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Libreta del soldado. ¡Ah, carajo: la cosa va en serio! Los movimientos de tropas enemigas son evidentes. Rezo la oración que me enseñó Lázaro: Yemayá, la de los siete caminos, Yemayá Awoyó que estás lejos, en la mar, dueña del agua, tú que comes carnero, Madre del cabello de lata que pare a la laguna, Madre nuestra protectora, mujer perfecta, única, que extiendes el mar, Madre que piensa, sálvanos de la muerte, ampáranos. Dice Samá que cuando yo esté en peligro, a dos o tres pasos de la muerte, se me va a montar Yemayá. Tengo que resistir. Dejarme llevar. Se siente un escalofrío en la piel. Se te pone la carne de gallina. El santo invade tu cuerpo. Te desarma. Es como la mano que se mete en el forro de un títere y hace vivir al muñeco. (…) El Filtro Ruedas estuvo toda la tarde intentando comunicar con el Estado Mayor, pero no pudo. Algo pasa. No responden. El radio se jodió, dijo El Filtro y Fernandito escupió el equipo. El teniente está de mírame y no me toques. Hoy salimos de exploración. Apenas tengo tiempo para escribir estas notas. Los muchachos se ven nerviosos. Hay que estar loco para pelear en una guerra. Lo digo en serio. La locura es la mejor estrategia. Si lo piensas mucho, te echas a correr, buscando a tu mamá. Yo no sé por qué busco a mamá. Me fui de Cienfuegos huyendo de La Grande. Debe ser que busco otra cosa, y me confundo. (…) Nadie sabe lo que nos espera. Leo, Ernesto, Fernandito, Elías Benemelis, nombres que no dicen nada a nuestros enemigos, quienes, por otra parte, Dios sabe cómo se llamen. Samá estuvo conversando conmigo, aparte. Me dijo, mirándome a los ojos, que él y yo iríamos a la vanguardia. Es mi bautizo de fuego. Tanto esperar por este momento y ahora que está a la vuelta de la esquina… Le dije que tengo miedo. «Yo también», me respondió, pero con un coraje de morronga de caballo. Este negro desconoce el miedo. Afirma que él es hijo de Babalú Ayé y yo de Yemayá. Una diosa indomable y justiciera, dueña de las aguas y representante del mar, fuente de la vida. Me asusta: Lázaro dice que sus castigos son duros y su cólera terrible. Le gusta bailar con un majá enroscado en los brazos. En uno de sus tantos caminos es la mujer del dios de la guerra y de los hierros. A los hijos de Yemayá nos gusta poner a prueba a nuestras amistades, resentimos las ofensas y nunca las olvidamos aunque las perdonemos. Verdad que sí. «¿No hay vírgenes peloteras?», dije y se rió. «Deja que se te monte Yemayá», me dijo. Ya es hora. Y yo pienso en mi casa. En el barrio. El puerto. Los helados. En lo que hubiera sucedido si no me trepo a esa bicicleta que me partió el codo. ¿Dónde estaría? ¿En qué equipo de béisbol? Pero me subí a la bicicleta. Quería huir de casa. Catalina La Grande estaba haciendo el amor con mi mejor amigo. Paco. Paquito. Paquito no era ruso. Paco, el jardinero derecho del equipo. Sexto bate. Qué humillación. Le robé la bicicleta a Paco. Necesitaba un helado. No vi el hueco. Cabía un puerco entero. Vaya, carajo. Volé por los aires. Caí en la clínica. En ese preciso momento comenzó la guerra. Mi guerra. No he vuelto a soñar con el perro. Para perros, yo.