7
La mañana y la tarde de aquel sábado estuvo ante el espejo con los labios mordidos, anudando la corbata de la horca con la solemnidad de quien se viste para asistir a un entierro, en este caso su propio funeral, mientras sacaba de la manga excusas para no subirse a la banca de ordeño, ajustarse el lazo en la garganta y dar ese paso con el que había soñado durante dieciocho años. En el último momento encontraba algún error en los amarres y volvía a intentarlos con afán perfeccionista. Aunque efectivos los recursos de su angustia eran de una fragilidad extrema: o bien Strike Two ladraba de pronto y él escondía la cuerda bajo el colchón de la cama, seguro de que un intruso se acercaba por las callejuelas del cementerio de autos, o bien decidía acabar con los moscardones antes de escribirle una carta a su madre donde explicarle las razones del suicidio, o bien pensaba que mejor prendía fuego a sus pertenencias para borrar las huellas de su tránsito por este mundo y evitar así que otros sabuesos metieran los hocicos en el fanguero. Obsesionado por aquella posibilidad dejaba de torcer la trenza mortuoria, abría los cajones del escritorio en busca de las cinco o seis fotos que conservaba de su familia, telegramas y postales de viejos amigos, talismanes que había ido acumulando en el largo peregrinar desde la ciudad de Cienfuegos hasta las costas de Caracol Beach. Cada prenda, por insignificante que fuese, evocaba recuerdos de la isla, la selva o el exilio, y él se entregaba a la tarea de descifrarlos sin otra documentación que los pergaminos de la memoria. «¡Qué salación, Panetela, qué salación!» No resultaba fácil desentenderse del pasado. Un día de locura había pedido al haitiano Zack Duhamel, experto en tatuajes, que le grabara en el antebrazo izquierdo los nombres de sus siete muertos particulares para que fueran consigo a todas partes. Llevaba a flor de piel su propio camposanto. Aquellas lápidas le impedían olvidar a sus fantasmas.
—Cómo mataste a este sinvergüenza, teniente —dijo Zack al grabar el extraño nombre de J. Londoño.
—Otro día te cuento, Zack.
Zack Duhamel era el haitiano pelirrojo y de ojos cordiales que cubría el turno de la noche en La Bastilla. Una especie en peligro de extinción. De la sangre aristocrática de sus antepasados sólo le quedaba un primer apellido francés, cierta elegancia en el trato y algunas acciones del bar. Por lo demás, muchos lo consideraban un asno con mandil. La colonia de haitianos blancos estaba en franca decadencia. Su mejor época había sido en los años de la Ley Seca y muy pocos la recordaban sin los espejismos de la nostalgia. El contrabando de rones y aguardientes del Caribe permitió el enriquecimiento de su cúpula directiva, aunque ese breve período de prosperidad apenas repercutió en la economía de Punta La Galia porque los capos principales huyeron a Marsella en sus yates de recreo con las bodegas llenas de dinero, dejando en América los cascarones de sus efímeros palacios. Condenada por su destino histórico, decidida a mantener por decreto la pureza de una estirpe que consideraban superior, la decadente comunidad acabó permitiendo casamientos de tíos con sobrinas y primos con primas y pronto comenzó a devorarse a sí misma, intoxicándose genéticamente. En las últimas generaciones apareció una bandada de niños y niñas malformados que evidenciaba una insalvable descalificación de los glóbulos rojos. Zack Duhamel defendió su soltería a capa y espada: de alguna manera, él significaba realmente la última carta de una baraja marcada.
—¿Duele? ¿Quién era J. Londoño? ¿Londoño es nombre o apellido?
—Jota por José. Londoño, apellido. Le decían Panetela.
—¿Y ofreció resistencia?
—Sí. Peleó duro. No. No duele.
—Panetela. Qué nombre tan raro.
—Panetela fue un valiente.
—Nunca había conocido a un matador de tigres. ¿Y dices que era de Bengala?
—Eso digo.
—¿Los de Bengala no son de Asia?
—Los tigres son tigres, Zack.
