CIENCIA DEL COMPORTAMIENTO
1
Es demasiado pronto para entrar, así que se para en una tienda de donuts que hay en la carretera, camino de la universidad. Se queda ahí un rato sentado, mirando a través del parabrisas. Entran algunos rezagados. Cuando se baja del coche siente el azote del frío. Se abrocha el abrigo hasta arriba, pero el forro está roto, y una ráfaga de aire penetra por la espalda. Un abrigo de banquero, piensa, de banquero o de gángster, una de las herencias de su padre que lleva desde que estaba en el posgrado. Pretendía que se lo cosiera su mujer (coser era una de las muchas cosas prácticas que se le daban bien), pero ahora decide que lo que tiene que hacer es librarse de él. Como la mayoría de las cosas, ese abrigo ha sobrevivido mucho más allá de su vida útil.
La vaharada cálida le sale al encuentro cuando pone un pie en el interior. El olor a café y a azúcar lustre. Pide lo que quiere y se lleva el café y el dónut a una mesa en una bandeja pequeña de color marrón. Entra tanta luz por las ventanas que duele mirar por ellas. La silla de plástico ladra cuando se sienta y se quita los guantes. Tiene que concentrarse en coger la taza, en dejarla. El café está demasiado caliente. Con las manos en el regazo, observa a la mujer negra que trabaja detrás del mostrador, que se encarga de los clientes, una sonrisa que se ilumina antes de desaparecer tan pronto como la persona se da la vuelta. Tal falta de sinceridad es un enigma, piensa. A esa hora son sobre todo obreros de la construcción, que aparcan sus furgonetas diésel, no tiene otras mujeres con las que hablar, salvo por otra que también está detrás del mostrador y una que friega el suelo, y le llega el olor del baño cada vez que alguien entra o sale. El dónut es bonito de ver, un almohadón de masa frita relleno de mermelada. Le recuerda al acto de meter la lengua dentro de algo. Da un bocado, cuidándose de que no le caiga nada en la ropa. Ese tipo de manchas son las que echan a perder las camisas.
2
Salen más temprano, porque empiezan las vacaciones de invierno. La gente se va. Él no, él no va a ninguna parte. Pero se alegra de no tener que ir a clase.
El señor Clare se lo había pedido. Sabía que era media jornada, y le dijo que le pagaría extra.
Las cortinas están corridas. Eso es lo primero en lo que se fija. Pero el coche de ella está aquí, aparcado bajo un árbol grande, como de costumbre. A lo mejor está cosiendo, o sentada a su máquina. Pero cuando entra, tras abrir la puerta que no está cerrada con llave, no oye el zumbido de la máquina ni ninguna otra cosa. Se queda ahí unos momentos, escuchando. La casa está en silencio. Solo los cristales de las ventanas tiemblan un poco. Y entonces ve el dinero.
Retira el azucarero y cuenta los billetes. Cien dólares. Es más de lo que ha visto junto en toda su vida. Se pregunta: ¿Esto es para mí?
También hay una nota. De él.
«Mi mujer está enferma, no la molestes, por favor. Franny debería hacer su siesta, como siempre. Su biberón está en la nevera. Cuando se quede dormida, puedes irte».
Se mete la nota en el bolsillo, junto con el dinero. Nota el fajo de billetes contra la pierna.
Hola… ¿Hay alguien aquí? ¿Franny?
Oye que Franny está arriba, en el rellano. La niña baja la escalera de culo, peldaño a peldaño. Todavía lleva puesto el pijama. La casa huele un poco a vómito y a lo que se usa para recogerlo.
Hola, Franny.
Mamá enferma, dice ella, arrastrando su conejito.
Sí, ya lo sé.
Franny frunce el ceño y niega con la cabeza. Mamá enferma, dice otra vez.
¿Tengo que subir?
Ella gimotea un poco y se pone a cuatro patas. Con la cabeza ladeada, parece un caballo relinchando.
Quiero a mi mami, grita.
Cole se queda ahí quieto pensando qué debe hacer. Franny no parece estar bien. Tensa, alterada, tal vez algo enferma ella también.
¿Quieres ver la tele?
Se acurrucan en el sofá del salón y se ponen a ver dibujos animados.
Al cabo de un rato, Franny dice que tiene hambre. Entran en la cocina para ver qué hay de comer. Él encuentra un plato con sándwiches en la nevera y lo saca. Se sientan a la mesa y Franny come, y él le sirve zumo de manzana. Se nota que los sándwiches los ha preparado el señor Clare, porque tienen costra, y la señora Clare siempre se la quita. Pero Franny se la come igualmente, y él se prepara un sándwich para él y se sirve un vaso de leche.
Quiero mi bibebón, dice ella cuando ve su biberón.
¿Por qué hablas como un bebé, Franny?
Ella patea un poco el suelo y salta arriba y abajo.
¡Quiero a mi mamá!
No grites, está durmiendo.
Pero yo quiero a mi mamá, Cole.
Ya lo sé. Pero está enferma. Volvamos al salón a ver la tele.
Miran la tele una hora más, y entonces él le dice: ¿Estás lista para tu siesta?
Ella asiente. ¡Quiero bibebón!
Está bien, está bien.
Cuando lo saca, se le quedan las manos pringosas. Y huele a algo, como a uva, y él cree que hay algo dentro.
Yo sed, dice ella, levantando las manos para cogerlo.
Tú ya eres muy mayor para el biberón.
¡No, no soy mayor! Y empieza a moverse y a llorar y a dar saltos una vez más.
Así que se lo da.
No grites, que vas a despertar a tu madre.
Ya lo sé.
Mamá enferma.
Ya lo sé. ¡Chist!
La habitación de la niña está oscura, los estores están bajados y la luz quitamiedos está encendida. Toma nota mentalmente de que nadie ha entrado en ese dormitorio en todo el día. Normalmente, a la hora en que él llega, la luz ya inunda el espacio y la cama de la niña ya está hecha. Pero ese día todo está desordenado y en penumbra. Como Franny está a punto de hacer la siesta, lo deja todo como está.
¿Tienes sueño?
Franny asiente y se sube a la cama, y él la tapa y le da su conejito, y ella lo abraza con fuerza. Todavía es muy pequeña, piensa. Y, no sabe por qué, esa idea le preocupa.
Bébete el biberón, Franny.
La niña lo hace. Y se le cierran los párpados.
El pasillo está en silencio. Demasiado tranquilo, piensa.
Llama muy flojito a la puerta del dormitorio del matrimonio. ¿Señora Clare?
Nada.
Agarra el tirador.
¿Señora Clare? ¿Catherine?
No hay respuesta.
Ya me voy, dice en voz un poco más alta.
Supone que está durmiendo, y se va, tal como le ha indicado el señor Clare en su nota.
Sube a pie hasta la cresta de la montaña, intenta recordar si su madre se había puesto enferma alguna vez. De vez en cuando pillaba catarros, y llevaba pañuelos metidos en las mangas, pero nunca se quedaba en la cama de aquella manera. Estaba demasiado ocupada para estar enferma. Una mañana en que él no se levantó a ordeñar las vacas y sus hermanos lo acusaron de fingir, ella se sentó al borde de su cama y le retiró el pelo de la frente y dijo que lo notaba un poco caliente, aunque los dos sabían que no estaba enfermo, que solo le daba pereza levantarse. La recuerda diciendo que lo de ir o no ir al colegio era cosa suya, que dependía de él, y que ella suponía que tenía sus motivos para no querer ir, y que a ella no le parecía mal. Tienes que tomar tus propias decisiones, le dijo. Y le trajo un té con tostadas, e incluso le trajo unos cómics más tarde, cuando regresó del pueblo.
No sabe por qué, pero echa a correr. Algo le dice que se aleje de la casa. Qué raros se ven los árboles, como dibujados con lápiz, las nubes densas y llenas como las ubres de sus vacas. El campo se hunde bajo sus pies, se le llenan de nieve las botas y le sube el frío por las piernas. Casi no puede seguir. Cruza el bosque hasta el descampado desierto y después acorta pasando por los patios traseros, oye a las madres que llaman a sus hijos, y siente alivio por estar de nuevo en el pueblo.
Encuentra a Eugene en Bell’s, jugando al pinball. ¿Dónde estabas?
En ninguna parte. Patea para desprenderse de la nieve de las botas y se quita el abrigo.
Te toca a ti, si quieres, dice Eugene, y Cole aprovecha el turno, apretando los laterales tibios de la máquina con todas sus fuerzas. La bola sale disparada hacia arriba y gana una partida. En todo momento es consciente del dinero que lleva en el bolsillo. Lo siente como algo peligroso. Intenta olvidar el silencio absoluto del dormitorio de la señora Clare. Conoce ese silencio. Lo conoce porque la casa se lo ha dicho.
3
Finalmente, a última hora del día, el pasillo va quedando en silencio. George ordena las carpetas de su escritorio y tira de la cadenita dorada de la lámpara de mesa. En el despacho en penumbra, se pone el abrigo, mira los árboles por la ventana, y sale al pasillo desierto. Camina como sin rumbo, sin una prisa concreta, sobre el suelo de linóleo verde. A lo largo del corredor, las grandes cristaleras están ahora pintadas de blanco, llenas de cielo invernal. Eso le hacer recordar esa pintura de Barnett Newman expuesta en el MoMA, un lienzo blanco que no pide nada, y le llena de una especie de esperanza engañosa.
Las luces cenitales son tenues y crean una especie de semipenumbra rara, intermitente, como de barco que se hunde, y en algunos momentos tiene dificultades para mantener el equilibrio. Al pasar por el Departamento de Historia del Arte, con sus paredes corrompidas por carteles que anuncian una gran variedad de ocasiones para transformar tu vida, piensa que eso, la vida, es una traición. Que nada acaba pareciéndose siquiera a lo que pensabas.
Regresa a casa en silencio con la calefacción a máxima potencia. La nieve está amontonada en pilas a lo largo de la carretera. Hay camiones cargados con sal que han salido a hacer sus rondas. Tras apenas seis meses ahí, en el campo, el invierno ya empieza a afectarle. Ya ha tenido bastante.
