22
El armenio abrió la puerta. Vestía un kimono color frambuesa con un dragón bordado en hilos de oro, y traía en la mano una copa de fino bacará donde flotaba, entre licor de café, una bola de helado de vainilla. No tenía más de veinticinco años aunque aparentaba unos treinta y tantos, de seguro por la barba espesa que le cubría el rostro a manera de pasamontañas y aquellos lentes de aro que distorsionaban sus ojos insoportablemente verdes. «El oso de Siberia», pensó el alguacil. El escote del kimono dejaba ver un bosque de vellos, limitado por una cadena de plata donde colgaba una cruz de Lorena. Ramos nunca se había sentido tan ridículo. El armenio, acostumbrado a causar desconcierto, lo invitó a pasar con un gesto familiar.
—No se asuste. Está en su casa —dijo.
—Muy amable de su parte, joven.
—¿El célebre alguacil Ramos, no es cierto?
El célebre alguacil Ramos asintió con un gesto de resignación:
—Disculpe que venga a esta hora.
—¿Qué hora?
El armenio consultó su reloj de pulsera:
—Es temprano. Aquí se duerme de día. ¿Qué le ofrezco?
—Algo que me estremezca, ruso —dijo el recién llegado sin pensarlo dos veces—: Eso, algo que me estremezca.
El armenio dejó escapar una carcajada, puso la copa de helado en una repisa del librero, se escupió los nudillos del puño izquierdo y sin dar ni pedir explicaciones le clavó un recto seco en la barbilla con tanta precisión que Ramos cayó destronado en un butacón de cuero. Cuando volvió en sí, le dolían los dientes de la mandíbula inferior.
—Así que eres zurdo —dijo Ramos. Se acomodó el esqueleto en el butacón.
—Zurdo, modisto, cocinero y armenio —oyó que le respondían.
—¿Armenio? Juraría que eras ruso.
—Armenio.
—Manolo El Andaluz me dijo que eras ruso.
La sala estaba revuelta, como si allí se hubiese escenificado una pelea campal. Las sillas tumbadas por el piso, piezas de ajedrez por toda la estancia, la mesa patas arriba, los cuadros jorobados en la pared. Media docena de rosas en un charco de agua, junto a un florero roto. El alguacil se puso en guardia. Rastrilló la pistola. Fue puro instinto. No haría uso de ella. Sintió entonces que un fuerte olor invadía la sala: el marido de Mandy estaba haciendo café en alguna parte.
El armenio se asomó a la puerta de la cocina y preguntó:
—Manolo El Andaluz dirá lo que quiera pero soy armenio. ¿Con azúcar o sin azúcar?
—Con coñac —dijo Ramos—: Así que cocinero…
—Copropietario del restaurante Los Mencheviques. Vendemos de todo, menos carne de pollo.
—Ahora que lo pienso, algo había oído.
—¿Puedo decirle suegro?
El armenio sirvió las tazas de café, se anudó la bata y comenzó a levantar los muebles. El alguacil fue en su ayuda. Recogió las rosas y las piezas de ajedrez. Tiró los pedazos de florero en el pote de basura. La cocina era una tacita de plata. Al rato, Tigran dijo que Mandy no debía tardar mucho.
—¿Cómo te llamas, armenio?
—Tigran Androsian. Tigran, como Petrosian, campeón del mundo, rival de Boris Spaski.
—¿Juegas ajedrez?
—Me gusta. Una vez conseguí tablas con Larry Evans en una simultánea. Ya no juego.
—¿Qué pasó aquí?
—Un terremoto.
—En serio.
—En serio. Antes de la cena, su hijo y yo estuvimos discutiendo. Usted sabe. Mandy es muy violento.
—Lo sé.
—Por lo que veo, tuvo un gran maestro.
—Le enseñé defensa personal. Judo, algo de karate.
—Lo que se aprende bien nunca se olvida. Así decía mi padrastro. Usted y él pueden llegar a ser buenos consuegros. Se entenderían de maravilla, ya lo creo.
—¿Y mi hijo?
—Su hijo casi me mata. Llegó en el momento oportuno. Había decidido tragarme una tonelada de vainilla. ¿Dolió?
—Me aflojaste un diente.
—Lo siento, suegro.
—Te dije que no me llamaras suegro. No soy tu suegro.
