CAPÍTULO DIECINUEVE
Dos días más tarde, antes de dirigirse al pueblo, Seth se detuvo frente a la casa.
Trudy salió al porche, sosteniendo un tazón para mezclar y una cuchara de madera. Consciente de que él no tenía planes para ir a Sweetwater Springs, ella pareció intrigada.
El hecho de que ahora había tenido que detener su trabajo e ir al pueblo le mortificaba muchísimo. —Se me quebró el arado y necesito llevarlo al herrero —le dijo a ella, apuntando un pulgar a la parte trasera de la carreta—. Es más de lo que yo puedo reparar por mí mismo.
Ella caminó hasta el borde del porche y dijo: — ¿Qué pasó?
Seth hizo una mueca. —Mi maldita culpa. Esa pieza se ha estado debilitando, y no me quise tomar el tiempo para conducir hasta el pueblo y que Reinhart la reforzara. Entre el sembrado y las crías del ganado… Sintiéndose agotado, Seth se quitó su sombrero y se limpió el rostro con su manga.
Trudy puso el tazón en la banca. Caminó hasta la carreta, y se estiró, tocando la rodilla de Seth.
El calor subió por su pierna, aliviando algo de su enojo.
— ¿Quieres comer algo antes?
—No. No puedo desperdiciar tiempo. Quiero terminar con ese campo hoy. El almanaque dice que viene una tormenta.
Trudy apretó sus labios. —Me preocupa que trabajes tan duro.
El ver la genuina preocupación en sus ojos tranquilizó un poco más su ira. —Como si tú no fueras una laboriosa abejita, Sra. Flanigan.
—Espera un minuto —dijo ella, dándose la vuelta rápidamente y desapareciendo dentro de la casa.
Seth esperó con impaciencia para que regresara, golpeando las tablas del piso con su pie.
Trudy reapareció, llevando un paño envuelto y algunas cartas. Ella presionó el paquete del paño dentro de la mano de Seth.
Él sintió algo tibio dentro.
—Para que aguantes —dijo ella.
—Muchas gracias —dijo él, conmovido por su cuidadoso detalle.
—Tendré comida esperando para tu regreso —Trudy dijo con una seria expresión de esposa.
Él puso su mano sobre la de ella, apretándola. —No sabes lo que eso significa para mí.
Trudy se sonrojó, como siempre pasaba cuando él le hacía un cumplido, y le entregó las cartas. —No necesito nada de la tienda. Pero, ¿podrías ir a ver si llegó correo? —dijo ella, dando unos pasos hacia atrás.
Seth tocó su sombrero a manera de saludo. —Sí, señora —dijo, arrastrando las palabras, luego chasqueó las riendas para que la yunta se moviera.
Trudy levantó su mano y dijo adiós.
Tan fastidiado como estaba por tener que tomar tiempo de su día para conducir al pueblo, Seth se sintió bien acerca de tener una esposa por la cual regresar a casa. Este era su primer viaje sin Trudy, y el pensar en una comida caliente esperándolo, el no más tener que comer frijoles fríos para la cena porque estaba demasiado hambriento para molestarse en calentarlos, era algo que esperaba con ansia. Y no solo cualquier comida, una de las comidas de Trudy. Casi se da unas palmadas en la cintura, de pura satisfacción. Lo bueno era que él había estado trabajando tan duro. De lo contrario, se pondría tan gordo como un banquero.
No solo era la excelente comida. Trudy era buena compañía, y a él le gustaba que alguien lo cuidara. De hecho, a él le gustaba cuidar de otra persona. Sí, no había pasado una sola noche en la que él no se hubiera acostado en su duro saco de dormir en el desván y deseado estar en su propia cama con su esposa.
Sin embargo, al mismo tiempo, cuando él tenía esos pensamientos acerca de Trudy, Seth también se sentía como si estuviera traicionando a Lucy Belle, lo cual no le sentaba bien, por más tonta que fuera esa idea. Seth sabía que él se estaba frenando un poco con su esposa, porque se sentía culpable.
Todo se resolverá en su momento, Seth se dijo a sí mismo. No hay necesidad de apurarse.
