CAPÍTULO UNO

St. Louis


¡Al fin, soy libre! Trudy Bauer estaba de pie en la sala de estar de la casa de su padre, observando a su hermana menor, Anna y a su novio Martin Ramsey, aceptando las felicitaciones de su familia y amigos. Anna resplandecía de felicidad, y su esposo joven y larguirucho, quien acababa de graduarse de la Facultad de Teología, la contemplaba con orgullo. Anna había elegido no usar blanco, optando por un vestido de bodas mucho más práctico, en color azul grisáceo, el cual hacía juego con el color de sus ojos, usando tan solo un leve polisón. Su futuro como la esposa de un ministro significaba que ella estaba destinada a usar vestidos sencillos, por el resto de su vida.

Las primeras rosas blancas de primavera decoraban la repisa de la chimenea y hacían juego con el ramo que sostenía la novia y con una solitaria flor fijada en la solapa del novio. El velo acomodado hacia atrás, por encima del rostro de Anna, atenuaban su cabello rojizo oscuro, y casi era del mismo tono de su complexión.

Trudy no envidiaba el estado matrimonial de su hermana, pero si sentía algunas punzadas por los planes de la pareja para viajar a África, como misioneros. Un suspiró se le escapó. En su novela favorita, Jane Eyre, St. John había muerto como un misionero en África. Aunque ella sabía que el hombre era un personaje de ficción, su muerte se presentaba como una ilustración de todos los peligros que Martin y Anna estarían asumiendo

Ella miró afuera por la ventana, a la calle con casas estilo Reina Ana, planeando qué tan pronto podría escapar de St. Louis y embarcarse en su propia aventura. Estaba tan cansada de residir en la ciudad y añoraba vivir en la naturaleza, para ver hermosos paisajes todos los días.

A finales de semana, Trudy se prometió a sí misma, pensando en el anuncio que ella había guardado en el cajón de su escritorio. Tan pronto como el resto de la familia regrese a casa.

La retumbante voz de su padre la trajo de vuelta al presente. Alto y de cabello castaño, mechones blancos en su barba, Carl Bauer estaba de pie con la Sra. Minerva Breckenridge, la mujer a quien él había estado cortejando por los últimos cuatro años, él le dio a su yerno Martin, un amistoso golpe en el hombro.

— ¡Oye, tú cuida bien a mi niñita!

Martin asintió varias veces con su cabeza, rápidamente. Su manzana de Adán se meneaba de arriba hacia abajo. —Si, señor. Se lo prometo —dijo Martin.

—Sé que así lo harás, hijo. De otra forma, no te habría dejado quitármela de las manos —él se inclinó para poner un beso en la mejilla de Anna—. Sé feliz, hija.

—Lo seré, Papá —los ojos de Anna se empañaron.

El ver la emoción de su hermana hizo que los ojos de Trudy se llenaran de lágrimas, y puso una mano en su pecho para disimular un súbito estallido de dolor. Con Anna dirigiéndose hacia África, y sus propios planes para viajar al oeste, las dos hermanas probablemente nunca se volverían a ver otra vez. Aún las cartas serían escasas.

Su hermana de en medio, Lora, y su esposo, un rico banquero, dieron un paso adelante para felicitarlos. Lora y Emmett habían viajado desde Nueva York para una corta visita y asistir a esta boda, la primera vez en tres años en que la familia se había reunido. Con una sensación de conmoción, Trudy se dio cuenta que su padre y sus hermanas no estarían presentes en su boda. Como una novia-por-correo, ella se casaría entre extraños, viviría entre extraños. Sus pulmones se constriñeron con el pensamiento.

¿Podré hacerlo? Pero Trudy no veía otra manera para viajar al oeste, ver la grandeza acerca de la cual solo había leído, tener las nuevas experiencias y aventuras con las que ella había soñado por tanto tiempo.

La fiesta de recepción pasó demasiado rápido, mientras la familia y sus invitados comían y bebían, hablaban, reían, y brindaban por la novia y el novio. Antes de que los recién casados dejaran la casa para comenzar con su nueva vida juntos, Anna tomó una rosa de su ramo para guardarla para sí y apretó el resto de las flores en las manos de Trudy, diciendo: —Ahora, tú puedes seguir tus sueños, hermana. Gracias por quedarte para ayudar a Papá a criarme. Rezaré por ti todas las noches.

La visión de Trudy se puso borrosa. Con dificultad, ella contuvo sus lágrimas y dijo: —Y yo rezaré por ti, hermana. Que tu matrimonio te traiga todo lo que tú has soñado.

Anna miró a Martin, quien esperaba pacientemente, y le dio una resplandeciente sonrisa. Con un último abrazo y un toque de mejilla-a-mejilla, ella se había ido.

