8
El alguacil Sam Ramos odiaba las pelucas desde que siendo niño vio a un tío materno despegarse un bisoñé como un mohicano que se arranca el cuero cabelludo. Tío y sobrino volvieron a encontrarse en una funeraria del Viejo San Juan, una noche de lluvias torrenciales: el misterioso pariente estaba acostado en un ataúd, expuesto a los suyos a través de una ventanilla rectangular, y en esa ocasión el peluquín se le había corrido hasta la mollera dejando al descubierto una de las muchas costuras de la autopsia. El niño no se curaría de aquel espanto hasta que se le empezó a caer el pelo en la Academia Militar. En pocos meses la calvicie le fue robando espacios en su caja ósea y alguien le recomendó el uso de una peluca. Sam se rapó el cabello. Desde entonces le gustaba decir a sus amigos que jugaba a la ruleta rusa cuatro veces por semana porque se afeitaba con una navaja de barbero, siempre ante un espejo de bolsillo. El filo de la hoja y la fragmentación de la testa representaban un desafío. Un riesgo real, el único peligro al que se enfrentaba cuatro veces por semana ahora que habían acabado para él los días de las guerras. Ese sábado de junio se dio un navajazo en el tronco de la oreja. Un hilo de sangre caliente rodó por el cuello hasta encharcarse en la tetilla derecha. El pulso ya no era el de antes. Menos su paciencia. Cualquier mañana de esas terminaría degollado. Raquel Gould, su esposa, le dijo que debía aprender la lección: «Para algo existen los barberos». Sam pensó responderle que aquellas afeitadas matutinas le servían para irse acostumbrando a la idea de un accidente fatal, pero se dejó curar la herida sin abrir la boca. Hubiera sido el comentario de un ingrato.
Oficial de rica experiencia en operaciones de logística, en cuarenta años de servicio había merecido el reconocimiento de sus superiores, quienes lo consideraban un subordinado eficiente, poco conflictivo. El capitán Paul Sanders escribiría un elogio gigante en el aval que presentó a la Secretaría de Defensa cuando su compañero de armas pidió el retiro: «Lo recordaré siempre en su puesto de combate, sin esas ínfulas de algunos militares que, obligados por vanidad a ser valientes, acaban comportándose con altanería, cualidad detestable cuando uno se pega como goma de mascar en la pared de una trinchera. No hay muchos hombres que se le emparejen: le sobra lo que a la mayoría le falta». Desde su participación en cinco contiendas armadas, siempre en la retaguardia, Sam Ramos sabía que en una guerra el día más peligroso es el último, cuando la paz está a la vuelta de la esquina, porque a nadie le gusta regresar a casa con los pies por delante, envuelto como un tamal de maíz en la bandera de la patria, así que en el invierno de 1993 pidió a Sanders su traslado para Caracol Beach. Allí podría cumplir su plan para la tercera edad: rentar todas las películas que se había perdido en las carteleras por estar inventariando latas de conservas en los almacenes de retaguardia. El cine de acción era su pasión. Desde que conoció aquel pacífico arco de playa le pareció un agujero ideal para procurarse una vejez sin contratiempos. Le recordaba San Juan. Fue una sabia decisión. Raquel Gould la había aprobado.
—Es lo mejor —dijo.
—Se acabaron las guerras, mujer.
—Hoy vamos a cenar a la calle para celebrarlo —dijo Raquel—: Nelson me comentó de un restaurante llamado Los Mencheviques donde se come estupendamente. ¿Le digo a Mandy?
—¡Tú también, Raquel! No le digas Mandy. Es ridículo. Nelson. El chamaco se llama Nelson.
—Perdón.
—No sé de dónde salió lo de Mandy.
—Cosas de muchachos.
—No es un muchacho. A su edad… Además, no va a querer acompañarnos.
—Qué poco lo conoces.
—Tú sabrás. Es tu hijo.
Mandy no quiso acompañarlos. Sam Ramos llevaba seis meses al frente de la Comisaría y podían contarse con los dedos de una mano las situaciones de peligro a las que había tenido necesidad de enfrentarse, y sobraban tres dedos. La primera vez que estuvo a un centímetro de perder la vida fue la tarde en que un malcriado gato siamés subió hasta el pico de una araucaria y él se las vio negras para escalar el árbol e impedir a tiempo un final dramático.
