23
El tigre andaba por el techo del bar, muy cerca de los anuncios de neón, y a su paso iba provocando chispas y cortes eléctricos. El soldado regresó a La Bastilla para cumplir su palabra. La muerte, es decir morir, resulta una forma rápida de curar la locura. El Ford con placas de Texas seguía en el cajón del estacionamiento por lo que era fácil imaginar que el gordo con cara de calabaza aún permanecía adentro, jodiendo a la mariposa lunar. Zack Duhamel estaría harto de servirle vasos de ginebra a un hipopótamo. Desde la calle, se escuchaban los compases de otra agrupación norteña. El soldado se sentía eufórico y esa sensación de peligro le recordaba situaciones anteriores, en particular los días de los entrenamientos militares en los polígonos de la escuela provincial de milicias, cuando pensaba que podía resultar un león en la vanguardia de la tropa y que por su audacia regresaría con el pecho alfileteado de condecoraciones. Catalina La Grande tendría un magnífico motivo para estar orgullosa de su hijo, pero la vida es muchísimo más compleja que la muerte porque la muerte es rotunda, inapelable, y la vida un camino minado. Un mar de trampas. De manera que ese sábado tendría que ser capaz de morir, ahora sí, y olvidar que cuando la muerte se le acercó por primera vez tuvo un miedo congelante, un pánico que ahora no debía repetirse. Esa noche iba a caer en combate y la derrota sería su victoria pues los siete moscardones dejarán de rondarle y el tigre de Bengala podrá desplegar sus alas de cisne y regresar a su jaula de odio en el infierno de la selva. Él sólo necesitaba dejarse matar en la emboscada.
—Destrocen el Ford —ordenó.
Los muchachos rompieron el Ford a cabillazos.
Una hora después, Tom confesaría a Martin que en ese momento sintió un placer inesperado, como si Satanás en persona le hubiese dicho qué hacer. Laura vio la escena desde el asiento trasero del coche y nunca olvidaría las figuras de sus amigos recortadas en el cartón de la noche, porque algo le dijo que debía hacer lo imposible por sobreponer este momento a otros de ese sábado interminable y fijar la imagen en la memoria no fuese a ser que, entre tantas tensiones, un día llegara a reprocharles la cobardía. Así los preservó en su corazón: altivos y furiosos, luchando contra un Ford de acero, caimán dormido en el estacionamiento, hasta doblegarlo a cabillazos. Tom llevaba la batuta en las acciones, como era de esperar, pero Martin no se quedó atrás. Sus tácticas resultaron complementarias. Tom dio los primeros batacazos sin precisión, mientras Martin parecía estudiar la diana para conseguir un golpe maestro. Tom era una máquina de bateo; Martin un estilista. Si el primero necesitó ocho tiros para romper los faros traseros (cuatro de ellos se estrellaron en la barra de la defensa), al segundo le bastó con uno para destruir el parabrisas. Laura miró al soldado y le molestó que el loco ni siquiera prestara atención a la escena, ocupado en encender su cigarrillo con un mechero defectuoso.
—¿Aplaude, no? —dijo el soldado. Una flor de fuego se reflejó en sus pupilas—: Oye, tú, ustedes, ya estuvo bien… Vengan acá. Bueno lo bueno pero no lo demasiado —gritó a los muchachos. Tom y Martin regresaron al coche. Laura los oyó resoplar, ahogados en adrenalina. Martin dejó escapar un contraproducente chillido de júbilo.
El tigre esperaba en la banqueta, dormido al pie de un árbol que a la distancia tenía forma de mujer. El soldado lo vio desde que alcanzaron la esquina de la costera. El tigre. De Bengala. Con alas de cisne. Nunca antes la pesadilla había durado tanto ni había sido tan viva. Real. El tigre no era un sueño. Sólo un tigre. Eso. Un tigre dormido en la banqueta. No se daba por vencido.
—El perro… ¡Maten a ese perro o la muchacha paga! —ordenó.