La casa se ve oscura. Conduce despacio por el camino, pasa junto al garaje, se baja para abrir las puertas, en una rutina que ha llegado a detestar. Siempre había pensado que instalarían una puerta eléctrica, pero ahora no cree que tenga mucho sentido. Se adentra en la oscuridad, como en una cueva, piensa, y se queda ahí sentado unos momentos, el motor al ralentí, poniéndose los guantes.
4
La secretaria de Travis recibe la llamada a las 4:57 el viernes por la tarde, cuando él ya está saliendo por la puerta. No ha comido, y esperaba llegar pronto a casa, pero ahora será imposible. Ya anticipa los accidentes, todos esos coches de la gente de ciudad sin nada que hacer conduciendo por carreteras por las que todavía no han pasado las máquinas quitanieves.
Es un amigo tuyo, dice Brigid. ¿Un tal Joe Pratt, puede ser?
Un viejo compañero del RPI que ahora era ingeniero en General Electric. Responde a la llamada desde su despacho.
Tengo aquí a mi vecino, dice Pratt. A su mujer le ha ocurrido algo. Amortigua el sonido del teléfono unos momentos, y vuelve a dirigirse a él. Creo que pueden haberla asesinado.
Travis y su ayudante, Wiley Burke, salen con el vehículo sin distintivo policial. Las cadenas de las ruedas hacen crujir la nieve. La nieve sigue cayendo, espesa, abundante. No suelen tener motivos para llegar tan al norte, a esa zona que es la más rica de su jurisdicción y está llena de neoyorquinos malcriados que se dedican a comprar viejas granjas. Demasiado ricos para mi gusto; prefiere chinchar a la gente de siempre en el Windowbox, gente que se crio trabajando en estos campos, cuidando del ganado, y que ahora no puede pagar los impuestos que les cobran por sus granjas. En su día, él había trabajado algún verano en la granja Hale. Buenos recuerdos.
Pratt tiene una casa pequeña a las afueras que tal vez en otro tiempo fuera una vivienda de los aparceros de alguna finca, un lugar modesto con cercado de troncos y unas casetas de perro en la parte de atrás. Su mujer, June, tiene un centro de rescate en esa parte trasera, algo por lo que siempre la ha respetado. Es un sitio muy pequeño donde trabaja con perros que podrían desmembrarte. George Clare está de pie en el salón, como un hombre que tuviera un helicóptero volando bajo sobre su cabeza. Se ve alterado. La niña pequeña se agita en sus brazos, forcejea para bajar al suelo. Él va vestido con unos pantalones verdes, camisa Oxford y mocasines. Se ve bien aseado.
George, dice Travis.
Hola, Travis.
Vayamos a echar un vistazo.
Dejan a la niña con los Pratt y van andando hasta la casa desde la carretera. A pesar de la mano de pintura, sigue viéndose desolada. Mary siempre dice que las casas son como los niños, que no olvidan las cosas que les pasan.
Entran por el porche, como ha hecho George antes, esa misma tarde.
Esto lo ha hecho alguien, dice George señalando la ventana rota, los cristales esparcidos sobre el suelo de cemento.
Una vez dentro, como en una especie de procesión ensayada, suben la escalera en fila india.
No puedo entrar ahí, dice Clare.
Está bien. Quédese fuera.
La última vez que entró en ese dormitorio fue para sacar de él a Ella y a Cal. La gente dice que la casa está maldita, y él empieza a creerlo.
Catherine Clare está tendida en la cama con un hacha en la cabeza.
En todos sus años de policía, es algo que no ha visto nunca.
Está echada de lado, de cara a la puerta, en una posición fetal alargada. Le pasa por la cabeza que el camisón de franela que lleva le suena, porque es el mismo que ha visto que se pone su mujer.
Se quedan ahí un rato, observándola.
Dios mío, murmura Wiley.
Igual que Mary, ella también duerme del lado de la puerta. Incluso muerta, una madre puede hacerse entender, y en un caso como ese no pueden ignorarse los sistemas difusos de cohabitación, los acordes rutinarios de la vida conyugal.
Aquí hace bastante frío, ¿no?
Sí.
Los dos se fijan en la ventana abierta.
Bastante. Y ella está bastante tiesa.
Voy a avisar por radio a la unidad, dice Burke.
Llévatelo al coche.
Allí no cuentan con una unidad forense propia. Tienen que llamar al condado de Albany para pedir ayuda. A la larga, en casos como ese el FBI interviene, pero por el momento el que está al mando es él. Y le espera una noche muy larga.
Contempla a la mujer y nota un regusto a bilis en la garganta. Empieza a ser demasiado viejo para tanto sinsentido, piensa. Se ha ido ablandando, ya no le queda nada de su valiente frialdad. Antes se sentía útil, incluso una especie de héroe. Ya no. Con los años ya lo ha visto casi todo, toda clase de retorcidas maquinaciones, en su mayoría mal planeadas, o directamente estúpidas, pero llega un momento, llega un momento, joder, en que ya no quieres seguir viendo nada más. Él había tenido su revelación en forma de El origen de las especies, y a partir de ese momento se había convertido en otro hombre.
Los policías. Ven cosas. Ven.
En su casa la que va a la iglesia es Mary. Cree que la gente recibe su justo merecido. Pero ¿y si no es así?
Se coloca a los pies de la cama y se limita a observarla. Es un hacha normal y corriente. Casi todos en el pueblo tienen una igual. En todas las ferreterías hay alguna en el almacén.
Estudia la cama. A su lado, las sábanas están bajadas casi hasta los tobillos, pero en el de él apenas se han movido, la manta y las sábanas siguen remetidas.
Tenemos compañía, Travis.
Mira fuera y ve las luces. Empieza el desfile: la camioneta de los forenses, la policía estatal, varias furgonetas de techo rojo y bomberos voluntarios, una ambulancia que no va a hacer falta. Es lo que ocurre en los pueblos rurales: cualquiera con dos manos se presenta por si puede ayudar en algo. Travis ni se imagina cómo sería el mundo sin sus buenos servicios. Esa gente sí sabe trabajar.
Entra en el pequeño cuarto del baño principal, y un olor a producto químico le hiere las fosas nasales, de lejía, tal vez. Se fija en el lavabo reluciente: ni rastro de los pelos de costumbre, de los pegotes de dentífrico. Está muchísimo más limpio que su baño, de hecho, y por si fuera poco la tapa del váter está bajada. Los modales de Clare son mejores de lo que creía.
Cuando vuelve a casa, Mary está despierta, esperándolo, con los ojos enrojecidos.
He visto las noticias, dice. ¿Quién puede ser capaz de hacer algo así?
Dios, no lo sé.
Es espantoso, ¿no?
Sí.
¿Quieres cenar?
Supongo que sí.
Ella saca el pastel de carne del horno y se lo pone delante, y saca unos cubiertos del cajón, y una cerveza y el kétchup de la nevera, y lo lleva todo a la mesa. Después se sienta delante de él, y abre la cerveza, y la sirve en dos vasos. Bebe un poco, y se miran por encima del hule. Ella lleva el pelo recogido con un pasador, tiene la piel tersa y limpia, la cruz diminuta al cuello. Su aspecto es idéntico al de la colegiala con la que se casó.
¿Cómo está Travis?, pregunta él.
Durmiendo. Enciende un Marlboro, suelta el humo. Hoy tenía partido. Han perdido.
Qué más da que sean de los malos. Les sirve de entrenamiento.
No sé para qué, dice ella.
Esto está muy bueno.
Estaba mejor hace un par de horas. Pobrecita. No se lo merecía.
Nadie se merece algo así.
Es que no sé quién ha podido hacer algo así.
Lo descubriremos, ¿no?
Rezo por que así sea, Travis.
Se miran de nuevo, con un atisbo de duda.
¿Dónde está el marido ahora?
Está en un hotel, con sus padres.
A mí ese hombre nunca me ha caído bien. Nada bien.
Eso no lo convierte en un asesino, Mary, ya lo sabes.
Sí. Mary apaga el cigarrillo. Bueno, yo no soy detective.
Bajo el círculo amarillo de luz se le nota la fatiga en la cara. Él alarga la mano y le coge la suya.
A mí me interesa resolver este caso tanto como a ti.
Ya lo sé.
Ha sido un día duro. Y mañana toca otro. Se bebe de un trago la cerveza que le queda, se levanta y deja el plato en el fregadero.
Te diré una cosa, dice ella. Esa casa… tiene sus propios planes.
Sí, supongo que sí.
Ve que Mary enciende otro cigarrillo.
Yo subo. ¿Y tú?
Todavía no.
La deja ahí, terminándose la cerveza. Sabe que ella quiere algo de él, algún tipo de consuelo, pero en ese momento él no tiene ternura que darle. Supone que a la mañana siguiente se la encontrará en el sofá, tapada con el periódico, el cenicero lleno de colillas. El matrimonio es un apaño curioso, piensa mientras sube la escalera. A pesar de los años que han pasado, hay cosas de su mujer que nunca entenderá. El misterio, supone, es lo que lo mantiene interesante.
5
La abuela de Eugene le deja quedarse a cenar, y comen pollo frito con puré de patatas. Es la mejor cocinera de la zona, eso sin duda. Después ven en la tele Los duques de Hazzard, y él se despide. Camino de casa pasa por Blake’s y ve la cara de ella en las noticias de las diez. Hay gente que se arremolina frente al bar para mirar.
¿Dónde estabas?, le pregunta Eddy cuando llega.
En casa de Eugene.
Ellos también lo están viendo en la tele, Rainer, él y Vida. Ahí quietos, pegados al asiento.
Cuando ponen los anuncios, Rainer le pregunta: ¿Tú has estado allí hoy?
Algo instintivo le dice que mienta. Niega con la cabeza.
No te he entendido, dice su tío.
No.
Cole intenta pensar si alguien lo ha visto. Cree que no. Solo Franny.
A esa mujer le ha pasado algo.