—Aquí está su gato, señora Dickinson.
—¿Usted es chicano?
—Puertorriqueño. De San Juan.
—¡Ah!, de San Juan.
—Amarre el gato a la pata de la mesa.
—Dios se lo pague, alguacil.
«Dios no paga, cobra», pensó. La segunda ocasión en que se vio obligado a actuar fue la noche de Semana Santa en que empleados del boliche La Bética reportaron que un emigrante latino estaba armando un campo de tiro al blanco en el salón de juegos: se había parapetado tras el mostrador de la cafetería y lanzaba pelotas y bolos a diestra y a siniestra, impulsados con blasfemias irrepetibles. Cuando Ramos llegó al lugar, el emigrante había escapado.
—Ese tío está completamente loco, alguacil —dijo Manolo El Andaluz, dueño del boliche y viejo conocido de Ramos—: Gritaba que había un león en la sala, un león o un tigre, y lanzaba sillas y botellas para matarlo. ¡Qué león ni qué sandalias! Ese tío lo que necesita es un loquero. ¿Le ofrezco unas tapas para picar?
—Unas tapas no estarían mal, aunque prefiero mi tortilla de patatas —dijo el alguacil.
—Quien estuvo por aquí fue su hijo.
—¿Mi hijo?
—Vino con el ruso de barbas.
—¿Ruso o colombiano?
—Ruso. Todos son rusos.
—¿Y qué te comentó?
—Nada. Se sentó en la cafetería con su amigo. Se veía raro con su pelito pintado de rubio. ¿Natural o peluca? —Manolo no dijo más: el puño de Ramos se incrustó en su nariz y El Andaluz se deslizó por una de las rampas, tumbando los bolos al final de la tronera.
—¡Mierda, Sam! —protestó el dueño de La Bética—: Lo que tienes que hacer es enseñarle a tu hijo que los hombres no llevan tetas postizas en el pecho.
Salvo el incidente del gato en la araucaria y el episodio del boliche, nada digno de mencionar había sucedido en Caracol Beach. Si algo preocupaba a Ramos era que estaba engordando medio kilo por semana. En menos de cien días su barriga redondeó dos tallas extras. No le servían los uniformes. El ocio produce hambre. Esa noche de sábado, Raquel había preparado una hamburguesa doble, término medio, con una bolsa de papas fritas y un litro de jugo de naranjas, pero el lunch no resultó suficiente. Se sentía capaz de comer un búfalo al vapor. Estaba indeciso si encargar un bufete japonés, una bandeja de platillos mexicanos o una pizza de chorizo y aceitunas moradas cuando sonó el timbre del teléfono.
—Comisaría de Caracol Beach, ¿en qué puedo servirle? —dijo.
—¿Alguacil Ramos? —oyó que preguntaban. «¡Púdrete!», pensó. En el otro extremo de la línea estaba la señora Dickinson. La odiosa señora Dickinson. La abominable señora Dickinson. La antipática señora Dickinson. La detestable señora Dickinson.
—¿Qué pasó, señora Dickinson?
Ramos cerró los ojos y entre los fuegos fatuos de la luz vio la imagen de una película con la que soñaba desde hacía meses: un árbol de Navidad tras una ventana. Las guirnaldas. Una chimenea humeante. Nieve. Una ligera cortina de nieve. Un muñeco de nieve con nariz de zanahoria. Villancicos distantes. Un gato que busca huesos de pavo en un cubo de basura. El gato siente la presencia de un caminante. El gato desaparece en un hueco de la noche. El caminante es la señora Dickinson. La insípida señora Dickinson. La indigna señora Dickinson que viene dando tumbos por una oscura y solitaria callejuela. Parece borracha pero esa noche sólo ha bebido aceite de hígado de bacalao. De pronto, la señora Dickinson hace un gesto de dolor, se desploma en cámara lenta: en el centro de la espalda puede apreciarse un puñal afgano, clavado hasta la empuñadura de rubíes. La nieve cubre lentamente el cadáver. La nieve se va tiñendo de rojo. Es sangre de la señora Dickinson. Un buen final. El gato regresa al basurero y, luego de un instante de titubeo, de justificada desconfianza, se mete de narices en el cubo de basura…
—¿Qué pasó, señora Dickinson?
