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Tener cincuenta y siete años y estar sola como una hiena en el zoológico son dos calamidades insufribles cuando uno no ha sido capaz de sembrar una semilla en los surcos de este mundo. Albita Rodríguez seguía cantando en las bocinas de las bugambilias y la señora Dickinson no lograba conciliar el sueño por más que se tapara sus orejas de cangura con motas de algodón. Las horas que más temía eran las de la madrugada. Cada noche se preparaba un cóctel de somníferos para vencer el insomnio, aunque no siempre lo conseguía. Se puso en pie, inventó un par de maldiciones y decidió llamar a la casa de los Lowell en Santa Fe. Les diría cuatro verdades. Todo tiene un límite y ella había llegado al suyo: otra ronda de canciones y prendería fuego a la mansión de sus vecinos. Buscó el número de teléfono. Marcó con decisión. Un timbre. Dos timbres. Que se levanten. Van a oírme. Tres timbres. Cuatro timbres. Y Albita Rodríguez entre las bugambilias. Al quinto timbre, escuchó la voz del señor Lowell en el contestador telefónico: «Este recado es para ti, hijo: nos parece bien que celebres con tus amigos, en la playa. Hoy es un gran día. Cuídense, eso sí. No hagan locuras. En la bodega hay vinos y licores, unas cervezas. Estamos orgullosos de ti. Nos hablamos. Dice tu madre que mañana cocinará una pierna de carnero. Un beso. Si usted quiere dejar un mensaje, puede hacerlo después de escuchar el tono. Gracias». La señora Dickinson tuvo una inspiración diabólica. Modificando la voz de cacatúa frígida por la de una de zorra menopáusica, susurró esta broma de mal gusto: «Su hijo ha muerto». Y colgó. La pequeña venganza de una mentira aligeró su irritación. Ese domingo, dos detectives de la policía tocaron a la puerta de la casa de la señora Dickinson con una orden de aprensión firmada por el capitán Paul Sanders: debía responder varias preguntas relacionadas con el trágico destino de Martin Lowell, a quien ella había matado tres horas antes de que el agente Wellington Perales lo liquidara con seis impactos de bala.
—Para que aprendan —dijo la señora Dickinson y pudo dormir a piernas sueltas unos minutos insuficientes porque fue despertada por la sirena de la alarma y supo que alguien estaba asaltando su tienda de artículos de pesca. Albita Rodríguez seguía cantando entre las bugambilias: «¡Ay!, esperanza, si un día te encuentro no te me escapas, esperanza de la suerte, esperanza».
Así decía Albita Rodríguez cuando Tom y Martin entraron en la casa y sólo encontraron el mensaje de los amigos pintado con carmín en el espejo del bar. La sencillez de la caricatura, los cómicos reclamos por la tardanza y la referencia al concierto de rock and roll en Machu Picchu desarmaron a Martin: llegó a pensar que era un sueño y que, al despertar, la fiesta continuaría hasta la salida del sol. El tiempo iba acortando el plazo. A salvo en el refugio veraniego de los Lowell, Tom buscó el cigarro de marihuana que escondía en la caja de cerillos. Había estado pensando en ese talismán la noche entera. Saber que lo llevaba en el bolsillo derecho del pantalón había sido para él un consuelo. Ahora podría disfrutarlo. No dejaría pasar la oportunidad. Estaba en casa. Una casa cálida con fotos de familia en las paredes y una piscina en forma de corazón. Lo encendió. El humo le dio una patada de mulo en la garganta. Asimiló el golpe. Aquél era el único segundo de calma que la desgracia les había concedido desde que el soldado les cortara el paso en el estacionamiento, y la estrella del equipo de baloncesto se propuso gozarlo a plenitud. Martin rechazó la oferta. Se sentía ridículo, insignificante, abriendo y cerrando los cajones del armario donde se guardaban los cuchillos de cocina. Llamó a sus padres en Santa Fe. Le respondió el contestador telefónico: «Este recado es para ti, hijo: nos parece bien que celebres con tus amigos, en la playa. Hoy es un gran día. Cuídense, eso sí. No hagan locuras. En la bodega hay vinos y licores, unas cervezas. Estamos orgullosos de ti. Nos hablamos. Dice tu madre que mañana cocinará una pierna de carnero». Volvió a marcar. Número ocupado. Aún lo intentó por tercera vez: «Este recado es para ti, hijo: nos parece bien que celebres con tus amigos, en la playa. Hoy es un gran día». Colgó, sin dejar recado. ¿Para qué? Cuando lo escucharan, la angustia habría terminado, quién sabe cómo.
—Carajo —dijo e imitó la voz de su padre—: ¡Hoy es un gran día! En la bodega hay vinos y licores, unas cervezas. Cuídense, eso sí. ¡A buena hora lo dicen!
