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«No critiquen a Dios por haber creado el tigre: agradézcanle más bien que no le haya dado alas», dijo el santero Lázaro Samá y se echó al hombro el saco de cemento sin saber que estaba roto por la costura: veinticinco libras de polvo lo convirtieron en una estatua viviente. «Aplaudan, ¿no?», dijo. Beto Milanés venía bajando la escalerilla del barco y fue sorprendido por la ovación que de pronto retumbó en la bóveda metálica. Estuvo a un centímetro de perder el paso y caer en la pala de un montacargas. Abajo, en la cazuela del sótano, un abominable Hombre de Cal Hidráulica bailoteaba con torpeza. «Yemayá Awoyó. Yemayá Asesú. Yemayá», cantaba el coro. Los que no sabían los rezos marcaban el ritmo con las manos. «¿De qué casa de trucos sacaron a este payaso?», pensaba Beto mientras hacía maromas para recuperar el equilibrio. Esa tarde Beto estrecharía la mano de Lázaro en la bodega del mercante Playa Girón, aunque pasarían doce horas antes de que lo pudiera identificar entre los obreros del puerto, tomándose una malta en la cafetería de la empresa Terminales Mambisas, porque después del accidente con el saco roto el negro quedó empanizado desde «las pasas hasta las patas», y entre la densa polvareda, Beto apenas podía verle las pupilas fosforescentes y la media luna de la dentadura amarilla como un plátano macho. Lo reconocería por la voz. Ronca. De siglos. «¿Quieres malta, muchacho?», le dijo. «Es él», pensó Beto y le aceptó el refresco. Lázaro Samá comandaba la cuadrilla que tenía la misión de descargar el barco y para levantar la moral de sus peones les decía que el famoso combate de Playa Girón fue un paseo, un acto recreativo comparado con la batalla que ellos libraban veinte metros bajo el nivel del mar, contra cincuenta mil doscientas bolsas de papel. «Yo tiré tiros en Bahía de Cochinos con una Cuatro Bocas y sé lo que les digo: aquí no damos medallas, compañeros, pero sí un pan con queso crema que le retraquetea el mango.» Cuando terminaron la faraónica tarea, al mediodía del sábado, todos los estibadores tenían la misma mascarilla de cemento impresa en el rostro, y como Beto acababa de sumarse a la brigada no pudo aclarar en qué bombín de mago se perdió de vista ese tipo «tan bemba suelta y paluchero» que había estado hablando durante tres turnos ininterrumpidos de trabajo. Desapareció. Luego supo quién era: el responsable de milicias del sindicato. Lázaro se destacaba entre los obreros del puerto por su inagotable repertorio de chistes. Un santiaguero cantador y encantador que siempre estaba dispuesto a ayudar a cualquier compatriota en apuros sin requerimientos de ideología, raza o religión. Beto simpatizó con él. La parranda empezó el sábado en la cafetería de Terminales Mambisas, siguió a bordo de la lanchita que atraviesa la bahía de La Habana rumbo al pueblo de Regla y terminó en casa de la familia Samá a las cinco de la madrugada, con Beto y Lázaro sentados en sendos sillones del portal, bebiendo aguardiente de caña y platicando sobre el campeonato de pelota, los problemas de contaminación del puerto y los misterios del ser humano.

—Te voy a explicar el meollo del asunto, muchacho. Atiende. Ponle coco. Fíjate. Mira tú —dijo Lázaro al descorchar la segunda botella de aguardiente.

—Deja la descarga, Samá.

—Es serio. Yo he pensado mucho en esto que voy a decirte. Y no tengo la menor duda.

—Pichea.

—Ahí te va, campeón. Los hombres se dividen en dos bandos: los que están cerca y los que están lejos.

—¿Cómo dijo?…

—Facilito. Que los hombres se dividen en dos bandos —repitió Lázaro—: Los que están cerca y los que están lejos.

—Apretó, maestro.

—Para que veas. Ésa es la primera alternativa. La alternativa base. Después el mambo se complica hasta el infinito. Los leales y los traidores. Los nobles y los canallas. Los de derecha y los de izquierda. Los valientes y los cobardes. Los burros y los filtros. Los buenos y los malos. Los capitalistas y los comunistas.

—Los vivos y los muertos.

—Los vivos y los muertos. Correcto. Pero antes, antes de la fidelidad y la hijaputada, o se está cerca o se está lejos, que no es lo mismo que próximos o distantes. El asunto no es de geografía sino de historia. Fíjate. Hay gente que vive pegada a tus zapatos y uno ni la ve. Y hay quien está en el otro mundo y uno lo siente en el pecho. ¿Quieres limón con el trago?

