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Yemayá le tiró del cabello para que alzara la cabeza y recibiera la muerte con dignidad. «¡Lázaro Samá, no me abandones!», gritó Beto y cayó desplomado en el suelo. Hasta donde Laura recuerda el cubano no hizo el más mínimo intento por escapar del cerco sino, contrario a lo que pudiera esperarse, hundió las manos en el fango de la callejuela, bajó la cabeza y reconoció una derrota que en su caso podía considerarse una victoria. Todo volvió a suceder menos la vida —que estaba acabando. Martin comenzó a toser. La pesadilla había llegado a su fin. Era domingo en el planeta. Un domingo que Tom no alcanzaría a ver porque estaba ensartado en un hierro del deshuesadero, pero lo quieran o no era domingo, un domingo terrible, cruel, y amanecía puntual tras los esqueletos de los coches y a lo lejos cantó un gallo, otro gallo, decenas de gallos, y Liza Lowell estaría adobando con hierbas aromáticas la pierna de carnero y las campanas de la iglesia de Santa Fe pronto llamarían a misa y él podría contarle a Dios lo ocurrido. Tal vez entendería. Por algo Dios es Dios.

—Tranquilo, muchacho, baja el arpón —dijo el capitán Paul Sanders. «Te vi sentado en la defensa de la ambulancia, Sam, y tu actitud me hizo pensar que lo peor había pasado. El zorro de Sam tiene la situación bajo control. La joven comenzó a alejarse hasta quedar fuera de peligro. Tu hijo ni se movía. Se portó como un valiente. Lo salvó la facha: ningún policía disparará jamás contra una mujer. El de los arpones, Martin, sí estaba vencido. Tal vez lo imaginé, lo reconozco, pero a la luz de las linternas creí ver un río de lágrimas en sus mejillas», contó Paul en la comisaría: «Lloraba. Le dije que bajara el arpón y guardé mi arma para darle seguridad».

—Eso, tranquilo, baja el arpón, aquí no ha sucedido nada —dijo Paul y enfundó la pistola.

Al volverse hacia el capitán, el arpón se movió unos grados. Martin quedó desprotegido. Le habría bastado un segundo para darse cuenta de que seguir con el arma en la mano era una imprudencia pero sus articulaciones estaban fundidas en una pieza y el cuerpo respondía como armadura a las órdenes de los nervios. Murió sonriendo. Laura quiso avisarle. Se le trancaron las mandíbulas. Beto le había advertido: «¿Nunca has soñado que quieres gritar y no puedes? Es horrible». Era horrible. Sería horrible durante mucho tiempo. Entender aquella sonrisa se convirtió en una obsesión para la muchacha: aún no ha logrado olvidarla. Laura perdió el conocimiento. Despertó en el Hospital General de Santa Fe. Estuvo muda seis semanas, apaleada por los recuerdos, hasta que un buen día dejó de oír el vuelo de los moscardones. Nada sería igual mientras no fuese capaz de borrar la enigmática mirada de Martin Lowell, expresión que podía explicarse con un argumento tan simple que espanta: era miope, acababa de perder sus lentes y sólo tenía dieciocho años. Wellington Perales confundió el gesto del muchacho. «Estaba estrenando mi propio miedo», escribió en el informe que presentó ante el capitán Sanders, donde reconocía sus errores con gran valor cívico. Ramos lo defendería en el juicio que dio por concluidas las investigaciones: «Había sido una noche demasiado rara. Insoportablemente rara», expresó ante el tribunal que a principios de marzo de 1995 dictaría sentencia absolutoria por falta de intencionalidad en los hechos: «Que tire la primera piedra quien no tema ser el primero en tirarla. Se los dice un oficial que ha peleado en cinco guerras y si aún sigue vivo es porque en todas se murió de miedo». Wellington Perales pensó que lo apuntaban con el arpón y se acordó del joven ensartado en el hierro, del panameño que había clavado un signo de interrogación en la frente de su padre y también del señor del perro, de la ramera Gigi Col, de los tiburones, y se le soltó el gatillo, vaciando el peine de la pistola plomo a plomo. «Asumo mi responsabilidad y acepto la sentencia que se me imponga: mi conciencia ya me ha condenado para siempre», apuntó en el reporte con letra quebrada. Acto seguido, los otros policías que venían en el operativo hicieron uso de las armas y se desató una lluvia de balas sin orden ni concierto que atiborró la noche con relámpagos cegadores. Tigran se abalanzó sobre Mandy y lo abrigó entre los brazos. Sam Ramos se puso en pie, impulsado por un resorte. La balacera no lo dejó avanzar. Su grito rebotó entre las furgonetas. Nadie lo oyó. Nadie. Terminada la tormenta, Martin Lowell yacía en la callejuela del cementerio de coches, roto en pedazos, en medio de un nido de hierros viejos. Beto Milanés resistió todavía un poco más y en lo que se le vaciaban las venas, la vida le alcanzó para ver de nuevo al tigre, ahora con las alas de cisne desplegadas, imperioso como un ángel perverso. Su alma montó el tigre y a horcajadas, sujeta de algún modo al cuello del animal, emprendió su último viaje rumbo al infierno de Ibondá de Akú. Sam llegó hasta su hijo y El Temible, a quienes las balas habían respetado milagrosamente. La pareja estaba fundida en una pieza, pierna entre pierna, mejilla con mejilla y corazón contra corazón. Mandy saltó del pecho de Tigran al pecho de su padre, donde encontró refugio. Le temblaba el párpado derecho y no sabía qué hacer con las manos: las frotaba una contra otra, las sacudía, las restregaba en la falda hasta romperse las uñas con las costuras del cuero. Tenía la blusa y el cabello salpicados de sangre. El Temible se alejó un par de pasos, observó la escena sin entenderla, y fue por Wellington Perales. Avanzaba con torpeza de oso entre los cascajos y los muertos, diciendo insultos en armenio. Wellington se acuclilló y escondió la cabeza en las rodillas. Ramos besó a Mandy en la frente. Tenía la boca seca. Los labios se pegaron en la piel. Le supo a pólvora. Luego lo miró a los ojos. Algo dijo, no recuerda bien, y le ayudó a ponerse la graciosa diadema tricolor. Era una pequeña, ridícula, insuficiente victoria. Sólo entonces comenzó a salir el sol en Caracol Beach.