21
«Demasiados sustos para una noche», se dijo Laura y zafó el broche del blue jeans. Se sintió liberada. Suspiró. El fin de los estudios, la confirmación de la beca en Los Ángeles, el descubrimiento de un Martin audaz y el sorpresivo clinch con Tom habían sido muchos sobresaltos para una luna llena. Saberse deseada por los jóvenes más prometedores de su generación, cada uno en su estilo, hizo crecer su vanidad. Jugaría con ellos como una gata con dos ratones y en la meta del triunfo no se quedaría con ninguno, al menos esa madrugada, porque esa madrugada sólo deseaba una cama donde dormir unos doscientos años, al menos. ¿Cuántos vasos de brandy se había bebido? ¿Veinte? ¿Treinta? Y cinco mil cervezas. «Ya ni sé, mamá: perdí la cuenta», pensó. Laura no veía llegar el momento de quitarse el blue jeans que le cortaba la circulación. Desde la tarde del viernes, y ante un jurado calificador integrado por don Claudio Fontanet y Emily Auden, había modelado una docena de vestidos escandalosos, adornados con joyas de su madrastra, pero a última hora ignoró las propuestas del tribunal familiar, que votaba por un traje rosa mexicano de intachable factura, y eligió el viejo blue jeans de mil batallas que tanta suerte le había traído en su carrera de porrista, aunque ella supiese que acabaría odiándolo: con los sudores del baile, la tela se le pegaría a la piel como cola de sirena. «No sé dónde me encuentro / porque no sé dónde te encuentras», dijo. Eran versos de Francisco Hernández. Y cerró los ojos. Vio a Sting. Tal vez por estar en brazos de Sting nunca supo de qué pesadilla saltó aquel loco que la estranguló con la tenaza del brazo y le clavó en la sien el cañón de una pistola.
—Aplaude ¿no? —dijo el hombre.
—¿Qué hace?
—¿Me invitas?
—No me haga daño.
—Siooo. Cállate. Cierra la boquita. Yo te estaba mirando. Mirando. Y me dije, la dejaron con el bate al hombro. Y vine. ¿Viste mi pistola? ¿Por qué te iba a hacer daño? ¿Tú sabes quién yo soy? ¿Tú sabes? ¡Tú no sabes nada! No te hagas la bárbara. Mira, si te portas bien no te pasará nada.
—Por favor.
—Tus amigos no saben que el tigre está en camino.
—¿Quién es usted?
—Adivina, adivinador.
No. No era Sting, sino un hombre de unos cuarenta años con la musculatura de un toro, latino a juzgar por su maltratado inglés, que vestía un overol de mecánico al que había recortado las mangas de la camisa para dejar al descubierto una lista de nombres tatuados en el brazo izquierdo. El miedo agudizó los instintos y gracias al poder infinito de la desesperación Laura pudo fijar en la conciencia la imagen del agresor hasta el punto de reparar en detalles que habrían pasado inadvertidos en circunstancias normales: la nata de grasa sólida que encharcaba la uña al dedo del gatillo, la chapa militar que colgaba al cuello, la bayoneta que llevaba a medio muslo enfundada en una canana de cuero y aquella cicatriz mal zurcida que se enroscaba en la mejilla derecha como una lombriz de tierra en el garfio de un anzuelo.
—¿No has visto al tigre?
—No sé de qué me habla.
—Del tigre.
—¿El tigre?
—Un tigre amarillo. De Bengala. El demonio está en la tierra —dijo el soldado—: Yo sé. Yo sé mucho. La gente nace para morirse. Te voy a decir una cosita, pero no se lo cuentes a nadie porque te mato. Mira, atiéndeme. ¡Atiéndeme, coño…! Lo que pasó fue que el gordo me quitó el lugar en el estacionamiento. ¿Por qué lo hizo? Dime tú, ¿por qué? ¡Qué salación!
Laura quiso encomendarse a Dios pero no recordó los versos de ninguna oración propicia. El hombre tenía que ser un demente porque para someterla a sus caprichos no necesitaba tanto derroche de fuerza y justamente por la manera de resoplarle los insultos más crudos que se puedan imaginar, y por el fuego de sus ojos desorbitados, y por la tensión de sus mandíbulas, y por su olor a pólvora caliente, ella comprendió que ese insensato que ahora se metía los dedos en la nariz y se rascaba la cabeza compulsivamente podía matarla en el asiento trasero del Chevrolet. Por un momento pensó que la escena se desintegraría y ella estaría en casa, acostada en la cama, lista para volver a soñar con Sting. La ilusión de que estaba imaginando a un hombre con la musculatura de un toro resistió apenas un par de segundos demasiado frágiles porque él la regresó a la realidad con una carcajada salivosa.
—¡Atiéndeme, coño…!
—Yo no he hecho nada.
—Pregúntale a Zack. Él vio al gordo. Un gordo mantecón. ¿No conoces a Zack?
—Yo no he hecho nada. ¿Quién es Zack?
—Vamos a morir. Todos vamos a morir.
—No conozco a ningún Zack.
—Será fácil. El tigre está en camino. Tiene hambre.
—¿Un tigre?
