46

Beto Milanés cortó de un hachazo la cadenilla de las esposas. Y sonó el primer disparo. En una acción instintiva, el soldado empujó a Laura y ambos fueron a dar bajo la mesa. El recuerdo de la guerra en Ibondá de Akú le estranguló la conciencia. El trailer estaba lleno de moscardones. Beto comenzó a temblar igual que los muchachos en el asiento del Chevrolet. Laura levantó al veterano del piso y emprendió con él una huida desesperada. Oyó la voz de Martin: venía gritando insultos por el deshuesadero. El segundo disparo hizo estallar el vidrio del ojo de buey.

—¡Teniente Samá! —clamaba Beto—: ¡Teniente Lázaro Samá, no me abandones! ¡Teniente Samá!

—Vamos, Beto.

—El tigre… Afuera está el tigre.

—No hay tigre.

Abandonaron el trailer. Beto parecía espantado. Los fantasmas de sus compañeros surgieron entre los coches. Resucitaban en las carrocerías desvencijadas, sombras tras las sombras de las vagonetas, y chispeaban en los espejos retrovisores de los autobuses. Se escondían en las cabinas de los camiones sin dejar de llamarlo, recordándole que era tiempo de que se dejara comer por el tigre. No pocos de ellos se reían. Panetela estaba sentado en el aire, fakir, y dos ratas corrían por su cuerpo, domesticadas.

—¡Huye! —ordenó Laura.

Martin, cazador de hombres, los vio salir y disparó tres veces seguidas. A esa hora los hombres del capitán Paul Sanders se acercaban en columna de patrulleros por la autopista y escucharon los fogonazos en el silencio de la noche. Wellington hizo sonar la escandalosa espiral de la alarma.

—Que nadie abra fuego hasta que yo lo ordene —dijo el capitán Sanders y Perales comunicó el mandato a los otros patrulleros. Él sería el primero en incumplirlo.

Ramos, Mandy y Tigran corrían por las callejuelas del deshuesadero. Poco a poco, el alguacil se fue rezagando y su hijo tomó la punta de la carrera, seguido a unos ocho metros por El Temible. Ahogado, temeroso de llegar demasiado tarde y maldiciéndose por haber tragado una enorme pizza de mortadela y aceitunas moradas, Ramos iba pensando en el último encuentro con el cubano, en el cuarto de los haitianos blancos, que paso a paso se bamboleaba igual que el camarote de un barco en las aguas del recuerdo, y se reprochó su mala, pésima memoria, consuelo de cobardía: en ese momento, viejo y gordo, supo que había olvidado a Beto porque dieciocho años antes tuvo terror, pánico de complicarse la vida con la existencia de un loco sin suerte que le había invadido el corazón. Lo quiso. Hubiera deseado tener un hijo así. Lo amó. Pero acabó traicionándolo. Si el miedo resulta una camisa de fuerza, el olvido es una celda de manicomio. Prefirió guardarlo en el recuerdo e inventó episodios que no habían sucedido con tal de armar una excusa piadosa: Beto Milanés ha sido curado, mujer. Beto Milanés vive feliz. Hijo, ¿te acuerdas de Alberto? Alberto Milanés. Acaba de regresar a Cienfuegos. Beto Milanés está a salvo. Qué ingratos son los seres humanos, Raquel: Beto ni se acuerda de nosotros. Con los años Ramos terminó por confundir qué había sido cierto. Al llegar a Caracol Beach, preguntó por el cubano, y supo que trabajaba en el deshuesadero. «Nunca viene. No sale, al menos de noche, que es cuando yo estoy en pie», le dijo Zack: «Es mi mejor amigo». Ramos no fue a visitarlo. No quería enfrentar el desafío que Beto le había lanzado en la carta: «Dice apreciarme, usted lo dijo, entonces, ¿por qué no me devuelve lo que un día me quitó: mi muerte? Llegue aquí. Dejaré un rastro de mierda: sígalo». No amar a nadie es una inmoralidad. No amar a nadie es una inmoralidad. No amar a nadie es una inmoralidad. En mala hora leyó esa frase. Muchos le tienen pavor al cariño. Al cabo de cinco guerras, un hijo travestí y sesenta y dos años, él era uno de ésos.

