acostumbrada a conseguir todo lo que quería. Llevaba toda la vida yendo al psicólogo. Tenía problemas graves.

Catherine no se movía, intentaba determinar hasta qué punto él se sentía culpable.

No sé qué decir, George.

No ha pasado nada. Eso tienes que saberlo. No hay nada entre nosotros.

 

Empezó a mostrarse amable con ella. Le traía flores, vino. Se sentaban a la mesa, bebiendo en silencio. Le regaló un medallón. Pon dentro nuestros retratos, le dijo. Somos una familia. Siempre estaremos juntos, pase lo que pase.

Ella intentaba pensar, intentaba ser paciente.

Sus ojos le decían: Perdóname.

Y ella lo perdonó. Así la habían educado. Eso era lo que hacían las mujeres de su familia. Superaban las cosas. Seguían adelante.

Fue a confesarse porque, no sabía por qué, todo lo malo que había en su vida le parecía que era por su culpa.

A medida que pasaban los días, se mostraban callados, separados, vigorosamente respetuosos. Él no la tocaba. Parecía más contento, más confiado. Como si estuvieran jugando a un juego y se turnaran con las estrategias odiosas, y él le hubiera tomado la delantera.

 

Ella iba al hospital todos los días. Se convirtió en parte de su rutina. Las enfermeras inundaban de atenciones a Franny. Eran muy amables. Justine estaba ahí tendida, sin moverse, conectada a máquinas de todas clases, el pelo castaño esparcido sobre la almohada. Catherine se sentaba en la cama y le sostenía la mano y le hablaba. Rezaba.

Intentaba mantenerse ocupada. Limpiaba el horno, metiendo la mano hasta el fondo de la caverna oscura. Reorganizaba el armario de la ropa de cama, doblando de nuevo todas las sábanas y las toallas y apilándolas pulcramente sobre los estantes.

Una mañana, mientras lavaba la ropa, sacó un bulto misterioso del bolsillo de una prenda de George. Se lo quedó un rato en la mano, marrón, arrugado, como un nido. Era pelo. Pelo de alguien.

Pasaban los días y las semanas. Los adornos navideños aparecieron en los pasillos del hospital, tiras de espumillón plateado más largas que la lluvia.

Rezo por ella todos los días, le dijo a Bram.

No sé por qué le ha pasado esto, dijo él. Es demasiado buena para algo así. No es justo.

Una tarde, mientras veía a George llegar en su Fiat y bajarse para abrir las puertas del garaje, llegó a comprender plenamente hasta qué punto era grave la situación en la que se hallaba metida. Tal vez fuera la física del momento, el ángulo concreto en el que había aparcado, pero un rayo del sol del atardecer incidió en su parachoques, y al brillar expuso una abolladura superficial en el metal, y un copo de pintura blanca tan insignificante que habría podido caer con la nieve. Y entonces él entró en casa, y le clavó la vista con aquellos ojos suyos que eran demasiado hermosos, como su cara, escrutando con ellos lo que ella había visto y lo que sabía, lo que garantizaba para los dos el espantoso problema de su destino.