Ven aquí, dice Eddy, y a él le recuerda a su padre. Esa manera de interrogarlo cada vez que hacía alguna tontería. A él era imposible mentirle. No sabe por qué, pero le tiemblan las piernas y se desmorona en el sofá.
Catherine, dice Eddy. Está muerta. La han asesinado.
Cole se nota el dinero en la pierna. Clava la mirada en sus manos, como hace en el colegio cuando alguien le molesta en clase y tiene que controlarse. Esa tarde le parece un sueño que es incapaz de recordar.
Tienes mala cara. ¿Has comido algo?
En casa de Eugene. ¡Llama a su abuela si no me crees!
A callar ahora. Ya empieza. Van a dar un reportaje.
Muestran el furgón del forense, el mismo que se llevó a sus padres. Muestran el precinto amarillo frente a la puerta principal. Muestran una fotografía de Catherine en la que sale con sus ojos resplandecientes y sus dientes blancos. Y después otra del señor Clare. Muestran la casa, una imagen antigua de como era antes, cuando todavía era una casa de gente pobre. Ellos ven sucederse las imágenes, una tras otra, y su tío dice: Pero qué coño es esto.
Se quedan todos ahí un rato sin decir nada.
Qué horror, dice su tío, cogiéndole la mano a Vida.
Eddy parece indignado. Sigue en su sitio, con los brazos cruzados sobre el pecho. Cole no se atreve a mirarlo. Vuelve a bajar la vista y la clava en sus manos una vez más. No sabe por qué pero se siente culpable, no solo porque ha mentido, sino porque tal vez ha hecho algo mal, como si hubiera tenido algo que ver de alguna manera.
Debería haber abierto esa puerta, piensa. Debería haber hecho algo.
Me apuesto algo a que la ha matado ese hijo de puta.
Al amanecer, Eddy lo zarandea para que se despierte.
Levántate, le dice.
Bajan de puntillas la escalera, se ponen los abrigos, las botas.
El mundo entero está blanco, cubierto de nieve.
Eddy lleva su trompeta. Caminan por el barrio, por detrás de las casas durmientes, cruzan el terreno desierto y se internan en el bosque. Los árboles se alzan como personas a la espera de conocer las novedades. Todos los animales parecen estar escondidos. Llegan a la cresta y se quedan ahí un rato, mirando hacia abajo a la que era su casa. Ahora no hay nadie. El lugar parece desolado. Se ven las roderas anchas de sus furgones y camionetas en la nieve.
Esto va por ella, dice Eddy, y se acerca la trompeta a los labios. Es una canción que conoce casi todo el mundo, la única canción que puede sonar en un momento así.
El toque de silencio.
6
A la mañana siguiente, George Clare no se presenta, y a Travis no le sorprende. Seguramente sabe que no está obligado, la ley no lo exige. Además, tiene coartada. En cualquier caso, otra conversación habría resultado útil. Entre otras cosas, porque fue el último en ver con vida a su mujer. Solo por eso su testimonio es más que interesante.
Tal vez esté demasiado destrozado para hablar, piensa Travis. No todos los días matan a tu mujer a hachazos.
Sin embargo, después del interrogatorio (sí, es cierto, era tarde), Travis lo oyó decirle a su padre que no le veía sentido a volver a repasar lo ocurrido. Había dado su versión y eso era todo.
Todo no, piensa Travis. No señor, todo no.
Se pasa la mañana atendiendo llamadas telefónicas, casi todas de gente del pueblo que se ponen en contacto con él para darle ánimos. Localiza a Wiley junto a la cafetera, y le pide que le ponga el vídeo del interrogatorio en el reproductor de su despacho. Comparada con la cara inexpresiva de Clare, la de Travis se ve vieja, marcada por la preocupación. No puede sino preguntarse qué verá en él Mary. Al otro lado de la mesa está el profesor, con los brazos cruzados, más malcarado que un maleante callejero. Como si fuera un extranjero al que le costara formular sus frases, se toma su tiempo para responder y ofrece solo afirmaciones breves, elementales, como si le faltara vocabulario para explicarse bien del todo.
Hay algo en este tipo que me irrita, dice Burke.
Travis hace retroceder la cinta y se fija en los gestos de Clare. En un momento concreto Burke le pregunta por los hijos de los Hale.
Y el que pintó la casa… ¿Fue Eddy?
Clare asiente con la mandíbula claramente tensa.
Es un buen chico, pero lo ha pasado muy mal, dice Travis. Todos lo han pasado mal, y eso los ha endurecido.
No sé decirle.
La gente dice que Eddy es un poco arrogante, que lleva mal lo de haber perdido la granja. ¿Usted lo ha notado?
Él niega con la cabeza.
¿Y su esposa? ¿Alguna vez le comentó algo?
¿Sobre él? No.
Tiene una novia, dice Burke. La del restaurante. Dedica una sonrisa cómplice a Clare. ¿La ha visto alguna vez? Dios, qué no haría yo por algo así.
George se queda un rato largo sin decir nada. Se nota que vuelve a tensar la mandíbula, como si estuviera apretando mucho los dientes.
Creo que no la conozco, dice.
Si la hubiera visto no lo dudaría. Pelo negro, un cuerpo como…
¿Qué tiene eso que ver con mi mujer?, grita Clare.
Los tres se quedan callados un momento, y el aire se vuelve denso como el lardo rancio.
Rebobina un minuto, dice Travis. Esa parte de la chica.
Vuelven a visionarla. La expresión que aparece en el rostro de Clare cuando Burke menciona a la chica… A Travis le parece que es un gesto que lo distingue como a una persona capaz de traspasar los límites del civismo. Pero tal vez lo haya interpretado todo mal. Tal vez matar sea algo natural en la gente, un instinto que nadie quiere admitir, un acto reflejo de supervivencia heredado de nuestros primos neandertales. Así que quizá sea todo el resto, los buenos modales que supuestamente nos hacen humanos, los que constituyen la verdadera aberración.
Llega a la conclusión de que «guapo» es un adjetivo que sirve para describirlo. Aparentemente, ese hombre no parece hecho para algo así, pero Travis ha aprendido con la experiencia que no conviene extraer consecuencias a partir de atributos físicos. La gente más corriente encierra demonios en su interior.
Y en ese preciso instante Travis Lawton ha visto el demonio que se encierra dentro de George Clare.
7
Eddy está recogiendo el periódico del porche delantero cuando la ve. Vaga como una nómada, pálida y nerviosa. Dice que se va del pueblo, que ya ha hecho el equipaje. Tiene que irse, le dice. Tiene que irse ahora mismo.
¿A qué viene tanta prisa?
Aquí ya no tengo nada que hacer.
Sigue ahí plantada, en el porche de su tío, con sus hombros huesudos y su pelo de chico, mordiéndose el labio hinchado.
Quería que lo supieras, dice. Quería despedirme.
Él quiere que entre en casa, quiere llevarla a su cama, pero ve que está decidida.
¿Adónde vas?
A California.
La ve moverse, nerviosa, y ve que mira a un lado y a otro, con las pupilas grandes como guisantes.
¿Vienes?
¿Es una invitación?
Ella sonríe con una sonrisa breve, enseñándole los dientes, y deja ver mucha tristeza en su sonrisa.
Sí, dice. Quiero que vengas.
Está bien. Supongo que podría.
Ella abre mucho los ojos, como una niña pequeña.
Tú dame unos segundos para que recoja mis cosas.
Sube con cuidado para no despertar a su hermano. Cole se revuelve bajo la colcha y Eddy se queda muy quieto, esperando que la cara de su hermano vuelva a la calma del sueño. En la barbilla le crece un pelo nuevo. El niño está profundamente metido en sus sueños. Mete sus cosas en una mochila que usó una vez que fue de acampada. Cuando llega a la puerta mira una vez más a su hermano, y en ese instante decide que ya ha crecido lo bastante, y que él puede irse, y también sabe que pasará bastante tiempo hasta que pueda volver a verlo.
Se llevan el Cadillac de Rainer, se montan en él y se van. Él le deja una nota a su tío. «Nos vamos al oeste a encontrar la fama y la fortuna. Me llevo prestado el coche. Prometo devolvértelo».
Aunque da algo de miedo, es un vehículo decente. Mientras conduce, ella le coge la mano que le queda libre. La de ella está sudorosa y fría, y él nota que está temblando. Es como si tuvieran un secreto, algo que ella no le ha contado aún. Ella se apoya en la ventanilla, mira hacia fuera, no habla, pálida y temblorosa como si estuviera enferma.
¿Qué te pasa?
Nada.
Él tiene dentro un amor doloroso.
No te preocupes tanto, ¿de acuerdo?
Ella asiente y se sube la capucha de la sudadera. Se ha puesto rímel en las pestañas, y sus ojos le recuerdan a las vacas que tenían, a la mirada que a veces ponían después de que las ordeñaran, como si hubieran dado mucho.
Al cabo de un par de horas para en un motel. Están en Pensilvania, no sabe dónde exactamente, en el campo, en un sitio de carretera con un cartel que pone habitaciones disponibles y con un café pequeño en el que tal vez te den una cerveza. Entran deprisa en la recepción minúscula, porque cae aguanieve, y enseguida sale una señora mayor y les entrega una llave.
Pierden dos días emborrachándose y comiendo aros de cebolla rebozados en el café, y ella le enseña su cuerpo menudo, desnudo, sus muñecas finas, sus ojos tristes, hambrientos, sus dedos de los pies como champiñones.
Yo lo conocía, dice. Conocía a George Clare.
¿De qué? ¿Qué pasó?
Lo conocía, eso es todo.
¿Erais amigos?
No. Amigos no.
¿Entonces qué erais?
Mejor que no lo sepas.
Por su manera de decirlo a él le parece que tal vez tenga razón.
¿Qué pasó, intentó ligar contigo?
Sí. Lo intentó bastante.
Él espera a que ella diga algo más, pero no lo hace, y en realidad él no sabe si quiere que siga contándoselo.
Le tengo miedo, le dice ella más tarde, cuando ya han hecho el amor. Quiero alejarme todo lo posible de él.