El alguacil alucinó su cara de avestruz y por un par de segundos la imaginó con un gorro de dormir, en pantuflas de Peter Pan, rascándose el ombligo. Estaba viva. Y coleando. El crimen en la oscura callejuela había sido un sueño. También la Navidad, la nieve y el gato. Todo resultó mentira. Una estafa. Ramos se sintió defraudado: cómo permitir la existencia de la señora Dickinson. La inicua señora Dickinson. La maligna señora Dickinson. Su última enemiga.
—¿Qué dice?
—Nada. No he dicho nada.
—Me pareció.
—Le pareció mal.
—¡Ah!
El puertorriqueño podía aborrecer a la señora Dickinson con la misma furia con que algunos lobos odian a ciertos conejos. Si por algo deseaba pasar a retiro era para dedicar el resto de la vida a olvidar su voz de pájara con reuma. Llamaba trescientas veces a la semana para denunciar las catástrofes del balneario: el gato en el pico de la araucaria, unos ruidos de pasos en un jardín, una pareja haciendo el amor bajo el farol de la esquina, unos negros sospechosos dando vueltas por su negocio. La señora Dickinson tenía una tienda de artículos de pesca apenas a unos cien metros de su casa, y aunque había contratado servicios de alarma contra robos, se pasaba la noche en vela. Lo primero que haría, luego de colgar sus hábitos de alguacil, sería cagar el porche de la señora Dickinson. Kilo y medio de mierda. En esta ocasión se comunicaba para informar que unos muchachos perversos, probablemente drogadictos, habían invadido la casa de la familia Lowell.
—A ver, señora Dickinson. No se ponga nerviosa. ¿Qué hacen? ¿Están robando?
—Peor, alguacil: están bailando. Una señorita se ha desnudado sobre la mesa del jardín.
—No es su jardín, señora Dickinson.
—Es mi paisaje.
—Daré una vuelta.
—Rápido, por favor.
—En cuanto acabe de afeitarme la cabeza…
La señora Dickinson terminó su parrafada:
—Se lo dije a la señora Lowell. Ojo. Mucho ojo, Liza: ésas son las malas influencias. La juventud está perdida. En nuestro tiempo no era así, alguacil. Dios nos libre. Pero la señora Lowell cree que con dinero se arregla el mundo. Está equivocada. No quiso escucharme. Como no soy de su clase social. ¿Sabe? Para Liza soy una simple vendedora de artículos de pesca. Nunca me ha invitado a jugar canasta con nuestra vecina común, la soprano belga casada con el hotelero de Tokio. No es que yo esté desesperada por jugar canasta con una cantante. Odio la ópera. Y a los japoneses. Pero me da pena con el muchacho. Lo he visto crecer. Martin tiene futuro… Qué lástima.
—¿Quién es Martin?
—¿Cómo que quién es Martin? El hijo de los Lowell. Venga enseguida. Algo me dice que esta noche va a acabar mal.
—Buenas noches, señora Dickinson.
Ramos colgó el teléfono, convencido de que debía visitar la boutique de un anticuario para comprar el puñal afgano con empuñadura de rubíes y ejecutar el crimen de propia mano. «Entretanto, me comeré un búfalo al baño de María y cuando haga digestión iré a cagarle el porche a la señora Dickinson, aunque ese búfalo sea lo último que defeque», pensó y las tripas sonaron como si se le hubiese roto en los intestinos una vajilla de porcelana.
—¿Me hablaba, alguacil? —oyó que alguien decía desde el fondo de la Comisaría. Ramos había olvidado que esa noche estrenaba ayudante, un joven que respondía al centroamericano nombre de Wellington Perales.
—Búscame el teléfono de la pizzería —dijo.
—¿Qué sucede?
—¿Qué? Que necesito con urgencia una pizza de chorizo, aceitunas moradas y mortadela. Eso sucede. Cuestión de vida o muerte. ¿Está claro? El futuro de Puerto Rico depende de esa pizza. En el cajón derecho del escritorio hay un cuaderno de tapas rosadas donde mi esposa ha apuntado los teléfonos de urgencia.
Ramos terminó de un trago el litro de jugo de naranjas. El líquido enfrió la chimenea del esófago y apagó los incendios del estómago. Un suspiro de jactancia movió la bombilla de la luz. Con el vaivén del foco la sombra calva del alguacil comenzó a contonearse en la pared.