—Yo me adelanto, papá —gritó Mandy.

—Mucho cuidado, hijo.

Laura, entretanto, había logrado llevar a Beto hasta una calle lateral del deshuesadero. En ese instante, el fondo de la escena se iluminó con los reflectores de la policía que había comenzado a acordonar el sitio, y se escuchó la voz del capitán Paul Sanders que los conminaba a la rendición. Laura se creyó a salvo. Strike Two corría por los pasadizos del deshuesadero con el cuchillo de goma en la boca. De pronto, se detenía. Soltaba el arma. A la manera de un sabueso de caza, intentaba orientar sus sentidos. Mordía el juguete. Continuaba la búsqueda. Justo cuando Laura y Beto se acercaban a la salida del cementerio, desde algún lugar de la noche saltó Martin y les cortó el paso. Laura no lo reconoció a primera vista. En sólo unas horas el pacífico Martin se había transformado en una bestia: traía en la mirada el fuego del rencor y, en la mano, un garfio para cazar tiburones. La muchacha intentó darle una explicación razonable pero Martin la apartó con un manotazo y se enfrentó al cubano. Beto se recostó a una pared de latón sin oponer resistencia. Moscas. Moscas. Moscardones.

—Mátame —suplicó—: Mátame. Mátame. Para eso has venido, para matarme.

—Claro que sí, cabrón.

—Déjame explicarte, Martin —dijo Laura.

—Quítate, Laura.

—No.

—¡Carajo! —dijo Martin.

Carajo, Martin también quería morir. Escuchó ladrar un perro y lo descubrió entre los arbustos. Era el cachorro que traía un cuchillo en la boca. Otro murciélago pasó volando cerca. Otro coche sonó el claxon en la autopista: el fotuto reproducía en acordes simples una balada de moda. En la tela de la noche volvieron a encenderse las guirnaldas de las luciérnagas. El reordenamiento de la realidad no sirvió de consuelo porque a esa altura de las circunstancias el mejor alumno del Instituto Emerson había perdido el juicio para siempre. Estaba fuera del mundo: la demencia es una forma de extravío. Apuntó a la cara del soldado. Así habría actuado Tom. Seguro. Claro. Si Tom era un héroe. Encestó treinta puntos. Un poco de mal no hace mal sino más bien un poco de bien. Tom le decía al oído que lo matara de una vez. Mátalo. Tom puso el dedo en la llaga. Debía empezar a valorar las cosas de otra manera. Mátalo. Tom casi nunca tenía la razón pero casi siempre daba en el blanco, lo cual no es exactamente lo mismo. Tom estaba a su lado. Mátalo. Podía escucharlo. Mátalo. Podía palparlo. Mátalo. «Me cuentas cuando el humo toque fondo en la tripas, ¿ok?» Siempre decía Ok. El tigre saltó del árbol. Los moscardones se alborotaron. Mátalo. Mátalo. Mátalo. Mátalo. Mátalo. Mátalo. Muchacho.

—Mátame. Panetela, mátame. Leo… ¡Aspirina…! Ahí vienen… ¡Carajo…! De pinga. Catalina… ¡Catalina!

—Quítate, Laura —gritó Martín.

—Estás equivocado… Déjame explicarte.

—No le expliques nada, chica. Deja que me mate, coño. Bang. Bang. Yo estoy jurado. Borrón y cuenta nueva. Camina. Camina. Yemayá, Babalú Ayé. Luz y Progreso. Aquí, Panetela, dispara al pecho, Panetela…

—¡Estamos locos, todos estamos locos! —dijo Laura.

