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Caracol Beach era un lugar tan conservador que los lecheros aún repartían puerta por puerta los litros del preciado líquido, tradición perdida en estos tiempos frívolos donde la vieja costumbre de hacer favores no está aceptada por algunos. La frase es de don Claudio Fontanet. Lo que hacía realmente inaccesible al pequeño balneario no eran los treinta y dos kilómetros de autopista que lo separaban de Santa Fe sino las narices respingadas de sus habitantes, sin excepción empresarios, dueños de casas de bolsa o señoras aficionadas al juego de canasta que habían tenido olfato para encontrar la manera de vivir a lo Robinson Crusoe en la isla de un chalet. Para Laura aquel litoral estaba más lejos que Sydney, Australia, distanciado por los barrancos de la nostalgia. Lo había visitado de niña, cuando no aparecía ni en los mapas y apenas era una bahía de aguas poco profundas, protegida de las marejadas del Caribe por una barrera de arrecifes coralinos. En esos años no le decían Caracol Beach sino Punta La Galia y estaba habitada por unos veinte pescadores, descendientes de haitianos blancos que vendían pargos al ajillo y refrescos de frutas en vasijas de coco seco mientras cantaban temas de Edith Piaf. Luego se puso de moda. Contaba con trece manzanas residenciales, alineadas entre el océano y la avenida costera, tres hoteles administrados por dos gerentes suizos y uno japonés, casado con una soprano belga, un liceo francés con talleres de ballet y pintura de caballete, el boliche La Bética con nueve rampas de tiro, un campo de golf, un puesto de policía y un par de ovejas negras que afeaban la zona: un cementerio de autos en el kilómetro dieciséis de la autopista a Santa Fe y el bar La Bastilla, reducto de los haitianos blancos. Dos catacumbas.
—La casa de mis padres en Caracol Beach está disponible.
—¡Una casa en Caracol Beach! Esta tarde puedo adorarte, Martin Lowell —dijo Laura. En honor a la verdad ella había sentido un escalofrío en la caja del pecho y lo resolvió con la acción del beso. Caracol Beach estaba ligado al recuerdo de su madre, una habanera llamada Maruja Vargas que no soportó las penas del exilio y murió a los cinco años de su boda con el abogado Fontanet. La única imagen de Maruja quedó fijada en una foto: madre e hija van de la mano por la orilla pero como Laura es tan pequeñita Maruja tiene que encorvarse unos grados hacia delante, con lo cual no se le ve la cara, cubierta por la cortinilla del cabello. Para Laura entrar en Caracol Beach significaba regresar al vientre materno. Sólo allí, entre los cocotales de la playa, reconocía su herencia caribeña: se dejaba invadir por una sensación difícil de explicar con otras razones que no sean las de la sangre. Cuba era un piano que alguien tocaba detrás del horizonte.
Don Claudio Fontanet se había vuelto a casar con Emily Auden, una señora de Carolina del Norte que siempre llevaba a la mano la bandera del optimismo. Quién sabe por qué el abogado se había propuesto desaparecer los puentes que podían conducir hasta la isla. Tal vez porque era catalán. La muchacha nunca logró que le contara de la familia cubana. Don Claudio cerraba la guardia, se protegía con un vaso de oporto y se negaba a compartir la soledad. Laura sabía que Maruja había nacido en un pueblo llamado El Rincón y que la vida apenas le duró treinta primaveras: después del parto las articulaciones se calcificaron en lenta solidificación del esqueleto, hasta que acabó endurecida igual que una muñeca de palo. De no ser por la foto, un cofre con una trenza y una tumba en Santa Fe a la sombra de una palma, Maruja no habría existido jamás. A Laura le quedó el consuelo de convertirla en una amiga imaginaria que aparecía de repente, bien en los recreos del colegio, balanceándose en los columpios, bien en la rueda de la Estrella o en la Montaña Rusa de los parques de diversiones. De vuelta a casa las dos se escondían en el cuarto a terminar las tareas, a ordenar el juguetero, a leer La edad de oro de José Martí. Don Claudio escuchaba la risa de su hija al otro lado de la puerta. Se bebía un trago de oporto a pico de botella, sentado en algún descanso de la escalera.
—No te preocupes —decía Emily—: Debe estar hablando por teléfono con una amiga.
—Escuché la voz de la Maruja.
—Ven, Catalán, no seas cabeza dura. Es hora de dormir.
—¿Dormir? Quiero quedarme aquí un rato.
—Entonces ábreme un hueco a tu lado. Te acompaño —y acababan haciendo el amor en la escalera.
Lo cierto es que aquella imposible Maruja Vargas alardeaba de gran vitalidad, como si quisiera romper los candados impuestos por los cangrejos del cáncer. El otro mundo está más cerca de lo que parece. A veces tocaba el piano en los sueños de su hija. Contradanzas. Lo hacía bien si se tiene en cuenta su condición de muerta. Fue ella quien convenció a Laura de que se inscribiera en las clases de gimnasia rítmica y hasta se aprendió las rutinas de las porristas para practicar juntas los giros de la coreografía. En la cancha de baloncesto del Instituto Emerson, Maruja vendía algodones de azúcar. Las visitas, frecuentes en la infancia, se habían ido distanciando con los años y al llegar a la juventud se hicieron muy esporádicas. Una noche, en la barra de una discoteca, Laura se atrevió a revelarle un sentimiento que la venía turbando desde tiempo atrás: había comenzado a querer a Emily Auden como a una madre. Maruja comprendió que el ciclo fantasmal de su existencia debía terminar, sacrificarse, consumirse en el horno real de la vida. No volvió a tocar el piano ni en sueños. De tarde en tarde coincidían en el lunetario de un cine, antes de que se apagaran las luces de la sala, después Laura la encontraba en los reflejos de las vitrinas comerciales, en la ventanilla de un autobús en marcha y, en cierta ocasión, en la sombra de su cuerpo. A los dieciocho años Laura sentía celos de ella. Poco a poco madre e hija iban teniendo la misma edad. Maruja Vargas regresó a la foto inconforme pero resignada a morir de nuevo en el destierro del olvido. No se dejaba ver salvo en Caracol Beach, su paraíso natural. Cuando Laura iba al balneario la buscaba por los cocotales de la playa. Conocía sus rincones preferidos, las huellas que grababan sus pies ligeros en la arena, entre rastros de cangrejos, el olor a agua de violetas que dejaba al pasar. La muchacha merendaba en el restaurante de los haitianos blancos: un refresco de fruta en la cáscara de un coco seco. De repente veía a su madre haciendo equilibrios en una tabla de flotación, sobre las olas. Ni adiós le decía la Maruja Vargas. Así de vivas suelen ser algunas muertas. Más las cubanas.