Eddy es el que conduce todo el rato. Ella es una chica de ciudad, no tiene sentido que se ponga al volante. Él tiene algo de dinero, no mucho. Van cruzando el país, saltando de motel en motel destartalado. Duermen tapados con una manta bajo las estrellas en Dakota del Sur, y se despiertan a la mañana siguiente con el rugido de una estampida de ganado. Ven algunos de los hitos del camino, la Black Hills, el Monte Rushmore, el Cañón de Bryce. Cerca de la frontera con Utah, una mañana, un coyote gris ya viejo cruza la autopista delante de su coche. No hay nadie más en la carretera en ese momento, solo ellos, y Eddy lo ve como una señal. La sonrisa del perro salvaje. En su viaje hacia las montañas.
Ella le dice que conoce a alguien en San Francisco que toca en una banda. Así que allí se van. Él acaba vendiendo el Cadillac para conseguir algo de dinero, se lo compran unos tipos que se dedican a organizar visitas guiadas de miedo por los cementerios. Supone que su tío lo entenderá. Se quedan un tiempo en un motel viejo que queda cerca de la estación de autobuses, los gatos maúllan toda la noche en los cubos de la basura, y él la va conociendo cada vez más. Es una chica tranquila, misteriosa. A veces balbucea cosas en sueños. Él la observa mientras están ahí sentados sin hacer nada, se fija simplemente en el aspecto que tiene a la luz triste y gris que entra por la ventana, mientras se hinchan las cortinas. Las sombras siempre la encuentran.
Le gusta estar allí, en la ciudad sobre el agua. El viento se acanala por las calles. El puerto, con su ruido y sus olores a pescado y sus noctámbulos de ojos perezosos. Le dan ganas de ponerse a tocar la trompeta, de tocar para ella. Cuando lo hace, sus ojos se aquietan, como la niebla de esa ciudad, que llega a escondidas, húmeda, y como por arte de magia puede hacerte desaparecer.
Encuentran un sitio de alquiler en Hyde Street, encima de un restaurante chino. El apartamento, si es que puede llamársele así, no es mucho más grande que un tráiler, y tiene un porche pequeño en la parte de atrás que da al aparcamiento de una iglesia. Desde allí ven a novias con sus velos y sus encajes, los coches con ristras de latas atadas atrás, o a veces unas limusinas muy grandes, blancas o negras, y coches fúnebres, y de vez en cuando el brillo siniestro de algún ataúd que cargan unos hombres como si fuera un ariete a punto de embestir las puertas del cielo. Se los ve ajustándose los fajines, tirándose de las mangas.
Willis encuentra trabajo de camarera en un restaurante de pescado que hay en los muelles. Su amigo Carlo le presenta a alguien que pertenece a una banda de marchas. Es para tocar en funerales, le explica. Un chino gordo lo oye tocar y le da el trabajo. La banda se llama Green Street Band y es bastante conocida. Cuando alguien muere, por lo general si es chino, desfilan por las calles de Chinatown tocando su repertorio lúgubre. Todo son trompetas, o sea que le va bien para practicar, y le caen bien los otros integrantes, y a veces juegan a cartas. Casi todos son mayores que él, hombres de caras coloradas, golpeados por toda clase de excesos. Le proporcionan un traje. Él se lava la camisa todas las noches.
Rainer le envía artículos sobre el asesinato, recortados con precisión quirúrgica, que saca del Times Union. Eddy abre los sobres con gran expectación y va sacando las páginas. Nunca los adjunta con ninguna carta, como si tu tío creyera que él ha tenido algo que ver con lo que pasó. Como si supiera algo y por eso se fue.
Cada vez que recuerda el único día que la abrazó en su cocina, le invade una desesperación absoluta. Debería haber hecho algo. Salvarla. Cómo lloraba aquel día después de que la llevara a la clínica, cómo él le agarró la mano todo el rato hasta que ella dejó de temblar.
Deja los artículos ahí para que los vea Willis. Ella se fija en una imagen de George Clare y la estudia con atención, como si fuera un artefacto revelador.
¿Crees que lo hizo él?
Una expresión de miedo pasa por su rostro.
No es que lo crea, dice. Lo sé.
8
Hay que dejar que sean ellos los que vengan a ti. Los muertos. Tarde o temprano te lo dicen ellos. Eso lo había aprendido en Troy, en los pocos casos de homicidio en los que trabajó antes de que lo destinaran allí. Pero hay que estar abierto. No es solo el cuerpo sin vida lo que importa. También están todas las cosas que hay alrededor, las cosas que nadie se molesta en ver.
La casa está precintada por todas partes. Se ven los establos blancos, los campos inundados de luz de luna. Es una noche brillante, hermosa. Se baja del coche, deja que el frío entre en su chaqueta, quiere sentirlo, y entra por el porche, como antes, siguiendo los pasos del asesino. La casa está a oscuras, pero la luna se cuela por ella e ilumina la escalera. Sube despacio, con cuidado, apoyando cada pie en un peldaño. La madera cruje y produce un sonido lo bastante molesto, diría él, para despertar a una mujer que estuviera durmiendo. Le cuesta creer que siguiera dormida cuando el intruso, finalmente, entró en su dormitorio con su hacha.
Travis se queda ahí plantado, mirando la cama. «¿Qué te pasó, Catherine?».
En cuestión de días contarán con el informe de la autopsia y los trabajos del laboratorio que han pedido a serología. Pero su instinto le dice que quien sea que lo haya hecho ya lo tenía pensado desde antes.
Se sienta en el borde de la cama y enciende la luz. Unos libros de la mesilla de noche le llaman la atención. Son unos volúmenes delgados, de poesía, y también hay un cuaderno de espiral con bocetos. Lo coge y empieza a hojearlo, y encuentra varios apuntes de los chicos Hale. En casi todos aparecen trabajando por la granja. Se parecen bastante, y las caras son variaciones unas de otras. Esos hermanos, piensa. Qué mala suerte habían tenido. Lo habían pasado muy mal y lo habían superado.
Cuando inicia el descenso por la escalera, los cristales de las ventanas empiezan a temblar. Se queda helado unos instantes, confuso, hasta que oye el traqueteo lejano del tren y su aullido lúgubre, una interminable sucesión de mercancías que recorren la noche.
Al día siguiente, por la tarde, Wiley y él se acercan a Division Street. Encuentran a Rainer durmiendo en el sofá. Algo le ronronea en el pecho, como un silenciador viejo. Burke lo zarandea un poco para despertarlo.
¿Qué queréis ahora?, dice, molesto.
Hola, Rainer.
Nosotros no tenemos nada que ver con eso, así que ni preguntéis porque a lo mejor me siento insultado. En este momento tengo una clientela bastante buena y no quiero líos.
Con tus empleados no tenemos ningún problema.
Por su gesto, se diría que alguien le ha roto un huevo a Rainer en la cabeza y el líquido empieza a chorrear y no le gusta la sensación.
¿Qué queréis entonces?
Sabemos que tus sobrinos hicieron algunos trabajos allí, dice Travis.
Sí, ¿y?
Solo queremos hablar con ellos.
Pues Eddy se ha ido.
¿Se ha ido?
Se ha largado con una chica.
¿Tienes idea de dónde han ido?
A California. Está en una especie de banda musical allí. El otro se alistó…, pero eso ya lo sabéis.
Travis asintió.
Me alegro por él. Será un buen soldado.
Con esfuerzo, Rainer se sienta y, soñoliento, se rasca la cabeza.
¿Qué te pasa, Rainer?
Tengo enfisema. Dicen que me estoy muriendo.
No te lo creas. Los de tu especie no mueren tan fácilmente.
Pues yo te digo que no me queda mucho en este mundo.
Para animarse un poco, se lleva un cigarrillo a la boca.
Dejar eso te ayudaría, seguramente.
¿Para qué? Me voy a morir de todos modos, así que ahora ya no importa.
Enciende el cigarrillo y suelta el humo.
Ahí viene el chico. Tal vez él sepa algo.
Con la mochila al hombro, Cole Hale sube al porche y entra por la puerta. Tiene el mismo andar algo encorvado de su padre, y sus mismos ojos azules, penetrantes.
Saluda al sheriff, Cole, le dice Rainer.
Pero el chico se limita a asentir con la cabeza, y la palidez creciente de su rostro revela su sorpresa.
¿Dónde tienes la leche y las galletas, Rainer? Se nota que este niño tiene hambre.
Travis le extiende la mano.
Hola, Cole.
Señor…
El chico sabe estar. Su madre lo educó bien. Le da la mano a Lawton primero y después a Burke. Algo le dice a Travis que el chico ya los esperaba. Regresa a su recuerdo una imagen fugaz de Ella Hale recorriendo los pasillos de Hack’s con sus hijos, agarrándolos del cuello cuando se portaban mal, como gatitos perdidos.
¿Estoy metido en algún problema?
No, hijo. Solo queremos hacerte unas preguntas sobre esa gente que compró la granja de tus padres.
Travis le da un momento para que el chico asimile lo que acaba de decirle, y todas sus implicaciones.
Tú trabajabas para ellos, ¿verdad? Tus hermanos y tú.
Cole se seca la cara con la manga, como si hubiera empezado a sudar.
Les pintamos los establos.
Pues han quedado muy bien.
Y a ellos les salió baratísimo, además.
Me pregunto cuáles son tus impresiones sobre los Clare.
El joven lo mira sin cambiar el gesto.
Quieren saber qué te parece el marido, le dice su tío.
Estaba bien, supongo.
¿Te llamó la atención algo atípico? ¿Algún hábito raro? ¿Cualquier cosa?
No, señor. No se me ocurre nada.
¿Y la señora Clare?
El chico se sonroja, avergonzado.
Era agradable.
Sí, claro, era agradable, dice su tío. A ti te tenía mucho cariño. Le preparaba galletas. Le remendaba los calcetines. Era una mujer muy buena. ¿Verdad, niño?
Yo solo trabajaba allí.
Seguro que la echas de menos, dice Travis en voz baja. Yo la echaría de menos, lo sé.
Por primera vez Cole lo mira a los ojos, de hombre a hombre. Pero no dice nada, no revela nada. Travis sabe que no es de los que revelan sus sentimientos.