Y los moscardones, moscardones. Ahí estaban los siete insectos, apenas a unas pulgadas de la cabeza. Les tenía asco. El sábado amaneció tapado de nubes negras. Rompió a llover temprano y no paró hasta la tarde. Las gotas ametrallaban el techo del trailer. Rayos. El soldado había escogido para morir el tema de Yolanda, cantado a dúo por Silvio y Pablo en un acetato del Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC. Era su canción preferida. Yolanda. Eternamente Yolanda. Su único gesto de cordura en los últimos diez años era haberse defendido de la nostalgia como gato bocarriba. Al comienzo de su exilio en Caracol Beach, el pasado en la isla se hacía presente de improvisto: un torrencial aguacero al amanecer, por ejemplo, o un repentino olor a madera de lápiz resultaban suficientes para destruirle el día con las resonancias de muchas preguntas que no tenían respuestas favorables porque estaban en dependencia de una posibilidad de regreso absolutamente vedada para él. Las noches se volvían calidoscopios y el soldado se mareaba en el carrusel de la remembranza. La memoria lo dejaba a la deriva. Fue por esa época que se acercó a círculos de emigrantes cubanos en Santa Fe, y en alguna que otra fecha participó en las fiestas tradicionales de la comunidad, donde incluso se reencontró con amigos de la infancia y beisbolistas famosos, a quienes había admirado desde las gradas de los estadios. Allí conoció a hombres y mujeres azotados por el recuerdo de un país que habían decidido reinventar calle a calle, ancianos en guayabera que apostaban sus propiedades en La Habana o en Bayamo ante una mesa de dominó, señoras que intercambiaban recetas de cocina para impedir a tiempo que se les olvidaran las proporciones; seres envejecidos por los resabios que interpretaban en voz alta las noticias de la isla como signos de que las cosas habían comenzado a cambiar detrás de ese inalcanzable horizonte de cielo y mar que ellos observaban con atención de fareros; sin embargo, al soldado no le gustaba hablar de política y esa apatía por lo que sus compatriotas llamaban el futuro de la nación acabó por excomulgarlo de la colmena. Durante una celebración de la Virgen de la Caridad, patrona de la isla, el soldado se atrevió a criticar en público a uno de los líderes del exilio, luego de que éste pronunciara un discurso ante la dócil fanaticada, y sus comentarios le merecieron para siempre una cruz en la lista de confiables. El repudio de los suyos fue la gota que colmó la copa; por consuelo de orgullo se dijo que mientras más solo, mejor. La patria se fue simplificando a la velocidad del odio. Un odio hacia sí mismo. Cuba entera cabía en la ciudad de Cienfuegos, Cienfuegos sobraba en su casa y su casa cupo en aquel carromato de circo reconstruido foco a foco en el deshuesadero de coches de la autopista. Entre tanto traste que fue botando en Caracol Beach, sólo preservó un tesoro: el acetato con temas de Pablo Milanés y Silvio Rodríguez. La colonia de haitianos blancos, y en particular Zack Duhamel, algo tuvieron que ver en la solución o absolución de una pena que lo iba desgastando atardecer tras atardecer, y gracias a los consejos del cantinero encontró de propia cuenta la manera de salir a flote. «No te muerdas la cola, teniente. La patria es la cama donde descansas», le dijo Zack al tatuarle los nombres en el brazo izquierdo. El soldado se impuso la obligación de no querer a nadie. Cerró una coraza impenetrable. Salvo para el tigre, el amarillo, de Bengala, que sabía atravesar las paredes como la música: «¡Zun zun zun, zun zundambaé, pájaro lindo de la madrugada!».
—¡Qué salación, Panetela, qué salación! —dijo y volvió a trenzar la jarcia marinera.
Ese sábado sus muertos estaban más vivos que nunca. Se sentía cercado por los espectros. Resucitaban en las carrocerías de los autos, sombras tras los cristales de las vagonetas, y chispeaban en los espejos retrovisores de los autobuses y se escondían en las cabinas de los camiones sin dejar de llamarlo por su nombre, recordándole que era tiempo de que se sumara a la tropa de difuntos y se dejara comer por el tigre. Lo cierto es que la tarde se fue minuto a minuto con la lluvia construyendo una y otra vez el patíbulo, siniestro ejercicio que no conducía a ninguna parte o puede que a una: al corral de su cobardía. Desesperado, buscó un nuevo motivo para posponer el momento de subirse a la banca de ordeño y rajarse de la cuerda como cuelgan de los garfios carniceros los perniles de los marranos, y cuando había pasado el ojal por la cabeza, dejaron de sangrarle las encías, Strike Two vino por sus huesos y él advirtió que había escampado.
El soldado ató la soga en una viga del trailer, dio de comer al perro y maldijo la hora en que había nacido. Se sentía en medio de un estadio de béisbol vacío. Ese sábado terminaría igual que las pesadillas anteriores. Y él no tendría valor para evitarlo. Rata. Otra vez perdería la razón. Durante las siguientes veinticuatro horas andaría por la selva sin hallar la salida del laberinto, y escucharía las voces de los amigos, ocultos bajo la piel en las tumbas del brazo. Necesitaba ayuda para matarse. Fue por ella. A la guerra.
—¡Qué cojones: voy por lo que es mío! —cuando se alejaba del cementerio de coches en el Oldsmobile, el tigre iba por la autopista siguiendo las líneas discontinuas del separador de carriles. El aro de los siete moscardones obedientes coronaban su cabeza. Atardecía y la figura del animal se recortaba a contraluz entre los coches veloces. De pronto el tigre batió las alas de cisne y un viento endiablado adelantó la noche. Y con ella trajo la luna.
Strike Two se quedó esperando al soldado en la ventana con el hocico pegado al cristal. Allí estaría de guardia las próximas horas, pendiente del salto de los grillos cantarines, del croar de las ranas en los patios húmedos del deshuesadero, de la luz de las luciérnagas que celebraban el nacimiento del domingo, hasta que entrada la madrugada vio regresar a su amo en un auto diferente, con una muchacha de la mano, y abandonó el puesto de observación para darles a ambos una apoteósica bienvenida.