Mandy llegó con los rellenos de sus pechos por fuera de la blusa, la minifalda a punta de nalga, descalzo porque había perdido por el camino sus botines de tacón. Se detuvo a unos metros del duelo. Al fondo se escuchaban los pasos de El Temible y de Ramos, aún distantes. Mandy fue a hablar pero las palabras se enredaron en su garganta reseca. Beto era el Jinete Solitario, el cazador de cocodrilos que había estado bebiendo veneno para ratas en el bar de los haitianos.

—Basta —dijo—: Por Dios.

Laura se creyó a salvo. Aquel travestí debía ser un ángel. Beto lo confundió con el tigre.

—Cuidado —dijo Beto—: El tigre… ¡Lázaro: el tigre, coño!

—Sé que te llamas Beto —dijo Mandy.

—El tigre…

—¿Qué tigre? —dijo Mandy.

—No te muevas, está a tu derecha. ¡Panetela…!

—Es Tom —dijo Martin y se adelantó un par de pasos.

—Martin, escúchame —rogó Laura.

—Es el tigre. De Bengala. Me sigue. Mátame. No dejes que me coma. Las hormigas. Mátame, por Dios. Quién seas, mátame.

—Es Tom —repitió Martin.

—¿Dónde está Tom? —gritó Laura—: Yo le explico.

—Tom está bien. No veo nada.

—¿Dónde está Tom?

—Tom está muerto. Tom. ¿No tienes mis lentes? ¿Dónde quedaron mis lentes? Muerto. ¡Dónde!

—Por amor de Dios, qué mierda está pasando —dijo Mandy y se hincó en el suelo—: ¡Papá, papá, corre!

Martin se llevó la pistola a la sien.

—No lo hagas —dijo Mandy—: Este mundo es una mierda, sí, una mierda pero no hay otro. No lo hagas, carajo. Basta. No te mates. Yo he intentado suicidarme muchas veces. Muchas. Si te cuento las tardes que he estado al filo de un edificio o bañado en alcohol de arriba abajo, con un mechero a la mano. Hasta que un día comprendí que mientras haya una persona, al menos una, que lo quiera a uno, nadie tiene derecho a quitarse la vida. No amar a nadie es una inmoralidad, maricón.

—Vete al diablo… ¿Qué dijiste?

—¡Maricón…! Ahí viene Sam Ramos… ¿Te acuerdas? Sam, el gordo… Tu amigo Sam Ramos, el de Puerto Rico… Te quiere. Viene a salvarte otra vez… Ya está cerca.

—Tigre… Tigre… Tigre…

Beto comenzó a raspar la tierra con las uñas hasta encontrar una piedra. La lanzó contra Mandy. Le dio en el pecho. No era una piedra sino una tuerca. Una tuerca de rosca. Beto gateaba por el suelo:

—Qué coño. Tú vas a ver, carajo. Tú vas a ver quién es Lázaro Samá. Vete, tigre… —hizo una pelota de fango y volvió a tirársela a Mandy. La bola se desintegró en el vuelo.

—Tú mismo lo dijiste. ¿Te acuerdas, Beto? En la libreta. No amar a nadie es una inmoralidad, carajo, una inmoralidad —dijo Mandy.

