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La señorita Campbell mordió el bocadito y una plasta de mostaza, zanahorias y pollo deshebrado le embarró el cuello de la blusa. Al sacudirse la cagarruta, el pan se le escapó de las manos. El profesor Theo Uzcanga iba pensando en las musarañas y sin darse cuenta pateó el bocadito. Pensar en las musarañas era un recurso para esquivar los malos presagios. Ese sábado se había levantado con los pulmones vagos, preámbulo de un ataque de asma, y desde el desayuno había estado leyendo los poemas a la lluvia del poeta mexicano Francisco Hernández, su mejor medicina contra las sofocaciones respiratorias. Dos versos le rondaban la cabeza. El primero decía: «Voy a dormir de pie para cansarme. Soy un perro de aguas. Tu cuerpo es un estanque». Theo no vio por dónde caminaba. El panecillo se detuvo bajo los zapatos del también distraído rector del Instituto Emerson, provocando así una brillante ejecución de patinaje sobre mayonesa que terminó en una culada rotunda. Ovación. El catedrático hizo una cortesana reverencia al agradecer las burlas de sus discípulos. Theo recordó el segundo verso de Hernández: «Al pasar por el cementerio, es frecuente ver a los muertos incorporarse para pedir limosna». La señorita Campbell, que se sentía responsable de la tragedia, le limpió las nalgas al rector con una servilleta de papel, expandiendo la mancha por el pantalón. A juicio de los hermanos Bill y Chuck Mayer, ese incidente resultó lo único memorable de la ceremonia hasta que Laura propuso ir a bailar rock and roll a Machu Picchu, a lo cual Martin respondió con el ofrecimiento de seguir la fiesta en Caracol Beach. Una gran idea. Allí podrían bailar, beber y drogarse sin peligro. El problema fue que, en la playa, un tigre amarillo jugaba con una rata de basurero. Y nadie se lo dijo.

La porrista se puso feliz como una lombriz cuando supo que traspasarían las fronteras del balneario y aseguró a la simpática Agnes MacLarty, la instructora de gimnasia rítmica, que si esa noche no se rompía el esqueleto bailando con Sting renunciaba a la beca en Los Ángeles y se hundía en la celda de algún convento de claustro hasta el fin de su existencia. «Te lo juro», dijo. Y Laura cumpliría su palabra. Nunca hablaba por hablar. Había logrado imponerse como líder del enjambre de las porristas y ese don de autoridad alcanzaba para dominar una colmena de amigos que la seguían a cuanta pachanga se improvisara en Santa Fe, porque una fiesta sin el blue jeans de Laura no era una fiesta: nadie podía igualársele a la hora de bailar lo mismo una tormenta de truenos de Kiss que un tornado de U2. «Naciste reina, mi reina», afirmaba Tom cuando la veía presidir una velada, al centro de una corte de admiradores. «Gracias, campeón», decía Laura y le lanzaba un beso: «No eres Sting pero casi», pensaba. Las ganas de divertirse le desbordaban el cuerpo.

—Créeme. Eres un gran tipo, Martin: el mejor. Nos has salvado la noche —dijo Laura.

—No es para tanto, cariño —reconoció Martin y enseguida se maldijo. «¡Qué torpeza: cómo diablos dije cariño! ¡Cariño! No es para tanto, cariño. Estoy hablando igual que Tom.»

—Te lo juro. Me encantas. ¿Vamos? —dijo Laura.

—Por supuesto, muñeca.

El apelativo «muñeca» resultó aún peor que «cariño».

—¿Qué dirán tus padres? —preguntó Tom, que algo había escuchado sobre las malas pulgas de los Lowell.

—Mis jefes son estupendos. Yo digo, jefe, necesito la casa y mi jefe me da la llave. Cómo crees. Mis jefes no me prohíben nada —mintió Martin. No les había dicho ni jota, seguro de que le negarían el permiso. El abuso indiscriminado del sustantivo Jefe le hizo gracia.

—¿De qué te ríes? —quiso saber Laura.

—Después te cuento.

—¿Qué llevamos? ¿Whisky? —preguntó Chuck Mayer.

—Nada, Chuck.

—Unas cervezas por si las moscas —propuso Tom.

—De ninguna manera. Hay cerveza para emborrachar al cuartel de bomberos de San Petersburgo —aseguró Martin. La vida no le alcanzaría para arrepentirse de la frase.

—¿Traes coche? —preguntó Laura.

—No.

Laura sonrió:

—Algún defecto tenías que tener, Martin.