Haciendo malabares con las riendas en una mano, Seth desenvolvió el paño y encontró un trozo de pan caliente cortado del extremo de una hogaza recién salida del horno. Él mordió el pedazo, crujiente por fuera y suave por dentro. La mantequilla de miel derretida, que Trudy mágicamente había hecho ayer, goteaba desde su barbilla. Él tragó el pedazo de dulzura, limpiando su rostro con el dorso de su mano, luego lamiendo lo pegajoso de su piel. Nunca había probado algo tan maravilloso, y el calor del pan pareció asentar su estómago, tranquilizando la tensión provocada por el arado quebrado.
Con pensamientos de Trudy, su manada, y arar en su mente, el viaje no pareció tomar mucho tiempo. Seth llegó pronto al pueblo y condujo directo al taller del herrero Reinhart. Puso el freno y levantó el arado fuera de la carreta, llevándolo al frente abierto de la herrería. Un fuego ardía en la forja, despidiendo el acre olor de carbón ardiente.
Reinhart estaba encorvado frente a un yunque, golpeando una herradura brillando al rojo vivo. Él le dio un rápido vistazo a Seth pero no dejó de hacer lo que estaba haciendo. Levantando la herradura con tenazas de mango largo, el herrero la empujó dentro de los carbones. Él operó la manivela del soplador para enviar aire sobre los carbones, calentándolos al rojo. La herradura brilló anaranjada, y Reinhart colocó el metal sobre el yunque, golpeando unas pocas veces más hasta que el metal se enfrió, quedando gris. Aparentemente satisfecho, el hombre sumergió la herradura en una bañera de agua. El agua siseó y echó vapor. Un olor a humo y metal impregnó el aire.
Reinhart era un gigante alemán, con brazos como troncos de árbol, con costuras de cicatrices de antiguas quemaduras. Tenía su rostro afeitado y una cabeza redonda y calva como una bola de billar. El hombre no era propenso a hablar, y una rápida mirada al arado le dijo el problema sin necesidad de más explicación. Él dio dos retumbantes pasos hacia delante y se agachó para examinar el arado, probando la fuerza del metal y tocando una vieja abolladura, que Seth había tratado de sacarle a martillazos.
El hombre se puso de pie y frotó una mano sobre su alisada cabeza. —Regrese en una hora.
A Reinhart no le gustaba que la gente se quedara a verlo trabajar, así que Seth se fue, preguntándose qué debería hacer mientras. Normalmente, él se habría dirigido a la taberna de Hardy. Él miró cruzando la calle a la taberna, revisando para ver de quiénes eran los caballos atados al barandal. Él reconoció el caballo de Slim, y le dio una punzada de remordimiento. Con firmeza, él alejó su mirada de la taberna, recordando las cartas de Trudy, y resolvió que caminaría hasta la estación para enviarlas.
El tren había estado y se había ido, no hacía mucho tiempo. Seth había escuchado el silbato cuando se aproximaba a las afueras del pueblo. Mientras caminaba, él miró las cartas y vio una para el padre de Trudy, una para cada una de sus hermanas, y una para su amiga Evie.
Dentro de la oficina de correos de la estación pintada en color café-y-amarillo, Seth encontró a Jack Waite, el jefe de la estación, separando el correo y acomodando todo en cajones apilados en estantes a lo largo de toda la pared. La habitación olía a hollín y papel. Dejó caer las cartas de Trudy dentro de una caja plana en el mostrador.
El jefe de la estación, un hombre rechoncho con esponjado cabello como halo en su cabeza, le sonrió a Seth. —Tengo una sorpresa para usted.
— ¿Para mí?
Con su dedo índice, el hombre le pegó a una de las cajas apiladas en un estante de en medio.
La mirada de Seth siguió el retorcido dedo del hombre y notó que “Flanigan” estaba pintado en pulcras letras en una caja.
—Esa esposa suya está recibiendo mucho correo y me imaginé que ustedes dos necesitarían su propia caja —dijo el jefe de la estación.
—Creo que estoy prosperando en la vida —Seth bromeó—. Un buzón. Usted pensaría que yo soy un mandamás por aquí.