—Qué más da —dijo Tom y estiró los huesos.
—Tuve en mis manos una caja de whisky. ¡Qué cosa! Pero no me atreví, hermano. Te imaginas. La regresé a su sitio. Cómo iba a saber. Cómo. Cerré la bodega con dos vueltas de llave.
—A lo hecho, pecho.
—Por poco nos mata el idiota ese —dijo Martin.
—Nos salvamos de milagro.
—Imbécil.
—Deberías entrenar con el equipo de atletismo: yo iba delante, y me pasaste, volando… Los talones te pegaban en las nalgas. ¡Deberías llamarte Martin el Correcaminos!
—Yo sentí la bala en la oreja. Te lo juro. Nunca había escuchado un disparo.
—Fueron tres o cuatro.
—Suena horrible.
—¿Viste a la puta?
—Y al viejo… Es el farmacéutico. Menos mal que no me reconoció, porque si no le dice a mamá. ¿El perro era chihuahua?
—O pequinés. Lo dejé frito.
—Frito… Bingo.
—Mierda, qué chiquito es este mundo.
—Qué chiquito es Caracol Beach, querrás decir.
—¡La policía…! Bendita ayuda.
—Tal vez debimos entregarnos.
—¡Estás loco!
—Qué día tan largo.
—Larguísimo.
—Larguísimo, sí. Bingo.
Tom recordó en voz alta la fiesta de graduación y hasta citó palabras del rector y de la señorita Campbell; aquellos conceptos de civilidad y buena conducta, de los cuales los alumnos se habían burlado esa tarde, recuperaban de pronto una enseñanza que Tom pretendía no olvidar si salía de pie en el duelo con el soldado, como esas moralejas terribles de los cuentos de hadas que uno cuando es joven nunca tiene en consideración, por obvias tal vez, pero con los años acaban convirtiéndose en una sabia fuente de consejos.
—No veo nada. Sin mis lentes soy un perfecto inútil. Desde aquí, puedo confundirte con una vaca —dijo Martin.
—¡Muuu…! —dijo Tom y aspiró el humo del cigarro—: ¿Quieres que te confiese una cosa, Martin? Cuando rompimos el Ford a cabillazos sentí un goce que no sé cómo explicarlo.
—Yo también —dijo Martin—: ¿No era como si el diablo en persona nos dijera lo que debíamos hacer?
—Eso.
—El soldado no exigió que destruyéramos los forros de los asientos… pero tú lo hiciste.
—Lo hicimos.
—Bueno sí, lo hicimos.
—¡Además, por si fuera poco, no dejamos un farol sano!
—Ni uno, Tom.
—Este cigarro me sabe a gloria. ¿Quieres?
—Parecemos dos soldados conversando al borde de una trinchera en espera de que reinicie el combate.
—Somos dos soldados en una trinchera. Me gusta. ¿Te imaginas cuando contemos lo que nos pasó a Bill y Chuck…? No van a creer que matamos al loco para salvar a Laura.
—No me veo ni las manos. Tengo ganas de matarlo, Tom. Lo odio. Lo odio. Dios deje que me toque a mí hacerlo.
—Cuidado —dijo Tom—: Piensa bien lo que pides a Dios no vaya a ser que te lo cumpla.
En un rapto de confianza, Tom confesó a Martin que el pánico no era para él una experiencia nueva porque había estrenado un sentimiento similar la tarde que se acostó con Agnes MacLarty. No se guardó naipes en la manga. Ante el acoso de la muerte, sintió la urgencia de compartir sus angustias con un amigo. Que haya tenido miedo al enfrentar desnudo a una mujer tan mujer como Agnes MacLarty podía entenderse fácilmente (la instructora de gimnasia rítmica del Instituto Emerson era modelo de masturbadora inspiración para varias generaciones); a juicio de Martin no debía considerarse un estigma. Para un atleta como Tom, malcriado por el éxito y los aplausos, ese tropiezo, que tanta fama inmerecida le había dado entre sus condiscípulos, significaba el fracaso más estrepitoso de su existencia. Relató la escena en detalle, el vodka helado de Finlandia, el fondo musical, el plan de conquista de la astuta Agnes, sin negar su débil participación en el torneo de los cuerpos, en especial su indeciso comportamiento a la hora de entrar a matar con su florete de novillero; a medida que exponía sobre la mesa de las confesiones la verdad de sus mentiras, palabra a palabra, Tom empezó a ver las cosas desde un ángulo insospechado y se sintió ligero, sin lastres y sin culpa. Al inteligente de Martin no faltaba razón: tenían dieciocho años. Apagó el cigarro. Soltó una bocanada: tres anillos de humo se eslabonaron en el aire.
—Quería salir volando, Martin —dijo.