—¡Voy a morir en Ibondá de Akú! —gritó Beto. No dijo más: se le montó Yemayá. Cuando Ifá lo indica, a Yemayá le sacrifican palomas. Ifá, hijo de Obbatalá, es el gran orisha de la adivinación. Beto se tensó como cuerda de violín y comenzó a girar sobre su eje dibujando enérgicos remolinos. Ningún ser humano es capaz de resistir tantas tempestades. Su cuerpo era sacudido por ráfagas invisibles. Relámpagos. Yemayá, la de los siete caminos, Yemayá Awoyó que estás lejos, suplicaba Beto. A su lado Laura no salía del asombro. De pronto el cubano braceaba como si nadara en un mar de aire; de pronto parecía remar hacia una hipotética orilla. Se ahogaba. Los movimientos de Beto iban ganando en intensidad, ordenándose y desordenándose al ritmo de una secreta melodía, desde suaves ondulaciones de las extremidades hasta una furia incontrolable. Yemayá, la de los siete caminos, Yemayá Awoyó que estás lejos, en la mar, dueña del agua, tú que comes carnero, Madre del cabello de lata que pare a la laguna, no me dejes morir, no me dejes morir. Mandy reculó, deslumbrado. Ante él estaba el combatiente loco que su padre había salvado en la selva, el hombre que durante un tiempo había fantaseado en sus alucinaciones de adolescencia, ahora poseído por una fuerza arrasadora que lo desarticulaba como a un títere en una coreografía que no acababa de comprender pero que debía significar, por la belleza de lo terrible y la gallardía de lo fatal, una danza a la vida. Yemayá, la de los siete caminos, Yemayá Awoyó que estás lejos, en la mar, dueña del agua, tú que comes carnero, Madre del cabello de lata que pare a la laguna, Madre nuestra protectora, mujer perfecta, única, que extiendes el mar, Madre que piensa, sálvame de la muerte, ampárame. Beto temblaba de pies a cabeza. «Lázaro Samá, no me abandones», gritó. Había llegado al límite de su resistencia. Los músculos dejaron de responder. A su cansado corazón le faltó potencia. La mente quedó en blanco. Abrió la boca en un alarido silente: las cuerdas vocales no timbraron el grito. Le sangraban las encías. Tenía un insecto dorado en la lengua. Cayó al suelo desplomado.

—Catalina Milanés —dijo.

El nombre de Catalina se estiró hasta cruzar el horizonte. El tigre abrió las alas y una ráfaga de viento trajo olores del mar. Salitre. De las plumas colgaban decenas de amuletos, güiras secas y alargadas, cuentas de Oyá, ramas de cundiamor, palos de cañamazo amargo, medallitas de cobre en forma de muletas, guardapelos, bejuco lucumí, escapularios de matipó rojo, semillas de Santajuana, sagrados corazones de Jesús hechos de lata, como promesas en una manta a Babalú Ayé. ¡Zun zun zun, zun zundambaé, pájaro lindo de la madrugada! Al cerrar las alas cesó el viento. Y se apagó la luna.

—Mátame —dijo Beto.

—Mátame —suplicó Martin.

Moscas. Moscas. Moscardones. Fue en este momento que Laura escuchó el aleteo de los moscardones. Se tapó las orejas. El recurso resultó contraproducente porque encerró los murmullos en el tímpano. Venía oyendo ese zumbido desde que Beto la atacó en el estacionamiento de la licorería; entonces pensó que era un fallo en la pizarra del Chevrolet; luego, en el trailer del circo Cinco Estrellas, mientras el soldado buscaba las fotos de Catalina en el cajón del escritorio, supuso que provenía de alguna bobina eléctrica, el motor de la cisterna, por ejemplo, pero en la callejuela del deshuesadero acabó de descifrar el enigma: la muerte se acercaba a ella —batiendo furiosa sus pequeñísimas alas. Moscas. Moscas. Moscardones. Más rápida que una golondrina vio pasar una llama en el aire, no mayor que una muñeca de cuerda. Revoloteó entre la bruma y se posó sobre el techo de un carricoche. Allí cobró nuevo aliento. Laura reconoció a Maruja Vargas. Desnuda, diminuta, su madre le extendió los brazos. De los dedos de humo brotaba una melodía de piano. Contradanza. La música le mostró el camino de la salvación. Los moscardones dejaron de perseguirla y cargaron contra Beto. El perro ladraba y ladraba bajo el casco de un camión. Asomaba medio cuerpo, ladraba y se escondía de nuevo. Adelantaba el hocico y gruñía desconfiado. Avanzaba un par de pasos, uno más, retrocedía. Ladraba desde la sombra, detrás de las llantas, sin dejarse ver. Ladraba. Ladraba. Ladraba. Strike Two le ladraba a Yemayá, a Maruja Vargas— de alguna manera a Dios.