Jack lo miró con su ceño fruncido, obviamente ofendido. —Es por la cantidad de correo —gruñó—. No la posición social. Por eso me guío.
Seth levantó su mano y dijo: —Lo siento, Jack. No fue mi intención sonar desagradecido. Ha habido muchos cambios para mí últimamente. Toma algo de tiempo acostumbrarse.
Evidentemente apaciguado, Jack tomó dos cartas de la caja Flanigan. —Una es del padre de su esposa y la otra de esa amiga de ella que vive en Y Knot.
Seth meneó su cabeza porque el hombre conocía quién le escribía a Trudy pero no dijo nada. Seguro que en este pueblo no había ninguna privacidad. Era un milagro que él se las hubiera arreglado para mantener en secreto que Trudy era una novia por-correo. Le dio las gracias al jefe de la estación, dijo adiós y se fue.
De regreso en la calle, Seth se preguntó si debía ir a la tienda, pero luego se imaginó que terminaría comprando algo que no necesitaba. Decidió afrontar la ira de Reinhart y se dirigió a la herrería para esperar por su arado.
Cuando Seth llegó a la herrería, no entró, sino se recargó contra su carreta, escuchando los clang-clang que hacía el martillo de Reinhart contra el metal. Captó la atención de Seth una silla de montar que estaba acomodada en el barandal afuera de la herrería, con una colorida manta india doblada debajo y un papel sujetado en la parte superior. Caminó sin prisa, acercándose para leer la impresión de la hoja y vio que la silla de montar estaba a la venta.
Una versión más pequeña, más ligera que la que él usaba, la silla era perfectamente adecuada para una mujer del Oeste. Se preguntó si Trudy sabía montar, luego se imaginó que si acaso sabía, probablemente ella montaría con una de esas elegantes sillas de montar estilo inglés, del Este. De cualquier modo, ella necesitaba andar a caballo, y si era necesario, él le enseñaría. Pensó, pero no pudo recordar una silla entre las numerosas pertenencias de su esposa. Seguramente, si había traído una consigo, habría terminado en el granero donde él la habría visto.
Seth quitó el papel y examinó la silla. La piel estaba bien cuidada, con pocas señales de desgaste. Se preguntó si acaso la habían usado mucho. Levantó la silla y la examinó por debajo, luego el cincho y los estribos. Absorto en su estudio, no se percató que la herrería había quedado en silencio.
—Campbell la está vendiendo. De su hija —Reinhart gruño las palabras desde su lugar junto al yunque.
Seth tuvo que pensar un momento para recordar quién era Campbell. Había visto al hombre no más de una o dos veces. Pero recordó oír que su única hija se había enfermado.
Reinhart apuntó a la silla de montar con una mano ennegrecida por el humo. —Ella ya no la usa, y él necesita el dinero para las cuentas médicas —el herrero nombró un precio.
Normalmente, Seth habría regateado, bajando un poco el costo. Pero dado que el precio era más que razonable y las circunstancias de Campbell… No tuvo corazón para aprovecharse de un hombre cuando estaba teniendo tan mala suerte. Y era un hecho que aún con toda la construcción que él estaba a punto de llevar a cabo, gracias a Trudy, sus bolsillos estaban bastante más llenos que los de Campbell. El pensar en esto, hacía que un hombre se sintiera bien agradecido—. Me la llevo —dijo Seth.
Le pagó a Reinhart por el arado y la silla y cargó ambas cosas en la carreta. Le dio las gracias al herrero y subió al asiento. Una vez que Seth soltó el freno y la yunta comenzó a moverse, se acomodó en su asiento, preguntándose lo que Trudy pensaría de su regalo.
* * *
Trudy estaba sentada en el porche, remendando los calcetines de Seth y esperando a que apareciera la carreta. Pareciera que el hombre no tenía un par de calcetines libres de agujeros. La cena, era un sustancioso estofado, cocinándose a fuego lento en la estufa, listo para ser servido cuando Seth llegara.