Tom y Martin estaban convencidos de que cumpliría su palabra. Laura no sería su primera víctima. Después de romper a cabillazos el Ford, durante aquel viaje sin rumbo fijo por la calles de Caracol Beach, el soldado se había encargado de enumerar con orgullo el rosario de supuestos rivales que había logrado matar por el solo gusto de matar. En el brazo izquierdo, desde la altura del hombro hasta la articulación de la muñeca, se había tatuado los nombres de sus muertos particulares, y nada parecía darle más satisfacción que acariciar aquellos epitafios grabados en carne viva mientras evocaba las circunstancias de cada ejecución.
—El perro o la muchacha —amenazó.
A Laura le rechinaron los dientes, fierro contra un cristal.
—No puedo —dijo Martin.
—Vamos, coño —dijo y soltó una carcajada—: No es para tanto. Vamos, vamos… Lázaro Samá va a enseñarles a joder la pita.
—Por amor de Dios, Tom, haz lo que nos pide: mata ese animal de una vez —suplicó Laura.
El farmacéutico Langston Fischer contaría al capitán Paul Sanders que Bingo era su única compañía. «Todas las noches lo sacaba a darle la vuelta a la manzana. Era un paseo casi religioso. Bingo esperaba ese momento con excitación. Aquel sábado partimos a la ronda nocturna tres horas más tarde de lo habitual. Me dolía la cabeza. No podía dormir. Padezco de migraña.» En prueba del cariño que le tenía, como se comprobará al final de la novela, Langston logró que incineraran al cachorro en el crematorio de Santa Fe. Pero eso fue después. Después del fin. Cuando aquellos dos muchachos se atravesaron en su camino y casi con pena le dijeron que lo sentían mucho pero iban a matar al perro, Langston Fischer respondió que Bingo estaba vacunado contra la rabia. No tenía mucho sentido pero eso dijo. El soldado se asomó a la ventanilla y les recordó la orden con un gesto claro.
—Perdón, abuelo —dijo Martin.
—Están locos.
—Tenemos que matar al perro.
—Me van a matar a mí —dijo Langston.
Tom vio la silueta de Laura moviéndose entre las sombras del coche: dejó sin riendas la conciencia y comenzó a patear al perro.
—¡Va a estallarme la cabeza!
Martin neutralizó al viejo por la espalda, sin dejar un segundo de pedir perdón, hasta que Tom levantó en peso a Bingo y para acabar con la agonía lo reventó contra la pared. El perro se desangró al instante.
—Ya estuvo —dijo Tom.
Al alejarse, Laura vio al viejo a través de la ventanilla trasera: se había sentado en el quicio de la banqueta, con Bingo sobre las piernas, bajo un farol de la calle.
La tercera prueba a la que los sometió el loco fue robar el bolso a una prostituta de la calle. Odiaba a las prostitutas. El recuerdo de Catalina La Grande lo había atormentado desde niño. La llegada de un ruso significaba para él no poder dormir esa noche en la casa. Se pasaba la madrugada en vela, bebiendo licor de menta y llorando de cara a la ciudad, con la ilusión de ver las estrellas desde el patio. Siempre que podía les procuraba algún daño a las rameras. La cicatriz que se enroscaba en su mejilla como una lombriz en el garfio de un anzuelo se la había rajado una habanera barata como esa que ahora caminaba por aquella oscura calle de Caracol Beach, la noche que quiso estar con una mujer que oliera igual que Catalina la Grande: a mermelada.
—Usted está loco.
—Claro que estoy loco.
—Qué quiere ahora —dijo Tom.
—Qué quiero. Qué quiero ahora. Facilito. Que le partan la madre a esa puta y se lo quiten todo —ordenó el soldado—: Eso quiero. Háganla sufrir para que goce…
—¿Por qué? —exclamó Laura. La respuesta del soldado la clavó en el asiento:
—Porque mi madre es una puta.
