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Don Claudio Fontanet contaría en el velorio de los muchachos que esa noche tuvo una pesadilla. El domingo despertó más temprano que de costumbre y los zapatos estaban donde nunca los dejaba, al pie de la cama, listos para echar a correr, y la camisa que pensaba ponerse para ir a misa apareció en la puerta del ropero con los botones zafados (Emily tenía la manía de abotonarlas hasta el cuello y cubrirlas con un forro de polietileno). Don Claudio no soportaba dormir con el reloj en la mano pero al lavarse la cara esa mañana el reloj estaba en la muñeca derecha (lo usaba en la izquierda) con la correa mal pasada por la trabilla. Decidió inspeccionar la casa. En el estante del comedor encontró la foto de Maruja en la playa que Laura tenía en su dormitorio; en la cocina, la libreta de teléfono abierta en la página de los números de urgencias en Caracol Beach.
—Hay mucha gente loca en la calle.
—No te preocupes si ves que no llego a dormir.
—Lo que me preocupa es que corran por la autopista.
—Sí, papá.
Don Claudio iba recordando el diálogo con su hija cuando descubrió sobre el escritorio la pistola que siempre guardaba sin proyectiles en la mesa de noche: estaba cargada. Recordó la pesadilla. Había soñado con Maruja, cosa rara porque su esposa había desaparecido de sus fantasías en la noche de bodas con Emily. Aunque el abogado no alcanzaba a precisar detalles del sueño tampoco podía quitarse de la cabeza la sospecha de que esas alteraciones debían significar algo. ¿Qué?
—¿Qué?
—Eso digo yo. ¿Qué haces levantado tan temprano? —dijo Emily desde el descanso superior de la escalera.
—¿Cómo?
—¿Por qué tienes la pistola en la mano?
—Vístete rápido, mujer: nos vamos a Caracol Beach.
—Pero si aún no ha salido el sol, Catalán —dijo Emily.
Un tren pitó detrás del estadio de béisbol. Los silbatos de la locomotora que iba llegando o tal vez partiendo se mezclaron con la campanada de una iglesia invisible que llamaba a misa de seis. Agnes y Theo vivieron ese amanecer a dieciséis kilómetros del deshuesadero, y aunque la luna era la misma que alumbraba a Tom y a Martin y a Beto y a Laura para los maestros tenía un significado diferente. La ciudad olía a pueblo, la calle de comercios a huerto roturado, el aire a agua, el agua a tierra, el asfalto a cedro, el domingo a jueves, el mar a campo, lo antiguo a nuevo y ellos se extrañaron de tanta perfección.
A mediodía, la mujer con el delantal de flores que había colgado la pajarera en la terraza tocó el timbre del departamento de su vecina Agnes para contarle la noticia de primera plana que acababa de escuchar en el noticiero de la televisión: un cubano medio loco, refugiado político, y unos estudiantes del Instituto Emerson de Santa Fe, luego de asaltar licorerías, romper coches de turistas, violar prostitutas, destruir locales comerciales y matar mascotas habían sido ultimados por elementos de la policía local en el deshuesadero de coches del kilómetro dieciséis de la autopista a Caracol Beach, según testimonio del agente Wellington Perales, quien aseguró a la prensa que los delincuentes habían ofrecido resistencia a la autoridad con armas de fuego y arpones para cazar cachalotes, por lo cual ellos se vieron en la obligación de ripostar el ataque, aunque el oficial a cargo de la investigación, el alguacil Sam Ramos, se negó a anticipar conclusiones definitivas.
—Yo me dije, mujer avisa a Agnes que no debe saber nada porque anoche estuvo trabajando hasta muy tarde.
—No, no, no, no, no —dijo Agnes, despacio, sin variación en el metal de la voz.
—Mira. Aquí te apunté los datos de los muertos.