—¿Tú crees que una rata le va a llenar la barriga a un tigre? ¡Qué va, muchacha! ¡Qué va! Se le queda en una muela. El tigre es mucho tigre. ¿No has ido a La Bastilla? ¿En qué mundo tú vives? Pregúntale a Zack. Tú estate quieta. Calladita. Tú no te me alborotes. No te me pongas nerviosa. Tú no jodas. Tranquilita. Tú vienes conmigo.
—¿Adónde?
—Chica, adónde va a ser… A casa del carajo.
Al recordar el montaje de los hechos, cinco horas después, hubo un dato que Laura no pudo aclarar ni entender por mucho que repasara la secuencia en la pantalla de la memoria. Hasta el amanecer del siguiente día se estuvo preguntando si en verdad había escuchado aquel zumbido de moscardones que parecía envolver al loco. Juraría que sí. Que el Chevrolet de Tom se llenó de ruidos mecánicos, confusos, como de insectos. Sólo un segundo antes de que saliera el sol del tercer domingo de junio, Laura tuvo la certeza de que sí había escuchado un aleteo de moscardones, porque ése era el sonido que hacía la muerte al acercársele en el deshuesadero de coches —batiendo furiosa sus pequeñísimas alas.
Martin se asomó a la ventanilla del auto. El soldado le atornilló la browning entre ceja y ceja. El muchacho comenzó a temblar como un pájaro bajo un diluvio. Allí estaba Laura, llorando sin lágrimas, reducida por la fuerza bruta de un hombre idéntico a la locura, y allí también estaba él, el pacífico Martin que jamás había hecho mal a alguien, más insignificante que nunca, con un retortijón de pánico en la panza, cumpliendo las absurdas órdenes que aquel bruto escupía a gritos. Las bolsas de cervezas se le escaparon de las manos. Tom, que venía ablandando la goma de mascar, reconoció enseguida al fulano de la cicatriz en la mejilla que olía a aceite de hígado de bacalao. Intentó un contraataque, confiado en la ventaja de la sorpresa, pero lo único que logró fue que el soldado apretara el cuello a Laura como una tuerca de garrote, y le enterrara la pistola en la frente con violencia.
—No se pasen de la raya, cabrones, no se pasen —dijo el soldado—: Yo soy de Cubita la Bella, Territorio Libre de América. Después no digan que no se los dije: con los cubanos no se juega. Entra. Siéntate. ¡Siéntate, coño! Coge el timón. Coge el timón. Manda pinga, carajo. ¡Compadre, que te sientes ahí alante!
En un abrir y cerrar de ojos, Martin, Tom y Laura habían quedado entrampados en la red de un cazador sin juicio que les agradecía el haberle deseado la muerte en un cruce de caminos; un sicópata que no paraba de hablar de tigres de Bengala, leopardos africanos, moscardones en el aire y emboscadas de la guerra en Ibondá de Akú —un cubano que entre carcajadas hacía alarde de los muchos muertos que cargaba en su conciencia sin gota de culpa.
—Pregúntenle a Zack, el haitiano blanco.
—Le damos todo lo que tenemos. Todo —dijo Martin—: Mi billetera, mi reloj, un rolex.
—¿Para qué quiero un rolex?
—Estamos dispuestos a cumplir lo que usted diga pero no haga daño a Laura. No le haga daño —dijo Tom.
—¿Te llamas Laura?
—Laura. Tengo dieciocho años.
—No te pregunté la edad. ¿Qué quieres? ¿Impresionarme? ¿A mí? Estás loca, vieja. Alabao. A mí no me impresiona nadie. Yo soy el teniente Samá, ¿oyeron?, el teniente Lázaro Samá, un salao. Me da lo mismo un entierro que un homenaje. Estoy jurado. A partir de ahora, para que lo sepan y para que lo comenten, a partir de ahora tendrán que cumplir mis órdenes, carajo, o si no mato a esta tipa o el tigre nos mata a todos. Yo no sé. Yo la mato.
Tom iba a decir ok pero sintió que las cuerdas vocales se le habían atornillado con el sarro del miedo. Mierda. No podía introducir la llave en el interruptor de arranque. Martin se recostó a la ventanilla, dominado por un pánico físico que le estremecía hasta los huesos del esqueleto y se maldijo a sí mismo por no haber comprado las cervezas suficientes para cubrir la ruta de la fiesta. Al echar en reversa y abandonar la licorería, Tom creyó ver el mismo Oldsmobile que había estado a punto de embestir en el cruce de caminos.
—¡A cantar, coño! —ordenó de pronto el soldado—: Zun zun zun, zun zundambaé… Zun zun zun, zun zundambaé, pájaro lindo de la madrugada…
—¿Quién eres?
—¡A cantar dije…! ¿En qué idioma hay que hablarte, cabrona? Tú eres una cabrona. Una cabroncita y bien. A ver. Repite conmigo: Zun zun zun, zun zundambaé…
—¡Quién eres! —exigió Laura a gritos.
—¡Alabao, quién voy a ser, caramba, ya te dije: Lázaro Samá, un tigre en una pista de hielo! —respondió y movió la pistola en el aire como si fuera un sable de samurai—: Y no me alces la voz, que no me gusta que me alcen la voz.