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«Mi tía Jessica se está muriendo», dijo Tom y sonrió de oreja a oreja. No sabía decir mentiras. Tampoco era bueno para contar chistes. Le faltaba fantasía. Y no sólo porque fuese un muchacho simple sino porque Tom era sencillamente Tom. «No hay diferencia entre él y un caballo hermoso», decían las otras porristas del Instituto. Laura salía en su defensa: «Por Dios: no pidan peras al olmo. Tom es Tom y en esta escuela no hay quien le gane siendo Tom. Algún defecto tenía que tener». La niña de los ojos de Tom era el Chevrolet del año que había ganado en la rifa de una marca de refrescos. Le instalaba cuanto aparato de cierta sofisticación llegaba al mercado, sin descuidar elementos de utilería tan inútiles como aromatizantes con olores a bosques nevados del Canadá, calcomanías de los Lakers y un espray para inflar llantas en alguna emergencia. Cuando Tom se veía obligado a soltar la bomba de humo de una mentira, jamás esperaba que le creyesen. La decía y punto. A quemarropa. Sin elaboración dramática ni técnicas de estafador. Su camino iba por el lado de los músculos. Los deportes lo podían desquiciar. Gastaba verdaderas fortunas en revistas especializadas en fútbol americano, baloncesto y hockey sobre hielo. Las leía con fervor de fraile que se acerca al evangelio. Si alguien se ha preguntado quién compra las publicaciones deportivas que llenan los estantes de las tiendas por departamentos, una respuesta cercana a la realidad sería Tom. El Instituto Emerson heredó su hemeroteca. El cuerpo representaba para él la pagoda de una nueva religión. Había aprobado el curso con notas mínimas pero suficientes para que sus padres siguieran pagando los entrenamientos en los gimnasios. Las situaciones embarazosas que no enfrentó a puñetazos las perdió sin remedio no sin antes intentar la finta de una mentira.

—¿Y mi tía? Si se terminó la cerveza, qué culpa tenemos nosotros. Que tomen vinagre —dijo Tom.

—Dame una mano, Tom. En tu Chevrolet tardamos un par de minutos. ¿Es mucho pedir?

Esa noche resultaba un crimen negarle algo a Martin. Para sorpresa de sus condiscípulos, el pacífico y atildado heredero de los Lowell, siempre tan correcto, les había inventado una fiesta memorable sin importarle un rábano el castigo que le esperaba cuando sus padres se enterasen por boca de la señora Dickinson de que su hijo había provocado un verdadero huracán en el balneario de Caracol Beach.

—Conmigo no cuentes. Menos con mi Chevy. Lo siento —dijo Tom—: Tengo que ir al hospital. Mi tía Jessica se está muriendo.

—Vamos y venimos —dijo Martin—: Volando.

—¿No hay vino?

—Ese vino es sagrado, Tom.

—Llama por teléfono a tus jefes.

—Me fríen si descorcho un whisky de Glenlivet o una botella de oporto.

—No hay peor gestión que la que no se hace. Con probar no se pierde nada. Graham Bell inventó el teléfono para que los hijos pudieran comunicarse con sus padres.

—Sube —dijo Laura y abrió la puerta.

—¿Y Jessica?

—Jessica puede esperar, Tom. Mañana te acompaño al cementerio para llevar unas flores a tu tía —dijo Laura.

—Ok. Eres un encanto —respondió Tom, sin entusiasmo—: Ver para creer.

Martin no podía soportar la idea de que Laura abandonara la fiesta sin darle la oportunidad de acopiar la valentía necesaria para decir cuánto la deseaba desde la tarde en que la viera allá en la cancha de los deportes del Instituto Emerson animando a su equipo de baloncesto.

—Gracias. Son dos grandes amigos. De veras. Se los juro: nunca olvidaré lo que hacen —dijo Martin con exageración. Estaba subido de copas. Tom puso en marcha el motor del Chevrolet, y Laura comenzó a tararear una canción de Sting. Por el camino Martin reparó en un detalle que podía complicar los planes: su tarjeta bancaria no tenía fondos suficientes, según comprobó en un cajero automático. Había gastado su crédito en el frac de pingüino.

—Yo pago —dijo Tom.

—De ninguna manera. Son mis invitados —dijo Martin.

Fue a Laura a quien se le ocurrió la idea de hacer la última travesura de la noche. Planeó el golpe con gran precisión. En lo que ella cautivaba al dependiente de la licorería, Tom permanecería al volante con los comandos listos para un despegue de emergencia y Martin aprovecharía el momento para robar unos cartones de cerveza.

—¿Qué te parece la idea, Martin?

—Formidable.

El primer expediente del curso apoyó la jugada pues le encantaba el papel protagónico que Laura le había previsto en la acción. En unas horas había logrado acrecentar una nueva imagen de muchacho decidido, tan osado o más que el propio campeón de baloncesto.

—Tú te ocupas del dependiente, Tom permanece al volante con los comandos listos para un despegue de emergencia y yo robo unos cartones de cerveza.

—No podemos fallar.

—Es un hecho —dijo Martin.

A Tom no le hizo gracia la posibilidad de complicarse la noche con jugadas riesgosas y contaba como perlas de un rosario los minutos que faltaban para deshacerse del obstáculo de Martin y quedarse a gusto con Laura, varados en cualquier rincón de Caracol Beach.

—No cuenten conmigo —dijo Tom.

—Era una broma. Qué poco sentido del humor —dijo Laura—: Estoy más feliz que una lombriz.

Tanto disgusto le dio a Tom el haberse comportado como un idiota que perdió la concentración en el volante y estuvo cerca de chocar con un Oldsmobile pintado de rojo que iba por un eje perpendicular con las luces apagadas.

—¡Cuidado! —dijo Martin. Tom esquivó el encontronazo con una maniobra de Fórmula Uno.

—¡Muérete, cabrón! —gritó.

El soldado pensó que no sería mala idea. De eso se trataba: de que lo mataran. Echó en reversa y decidió seguir al Chevrolet, que iba dando zigzag por la carretera. La escena resultaba graciosa. De película. Ahora para aquí. Volante. Ahora para allá. Volante. El auto parecía borracho, como si trajera el tanque lleno de ron y no de gasolina. El soldado imitó la acción de sus perseguidos y el Oldsmobile comenzó a hacer vaivenes audaces, a unos veinte metros de distancia. Muérete, cabrón. Volante. Naciste, cabrón. Muérete, cabrón. Naciste, cabrón. Volante. Muérete, cabrón, se decía el loco, con la vista fija en ninguna parte. Se puso la pistola entre las piernas. La mirilla apuntaba hacia los testículos. Tal vez se disparara sola aunque no tuviese percutor porque la había comprado en una feria de diversiones. Era una browning inservible pero convincente. Una pieza de catálogo. Tal vez se disparara sola. Bang. Bang. El diablo también hace milagros. Muérete, cabrón. Volante. Naciste, cabrón. Muérete. Al tener una llanta baja de aire, el neumático derecho del Oldsmobile chillaba en el asfalto, igual que una rata en la boca de un tigre de Bengala.