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El soldado iba pensando que el habanero Agustín Marquetti, primera base del equipo Industriales, pudo haber sido un estupendo cuarto bate en cualquier team de las Grandes Ligas, cuando un Ford con placas de Texas le ganó el único cajón disponible en el estacionamiento de La Bastilla y él entendió el episodio como un claro aviso de tragedia. Dejó el Oldsmobile frente a un edificio en construcción y se encaminó hacia la puerta de entrada con un genio de los mil demonios. El conductor del Ford con placas de Texas era un cowboy obeso con cara de calabaza de Halloween tan hijo de mala leche que ni siquiera dio las gracias por no haberle partido el cuello allí mismo con alguna de las cabillas que se apilaban en la obra vecina, como fue la primera intención del soldado. Lo perdonó. Un rato.
—¡Naciste, cabrón!
El bar estaba poco concurrido. La Bastilla era el peor sitio de Caracol Beach, un socavón sin chiste, frecuentado por los naipes sucios del balneario, puros esperpentos, algún que otro travestí luminoso y cuatro o cinco mercenarios de guerra que venían los sábados a dinamitarse el hígado con las aguas de colonia de una ginebra barata y a tender emboscadas al corazón, atrincherados tras barricadas de resentimientos.
—Hola, Zack —dijo al cantinero.
—Ya te extrañábamos, teniente. Desde que dejaste de trabajar con nosotros apenas vienes por aquí.
—Así es la cosa, Zack.
Cuando el soldado llegó a vivir a Caracol Beach, gracias a las gestiones de una Asociación de Veteranos, Madame Brigitte Duhamel, madre de Zack, le ofreció trabajo en el restaurante de la playa. A cambio de atender las mesas le permitían cenar en la trastienda del comedero, donde preparaban un estupendo pargo al ajillo, y dormir en un pequeño cuarto de puntal bajo al fondo del almacén. A los catorce años de labores dejó el empleo porque comenzó a desarrollar una alergia a los mariscos, pero el soldado siempre les estuvo muy agradecido a los haitianos por haberle dado techo, cobija y alimento en aquellos momentos difíciles de su vía crucis.
—¿Qué te sirvo, teniente?
—Mi veneno para ratas. ¿Cómo está Brigitte?
—Ahí va, lista para cumplir cien años.
—¡Cómo llovió, Zack!
El soldado se atrincheró junto a la caja contadora. Nunca bebía más de una cerveza. Desde la temporada en el manicomio de Lisboa le habían prescrito unas pastillas para noquear los nervios y jamás incumplía la ordenanza médica. Desatendió otros consejos, como el de internarse en una clínica mental cada seis meses para someterse a chequeos neurológicos, pero nunca dejó de tomarse la pastilla ni siquiera en las crisis más exasperantes, cuando el tigre de Bengala planeaba desde el prado de cúmulos hasta el deshuesadero de coches. En La Bastilla se sentía a gusto porque en ese corral de vacas a nadie parecía importarle su suerte de loco incurable. Se acomodó la pistola en la cintura. Encendió un Camel. La nicotina aplacó la picazón de las encías. «La música está fatal», pensó.
La música estaba fatal. La onda grupera podía desquiciarlo y el cowboy hijo de perra con cara de calabaza de Halloween insistía en poner discos norteños en la rocola para sugestionar con vasos de ginebra a un travestí esbelto, pintado de rubio, que revoloteaba por el lugar como una mariposa perdida en un cráter de la luna. En el vestuario de la frágil mariposa había un detalle que la hacía inquietante. No eran los botines rojos, de fino tacón que le torneaban las piernas perfectamente depiladas, ni la minifalda de cuero que las alargaba hasta el borde de los testículos; mucho menos el cinturón de platino que le exprimía la cintura, tampoco la blusa de satín con escote a la espalda ni las pulseras de las manos ni las almohadillas que le inflaban los senos ni los aretes que resplandecían en las orejas ni las pestañas postizas que de tan exageradas podían considerarse parte del atuendo. Lo más audaz era una prenda inocente, discordante, casi anacrónica: una diadema de ala ancha que le recogía el cabello como niña en un colegio de monjas. Un cintillo azul, blanco y rojo. Un desafío. El soldado creyó ver en el travestí una actitud esquiva hacia el gordo del Ford. La mariposa no sabía qué hacer con las manos. Se las frotaba una contra otra. Se quitaba y se ponía la diadema, injustificada acción que evidenciaba un creciente nerviosismo. Algo le molestaba en el texano. Quizás la manera tan obscena de lanzar besos picudos o la grosería de tocarse la bragueta sin motivo. Lo cierto es que al marica de la diadema se le estaba llenando la copa y no de ginebra precisamente.
—Cerdo —dijo la mariposa y puso la diadema en el respaldo de una silla—: Vaya a joder a su abuela.
—¡Ah!, qué esquiva esta muchacha —dijo el de Texas.
El soldado tragó saliva y consideró la posibilidad de desquitarse de alguna manera: convirtiendo al cowboy en un asesino. Aquel hijo de perra podía resultar un buen candidato. Tendría que provocar un incidente. Darle un motivo. Llevarlo a la guerra. Movilizarlo. Ablandarlo a fuego lento. Tal vez tumbarle al travestí. En fin, joderle la noche hasta que lo matara en defensa propia. Así el de Texas saldría libre en poco tiempo. Ni el peor abogado de oficio perdería una causa tan fácil. ¡Zun zun zun, zun zundambaé, pájaro lindo de la madrugada!
—¡Qué salación: no puedo sacarme esta canción de la cabeza! ¡Pájaro lindo ni carajo!
La esbelta y frágil mariposa bailaba con sensualidad en el centro de la pista. Su figura de culebra parecía fragmentarse por los destellos de luz que difuminaba una bola de espejos diminutos. La melena flotaba en el aire. Los movimientos de la danza no respondían a los monótonos compases de la grabación norteña sino al llamado de una melodía visceral, en perfecto sincronismo con la tonada del pájaro madrugador que el loco de los tatuajes no podía espantarse de la cabeza. ¡Zun zun zun, zun zundambaé, pájaro lindo de la madrugada! El travestí comenzó a mover suavemente los brazos, al tiempo que aceleraba el ritmo de las pisadas, hasta que de pronto abandonó la pista, buscó la diadema que había dejado en el respaldo de la silla y, echándose la cola del pelo sobre el hombro, se acercó a la barra y le pidió a Zack un vaso de leche.