Gigi Col vio venir a los muchachos y pensó que cerraría la jornada con broche de oro. «Mire, oficial», diría al capitán Sanders, «ya lo dijo el presidente Lincoln: todo hombre es responsable de su cara. Aquellos marchantes tenían buena pinta. Oiga, uno de ellos llevaba frac de pingüino. El otro era un galanazo de la televisión, un actor de telenovelas. Les sonreí cachonda. Tigran El Temible dice que tengo una sonrisa que vale un millón de rublos. Lo menos que pensé es que fueran un par de ingratos». Lo menos que Gigi podía imaginar es que los marchantes respondieran a su sonrisa con tanta violencia. Tom la saludó con un puñetazo en la boca del estómago. Martin aprovechó que ella se doblaba para arrancarle el bolso de un tirón.
—¡Hijos de sus chingadas madres!
Gigi Col quedó sin aire, tumbada sobre la acera. «Me sentía en la Montaña Rusa, capitán. Nunca me había sucedido nada igual. En ese momento pensé en muchas cosas, ninguna buena se lo juro», contó en la Comisaría. Tom y Martin regresaron al auto con el bolso.
—Ya está bien, ¿no? —dijo Martin.
El loco los miró con asco:
—Basura.
—No aguanto más.
—Ahora el teniente Lázaro Samá va a mostrarles cómo se hacen las cosas. ¡Nos vamos a divertir cantidad!
Y sacó de alguna parte unas esposas de muñequera y encadenó su brazo izquierdo al brazo derecho de Laura.
—Volvamos a esa licorería —ordenó y dejó caer la llave de las esposas—: Así te quedas a mi lado. ¡Que la muerte nos separe! —la llavecita se introdujo por la rendija del asiento. Allí estuvo hasta el miércoles siguiente, cuando el hermano mayor de Tom la encontró al retirar el auto de los corralones de la policía.
Los neumáticos rechinaron en el asfalto, el Chevrolet dio una vuelta de ciento ochenta grados y se perdió en la noche.
Gigi Col les gritó desde la calle:
—¡Maricones!, les grité. Me salió del útero, capitán.
Paul Sanders dice que Gigi le confió algo curioso. ¿Vale la pena contarlo? Al recoger el bolso que los muchachos habían tirado en la acera, la mexicana sufrió un escalofrío que le puso la piel de gallina. Tuvo miedo. Mucho miedo. Tanto que decidió ir a la Comisaría del balneario y reportar el atraco. No pretendía que su amigo Sam Ramos hiciera justicia sino conversar con alguien, someterse a un interrogatorio, dormir en una celda, cerca de un ser humano. Quería olvidar su soledad. La soledad es una mierda. Las venas del cuerpo se le habían convertido en un atajo de majases. Culebreaban. Se tenía a sí misma por una mujer realista, escéptica, poco influenciable. Al pan le llamaba pan y al vino le llamaba vino. No creía en duendes ni en espíritus. Tampoco en ángeles. Hasta esa noche. Hasta ese escalofrío.
En palabras de Gigi, era como si el rabo de un gato enorme se le hubiera enroscado en las pantorrillas, provocando una caricia leve, delicadísima. Luego sintió claramente que el invisible felino se rascaba el lomo en su falda de cuero, a la altura de la cadera. La embestía. La empujaba contra el muro de una casa vecina. Ella lo olía. Y olía a rata. Rata de basurero. El capitán Sanders le preguntó si un cuadrúpedo de ese tamaño podía compararse con un leopardo africano o quizás con un tigre de Bengala, y ella le respondió que sí, claro que sí, sobre todo por el espesor de la lengua, qué asco, aquella lengua porosa, babeante, tibia, más que lengua trozo de carne sin hueso que le lamió la espalda durante unos minutos inaguantables. Gigi asegura que «la sombra» se fue volando, pero no tiene más prueba que ésta: en medio de la noche flotaban unas cuantas plumas blancas, peloteadas por el viento.