Como en un sueño, Trudy despidió al resto de los invitados. Cuando todos, con excepción de Minerva, se habían marchado, Lora y Emmett se retiraron a su recámara.

El padre de Trudy dejó caer un beso de despedida en la mejilla de Minerva. Mientras la mujer se iba, ella le dio a Trudy una mirada de comprensión. Minerva era lo suficientemente apegada a las hermanas para saber del conflicto de Trudy con el hecho de la partida de Anna a las selvas de África. Ella había criado a su hermana por los últimos cinco años, y Anna nunca había demostrado ningún sentido de aventura… hasta que se enamoró perdidamente de un estudiante del seminario -y no un estudiante de seminario ordinario- sino uno que tenía una pasión por el trabajo de misionero.

Trudy fue hasta la ventana y vio a Minerva mientras ella caminaba hasta su carruaje.

Regordeta y de cabello oscuro, la mujer no se parecía en lo más mínimo a la rubia y alta madre de Trudy. Pero ella tenía un buen corazón y hacía feliz a su viudo padre.

Él se reunió con ella en la ventana y le dijo: —Es tu turno, hija. Me has ayudado a criar a tus hermanas como tu madre te lo pidió. Ahora es tiempo para que tú vivas tu propia vida y para que yo me case con Minerva.

—Estoy lista. Yo sé que ha sido duro para ti, Papá, el no tener una esposa.

Él le dio un tironcillo cariñoso bajo la barbilla de ella, como si todavía fuera una niña y dijo: —No solo era yo. Qué con tener que cuidar a su madre enferma, Minerva tampoco podía hacerse cargo de una manada de hijas casi-adultas.

—Tres no es una manada.

— ¡Algunas veces así se siente!

Ellos rieron.

—Papá, he decidido… Voy a ser una novia por correo.

Con una sacudida de su cabeza, él dejó escapar un suspiro.

Trudy volteó para mirarlo y vio la tristeza en sus ojos, azul grisáceo como los de Anna.

—Sospeché algo como eso, Pajarita.

El sonido de su apodo de la infancia la hizo recargarse en él, inhalando la familiar esencia a tabaco y hombre.

— ¿Estás segura que no tomarías a Harold Wheeling? —su padre le preguntó.

Ella arrugó su nariz, volteando su rostro hacia él. Su vecino de la casa de al lado, “el bueno y aburrido Harold” tenía mucho tiempo de andar tras ella. —Tú sabes que no. Harold será un buen esposo para alguien, simplemente no para mí —Trudy dijo.

Él puso su brazo alrededor de los hombros de ella y dijo: —Tú eres como tu madre, queriendo volar libre y tener aventuras. El establecerse con un abogado en St. Louis, cortó sus alas.

—Ella te amaba, Papá —Trudy dijo fielmente, dando palmadas con una mano sobre el pecho de él.

—Lo sé. Nosotros fuimos felices. Y yo quiero que mis niñas sean felices también. Solo desearía que todas ustedes hubieran elegido quedarse aquí —él dejó caer un beso en la frente de ella—. Hace veinticuatro años, me convertiste en un padre. Desde entonces, tú has iluminado mi vida —su voz se llenó de emoción—. Voy a extrañar el tener tu espíritu jovial a mí alrededor, todos los días.

— ¿Vendrás a visitarme?

Él sostuvo una mano en alto y dijo: —Solo si escoges un esposo que viva en un pueblo a lo largo de la ruta del ferrocarril. A mi edad, no voy a viajar en diligencia, ni sometería a Minerva a ese modo de transporte.

— ¿Eso es todo? —Trudy bromeó—. ¿Ningún otro requerimiento?

—Solo que él sea un buen hombre quien proveerá para ti.

—Haré mi mejor esfuerzo para escoger uno, Papá. Estoy usando la agencia de Novias del Oeste Por-Correo. Ellos son una agencia honorable. Ya los verifiqué —pero aun cuando ella dijo las palabras, las dijo con temor, Trudy sabía que ella no tenía manera de evaluar el carácter de su esposo de antemano. Ella estaría tomando un riesgo que impactaría el resto de su vida.

Trudy: Una novela del cielo de Montana
titlepage.xhtml
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_000.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_001.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_002.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_003.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_004.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_005.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_006.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_007.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_008.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_009.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_010.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_011.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_012.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_013.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_014.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_015.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_016.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_017.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_018.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_019.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_020.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_021.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_022.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_023.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_024.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_025.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_026.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_027.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_028.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_029.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_030.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_031.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_032.html
CR!E5EMKNZ91S2AK5N5222QAH1JSHC1_split_033.html