Advertencia y dedicatoria

En el verano de 1989, Gabriel García Márquez impartió un taller de guión a diez alumnos de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de Los Baños, Cuba. Yo fui su asistente. Entre las mil y una historias que nos contamos estaba la seductora pesadilla de cuatro jóvenes puertorriqueños que habían sido acosados toda una noche por un asaltante de caminos, sin más detalles. Ante la carencia de datos precisos, los talleristas aportamos nuestras propias soluciones. Alguien dijo que el personaje debía ser un asesino nato; otro sugirió que fuese alcohólico. Mejor, mudo. Drogadicto. O quizás armenio. «¿Y no sería oportuno incluir en algún episodio el acoso de un tigre de Bengala?», comentó un estudiante de Nueva Delhi durante una animada sobremesa. Gabriel propuso que fuese un sicópata de guerra y que llevara tatuados en el brazo izquierdo los nombres de sus muertos particulares. Yo consideré que debía encarnar a un suicida. Un pobre diablo. Casi un inocente. El loco quedó en el aire. Un año después supe de un marine de La Florida que había secuestrado en Port-au-Prince a una prostituta dominicana y, a cambio de la liberación de la rehén, sólo exigía que lo mataran en el intento de rescate. Le cumplieron con seis impactos de bala. Luego, en Madrid, me contaron de un gallego que, en la cruda de una borrachera, se ahorcó con la corbata porque estaba convencido de que era responsable de la muerte de sus dos mejores amigos —que no habían fallecido, todavía. A la mañana siguiente, por esas casualidades de este mundo, los susodichos perecieron en un absurdo accidente de tránsito, camino al entierro del ahorcado. En 1994, en México, García Márquez me pidió que escribiera algunas de aquellas embrionarias ficciones del taller, y como tuve vía libre, el asaltante de caminos pasó a ser un veterano de California en la guerra de Vietnam, un marinero argentino en la guerra de las Malvinas, un combatiente sandinista en la guerrilla nicaragüense, un terrorista palestino en la guerra del Medio Oriente, un artillero soviético en la guerra de Afganistán, un piloto inglés en la guerra de Irak, un miliciano croata en la guerra de Bosnia, hasta que terminó convertido en un soldado cubano en la guerra de Angola, 1975-1985. Guerras no faltan. La posible película nunca se realizó. Por último, hace dos años volví a leer un cuento de Gabriel que empieza con esta frase que es, en sí misma, una joya narrativa: «Como es domingo y ha dejado de llover, voy a llevar un ramo de flores a mi tumba». Entonces me senté a escribir esta novela sobre el miedo, la locura, la inocencia, el perdón y la muerte.

Dedico Caracol Beach a Gabriel García Márquez, mi querido maestro; a los amigos que me cuentan mentiras y a los alumnos que me las creen; y a los muchachos: María José, Ismael, José Adrián, Laurita, Sergio Efigenio, Cristian, María Fernanda, Andrés Palma, Hari, Sidarta, Jasai, Eli y Memo. Mi tropa.