Creo que es posible que la golpeara una vez, dice al fin, y describe una noche, después de una cena, en que la mujer regresó a casa con el vestido roto. Se tapaba el ojo con la mano, así.
El chico lo demuestra, se cubre un ojo con una mano.
¿Recuerdas a qué casa habían ido?
Cole niega con la cabeza.
Alguien de la universidad, creo.
¿Cuándo fue la última vez que estuviste allí?
No me acuerdo.
Travis se queda un rato esperando.
La semana pasada, dice al fin el chico, dubitativo.
Pero ese día no coincidió que estuvieras allí, ¿verdad?
¿Qué?
Creo que la hija tal vez mencionó que estuviste allí.
No, señor, tenía clase.
Pero, si no recuerdo mal, era un día de media jornada, ¿no?
Al chico se le inundan los ojos de lágrimas.
No estuve ahí.
Tranquilo, hijo, dice Rainer, y le planta la mano en el hombro. No te están acusando de nada.
¿Puedo irme ahora?
Sí, claro. Gracias, chico. Lo has hecho muy bien.
Rainer acompaña a Travis a la puerta y los dos se quedan en el porche un minuto bajo la luz amarillenta que siempre está encendida, sea de día o de noche.
Los chicos no han tenido nada que ver con esto, dice Rainer. Eso tú lo sabes tan bien como yo.
Travis le mira a los ojos enrojecidos.
¿Y esa chica con la que está Eddy?
Eso no sé decírtelo. No sé de dónde viene. Trabajaba con Henderson en el restaurante. Se conocieron allí. El chico se quedó bastante colgado de ella. Bueno, el caso es que se han ido juntos. Supongo que ella tenía prisa.
Cuando vuelve a casa, después de dejar a Wiley en la suya, se detiene frente al restaurante, pero Henderson no está, se ha ido a México. Uno de los mozos de cuadra le enseña la habitación de la chica. No hay gran cosa que ver, solo un camastro y un colchón enrollado. El joven no habla mucho inglés. «Ella regresó a la escuela en California».
Es un estado muy grande, dice Travis. ¿Dónde exactamente en California?
En UCLA, creo.
Según la secretaria de Clare, la mañana del 23 de febrero él se había presentado como de costumbre a las siete y media y se había ido sobre las cuatro y media. No, no lo vio distinto. Estaba como siempre, le dice. ¿Le había levantado la voz alguna vez? No, nunca. Le enseña el despacho de Clare y le explica que antes de la muerte de Floyd DeBeers era el despacho de este, y que él había sido el verdadero jefe del departamento, no George. Él es solo provisional, dice ella como regodeándose, hasta que se escoja a otra persona. Deja solo a Travis un minuto, y él se sienta en la silla giratoria y observa el espacio, la vista del río, el escritorio perfectamente ordenado cuya superficie brilla como si acabaran de sacarle brillo.
Ni siquiera la coartada de Clare convence a Travis de su inocencia. En casos domésticos, nueve de cada diez veces el autor es el cónyuge. Y ese es un porcentaje que Travis siempre tiene en cuenta. El informe del forense podría hacerle cambiar de opinión, pero lo duda.
Se dirige a casa por el centro del pueblo, pero se desvía y toma la Ruta 17, porque le parece que tal vez la soledad de la carretera le ayude a ordenar sus pensamientos. Se detiene al llegar a la granja Winterberry y se baja para echar un vistazo a los caballos, toda una yeguada diseminada por el prado, como a la espera de instrucciones. Tiene que hacer un esfuerzo para quitarse de la cabeza todas las veces que trajo a Alice hasta aquí para verlos: ella se subía a la valla y alargaba la manita para acariciar a alguno. Todo pasa tan rápido, ¿no? Pues sí, maldita sea. Ni Mary ni ella habían conseguido mantenerla a salvo, eso es lo que más le duele.
Eso le lleva a pensar en aquella niña pequeña sola en casa aquel día, con su madre muerta. Esa es la parte que más le cuesta digerir. Por más que desconfíe de Clare, le cuesta creer que haya podido concebir un plan para matar a su mujer y que haya dejado deliberadamente a su hija ahí, con el cadáver. Si eso es así, lo sitúa en una categoría de criminales totalmente distinta, porque significa que incluyó a su hija en el plan y estaba dispuesto a ponerla en peligro para salvar el culo. Tal vez Clare contaba con que la gente sensata pensaría que un respetable padre de familia no podría hacer nunca una cosa así.
Lo que están esperando conocer es el momento de la muerte, pero incluso con el informe forense solo podrán acotarlo en unas cuantas horas, y en ese caso el margen de error juega en su contra. George querría hacerles creer que a su mujer la mataron mientras dormía después de que él se hubiera ido a trabajar, pero Travis duda de ese relato al menos por dos motivos.
Estaba bastante agarrotada cuando la encontraron, lo que apuntaba a que había fallecido al menos doce horas antes, sobre las cinco de la madrugada, antes de que él se fuera al trabajo. Alguien había dejado la ventana abierta y el termostato bajado: la temperatura de la habitación era de trece grados. Ello habría retrasado el rigor mortis, creando una confusión plausible sobre la hora de la muerte, lo que permitiría avalar lo que Clare había manifestado en su interrogatorio.
Pero una mujer joven como Catherine, con una niña pequeña al otro lado del rellano, habría estado pendiente de los sonidos de la casa. Según Travis, es probable que el despertador de su marido la hubiera desvelado. Incluso si volvió a quedarse dormida, también es probable que la niña fuera pronto a despertarla. Ello no dejaba a un psicópata que pasaba por allí demasiado tiempo para entrar con el hacha.
Travis también está convencido de que una mujer de su edad se habría despertado al oír el crujido de esos peldaños viejos. Es más, si se hubiera despertado es posible que hubiera alzado la vista y hubiera visto la cara del asaltante mientras este subía el hacha. Si eso era lo que había ocurrido, el filo habría entrado en un ángulo algo distinto y posiblemente habría dejado una muesca más ancha en el cráneo. Habría salido mucha más sangre. En ese caso, la sangre se había coagulado en la base de la cabeza, en un charco compacto sobre la almohada, y no se habían producido las salpicaduras que eran de esperar.
Travis llega a la conclusión de que cuando el intruso entró en la habitación la víctima se encontraba, en efecto, en un estado de inconsciencia, tal como George había sugerido, pero no tiene duda de que no estaba durmiendo. Porque cuando el hacha entró en ese cráneo ella ya estaba muerta.
Un asesinato perpetrado con un hacha no es un asesinato común. Se trata de un crimen espectacular, de una actuación. Es algo escenificado, deliberado. Quien fuera que había matado a Catherine Clare quería que se entendiera que ese crimen era una aberración cometida por un psicótico de paso, que se trataba de una tragedia casual que desafía la comprensión. Pero aquí ese escenario resulta poco probable. En casos como ese, la sangre, el espectáculo, causan siempre una distracción espeluznante. Quienquiera que fuese el autor, podía haberlo hecho por muchos motivos, pero no aleatoriamente. Todos y cada uno de los movimientos habían sido cuidadosamente planificados y llevados a cabo.
Burke llama a la puerta de su despacho, entra y se deja caer sobre la silla. De momento no parece un robo. Hemos encontrado una maza en el patio que se usó para romper la ventana.
¿Una maza? ¿Y para qué diablos necesitaría alguien una maza? Para romper un cristal viejo no hace falta. Bastan los nudillos.
Sí.
¿Alguna huella fuera?
El suelo estaba demasiado duro. Además, había nevado. En el pavimento tampoco hay nada.
¿Qué se llevaron?
Nada.
En ese caso no fue un robo. Travis ve que una máquina quitanieves despeja la calle. ¿Alguna huella en el hacha?
No, por supuesto. Ni una sola huella en toda la casa. Ni en paredes, ni en puertas, ni en tiradores. Como si allí no viviera nadie.
Eso es bastante raro, por no decir muy raro.
Pues sí.
¿Sabes?, dice Travis. En todos mis años de experiencia, esta es la escena del crimen más limpia que he visto.
Nos va a hacer falta alguien que interrogue a la niña. Podría haber visto algo.
Para eso vamos a necesitar el consentimiento del padre.
Sí, que tengas buena suerte.
Lo lógico sería que quisiera saber qué ha ocurrido.
Le preocupa que la niña se traumatice.
Sí, es un buen motivo, ¿no? Pero tengo la corazonada de que no es ella a quien protege.
Wiley asiente.
Voy a empezar a recrear una historia familiar, dice cuando se va.
Travis se queda ahí sentado, oyendo los teléfonos sonar fuera de su despacho. Todo el mundo llama para formular preguntas, para expresar preocupaciones, temores. Aún no hay ninguna pista. Ya han recibido centenares de llamadas, ninguna de ellas de algún miembro de la familia, ni de la familia de ella ni de la de él. Entiende que estén llorando la pérdida. Hay que hacer planes, la funeraria, la iglesia, el cementerio. Pero ¿dónde diablos están los padres de ella, su hermana? ¿Y la familia de él? ¿Dónde está? Si las cosas fueran al revés, si fuera su mujer la muerta, él estaría ahí acampado, exigiendo respuestas.
La secretaria de Travis asoma la cabeza.
Tienes fans.
Señala la ventana con la barbilla, hacia las camionetas de la prensa local que han aparcado a lo largo de la acera. Periodistas de pie, muy abrigados, fumando, tomando café en vasos de cartón.
Pues no tengo nada, dice. Aun así, tiene que ofrecerles algo. No se da prisa al ponerse el abrigo. Finalmente sale y se expone a ellos.
¿Ha sido un robo?, pregunta uno.
Todavía no descartamos nada, dice.
La gente dice que mantienen retenido a un sospechoso.
No, a día de hoy no tenemos sospechoso.
¿Están pensando en interrogar a la pequeña?
No, por el momento.
¿Puede describir qué clase de pruebas se han encontrado?
No estoy autorizado a compartir con ustedes esa información ahora mismo. Esperamos que aparezca alguien. En este punto, estamos buscando algo de ayuda.