Le complacía observar a las pollitas negras moteadas picotear alrededor del patio. Dos estaban paradas en los barandales del porche como si fueran las dueñas del lugar. Ella ya había barrido sus excrementos, algo que se imaginó sucedería mucho en el futuro.
El movimiento en la distancia captó su mirada. La carreta. Ella entrecerró sus ojos y pudo distinguir a su esposo. Ensartó su aguja en el calcetín, lo enrolló con todo y el huevo de zurcir, y metió el pequeño envoltorio dentro de su canasta de costura.
Revisando el reloj sujetado en su corpiño, vio que habían pasado tres horas. Seth no va a estar contento habiendo perdido tanto tiempo el día de hoy.
Antes de que pasara mucho rato, la carreta llegó hasta el patio.
Trudy se puso de pie, justo cuando él dirigía la carreta hacia la casa, en vez de conducirla al granero, como ella habría esperado.
Él le mostró una sonrisa y puso el freno.
Sorprendida por su buen humor, ella le sonrió en respuesta. Bajó los escalones y se detuvo junto a la carreta.
—Trudy, mi bien. Nunca te pregunté si habías aprendido a montar.
Ella volteó a ver a la yunta. — ¿Caballos? —preguntó.
—Bueno, ¿qué más podría ser? —La piel alrededor de sus ojos se arrugó—. No estoy preguntando por cerdos o ganado —dijo bromeando.
Trudy arrugó su nariz mirándolo y dijo: —Pudiste querer decir una bicicleta.
Seth se rio. —Ahí si me ganaste, Sra. Flanigan —dijo él, balanceándose para bajar del asiento, su movimiento fuerte y elegante—. Te traje un presente —él se estiró dentro de la carreta, levantó una silla de montar con ambas manos, y la sostuvo frente a ella—. ¿Qué te parece?
—Me parece que es una silla de montar para hombre.
—Eso es, Sra. Flanigan. Pero es más pequeña, hecha para una mujer.
—Pero Seth —ella protestó, sintiéndose contenta y nerviosa al mismo tiempo—. Yo solo he montado en sillas tipo inglés, de lado.
—En Montana no hay sillas de montar de lado —él declaró, con mirada juguetona—. Es mucho más fácil y seguro montar a horcajadas.
Trudy bajó su mirada para ver su vestido, pellizcó algo de tela con cada mano y la estiró. Alzó su ceja mirando a Seth, retándolo a decir que ella podía cabalgar con sus faldas arremangadas hasta sus rodillas.
—Me parece que… —Seth obviamente, disfrutaba bromear con ella—. Puedes hacer una falda dividida para cabalgar. Te apuesto que, si te concentras en ello, la puedes tener lista para mañana en la tarde y podrías probar esta silla de montar. ¿Tú que dices, Sra. Flanigan? —le dijo, arrastrando las palabras y con mirada traviesa.
—No sé, Seth —ella contestó.
—Seguro que ser capaz de cabalgar te facilitará el ir a explorar como tú quieres —le dijo para persuadirla.
Trudy rio a carcajadas y dio unas palmadas en el hombro de Seth. —Ahí me ganaste, Sr. Flanigan. Aunque dudo que tenga terminado para mañana un nuevo traje de montar. Tengo muchas otras cosas que hacer hoy —ella alcanzó la nariz del caballo y la frotó.
—Buena elección. Saint será más fácil de cabalgar que Copper —él acarició el hombro del alazán—. No tendrás que preocuparte con él. Copper no es tan tranquila.
Trudy inclinó su cabeza hacia el granero. —Ahora ocúpate de los caballos, Seth Flanigan. Para cuando te hayas lavado, tendré la cena en la mesa.
—Sí, señora —él trepó de regreso al asiento de la carreta.
Trudy se dio la vuelta y entro a la casa. Una vez que supo que su esposo no podía ver la expresión de su rostro, sus labios temblaron. ¡Cabalgar a horcajadas! El solo pensamiento le hizo un nudo en el estómago. Pero yo quería aventuras. Comenzó a pensar en la libertad que le daría cabalgar, y en cómo podría explorar… Una sonrisa floreció en su rostro. Si las mujeres del Oeste cabalgan a horcajadas, ¡yo también lo haré!