—¿Y tiene las tetas grandes?
—¡Qué tetas, hermano!
—Cuenta. Cuenta, Tom. Pero recuerda que a partir de este momento todo cuanto digas puede ser usado en tu contra por los miembros honorarios del Cabildo de Meadores.
—Verá, señor juez… Ok. Esa tarde, yo acababa de encestar treinta puntos en el partido definitivo del campeonato… De pronto, ella me dice: «Te invito a un café». Tú sabes lo que quieren decir las mujeres cuando te invitan a un café…
—¡Peor si es capuchino…!
—¡Cómo sabes: era capuchino!
Muerto de la risa, Tom acabó revelando cómo la jinete de Agnes MacLarty lo había domado al pelo en el rodeo de la cama. Los angustiosos episodios de esa noche habían despojado el recuerdo de aquella otra tarde de amores adolescentes, que ahora parecía una página de una novela. La risa contagió a Martin. Era una risa desesperada pero ayudó: olvidaron al soldado por diez minutos.
—¿Y no han vuelto a la cama?
—Yo creo que hoy quería conmigo —dijo Tom.
—¿De veras?
—Te lo juro.
—No te hagas ilusiones.
—Me buscaba con la mirada. Esa mujer es fuego vivo.
—¿Te gusta?
—A quién no —dijo Tom.
—Es cierto.
—Y yo sentía que el pito se me ponía del tamaño de un pepino en conserva.
—¡Un pepino en conserva! —repitió Martin, ahogado por la risa—: ¡Un pepino en conserva!
—Hasta que Laura propuso ir a bailar rock and roll a Machu Picchu. Me encantó esa frase.
—¡Laura está buenísima…! Me besó. Tú viste cómo me besó.
—¿Te besó?
—No te hagas.
—No lo vi.
—Me besó. Yo sentí que el sol comenzaba a desintegrarse en una lluvia de fuegos artificiales y que la tierra se abría en dos mitades y, entonces, me dejé caer al vacío con los brazos en cruz, Tom, te lo juro, me dejé caer hasta que toqué fondo en el sótano de una pagoda de Pekín y reboté hacia arriba como una flecha…
La referencia a Laura rompió el espejismo de la escena.
Tom se puso en pie y dijo:
—¿Qué hora es, carajo? Hay que hacer algo…
Tom le volvió a recordar que apenas dos horas antes había asegurado que por el amor de Laura estaba dispuesto a lidiar en cualquier campo de batalla. Martin se defendía con el escudo de la inteligencia: dadas las circunstancias, de aceptar el desafío del loco lo único que sacarían en claro era el cadáver de Laura, pues en verdad eran mínimas las posibilidades de salir victoriosos en una contienda tan desproporcionada. El primer intento de avisar a la policía había fracasado, pero volverlo a probar tenía la indiscutible ganancia de entregar el asunto a personas capacitadas.
—¡La policía…! Bendita ayuda.
—Tom… Tengo miedo.
—Está loco.
—Llamamos a la Comisaría…
—¿Te sabes el número?
—No.
—¿Entonces?
Entonces Martin acabó cediendo. Se acordó que su padre guardaba en la mesa de noche un revólver cargado con seis proyectiles, y Tom encontró en los estantes del garaje un cuchillo carnicero que podría ayudar en algún momento de desesperación. Acopiaron cuanto pudiera servirles en el duelo: un bate de béisbol, la soga de la tendedera, los garfios de la falsa chimenea. Ya hallarían sobre la marcha algún otro recurso. Por lo pronto subieron el armamento al Oldsmobile y partieron rumbo al deshuesadero de coches del kilómetro dieciséis de la autopista a Santa Fe. Albita Rodríguez seguía cantando entre las bugambilias.
—Este coche huele a bacalao.
Tom propuso dar el golpe cuando Martin mencionó la tienda de artículos de pesca de la señora Dickinson. Si un arpón resultaba un arma efectiva para matar tiburones cómo no iba a servir para romperle el pecho a Lázaro Samá. Aquella tienda era el único comercio de la manzana y de seguro no disponía de una vigilancia especial.
—Qué bueno saberlo —dijo Tom y pegó hasta el fondo el pedal del acelerador, enderezó el rumbo del Oldsmobile con un rápido tirón del volante, y fue a clavarse de nariz contra la vidriera.
—¡Mierda! —gritó Martín.
El parabrisas se desintegró en una lluvia de arena. Las alarmas se activaron. También las regaderas del sistema de protección contra incendios y las cámaras del circuito cerrado de video. En la consola de la Comisaría se encendió un foco que daba intermitentes gritos de luz roja. Tom y Martin ya tenían arpones para cazar al soldado. Y en esta novela, apenas les quedaban cien minutos para intentarlo.