¿Y el marido?
Travis tose y se cubre la boca con la mano enguantada.
No es fácil volver a casa y encontrarse algo así. Está muy afectado.
Más tarde, de nuevo en su oficina, suena el teléfono. Mira a través del cristal que le separa del escritorio de su secretaria, su superficie impoluta, la silla bien metida debajo.
Descuelga. Lawton al habla.
Lo que oye es el sonido del aire. Solo aire, nada más. Que viene de algún lugar lejano, que entra en su oído y vuelve a salir.
Después, mientras se dedica a inspeccionar el coche de la víctima, piensa que en los hogares corrientes de Estados Unidos está ocurriendo algo, un virus del alma. El matrimonio, con su bufé libre de desencanto. Es un Ford Country Squire, un nombre demasiado rimbombante para un coche familiar forrado de imitación de madera. Todavía recuerda la campaña publicitaria cuando lo sacaron: siete u ocho colegiales sentados en el techo del coche, dando la espalda a la cámara, viendo a otros niños montados en columpios, en un patio. Enviaba un mensaje a las mujeres jóvenes de que ese era el vehículo que debían conducir si querían criar a unos niños felices y sanos. Y, bueno, ¿quién no quiere eso?
Incluso su mujer lleva al menos siete años conduciendo el suyo, pero no le gustan los asientos verdes de vinilo ni que, cuando apenas hacía una semana que lo tenían, su hija vomitara en el asiento trasero después de una fiesta de quinceañeras en la que se había metido tanta droga en la sangre como para amodorrar a todo un barrio. Recuerda aquella noche en el hospital, vigilando a Alice en la sala de urgencias, lo pálida que estaba, tener que aceptar que estaba haciendo cosas que a él le daban miedo, cosas sobre las que él no ejercía ningún control. Recordaba el momento en que el médico los había llevado aparte a Mary y a él y les había dicho que su hija había estado a punto de morir.
Todos los padres son culpables de algo. Tú lo intentas todo para hacer las cosas bien. A veces funciona. Otras veces, bueno, hay que renunciar. Cuando piensa en los problemas con Alice, le cuesta encontrar las razones. Al principio, cuando la cosa empezaba, él asumía la culpa. Tal vez hubiera sido demasiado estricto, tal vez ella no pudiera aceptar que era policía, y se sentía avergonzada. Pero ahora él ve que aquello simplemente le daba más margen, le daba una excusa para seguir haciéndolo.
Le costó mucho dejar de pensar que era algo que tenía que ver con él o con lo que había hecho. Era todo cosa de ella, su problema, su debilidad, sus decisiones equivocadas. Aunque uno quiera, no puede echarse la culpa de los errores de los demás, aunque uno crea que debería.
El coche de la víctima está impoluto, algo que no le sorprende. Lo único que encuentra debajo de su asiento es una lista de la compra arrugada: huevos, naranjas, chuletas de cerdo, lechuga, abrillantador de muebles, farmacia.
Esa tarde se detiene en la farmacia Rexall que hay en Chatham Avenue, a cuyo farmacéutico, Dennis Healy, conoce desde hace treinta años.
¿Qué tal la familia?
Todos bien. ¿En qué puedo ayudarte, sheriff?
Estoy siguiendo un asunto de trabajo. ¿Podrías mirarme si Catherine Clare vino a buscar algo aquí la semana pasada?
Un momento.
Mientras entra en la trastienda a comprobarlo, Travis se queda ahí y nota que algunos clientes lo miran, lo reconocen de las noticias, y de momento no parecen muy satisfechos con su actuación. Siente alivio cuando Dennis regresa al mostrador.
Ella no, dice, pero su marido trajo una receta de un medicamento que se llama niaprazina.
¿Qué es?
Un sedante suave. Se usa para trastornos de sueño en niños.
¿Te importa facilitarme una copia de la receta?
No, claro.
Cuando sale de la farmacia piensa que a la gente no se la puede salvar. Esa es la cruda realidad. La gente se crea sus propios problemas. Lo que uno quiera no cuenta. No. Nunca.
Es lo que pasa con los muertos, que ya es demasiado tarde para salvarlos. Y por más convencido que estés de la culpabilidad de alguien, tienes que demostrarla. Eso es lo que la gente del pueblo espera de él ahora.
9
Durante esas primeras semanas, Mary no ve demasiado a su marido. Como a casi todas las mujeres del pueblo, le cuesta conciliar el sueño porque piensa que un psicópata anda suelto con un hacha. Esa primera mañana, en la ferretería se agotan las existencias de candados. La gente, en la calle, parece atenazada por la sospecha, muchos temen que serán los siguientes en ser asesinados a hachazos mientras duermen. La idea de que algo así pueda ocurrir en Chosen hace que las cosas más corrientes parezcan raras. Miras los coches, las caras, y te preguntas: ¿Podría ser ese de ahí? O tal vez es ese.
Todo el mundo habla de la mujer, de la señora Clare, y en el pueblo alcanza el estatus de santa. El Windowbox es un hervidero de conversaciones agitadas. Muchos creen que ha sido el marido. A Mary la miran mal en Hack’s, o se le acercan en la calle. ¿Por qué Travis no lo ha detenido aún?, le ha preguntado una mujer. No hace falta ser ningún genio para saber que lo hizo él.
La ley no es una revista de chismorreos, le ha respondido ella.
Travis Jr. y ella lo ven cuando sale por la tele. Le acercan muchos micrófonos a la cara. A ella le parece que es un hombre atractivo, aun bajo la presión de todo ese drama. Estamos recreando la vida de la pareja, explica a los reporteros. Esperemos que de ahí surja algo.
Esa noche más tarde le dice, mientras se ve a sí mismo en la tele: Eso me molesta. Esa es la mayor decepción con este caso, maldita sea, que la familia no haya acudido a mí en busca de respuestas. Si esto te hubiera pasado a ti o a uno de los niños, no creo que pudiera dormir una noche hasta saber algo. Removería cielo y tierra hasta encontrar al asesino.
Ella le coge la mano y se la aprieta con fuerza.
Yo haría lo mismo por ti, amor mío.
Pero es que ni siquiera la familia de ella. ¿Dónde están sus padres? Menea la cabeza, asombrado. No lo entiendo.
A lo mejor si no preguntan es por algo, Travis.
¿Qué quieres decir?
Los padres… conocen a sus hijos. Como nosotros conocemos a los nuestros.
No te sigo, Mary.
Tal vez no preguntan nada porque no tienen nada que preguntar. Tal vez no preguntan porque ya saben.
Travis reflexiona sobre ello unos momentos.
Creo que ya sé lo que insinúas, Mary, y tiene sentido en el caso de la familia de él, pero no en el de la de ella. Si sus padres creyeran que lo ha hecho George, ¿no intentarían que se imputaran cargos?
La gente es muy rara, Travis, eso ya lo sabes. En primer lugar, no tienen pruebas para acusarlo. Tú mismo dijiste que no hay gran cosa a la que agarrarse. Y en segundo lugar, si lo acusaran, destruirían su relación con él y con sus padres. Tal vez teman que si lo acusan ya no volverán a ver más a esa niña.
Todos los días sale alguna noticia, y los periódicos se agotan. Travis aparece tarde por casa, y cuando llega se le ve agotado. Ella se sienta con él mientras cena, y toma un poco de bourbon, y lo observa pasar las páginas del dosier con la delicadeza de un cirujano que cambiara el vendaje de una herida. Incluso los fines de semana, mientras Travis Jr. practica con su clarinete o encesta canastas en el patio, él sigue indagando, picando piedra, con la esperanza de desenterrar algo. En algún punto de esa carpeta se halla la respuesta que necesita.
Descartan el escenario del robo. En primer lugar, porque en Chosen no ha habido ningún robo en casi diez años, y en aquel caso fueron unos estudiantes que se llevaron unas botellas de licor. La billetera de Catherine estaba en un lugar muy visible, y no faltaba ni un centavo. Además, si el móvil hubiera sido el robo, ¿por qué un hacha? ¿Por qué desplazarse especialmente hasta el establo? Te llevas lo que quieres y te vas… Y la señora sigue durmiendo arriba. ¿Por qué matar a una mujer dormida? ¿Por qué matarla, aunque hubiera estado despierta? Asústala si quieres, que pierda el conocimiento, incluso, y entonces haz lo que has venido a hacer y lárgate. Hasta los ladrones tienen sus mínimos, su sentido común. Pongamos que te pillan en la casa en la que has entrado a robar: cumples una condena no muy larga y sales en libertad. ¿Pero un asesinato? Eso es cadena perpetua.
Por desgracia, el informe de la autopsia no arroja luz sobre el caso, solo confirma lo que ya se sabía: que fue un solo golpe el que la mató. En el hacha no aparecen huellas que puedan ser de utilidad. No se han encontrado los pelos habituales, ni escamas de piel en el lado de la cama de George. En las tuberías no han aparecido restos de sangre ni de productos químicos. Los forenses han determinado que la muerte se produjo en una franja que va de las 2:30 a las 9:30 a.m., lo que deja abierta la posibilidad de que un loco que pasaba por allí entrara después de que Clare hubiera salido de la casa.
Es un margen bastante amplio, dice Travis. Supongo que es posible, si te crees la versión del marido.
Pero Mary se indigna cuando lo oye decir eso. Tú sabes tan bien como yo, Travis, que una mujer con una niña pequeña se levanta apenas empieza a clarear. A las nueve y media ya estaba más que muerta, eso te lo digo yo. Apostaría a que ya estaba muerta bastante antes de que se despertara su hija. Eso lo hizo él en plena noche. Tal vez accidentalmente, de acuerdo, pero aun así lo hizo. Y después limpió la casa y se fue a trabajar.
Travis asiente. No le está diciendo nada que él ya no sepa. La única diferencia es que ella lo dice en voz alta.
Le obliga a asistir con él al funeral.
Catherine y tú erais amigas, le dice.
Pero Mary conoce a su marido y sabe que no es por eso.
No tienes traje, le dice. Y no puedes ir con el uniforme.