—No le diré suegro, pero es mi suegro. Quiero a su hijo con cojones, si gusta de la frase. Es de machos. Puertorriqueña.
—Me dan ganas de matarte.
—No sería el primero. Ha matado a muchos, ¿verdad? Mandy me cuenta de usted. De sus guerras. ¿Es bonito San Juan?
—Por poco acaban con la casa. ¿Por qué pelearon?
—Mandy se propone adoptar un niño.
—¡Ah!, carajo.
—Eso mismo dije yo: ¡Ah!, carajo. Qué tontería. No soporto la idea de la paternidad. Un marica con vocación de madre es algo patético. ¿Quiere saber cómo empieza esta película? Mandy no me deja hablar. Me cae a golpes cuando me pongo triste.
—Pega duro.
—La muy puta quiere ser mamá. Fundar una familia. No me extrañaría que empiece a ir a misa los domingos. Dice que el niño se llamará Alberto. Lo que él no entiende es que yo odio a mi padrastro.
—¡Ah!, carajo —exclamó Ramos. Le dolían los dientes: —¿Hay aspirinas en esta casa?
—Cuando yo tenía unos trece años, y vivíamos en Erivan, mi padrastro entraba en el baño para verme desnudo, mientras me bañaba en la regadera. Se calentaba. Acababa masturbándose. Yo también. No. No hay aspirinas.
—¿Por qué me cuentas eso, pendejo?
—Para que entienda y convenza a Mandy. Tengo miedo de acabar haciendo lo mismo con mi hijo.
—Eres un cerdo.
—En cualquier caso, un cerdo responsable. Prefiero recoger un perro de la calle. ¿No le gustan los perros? Son como niños pero con colas. Me fascinan los perros. Sueño con ser un anciano maricón que teje abrigos de lana para sus mascotas, al calor de una chimenea.
—¿Sabes adónde fue?
—Apuesto los huevos a que está en el bar de Zack porque se puso la minifalda que le cosí y su diadema azul, blanca y roja. Odio a su hijo cuando se pone la diadema en el pelo. La falsa inocencia es una estafa. Mandy sabe que detesto que se junte con los haitianos. Me caen mal. Tienen hijos medio bobos.
—El bar de Zack…
—Zack está enfermo. ¿Ha visto la gente que va a ese lugar? Puros esperpentos que quieren dinamitarse el hígado con ginebra. No me gusta el asunto. No me gusta. De buena gana iría al bar y cargaría con su hijo en hombros, como un saco de mierda.
—Hazlo.
—No sé. A veces le tengo miedo a la muy puta.
—El miedo es una camisa de fuerza.
—No joda. El miedo es mucho más que unas palabras ingeniosas. Usted lo sabe. No joda.
—Te acompaño.
—Termínese el café.
—Si se pone rabioso, lo meto preso. Una noche entre cuatro paredes no le vendría mal. ¿Dices que quiere llamarle Alberto?
—Sí. Alberto. ¿Conoce a algún Alberto?
—¿Yo…? Tal vez. En el ejército uno lidia con mucha gente.
—No me respondió la pregunta que le hi-ce, alguacil. ¿O sí? Tengo pésima memoria.
—¿Qué…? ¡Mi diente!
—¿Puedo decirle suegro?
—No.
—Lo sabía.
—Vamos por él.
—Y por las aspirinas para su diente. Me cambio de ropa. No quiero que me rompa mi kimono. Enseguida vuelvo —dijo Tigran y se fue.
—¿Me sirvo un trago? —gritó Ramos.
—Haga lo que se le antoje. No tengo coñac, sólo vodka y unos fondos de Bacardí. ¡Ah!, y leche. A su hijo le ha dado por tomar leche. Tres litros de leche al día. Creo que queda algo de caviar en la nevera. Caviar ruso, ése sí. Ya le dije, suegro, está en su casa —respondió el armenio desde el cuarto.