Al ver los nombres de Tom y de Martin, perdió el piso. No, no, no, no, no: las paredes, los muebles, la vecina bajo el umbral de la puerta y hasta la puerta misma se derretían, se inclinaban, se torcían, violaban el eje de la verticalidad. La señora de los canarios dio una vuelta en redondo como si girara en la mesa de un casino y Agnes cayó en medio de un charco de orine. No. Sí: desde que la vecina había empezado a comentar con lujo de detalles la nota periodística, ella trató de imaginar cómo pudieron suceder tantas desgracias en tan breve lapso, con la esperanza de encontrar una falla en el reporte, sospechosamente preciso, exacto, inapelable, y ante la confirmación de la tragedia se le abrieron las compuertas de los riñones y se chorreó las piernas. Agnes salió a la calle y echó a correr. Correr. Correr. No, no, no, no, no. Corrió por los parques donde los niños empinaban papalotes y a su paso derribó un puesto de vendedores ambulantes, y corrió por las banquetas de las avenidas sin respetar el tráfico de ese primer domingo de vacaciones, corrió por los amplios paseos comerciales, repletos de mercancías en oferta. Y se iba diciendo que tenía una pesadilla, claro, una pesadilla porque a quién se le ocurre que Martin, Tom y Laura asaltaran tiendas, mataran mascotas y abusaran de ancianos indefensos. No. No. Había un error. Varios errores. Siguió corriendo, ahora con más bríos. Corrió y corrió y corrió en círculos alrededor de la rotonda que el alcalde de Santa Fe había mandado a construir para recordar a los soldados desconocidos, muertos en las últimas cinco guerras del país, y aunque mucho corría y corría no se cansaba, no, no se cansaba por mucho que potenciaba la velocidad del trote: en la huida hacia ninguna parte pasó frente al Instituto Emerson, donde los mensajeros de una prestigiosa florería descargaban decenas y decenas de coronas de rosas blancas, propias para jóvenes difuntos. ¿Por qué corría? ¿Por qué se negaba a aceptar los hechos? ¿Por qué? Porque si los hubiera acompañado a la fiesta en casa de Martin quizás ellos estuviesen vivos. Corre. Porque a ella, a Agnes, le habría gustado tener una segunda oportunidad para hacer el amor con Tom. Porque se consideraba culpable. Abre los ojos. Porque los quería. Porque los amaba. Por eso.
Agnes no se detuvo. Atravesó el centro de un desfile escolar. Un agente de la autoridad intentó detenerla pero ella logró escabullirse como pez entre las manos de un pescador. Corrió y corrió, sin rumbo fijo. ¿Un cubano loco?, pensaba. ¿Refugiado político? ¿Unos arpones? ¿Un deshuesadero de coches? Y esas dos pelirrojas comiendo helados en la esquina. No. Los autobuses trasladaban legiones de turistas japoneses. Sí. Un padre enseñando a su hijo a montar bicicleta. Una bicicleta con ruedas estabilizadoras. Sí. Ese muchacho tocando el saxofón en el parque. La partitura en el atril. El sombrero de las limosnas. No. Un hombre leyendo el periódico. No. Una anciana consultaba las tablas de la lotería. Las caras de los modelos, hombres y mujeres exitosos, sonrientes en los carteles comerciales. Sí: era domingo. Es domingo. El tercer domingo de junio. Una mañana transparente. Deben estar vivos. Sí. Martin y Tom. Laura. ¿Qué fue de Laura? Su nombre no era mencionado entre los muertos. Laura. De pronto se vio a unos cien metros del cementerio: el portón se abría lentamente. Un cortejo, otro cortejo, entraba con su carga de dolor. Una banda de música. Otra banda de música. La marcha. Fúnebre. Agnes aceleró el trote, le dolía el bazo, hasta que se le fueron debilitando las piernas y le flaquearon las rodillas. Mientras subía a saltos la escalera de la buhardilla de Theo pensó que nunca llegaría. Nunca. Arriba. Con la frente tocó en la puerta tres veces seguidas.
—¡Theo, abre! Theo, Theo…
Cuando Theo abrió, ella seguía cabeceando. El maestro traía en la mano un aparato contra el asma: lo tiró al suelo para sujetarla.
—Ya sé —dijo ahogado. El rector del Instituto Emerson acababa de llamar por teléfono para contarle. Agnes se aferró a la tabla de salvación de un amigo.
—Dame un trago, Theo, un trago, una botella de vodka, una pistola, cualquier cosa que acabe conmigo.
Theo nunca olvidaría sus palabras. Que Dios debía estar mal de la cabeza. Que nada era cierto, ni la poesía. Que Reinaldo Arenas había hecho lo correcto cuando se voló la tapa de los sesos. Que los políticos deberían dejar de levantar monumentos en los parques y decidirse de una vez a prohibir por decreto el derecho a la felicidad, si eso es lo que quieren a fin de cuentas, porque a esta vida, Theo, a esta perra no sólo no hay quien la entienda, sería muy fácil:
—Tampoco hay quien la quiera.
—Laura vive —dijo Theo y tiró la puerta con fuerza.
El golpe descascaró la cal de la pared.