Pues entonces encuéntrame algo.
Se monta en el coche y se va al Macy’s del centro comercial y le compra un traje de rebajas, y a la mañana siguiente él se lo prueba. Ya era hora, le dice, alisándole los hombros como una madre, tirándole de la espalda. Te ves muy bien.
Se van hasta Connecticut, hasta un pueblo pequeño de la costa. La iglesia está en lo alto de una colina, con vistas al Estrecho de Long Island, el agua plateada brilla en la distancia. Se sientan en el banco del fondo, y Travis la coge de la mano. La de él es grande, está caliente y notarla le devuelve a él. A veces, a lo largo de su matrimonio, se ha imaginado su propia muerte, ha anticipado los estragos de la edad. Se ha visualizado a sí misma en diversos estadios de enfermedad, se ha preguntado qué haría Travis si ella perdiera alguna parte importante de sí misma, la cabeza, por ejemplo. ¿Sería respetuoso con ella, se quedaría con ella? Las grandes preguntas que dan tanto miedo. Esperas a que algo ocurra, y te enfrentas a ello cuando ocurre.
Es un cementerio viejo, de lápidas torcidas. Sopla un viento frío que viene del mar. Sus tacones se hunden en la tierra mojada cuando caminan hacia la tumba. Travis y ella se mantienen aparte, juntos, algo rezagados, y observan a las dos familias desde cierta distancia. La de Catherine parece cauta, reservada, como si sus miembros fueran unos desconocidos. Los Clare, más aristocráticos, envarados, formales. La expresión de su hijo es pasiva, cohibida, mientras la niña pequeña se mueve en sus brazos.
Ya están regresando al coche cuando una mujer se acerca a Travis.
Tiene usted bastante descaro al presentarse aquí, le dice. Se parece un poco a Catherine, pero es más baja y más corpulenta, y tiene el pelo más oscuro. Mary entiende que es su hermana.
Solo hemos venido a presentar nuestros respetos, eso es todo. La difunta era amiga de mi mujer.
Pero ella no se lo cree.
Sabemos lo que está intentando hacer, dice en un tono poco amable. Y ahora mismo le digo que no nos parece bien.
No sé a qué se refiere.
Con George. Intentando culparle a él.
Travis tarda un poco en responder.
Tal vez esa sea su percepción.
Pues sí, lo es. Creo que hablo en nombre de mi familia si le digo que apoyamos a George al cien por cien. Lo que le ocurrió a mi hermana no tuvo nada que ver con él. No había motivos para ello. Ella no tenía enemigos. Nadie tenía razones para matarla.
10
«Motivo» es una palabra imprecisa, piensa Travis, porque uno nunca puede estar seguro de lo que subyace a las cosas equivocadas que las personas se hacen las unas a las otras.
En esa época del año, a un mes de la primavera, la tierra se ve desolada. Campos marrones. El cielo gris siempre presente. Travis toma la pista larga, de tierra, que lleva a la granja de los Sokolov, y las zarzas le rayan el coche patrulla. El vehículo cabecea y chirría al pasar por baches llenos de agua. Aparca cerca de la casa, se baja y mira a su alrededor. El lugar parece desierto, pero entonces aparecen dos perros para darle la bienvenida, le olisquean los pantalones, menean el rabo entre sus piernas. ¿Estáis oliendo a Ernie y a Herman?, dice, acariciando primero a uno y después al otro. Los animales salen corriendo cuando un tractor se acerca y estaciona en el pajar. Momentos después, Bram Sokolov sale del aparcamiento oscuro. Es un hombre alto, lleva ropa de trabajo y las botas embarradas. No tiene nada que ver con el granjero fino que esperaba encontrar.
Hola, sheriff Lawton.
Señor Sokolov… Travis le estrecha la mano al granjero. Gracias por recibirme.
Llámeme Bram.
Mientras toman un café en la cocina, Bram le cuenta lo del accidente de su mujer. Está en un centro de rehabilitación de Albany, le explica. Aprendiendo a caminar de nuevo.
Eran ustedes amigos de los Clare, ¿no?
Bram tuerce el gesto, como si acabara de quemarse la lengua.
Lo fuimos durante un tiempo. Mi mujer trabajaba con él. Yo siempre tuve la impresión de que quería algo con ella. A decir verdad es un tipo algo arrogante. Cree que puede tener todo lo que quiera. Una noche, era Halloween, hubo una fiesta con gente de la facultad e intentó seducirla. Según Justine, era bastante persuasivo.
¿Qué quiere decir eso?
Me dijo que la tumbó en el suelo. Estaban en un prado. Ella me enseñó las marcas que le dejó en las muñecas. Después de eso no volví a hablar con él. Pero vino al hospital después del accidente. Mi mujer estaba en coma. Se quedó ahí de pie, junto a la cama, y juro —Bram lo mira y se le llenan los ojos de lágrimas—, juro que sonreía.
Eran forasteros, supongo, dice June Pratt mientras corta un pedazo de bizcocho que se hace sin yemas y que ha preparado esa misma tarde. Lo llaman «pastel de ángel». Con sus manos menudas se lo sirve, acompañado de un té, y después se sirve ella.
Un nombre curioso para un bizcocho, ¿no te parece?
Pues sí.
¿Crees en los ángeles, Travis?
No, no creo.
Bueno, pues si comen pasteles, y estoy segura de que los comen, comerán este.
Está muy bueno.
Es agradable tomar un pedazo de tarta por las tardes, ¿verdad?
Sí, claro.
Vuelve a preguntarle por la noche en que George Clare llamó a su puerta.
A mí me latía el corazón con mucha fuerza, dice. Yo sabía que él tenía algo que ver con aquello. Es algo que se sabe, ¿no? No somos distintos a los animales. Tenemos un instinto para detectar el peligro, ¿no te parece?
Sí, creo que eso es cierto. Aunque no siempre le hacemos caso a la hora de actuar. Y es entonces cuando tenemos problemas.
Ella asiente y reflexiona.
Siempre me pareció que había algo raro en ellos. Nosotros no éramos los mejores vecinos, lo reconozco. Yo no me desvivía por ellos. Pero es que después de lo que pasó con los Hale, me costaba incluso pasar por allí delante. Además, me molestaba que hubieran comprado la casa tan barata. Pero así es la vida, ¿no? Nunca se sabe.
Sí, eso es cierto.
Travis levanta la vista por encima del mantel de cuadros y se fija en la mujer de la que estuvo enamorado cuando iban al instituto. Ella era cheerleader, y mucho más popular que él. Pero poco después había conocido a Mary. Suponía que todo había salido como debía ser.
Parecían amables, eso sí. June le da un sorbo al té y deja la taza en el platito sin hacer ruido. Y a la niña la llevaban siempre muy bien vestida. Iba preciosa. Me siento fatal por esa niña. ¿Tú no?
Sí, yo también.
¿Más té, Travis?
No, gracias.
Ella vino una vez. La mujer. Dijo que estaba cocinando algo y se había quedado sin azúcar, y me pidió si le podía prestar un poco, y yo, claro, la invité a entrar, y un poco después, mientras le medía la cantidad de azúcar, me contó que en su casa había un olor desagradable del que no conseguía librarse. Le pregunté a qué olía, y me dijo que a algo así como a orina, y que no se iba con nada, así que le dije que fregara los suelos con vinagre, y ella dijo que lo intentaría, y entonces se echó a llorar. Le pregunté que qué le pasaba, pero ella meneó la cabeza y dijo que no era nada, que tenía un mal día, nada más. Le dije que yo también había tenido algunos, y entonces ella cogió el azúcar y se fue. No sé qué otra cosa puedes decirle a alguien así.
Le pide a su secretaria que llame a casa de Clare, en Connecticut, para solicitar una entrevista con George, pero no devuelven la llamada. Se pone en contacto con la madre de Catherine, que llora durante más de diez minutos hasta que su marido se pone al teléfono y le pide que les deje llorar a su hija en paz. Envía a unos hombres a Connecticut con la esperanza de poder acceder al interior de la casa de los Clare, pero no les dejan entrar y les cierran la puerta en las narices.
Dos semanas después del inicio de las investigaciones, un abogado criminalista de la defensa llamado Todd Howell se pone en contacto con Travis en representación de George Clare y presenta una lista que requisitos con los que deberán cumplir si quieren hablar con su cliente. Uno de ellos estipula que el propio Howell ha de estar presente en cualquier interrogatorio de la policía. Lo que, básicamente, equivale a que cualquier pregunta que le formulen a Clare será respondida de la misma manera: No lo recuerdo. Tras una breve investigación, Travis obtiene información sobre Howell: socio de un rutilante bufete de abogados de la ciudad de Nueva York, conocido por sus casos de gran resonancia mediática y por librar a gente de la cárcel.
Durante la rueda de prensa televisada, cuando se le pregunta si George Clare deberá testificar ante un juzgado de instrucción, Perry Roscoe, jefe de la oficina de homicidios del fiscal del distrito, anuncia que no está en sus planes. Según aclara, en el estado de Nueva York, la testificación en un juzgado de instrucción garantizaría a Clare la inmunidad ante una acusación a menos que renunciara a ella, cosa improbable.
Hemos decidido no hacerlo, afirma Roscoe, que aclara: No estamos preparados para conceder al señor Clare la inmunidad en el presente caso.
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Decía que con ella podía ser él mismo. Que no tenía que fingir. Para él era difícil tener que fingir constantemente. Apoyaba la cabeza en la almohada y fumaba con aquel gesto distante, melancólico, tendido en toda su magnitud, en toda su extensión, en todos sus ángulos, con las piernas separadas y el pene en reposo. La última vez que se acostaron ella lloró un poco y le dijo que se había terminado, que no podían seguir así, que aquello la estaba destruyendo, y él se limitó a negar con la cabeza y sonrió y le dijo: No sé por qué insistes en dejarlo. Pareces disfrutar con lo que hacemos.
Pues no disfruto.
No es esa la impresión que a mí me da. Pero te niegas a admitirlo.
He dicho que no, y lo digo en serio.