—Un chorrito. No entiendo ni papa.

—Ya comprenderás. Tú eres hijo de Yemayá.

—¿De Yemayá? Qué va, yo soy hijo de Catalina.

—Santa mujer.

—¿La conoce?

—Todas las madres lo son —dijo Lázaro.

En enero de 1976, Beto y Lázaro se presentaron voluntariamente en una oficina de reclutamiento militar. Tropas élites de las Fuerzas Armadas combatían a mil ciento cinco millas náuticas de distancia y cientos de jóvenes de la isla se ofrecían para cumplir con lo que pensaban era un deber. «Están muy lejos, Beto; mejor nos acercamos si queremos ayudarles.» El soldado Milanés y el teniente Samá fueron destinados a la cuarta compañía, del segundo batallón, del sexto regimiento de infantería que actuaba al sur de Ibondá de Akú. Ya en el teatro de operaciones, la escuadra fue a una misión de reconocimiento, en franco territorio enemigo. Por un error que Beto siempre consideró una imperdonable cobardía aun cuando no pudiera recordarlo, cayeron en una emboscada en algún paso peligroso. Los hombres combatieron a sangre y fuego, solos en una ratonera de la selva, sin comunicaciones con la retaguardia. Se los tragó la tierra. La versión del ejército rival reconoce que aquellos soldados de avanzada pelearon en condiciones desfavorables con valor suicida, pero acabó imponiéndose la superioridad numérica de los atacantes, que ocupaban además las posiciones más ventajosas en el terreno. De aquel infierno sólo lograron escapar el teniente Samá, con el pulmón derecho dañado por las esquirlas del mortero, y Beto Milanés, sano y salvo, quizás, pero con la razón arruinada para siempre. Era o creía ser un traidor. Lázaro Samá lo perdonó porque no era hombre de culpar a un enfermo. Durante varios días anduvo sobre los hombros de Beto, como un saco de cemento, negándose a morir para salvarlo, hasta que se dejó comer por las hormigas. La jefatura del regimiento perdió toda esperanza y reportó al Estado Mayor en La Habana que la unidad de exploradores en pleno había sido aniquilada, desestimando cualquier posibilidad de sobrevida.

La noche antes de que los oficiales del Comité Militar de Cienfuegos le dieran la noticia, Catalina La Grande soñó que Beto se caía por un pozo. En el momento del accidente, ella lavaba una toalla en el traspatio. Echó a correr entre las tendederas de sábanas, azuzando una bandada de gallinas anaranjadas, y se lanzó tras su hijo. El sol teñía de rojo las blanquísimas telas. El chorro del agua desbordaba las palanganas y la espuma del detergente invadía el jardín abandonado. Tres veces durmió el mismo sueño con gran realismo. Despertó convencida de que había saltado el brocal no con la esperanza de salvar a Beto sino por el deseo de morir junto a él. Limpió la casa de arriba abajo, talló con fibras de alambre los fondos de los calderos, se amoldó el cabello con tubos de papel higiénico, cosió el dobladillo de una saya que nunca se ponía, fue a la bodega de la esquina por los mandados del mes, sacudió con la escoba las telarañas del techo y preparó un enorme jarro de mermelada de guayaba. ¡Qué no hizo para confundir el mal sabor de aquella pesadilla! Al atardecer, muerta de cansancio, comprendió que sería inútil borrar lo que el destino había escrito en la palma de su mano. Entonces puso a remojar la ropa y colgó las sábanas de la misma forma en que las había visto en sueños. Con el rabillo del ojo, trataba de identificar los heraldos de la muerte, aunque sólo detectaba signos de la vida: los compases de una canción de Los Brincos, una paloma que regresaba a los nidos de la comadre Rafaela, una fila de hormigas locas por la pared. Reconstruida la escena, Catalina asumió el reto del sueño, segura de que tarde o temprano alguien vendría a contarle qué le había sucedido a su hijo en Ibondá de Akú. En efecto, los oficiales llegaron poco antes del anochecer. Ella escuchó el motor del coche. Los faros la iluminaron en el traspatio. Estaba enjabonando una toalla en la palangana. Dos puertas se cerraron al unísono. El viento aguantó la respiración. La Grande abrió el grifo de la llave para que el agua saliera a chorros.

—Me cago en diez —dijo para sí mientras se sacudía la espuma del detergente. Echó a caminar escoltada por cinco de sus gallinas. De tramo en tramo, entre los bordes de las sábanas, veía la puesta del sol. Se secó las manos en el vestido: dedos de rana. Al encarar a los recién llegados, dijo tranquila—: Pasen, compañeros, los estaba esperando.