Laura había previsto que sería un sábado intenso. Venía preparada para cualquier contingencia. Entró en el baño del gimnasio y cambió el uniforme de niña modelo por el blue jeans que enloquecía a sus camaradas, una camiseta de los Lakers de Los Ángeles (el team preferido de Tom) y unas zapatillas encantadas que la convertían en una bailarina de campeonato. Tom sólo tuvo que quitarse el saco para volver a ser la estrella del equipo. Había ido a la graduación con zapatos tenis, seguro, dijo a Laura, de que los pies jamás salen en las fotografías. Martin Lowell estaría disfrazado con un frac de pingüino hasta su muerte.

—Estoy feliz como una lombriz, maestra —dijo Laura a la simpática Agnes mientras se cambiaba de ropa en el baño del gimnasio.

—Lo mereces. Nunca olvidarás este día. ¿Brindamos? —dijo Agnes y levantó la séptima copa de vino.

—Qué horrible. El profesor de literatura no me quita de encima su mirada de camello.

—A mí tampoco.

—¿Por qué Theo no enamora a la veterana señorita Campbell en lugar de a nosotras? ¡Eso sí sería dedicar los conocimientos a una causa justa!

—Pobre Theo.

—¡¿Pobre?!

—No es mala persona. O me equivoco.

—Yo no he dicho que sea mala persona, maestra: mal amante, sí. Habla mucho y besa poco.

—¿Brindamos por tu beca?

—Brindamos —dijo Laura y aceptó beber un trago de vino en la copa de la maestra—: ¿Vienes con nosotros a Caracol Beach? Anda, Agnes, no te hagas de rogar. Ven.

—No puedo —dijo Agnes—: Harrison Ford me espera a comer en casa unas costillas de camello. Me saludas a Sting.

—Yo le digo.

Laura no guardaba secretos a la instructora, de manera que Agnes MacLarty sabía que a su alumna predilecta le encantaría celebrar con Sting la beca que una prestigiosa fundación le había otorgado para cursar estudios de sicología en Los Ángeles, la Meca de los locos. Don Claudio le había concedido una patente de corso para que ese sábado hiciera y deshiciera a su antojo. Ella había cumplido el compromiso de obtener un notable expediente académico y su padre debía cumplir ahora con la licencia de dejarla volar de propia cuenta. La casa de los Lowell venía caída del cielo en un estuche de regalos. Los hermanos Bill y Chuck Mayer, los zares de la marihuana en el Instituto Emerson, reclutaron a una pandilla de trece súbditos para que se sumara a la aventura.

—Ten mucho cuidado —dijo don Claudio en la puerta del Instituto.

—No soy una niña, papá.

—¡Ah!, ¿no?

—Claro que no.

—Hay mucha gente loca en la calle.

—No te preocupes si ves que no llego a dormir.

—Lo que me preocupa es que corran por la autopista.

—Sí, papá.

—Diviértete, hija. Pásala bien.

—Adiós.

—Adiós.

—No te pongas así.

—No me pongo así.

El Chevrolet de Tom se perdió en el tráfico.

Laura reconoció la presencia de Maruja Vargas al menos en un par de ocasiones. La primera de manera casual: un punto se iba agrandando en la senda contraria de la autopista hasta definirse con precisión sobre la marcha: su madre montaba una bicicleta de velocidades. Ni la miró al cruzarse. Indiferente. La muchacha volteó a ver por la ventanilla trasera pero había desaparecido: en su lugar un pequeño embudo de viento levantaba polvos del camino. La segunda en la garita de entrada al balneario. Martin mostraba el pase reglamentario que lo acreditaba como vecino de Caracol Beach cuando se apareció el fantasma, esta vez con una actitud extraña: golpeaba con los nudillos en el cristal. Laura no concedió mucha importancia al incidente: las madres siempre piensan lo peor. Por el contrario, comentó a Bill Mayer que jamás había visto una puesta tan bonita. Las gaviotas revoloteaban en torno a los mástiles de las embarcaciones. En alguna parte la soprano belga cantaba unos versos de Verdi. La oyeron al pasar, ¿o la imaginaron? Fue un buen detalle.

—Es la tarde más linda del mundo —dijo Laura y le vino a la mente un poema de Francisco Hernández que Theo Uzcanga le había recitado la tarde que prometió repasarle algunas lecciones de español y acabaron haciendo el amor en la buhardilla: «Una gota de anís resbala por tus muslos con la indiferencia de un barco que se aleja».

—¡Bonito! —exclamó Bill, y Chuck memorizó los versos para repetirlos a su novia al día siguiente.

—El sol parece una mandarina —dijo Laura, luego de saborear los versos en la boca. Sus metáforas no valían gran cosa.

«Yo lo mandé a hacer para ti», pensó Martin pero no se atrevió a decírselo en voz alta. Él era un poco raro.