Ella se volvió para recoger su ropa, pero él tiró de ella con fuerza para retenerla.
Cuando te vas así te deseo aún más.
La inmovilizó: era un caníbal devorándola, mordiéndola y palpándola, consumiéndola.
Él le dijo que ella había invocado al monstruo que llevaba dentro.
Esto lo has hecho tú, le dijo.
Hacía que todo fuera culpa suya.
La mujer de George usaba Chanel n.º 5, igual que la novia del padre de Willis, pero Portia era descarada, llevaba botas altas, faldas cortas, era pelirroja y tenía el pelo rizado, que se retiraba de la cara con pañuelos anudados. Portia era una neoyorquina auténtica, una urbanita, y Catherine Clare era una chica del interior del estado. Mi mujer viene de un entorno modesto. Así era como lo expresaba George. Que hubiera obtenido una beca para ir a la universidad ya había sido toda una proeza. Le había ido mejor que a él académicamente. Enseguida añadía que eso no quería decir que fuera más inteligente, aunque a renglón seguido admitía, como en un acto de generosidad, que a su mujer habría podido irle mucho mejor en la vida si no se hubiera quedado embarazada. «Las cosas cambiaron un poco cuando nos casamos».
Por raro que parezca, Willis la admiraba por seguir con él por el bien de la niña. Eso sus padres no lo habían hecho. Había que admirar a alguien capaz de tomar una decisión aunque esta fuera en beneficio de un tercero, todo lo contrario que su madre, que nunca tomaba decisiones sobre nada, y que daba mil vueltas a ciertas cosas para acabar cambiando de opinión en el último minuto, por más que se tratara de algo tan intrascendente como si debía apuntarse a un cursillo de cerámica.
En su casa, cuando sus padres todavía estaban juntos, su padre solía dormir en su estudio cuando trabajaba en algún caso, Muchas veces, ya muy tarde, ella oía el sonido de la grabadora. Era su padre, que escuchaba las cintas con las declaraciones de sus clientes para preparar sus argumentos. Aquellos eran sus peculiares cuentos infantiles para dormir. A menudo pensaba que eran las voces de las malas personas las que la ayudaban a conciliar el sueño.
Gracias a aquellas declaraciones ella se enteraba de cosas, de la manera de hablar, las historias que contaban. Había ciertas coincidencias. Expresiones que se repetían. Una manera de hablar determinada.
Su padre le había contado que un verdadero sociópata tiene la capacidad de convencerse a sí mismo de su inocencia. Así que todo lo que sale de su boca le suena verdad a él mismo, y por lo general a todos los demás. Se distancian a sí mismos de lo ocurrido. Como si nunca hubieran estado allí. Como si nunca hubiera ocurrido.
Se les da tan bien que son capaces de pasar con éxito la prueba del detector de mentiras, le había contado su padre.
Aunque aquellos resultados no eran válidos en su estado, eran cosas que incomodaban a los fiscales, pues suponían puntos débiles en casos bien trabados.
Aquella gente (gente como George) era depredadora. Poseía aptitudes de percepción que la población corriente no tenía. Tal vez porque, a diferencia de otras personas, sabían lo que necesitaban y no les daba miedo admitirlo. Habilidades de supervivencia. Y por eso podían salir y actuar de nuevo.
Durante esas mañanas en San Francisco acude a la biblioteca para mantenerse al día del caso, para saber dónde está, para sentirse segura. Lee los artículos microfilmados, y todos los días hay alguna novedad. No solo detalles sobre la investigación, sino informaciones sobre George y Franny. Estaban viviendo con los padres de él. Él trabajaba para su padre en una de las tiendas de muebles. Aparecían unas palabras textuales suyas en las que decía: «El cuidado de la niña era algo así como el trabajo de mi mujer antes, y ahora me encargo yo. Creo que es algo que le debo».
Se pregunta amargamente qué pensaría Catherine de esa afirmación suya de que cuidar de la niña había sido «algo así» como su trabajo, y que él «cree» que es algo que le debe, como si no estuviera del todo seguro. Y, para empezar, ¿por qué está en deuda con ella? ¿Qué es lo que le debe?
Asqueada, está a punto de no terminar de leer el artículo, pero al final hay algo que llama su atención. Un apellido. El suyo.
Sin pensarlo, sale y busca un quiosco y unas monedas para llamar por teléfono desde una cabina que hay en la esquina. Se sabe de memoria el número del despacho de su padre y lo marca, decidida a prevenirle sobre George Clare y contarle lo que sabe. Aceptar ese caso sería un error, una farsa. Pero cuando descuelgan en la centralita, la ponen en espera al momento, y la dejan así mucho rato, y en ese rato de concentrada anticipación se siente atenazada por una sensación de horror al darse cuenta de algo.
Buenas tardes, despacho de Todd Howell, dice una mujer. ¿Sí? ¿Hay alguien al teléfono?
Y ella cuelga.
Las lágrimas le inundan los ojos con tal fuerza que por un momento queda cegada, mientras va asumiendo la composición completa de lo que ha hecho George.
Era solo una chiquilla, se imagina a George contándole a su padre. Una joven del restaurante. Para él fue una aventura desafortunada, pero la chica se obsesionó con él y quería que dejara a su mujer, a su hija. Un lío. Era una chica con problemas, estaba muy mal. Había abandonado los estudios. Una vez, incluso, había intentado tirarse desde lo alto de un edificio. Él intentó cortar, pero ella no lo soltaba. Su padre no tardaría mucho en establecer que aquella joven inestable y patética, en un arrebato de celos, podía haberle hecho aquella cosa tan espantosa a la pobre e inocente Catherine. Peor aún, una vez que su padre descubriera que aquella chica era ella, si aquella información llegaba a divulgarse, él se vería obligado a pasarle el caso a alguno de sus socios. E incluso si ella revelaba todas las guarradas y perversiones que sabía sobre George, ellos, basándose en su historial psiquiátrico, siempre podrían convencer al jurado de que se lo estaba inventando todo. Llamarían a su psiquiatra para que acudiera en calidad de testimonio y experto, y él sacaría a la luz que su madre era lesbiana, hablaría de la novia de su padre… Las cosas se pondrían muy feas. Aunque no hubiera verdaderas pruebas contra ella, todo aquello tendría su efecto, y George acabaría pareciendo más inocente que un monaguillo.
Una semana después, cuando está pasando un trapo por el mostrador, entra un hombre en el restaurante. Se sienta, se toma un café y pide una porción de tarta con una loncha de queso encima. Ha visto a otros como él pululando por el bufete de su padre. Pero este se ve aún más desalmado. Gracias, Willis, dice él recalcando su nombre, y se va. Ella se queda un momento desconcertada, hasta que recuerda que lleva su nombre escrito en una chapa, en la pechera. Él ha dejado el dinero en el mostrador. Nada de propina. Pero hay otra cosa, un sobre amarillo cerrado con cordel rojo. Hay poco trabajo, así que pide poder hacer una pausa y sale, enciende un cigarrillo y se sienta en una silla metálica vieja, abre el sobre y extrae las fotografías. Son imágenes de George y de ella manteniendo relaciones sexuales, y se ve mucho. Hay una nota escrita con la letra afilada de George: «No me obligues a enviárselas a papá», es todo lo que pone.
12
Tiene cambios de humor, está distraída. Quema sus poemas en el fregadero de la cocina. Trabaja desde el mediodía hasta la hora de cerrar en el restaurante, y vuelve a casa apestando a pescado frito y a grasa, y sudorosa. Él tiene que hacerlo todo, tocar en la banda, preparar la comida, recoger la ropa sucia y bajarla a la lavandería. Ella casi no le dirige la palabra, se queda ahí, en el apartamento, con una copa en la mano, y en la cama lo rechaza.
¿Qué te pasa?
Nada.
Entonces, cuando están en la cama una noche bajo las sombras líquidas de los tranvías que pasan, ella le habla de George Clare.
Me vi atrapada en algo, le cuenta. Y no podía salir. Él tenía un poder sobre mí.
Él intenta escuchar atentamente, mostrarse abierto a ella, pero su confesión solo consigue indignarlo. Se aparta de su lado.
Ella pega mucho el cuerpo desnudo contra su espalda y llora.
Ahora ya estoy mejor, le dice. Ya lo he superado.
Mentiste, dice él en la oscuridad.
Ya lo sé. Y lo siento. Tenía miedo. Me odiaba a mí misma.
No fue por eso.
No sé por qué, dice ella. Sinceramente, no lo sé.
Él se vuelve a mirarla, los ojos húmedos, oscuros, los labios, y de pronto no siente nada.
Voy a volver a Los Ángeles, le dice ella entonces. Vuelvo a la universidad. Me dijeron que podría ingresar si cursaba un semestre más.
Eso está muy bien. Deberías hacerlo.
¿Y tú?
Estoy seguro de que encontraré algo.
¿Cuándo te dirán algo de la escuela de música de Berklee?
Pronto, dice él. En mayo, creo.
¿Irás? Si te admiten, digo.
Él asiente. Tendré que ver.
Boston es bonito. Yo quiero ir a la Facultad de Derecho allí. Quiero estudiar Derecho, suelta de golpe. Para pillar a gente como él.
Serás una buena abogada, le dice. Y lo cree de verdad.
Y tú vas a ser famoso.
Eso no me importa. Yo solo quiero tocar.
Se sienta en el borde de la cama y enciende un cigarrillo. No quiere que ella le vea la cara.
Ella posa una mano en su espalda.
Lo siento, Eddy. Nunca ha sido mi intención hacerte daño.
Eso es lo que siempre dice la gente.
Pero es que es verdad.
Me has roto el corazón. Solo para que lo sepas.
No está roto, le dice ella. Te lo han abierto.
Él la mira y ella sonríe con esa sonrisa traviesa suya, y de pronto a él le parece absurdo estar enfadado. Es solo una niña que está intentando crecer, piensa. Él todavía la quiere, siempre la querrá. La abraza, y se quedan despiertos toda la noche, escuchando las canciones de la ciudad. Las paredes están vivas, atravesadas de sombras, y los dos saben que cuando amanezca ella se irá.