44

A Ramos no le molestó que Wellington Perales se pegara a los talones del capitán Sanders pues esa leve deslealtad lo dejaba justo donde él quería estar, fuera del terreno de juego, viendo la contienda desde el banco, un sitio ideal para dedicarse al sano proyecto de no hacer absolutamente nada. En el fondo de su corazón gozaba del desconsuelo de la señora Dickinson. La idea de asaltar la tienda, reconoció, resultaba mucho más audaz que la de cagarle el porche. Entre sollozos, la insoportable señora Dickinson culpaba del atraco a los jóvenes que habían convertido la casa de los Lowell en un antro de perdición. Ramos se apartó del grupo y se recostó en su patrulla, donde Tigran El Temible estaba a punto de morir de fastidio.

—¿Tiene sueño? —preguntó Tigran—: Dígale a Mandy, ¿no? A ese hijo suyo le gustan las películas de acción. ¿Qué averiguó?

—Yo estoy pintado en la pared, armenio.

—Ya somos dos.

El alguacil no quería saber del asunto. Paul podría llevar el caso, de hecho muy simple para un estratega de sus quilates. Wellington aprendería que darle la cara al peligro puede ser una acción pesada, poco gloriosa e incluso bastante ruin, y él tendría el campo libre para restablecer la comunicación con su hijo, a quien la noche comenzaba a resultar muy atractiva, tal y como había pronosticado El Temible.

—Es hora de ahuecar el ala —dijo Ramos.

—¡Cómo! —exclamó Mandy—: Ya me gustaba el oficio de policía —Tigran El Temible hizo una mueca de resignación—. Te traes algo entre manos, papá. Te conozco.

—Esta noche está muy rara, hijo.

—Pienso lo mismo.

—Debe ser que está viejo, suegro —dijo Tigran.

Para el capitán Sanders, los ladrones de la tienda debían ser los mismos que habían asaltado la licorería de la autopista. La descripción que el empleado diera del coche coincidía al pie de la letra con aquel Oldsmobile pintado de rojo que se había hundido de narices contra la vidriera de la señora Dickinson, y en ambos casos los delincuentes habían dejado una idéntica huella de conducta: en el primer atraco, esparcieron por el estacionamiento el fruto del delito; en la tienda habían escogido, entre tantos artículos valiosos, dos arpones de caza submarina. «El león no es tan fiero como lo pintan», pensó Ramos, y se tragó sus conclusiones: una de las máximas que al capitán Paul Sanders gustaba repetir en campaña decía textualmente: «Mis subordinados hablan cuando las gallinas mean». Y allí no había ninguna gallina orinando, si se descuenta a la plumífera señora Dickinson que siguió rumiando lindezas hasta la última página de esta novela.

—Dos simples arpones de caza submarina… No entiendo, capitán. Con tantas cosas de valor que hay en esta tienda —dijo Wellington que sabía de la materia.

—¿Te parece?

—Soy buzo.

—Revisa el vehículo —ordenó Sanders.

En la visera del Oldsmobile, Wellington Perales encontró una tarjeta de circulación que acreditaba el vehículo al ciudadano de origen cubano Alberto Milanés. Al oír el nombre Sam Ramos sintió un campanazo en la cabeza. «Voy a morir en Ibondá de Akú.» La frase se iluminó con la impertinencia de un anuncio de neón. La selva. El tigre de Bengala. El loco. El hormiguero. La libreta. Revisó los documentos con la ilusión de que fuese una coincidencia, una casualidad. Los ojos de Beto en la fotografía borraron cualquier esperanza de error. Ya no era un soldadito delgaducho e indefenso sino un adulto con cuello de toro, pero la cicatriz seguía estando mal zurcida en la mejilla derecha y en la mirada persistía esa expresión de perro sin dueño que había desarmado a Ramos con la fuerza arrasadora de la ternura. Oyó una voz: «Quiero morir». Resonancias. Mandy se acercó a su padre y le puso la mano en el hombro, apretando la articulación con fuerza. Sabía quién era el cubano. Mandy tomó a su padre del brazo y lo llevó a la patrulla. El Temible seguía sentado en el asiento trasero.

—Necesito un poco de agua —dijo Ramos.

—Es él, ¿verdad?

—¿Quién?

—Alberto.

—¡Alberto! ¿Qué se traen entre ustedes? —dijo Tigran.

—Tú me has hablado mucho de él. Ese muchacho al que salvaste en la selva. El loco del tigre, ¿no es cierto?