Ramos quedó en la sala. Al ir a colocar los libros en los estantes, algo llamó su atención: en un nicho del librero, entre velas, había un verdadero altar de fotos en forma de pirámide. En lo que sería la base del triángulo, se contaba la infancia de su hijo en una fila de nueve o diez fotos: Nelson acabado en un Moisés. Nelson vestido de escolar, el primer día de clases. Nelson y sus padres ante un pastel y nueve velas. El sheriff Nelson Ramos apunta a cámara con una pistola de agua. Un retrato de Sam Ramos, uniformado con traje de gala de la Infantería de Marina y una barba tupida, pintada con crayola. Una foto de Raquel en traje de baño. Nelson en pose de judoca. Nelson en un colchón de karate. Nelson boxeador. En el centro del equilátero, un titular de periódico con la noticia de la muerte de John Lennon. A partir de aquí, desaparecía Nelson y surgía Mandy. Con el pelo largo, como rabo de mula, abrazado al colombiano con cara de codorniz. Mandy con sus amigos en una pasarela de modas. Mandy en un bar, entre varones. Mandy con la diadema tricolor. Mandy desnudo, a punto de saltar en el extremo de un trampolín: al fondo de la imagen, el armenio Tigran, bebiendo una cerveza a pico de botella. Coronaba el altar una foto que le viró las tripas. Apenas pudo verla porque escuchó que Tigran decía a sus espaldas:
—Mandy lo adora, alguacil. Usted es su ídolo. Su modelo. Hizo bien en venir.
—Estaba viendo las fotos. Aquí me pintó barba con una crayola. ¿Sabes? Una vez me dejé crecer la barba durante un entrenamiento militar. Cuando me afeité, estuvo una semana sin hablarme.
—Cuando se emperra me dan ganas de matarlo. Si no me entra a palos, me trata con un desdén que él mismo llama de «cósmica indiferencia». No sé qué es peor.
—Nunca me lo perdonó.
—Así es él. Le encantan los hombres con barbas.
—Qué mierda insinúas, marica.
—Que me hizo dejarme la barba. Eso digo. Ahora me dice Tigran El Temible.
—Eres un perfecto cerdo del mar Negro —dijo Ramos.
—No me diga más que voy a acabar enamorándome de usted.
Antes de marcharse, Ramos volvió a mirar hacia el altar de las velas. Tuvo un ataque de gastritis: en la foto superior de la pirámide, su hijo Mandy vestido de mujer, con una falda de polietileno y una diadema en el pelo, pintado de rubio girasol, parecía una mariposa perdida en el cráter de la luna.
—No. Mejor no —dijo El Temible al subir a la patrulla—: Ladran, molestan a los vecinos y hay que sacarlos a cagar. Un perro de peluche, quizás, o de cuerda o de esos inflables… ¿No?
El alguacil pisó el acelerador. En un cruce de calle, una prostituta pescaba tiburones para pasar la noche. Sus senos de balón de fútbol resultaban buena carnada. Tigran la saludó al pasar. La ramera no lo vio, o fingió no verlo: no estaba para armenios pobres.
—Es Gigi Col, la mexicana de los conejos —dijo.
—La conozco —dijo Ramos—: Estudiaba con mi hijo. El whisky acabó con ella de adentro para fuera. ¿Gigi tiene conejos?
—Una jaula con seis conejos. Buena puta la Gigi. Una pera en almíbar.
—Voy a arrancarte la lengua, armenio.
—Me dejaría sin arma para el amor.
—Un día de estos vas a amanecer con la boca llena de hormigas.
—Un día de estos.
—Púdrete —dijo Ramos.
Gigi Col jura que había sido un sábado aceptable, tal vez un poco largo porque la jornada de trabajo comenzó al mediodía cuando un cliente de la vieja guardia, adicto a sus perversiones, la llamó por teléfono para contratar un servicio a domicilio. A la tarde consiguió un nuevo romance en un hotel de la playa. El marchante de turno resultó ser un empresario italiano que la obligó a vestirse de vampiresa para sentir en carne viva los cintazos del placer. Hicieron del amor una tortura. El empresario pagó con generosidad y en efectivo. La medianoche la sorprendió en la calle. A la mexicana le gustaba caminar por el balneario para poner en orden sus pensamientos, y en ese momento no estaba pescando tiburones, como supuso Ramos, sino embelesada con la voz de una soprano que desde algún balcón cantaba una melodía del italiano Giuseppe Verdi, aunque Gigi nunca supo quién era el compositor. Tampoco era un dato que a ella le quitara el sueño: «Con tanta mierda que yo traía encima», dijo a Sam.