—Supongo, hijo —dijo Ramos—: Se llaman igual.

—Cómo que un tigre. ¿Adoptar un tigre? —dijo el armenio.

—¿Qué piensas hacer, papá?

—No sé.

—Qué fácil.

—Te juro que no sé.

—¡Andando!

—¿Adónde, hijo?

—Por fin a casa —dijo Tigran.

—¡Quítate, armenio!

—Espera —dijo Ramos.

—Yo manejo.

—Gracias, hijo —dijo Ramos.

Mandy se arrancó la diadema, se subió la minifalda hasta mitad de muslo y se puso al volante. Ramos se sentó a su lado. Respiraba hondo. Tenía los pulmones llenos de susto. En un segundo volvió a vivir sus guerras. Derrotas. Puras derrotas. Raquel. Necesitaba a Raquel Gould. Cuando partían, el capitán Paul Sanders llamaba al centro de operaciones en Santa Fe para solicitar datos complementarios sobre el sujeto llamado Alberto Milanés y Milanés. Unos cien metros adelante de la tienda, Mandy pisó el pedal del acelerador hasta el fondo. La fuerza de la inercia pegó a Tigran contra el asiento.

—Los hombres se dividen en dos bandos: los que están cerca y los que están lejos —dijo Mandy.

—¿Y esa frase? —dijo Ramos, angustiado.

—Yo también leí la libreta de Alberto, hace años. ¿Dónde estás tú, papá? ¿Cerca o lejos?

Ramos cerró el puño con tanta presión que las uñas se clavaron en la palma de la mano como alfileres en un huevo de costura.

—Ya llevamos buena ventaja —dijo.

—¡Pero adónde nos dirigimos, carajo! —exclamó Mandy—: ¡Estas tetas de mierda cómo me molestan!

—Al deshuesadero de coches —dijo Ramos.

Mandy se despegó las pestañas postizas.

—¿Cómo sabes?

—¡Ay!, hijo, no preguntes tanto.

—Si tú supieras, papá…

El travestí se transportó mentalmente unos diez años atrás, justo hasta la tarde de cuaresma en que a escondidas de los mayores leyó la libreta de aquel cubano del que se hablaba en su casa a cualquier hora y sufrió unos celos paralizantes. Acababa de comprender que jamás sería un buen soldado como estaba previsto desde su nacimiento: le gustaban demasiado los hombres y no tenía la menor duda de que esa preferencia, entendida entonces como un defecto, le costaría el desprecio de las dos personas que más quería y lo querían entre cielo y tierra: sus padres. Ramos era capaz de simpatizar con las extravagancias de un demente que encontraba tigres en cada manzana de Nueva York, mas no toleraría que el heredero de su gloria fuese homosexual, pues esa aceptación lo obligaba a reconocer su propia derrota. «Nelson, aprende de Beto», decía: «¿Por qué no eres como él?». Beto. Siempre Beto. Beto Milanés. Beto El Perfecto. Beto El Valiente. Beto El Cubano. Mandy estuvo tentado de quemar el diario pero pensó que lo mejor sería prenderse fuego a sí mismo, en hoguera de hombría. Si no se suicidó esa tarde fue porque Raquel subió al techo para tender un ejército de uniformes militares y Mandy se escondió tras los respiraderos de la chimenea. Cuando su madre se retiró escaleras abajo, el alcohol se había evaporado con los vientos de la cuaresma que soplaban de norte a sur con fuerza de temporal. A partir de ese episodio Mandy inició un juego que llenó sus apetitos. El héroe de la libreta sería su amante secreto, su hombre imaginario. Noche a noche lo llevaba a la cama y lo seducía en lentas caricias, lo violaba, lo tenía, se dejaba poseer bajo las sábanas. Quién quita que así, de hombre a hombre, pudiera compartirlo con el burro de su padre. Ese sábado, cuando discutió sobre la posibilidad de adoptar un niño, había mencionado el nombre de Alberto y El Temible tuvo un ataque de envidia que resolvió con un manojo de oprobios en armenio; antes de la pelea campal en la sala del departamento, Mandy le había contado la mentira de que su primera relación homosexual había sido con un cubano ardoroso a quien su padre había hecho prisionero en la selva de Ibondá de Akú, sin saber que apenas unas horas más tarde tendría la ocasión de conocerlo. A eso iba, volando sobre la pista de asfalto a ciento cuarenta kilómetros por hora. «No corras tanto que nos vamos a matar en la carretera», dijo Ramos.